Authors: María Dueñas
La puerta de la casa de la calle Francos estaba entreabierta, la cancela de hierro forjado que separaba el zaguán del patio, también. Por eso entró vacilante. Y una vez dentro, fue cuando lo oyó. Revuelo, agitación, gritos. Un lloro agudo luego, más gritos enmarañados.
Subió de tres en tres los escalones, recorrió a zancadas la galería. La estampa que halló fue confusa pero elocuente. Dos féminas alborotadas, gritándose una a otra. Ninguna le vio llegar: fue su vozarrón lo que las acalló momentáneamente lo hizo que las dos cabezas se volvieran hacia él.
Sagrario, la vieja, dio un paso atrás, dejando a la vista a la esclava Trinidad envuelta en lágrimas. El pánico y el estupor se mezclaron en el rostro de ambas al verle.
Y al fondo de la estampa, una puerta abierta. La del cuarto de Carola Gorostiza. De par en par.
—Don Mauro, yo no… —empezó a decir la sirvienta.
La cortó en seco.
—¿Dónde está?
Las dos bocas parecieron murmurar algo, pero ninguna se atrevió a hablar con mediana claridad.
—¿Dónde está? —repitió. Se esforzó por no sonar demasiado brusco, pero no lo consiguió ni por asomo.
Por fin habló otra vez la anciana, en un susurro acobardado.
—No lo sabemos.
—¿Y mi criado?
—En su busca salió.
Abordó entonces a la esclava.
—¿A dónde fue tu ama, muchacha? —bramó.
Seguía llorando, con la melena hecha una maraña y el gesto descompuesto. Y sin dar una respuesta. La agarró por los hombros, repitiendo la pregunta en tono cada vez más duro, hasta que en ella pudo más el miedo que el pesar.
—No lo sé, su merced, ¿qué es que yo voy a saber?
Calma, hermano, calma, se dijo. Necesitas saber qué ocurrió y, atemorizando a esta pobre niña y a esta abuela, poco vas a conseguir. Así que, por tus hijos, compórtate. Para aplacarse, se metió en los pulmones con ansia el aire del pasillo entero, y lo expulsó a chorros después. Lo único importante, recapacitó, era que Carola Gorostiza se había largado. Y que, si Santos Huesos no había logrado encontrarla todavía, lo más probable era que a aquella hora anduviera dando tumbos por las calles, buscándole más problemas de los que ya tenía.
—Vamos a ver si nos tranquilizamos para que yo pueda entender qué fue lo que pasó.
Las dos cabezas asintieron en silencio respetuoso.
—Trinidad, serénate, por favor. No va a pasar nada, aparecerá. Dentro de unos días estarán las dos embarcadas rumbo a La Habana, de vuelta a casa. Y en cuatro o cinco semanas, andarás otra vez paseando por la plaza Vieja y comiendo patacones hasta hartarte. Pero antes tienes que ayudarme, ¿de acuerdo?
Por respuesta sólo obtuvo un barullo de palabras ininteligibles.
—No te entiendo, muchacha.
Imposible descifrar el sentido de aquel parlamento embarullado entre lágrimas e hipidos. Fue la achacosa sirvienta quien finalmente le ayudó a comprender.
—Que la mulata no quiere irse con su ama, señorito. Que ni a rastras quiere volver a Cuba con su señora. Que lo que quiere la niña es quedarse con el indio.
Un pensamiento pasó por su mente veloz. Santos Huesos, desgraciado, qué carajo le metiste en la cabeza a esta pobre criatura.
—Todo se hablará a su debido tiempo —añadió con un esfuerzo soberano por no volver a alterarse—. Pero ahora me urge saber qué pasó exactamente. Cómo y cuándo logró salir la señora de la habitación, qué se llevó con ella, si alguien tiene alguna idea de adónde pudo ir.
La criada coja dio un paso adelante.
—Verá usted, señorito; don Manuel se marchó al alba sin deshacer la cama siquiera, lo mismo tenía una urgencia. El caso es que cuando yo me levanté, fui directa a la cocina y luego salí a por carbón para la lumbre. Y cuando volví a entrar, noté la puerta de la calle abierta, pero pensé que él, con las prisas, no la cerró bien. Después le preparé el desayuno a la huésped, y fue al subírselo cuando vi que había volado como un gorrión.
—Y tú, Trinidad, ¿dónde andabas entretanto?
El llanto de la esclava, algo calmado para entonces, volvió a intensificarse.
—¿Dónde estabas, Trinidad? —repitió.
Ninguno de los tres se había dado cuenta de que Santos Huesos, escurridizo como siempre, había retornado e iba avanzando en ese momento por el corredor.
Al llegar al fondo, fue él mismo quien respondió:
—En el cuarto contiguo, patrón —anunció casi sin resuello.
Y la joven, por fin, dijo algo comprensible:
—Con él entre las sábanas, con permiso de su merced.
La anciana se persignó escandalizada al oír referir semejante contubernio. La mirada furiosa de Mauro Larrea transmitió todo aquello que habría dicho a su criado si hubiera podido desahogarse a gritos con plena libertad. Por los clavos de Cristo, cabrón, se pasaron la noche encamados como posesos, y se les escapó la Gorostiza en el peor de los momentos.
—A medianoche yo le quité a él la llave del cuarto de mi ama del bolsillo y en un momentico de descuido, le abrí la puerta —confesó del tirón—. Después, se la volví a guardar en el mismo sitio sin que él se percatara. Tan pronto oyó que el señor doctor se fue, ella aguardó un poquitico y salió detrás.
La presencia imprevista de Santos Huesos parecía haber calmado a Trinidad: la cercanía del hombre con el que había compartido cuerpo, susurros y complicidades le había devuelto el valor.
—No lo acuse a él, su merced, porque toda la culpa no es más que mía.
A sus ojos volvieron las lágrimas, pero ahora ya eran de otro tipo.
—Mi ama me prometió… —añadió con su meloso acento caribeño entrecortado—. Ella me prometió que si le conseguía la llave me daría mi carta de libertad, y yo dejaría de ser una esclava, y me podría ir a donde quisiera con él. Pero si no lo hacía, al volver a Cuba me mandaría al cafetal, y me ataría ella misma al tumbadero, y haría al mayoral menearme el guarapo con un bocabajo de veinticinco latigazos de los que hacen saltar la sangre hasta el firmamento. Y esta mulata no quiere que la azoten, su merced.
Suficiente. De momento, no precisaba saber más. La vetusta sirvienta, espantada ante la siniestra amenaza, le pasó los brazos sobre los hombros para reconfortarla. Recuperando aún la respiración entrecortada tras la urgencia por volver, Santos Huesos mantuvo los ojos altos asumiendo con entereza su monumental error.
No tenía ningún sentido seguir hurgando en lo que ya no podía ser, decidió.
—Ándale, muchacho —añadió—. Salgamos en su busca; ya hablaremos tú y yo en su momento. Ahora, vámonos sin perder un segundo más.
Lo primero que hizo una vez en la calle fue mandar al criado a la plaza del Cabildo Viejo para poner al tanto a Sol; por si a la esposa de su primo se le ocurría volver por allí. La causante de todas las desdichas de su matrimonio, había dicho que era. Y a su memoria volvió el corazón raspado en la pared. La G de Gustavo. La S de Soledad.
Él, por su parte, alquiló una calesa dispuesto a recorrer fondas y paradores, por si acaso a la mexicana se le había ocurrido tomar un cuarto mientras decidía qué pasos dar. Pero ni en las fondas de la Corredera, ni en las de la calle de Doña Blanca, ni en las de la plaza del Arenal: en ningún sitio le dieron razón a medida que recorría apresurado los establecimientos. En el tránsito fugaz de uno a otro, entró también por la notaría de la Lancería, en busca de un tentáculo con el que llegar hasta donde él solo no podía hacerlo. Una vieja amiga recién llegada de Cuba anda perdida, don Senén, le mintió al notario. Viene trastornada y de su boca puede salir más de una majadería. Si por un casual sabe algo de ella, reténgala, por lo que más quiera, y hágamelo saber.
Ya estaba dispuesto a irse cuando sus ojos recayeron en la figura del empleado fisgón con el que mantuvo aquel encuentro un tanto singular unos días antes. Intentaba el pobre hombre pasar desapercibido, volcado sobre un libro de tapas de cuero mientras fingía escribir con avidez ante la amenazante presencia del indiano. El minero se detuvo frente a su mesa y le lanzó un murmullo imperceptible para el resto, pero de sobra elocuente. Baje ahora mismo.
—Ingénieselas como pueda para escaparse de sus quehaceres; tiene que ir a todos los rincones de la ciudad en los que haya autoridades de cualquier tipo y en los que alguien pueda interponer una denuncia formal o informal. O allá donde una persona pueda hablar más de la cuenta ante cualquiera con poder, usted me entiende. Civiles, militares o eclesiásticos, tanto da.
El escribiente, a punto de que se le aflojara el vientre, musitó un simple lo que usted mande, señor mío.
—Averigüe si por algún sitio pasó esta mañana una señora que responde al nombre de Carola Gorostiza de Zayas, y si dijo algo al respecto de mí. Si no hubiese resultados, ponga un hombre en cada puerta para que vigile por si acaso aparece más tarde. Igual me sirve un mendigo manco que un capitán general: cualquiera con los ojos bien abiertos que frene y retenga en caso necesario a una señora bien plantada de pelo azabache y hablar ultramarino.
—Sí, sí, sí, sí —tartajeó el pobre Angulo. Flaco, amarillento, retorciéndose los dedos.
—En caso de dar con ella, pendientes a su favor quedan tres duros de plata. Si me entero en cambio de que trasciende una sola palabra de más, le mando a mi indio a que le arranque las muelas del juicio. Y yo no me fiaría del instrumental que gasta para esas cirugías.
Se despidió dándole la espalda con un difuso haga por encontrarme, andaré por ahí. Santos Huesos lo recogió en la esquina.
—Vamos a volver a la Tornería; mucho lo dudo, pero lo mismo le dio por ir allá.
Ni Angustias ni Simón reconocieron haber visto a ninguna dama de semejante porte.
—Échense a la caza, hagan el favor. Si dan con ella, arréglenselas para traerla aunque sea a rastras. Y luego me la encierran en la cocina; si se pone brava, la amenazan con el gancho de la lumbre para que no se le ocurra irse.
Dejaron la calesa al principio de la calle Larga y la rastrearon a pie entre hileras de naranjos y el bullicio de la mañana. Uno por la derecha y otro por la izquierda, entraron y salieron de tiendas, colmados y cafés. Nada. Creyó verla dentro de una falda gris volviendo una esquina, luego bajo un sombrero negro, después en la silueta de una dama con capotillo pardo que salía de un comercio de zapatería. Se equivocó siempre. Dónde carajo estará la maldita mujer.
Miró la hora, las once menos veinte. De vuelta a casa del doctor Ysasi, apúrate. Para entonces, el doctor ya debería haber regresado del ventorrillo con noticias de Alan Claydon.
Para su desconcierto, no había ningún carruaje a la vista en las proximidades de su residencia en la calle Francos. Ni el viejo faetón del médico, ni el coche inglés que llevara hasta Jerez al hijastro de Soledad: nadie había llegado todavía. Miró la hora: la mañana avanzaba con el paso implacable de una carga militar. El médico, perdido. Y la mexicana, sin aparecer.
—Preguntaste en la plaza del Arenal, por si por un casual cogió un carruaje de alquiler, ¿verdad?
—Mientras usted andaba por las fondas, patrón.
—¿Y?
—Y nada.
—Natural. Adónde va a ir esa chiflada sola, sin su esclava, sin su equipaje, y sin acabar de ajustar las cuestiones que cree que tenemos pendientes.
—Pues yo más bien pienso que sí.
—Que sí ¿qué?
—Que lo mismo la doña voló de Jerez. Que le tiene a usted más miedo que a una vara verde, como dicen los gachupines de por aquí. Y para mí que habrá hecho todo lo que esté en su mano por poner tierra de por medio a fin de arreglar sus componendas desde la distancia.
Pudiera ser. Por qué no. Carola Gorostiza sabía que dentro de aquella ciudad él iba a encontrarla más temprano que tarde: no tenía ningún sitio seguro en el que ponerse a salvo, no conocía a nadie vinculado a Cuba, los confines eran más que limitados. Sabía también que, tan pronto diera con ella, la volvería a recluir. Y ni por toda la gloria del cielo estaba dispuesta a consentirlo.
—A la estación de ferrocarril, ándale.
Sólo había un tren en las vías cuando llegaron, ya vacío.
De los pasajeros que habían descendido, tan sólo quedaba uno en el andén. Un joven rodeado de baúles. Alto, elástico, buenmozo, con pelo oscuro despeinado por el aire y vestido a la moda de las grandes capitales. Consultaba algo medio de espaldas a un encargado cetrino que le llegaba por el hombro, escuchaba atento mientras recibía indicaciones.
—Júrame por tus muertos, Santos, que no estoy perdiendo yo también el poco juicio que me quedaba.
—En sus purititos cabales sigue, don Mauro. De momento, al menos.
—Entonces, ¿tú estás viendo lo mismo que estoy viendo yo?
—Con estos meros ojos que han de comerse los gusanos, patrón. Contemplando estoy en este mismo instante al niño Nicolás.
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El abrazo fue grandioso. Nicolás, la causa de sus desvelos en las noches infantiles de sarampión y escarlatina, el gran generador de tantos problemas como carcajadas y de tantos regocijos como quebraderos de cabeza, imprevisible cual revólver en las manos de un ciego, aparecía recién bajado de un tren.
Las preguntas brotaron a borbotones, saliendo atropelladas de las bocas de ambos. Dónde, cuándo, en qué manera. Después se volvieron a abrazar, y a Mauro Larrea se le atoró un grumo en la boca del estómago. Estás vivo, cabrón. Vivo, sano, y hecho un hombre. Una sensación de alivio infinito le recorrió por unos instantes la piel.
—¿Cómo fue que diste conmigo, pedazo de orate?
—Este planeta es cada vez más chiquito, padre; no creerías la cantidad de descubrimientos que se ven por ahí. La daguerrotipia, el telégrafo…
Dos mozos empezaron a cargar el voluminoso equipaje mientras Santos Huesos dirigía los movimientos después de fundirse con el chamaco de la familia en otro estrujón sonoro.
—No enredes con vaguedades, Nico. Y ya hablaremos despacio de tu huida de Lens y del mal lugar en que me habrás hecho quedar con Rousset.
—Estando en París —replicó el muchacho esquivando con un quiebro airoso la voz amenazante—, me invitaron una noche a una recepción en una residencia del Boulevard des Italiens, un encuentro de patriotas mexicanos huidos como gallinas del régimen de Juárez que conspiraban entre perfume de Houbigant y botellas de champaña helada. Imagínate.
—Céntrate, mijo —ordenó.
—Allá coincidí con algunos de tus viejos amigos; con Ferrán López del Olmo, el dueño de la gran imprenta de la calle de los Donceles, y con Germán Carrillo, que andaba recorriendo Europa con sus dos hijos pequeños.