La Templanza (55 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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Calló unos instantes, como si intentara encontrar cuál de sus planteamientos era el más acertado.

—Ella piensa que la dejamos sola en el momento más tremebundo, tras el entierro de nuestro primo Matías. Manuel regresó entonces a sus estudios de Medicina en Cádiz; yo me fui con Edward a emprender mi vida de recién casada, Gustavo acabó en América. Inés se quedó sola mientras nuestros mayores se despeñaban cuesta abajo sin remisión. La abuela, mi madre y las tías con sus lutos perennes, sus láudanos y sus lúgubres rosarios. El abuelo consumido por la enfermedad. Tío Luis, el padre de Matías y de Luisito, hundido en una pena negra de la que ya nunca saldría, y el calavera de nuestro padre, Jacobo, cada día más perdido por los tugurios y las casas de mala vida.

—¿Y Luisito, el Comino?

—En un principio lo mandaron interno a Sevilla, sólo tenía quince años y apenas aparentaba más de diez. Le trastornó profundamente la muerte de su hermano mayor, entró en un período de abatimiento enfermizo y tardó tiempo en superarlo. Así que Inés era la única que en un principio parecía destinada a permanecer en medio de aquel infierno, conviviendo con una caterva de cadáveres vivientes. Nos suplicó entonces que la ayudáramos, pero nadie la escuchó: huimos todos. De la desolación, del fracaso de nuestra familia. Del amargo final de nuestra juventud. Y ella, que hasta entonces jamás había mostrado ningún destacable afán piadoso, prefirió encerrarse en un convento antes que soportarlo.

Triste panorama, cierto, reflexionó él sin dejar de mirarla. La vida de un prometedor muchacho segada en su lozanía y, como consecuencia, un clan entero sumido en un pesar profundo. Triste, sí, pero algo le chirriaba: no acababa de encontrar aquella causa lo suficientemente inmensa como para desatar una tragedia colectiva de tal magnitud. Quizá por eso, porque esa historia no resultaba del todo convincente y los dos eran conscientes de ello, al cabo de unos instantes de silencio Soledad decidió hacerle saber más.

—¿Qué te ha contado Manuel que ocurrió en aquella montería de Doñana? —preguntó juntando las yemas de los dedos debajo de la barbilla.

—Que se trató de un percance accidental.

—Un tiro anónimo desviado, ¿no?

—Eso creo recordar.

—Lo que tú sabes es la verdad disfrazada, la que siempre contamos de puertas afuera. La realidad es que el disparo que reventó a Matías no salió de una escopeta cualquiera, sino de la de uno de los nuestros. —Hizo una pausa, tragó saliva—. De la de Gustavo, en concreto.

A su memoria retornaron fugazmente los ojos claros de su rival. Los de la noche de El Louvre. Los del burdel de la Chucha. Impenetrables, herméticos, como llenos de un agua clara petrificada. Así que con aquello cargabas, amigo mío, se dijo. Por primera vez sintió por su contrincante un poso de sobria compasión.

—Ésa fue la razón por la que se fue a América, la culpa —prosiguió Sol—. Nadie pronunció jamás la palabra asesino, pero todos nos quedamos con esa idea aferrada. Gustavo mató a Matías, y por eso el abuelo le puso en las manos una suma considerable de dinero contante y le ordenó que desapareciera de nuestras vidas y se marchara. A las Indias o al infierno. Para que dejara, casi, de existir.

Su temeraria apuesta, las intuiciones de Calafat, el ruido de las bolas de marfil al chocar febriles entre sí sobre el tapete en aquel juego demoníaco en el que se enzarzaron. Todo empezaba a tener sentido.

La voz de Soledad le arrancó de La Habana y le devolvió a Jerez.

—En cualquier caso, antes ya había tensiones en el aire. Fuimos una piña durante la infancia, pero habíamos crecido y nos estábamos desintegrando. En aquel eterno paraíso doméstico en el que vivíamos, mil veces nos habíamos prometido ingenuamente unión y fidelidad por los siglos de los siglos. Ya desde niños, una tropa de inocentes constructores de quimeras, organizamos el andamiaje perfecto: Inés y Manuel se casarían; Gustavo sería mi marido. A Matías, que nunca entraba como protagonista en aquellas fantasías, pero sí llevaba la batuta en su papel de primo mayor, le buscaríamos una linda señorita que no nos diera problemas. Y Luisito, el Cominillo, se quedaría perpetuamente soltero a nuestro lado, como un aliado fiel. Todos seguiríamos siempre juntos y revueltos, tendríamos recuas de hijos y las puertas de la casa común estarían siempre abiertas para todo aquel que quisiera ser testigo de nuestra eterna felicidad.

—Hasta que la realidad todo lo puso en su sitio —sugirió él.

En su boca hermosa se mezclaron ironía y amargura. La lluvia seguía entretanto cayendo floja tras los cristales.

—Hasta que el abuelo Matías comenzó a diseñar para nosotros un futuro radicalmente distinto. Y antes de que nos diéramos cuenta de que había un mundo fuera lleno de hombres y mujeres con los que compartir la vida más allá de nuestras paredes, él cambió las piezas del juego sin necesidad de mover siquiera el tablero.

Mauro Larrea recordó entonces las palabras de Ysasi en el casino. El salto generacional.

En ese momento llegó al gabinete la doncella de la cara mantecosa llevando entre las manos una bandeja de tentempiés. La depositó cerca de ellos: bocados de carnes frías sobre mantel de hilo, pequeños emparedados, una botella, dos copas talladas. De lo poco que dijo la empleada en inglés, él tan sólo entendió míster Palmer; intuyó por eso que la iniciativa provenía del mayordomo, al haber pasado hacía rato la hora del almuerzo sin que nadie hiciera amago de acercarse al comedor. La muchacha señaló entonces un quinqué de pantalla pintada sobre una mesa de palosanto, debió de preguntar si la señora deseaba que lo prendiera para clarear la penumbra de la habitación. La respuesta fue un contundente no, thank you.

Tampoco hicieron caso a las viandas. Soledad había empezado a empujar el portón que daba acceso a su pasado y allí no había lugar para el oloroso y la pechuga de pato fileteada. Tan sólo, como mucho, para masticar una especie de amarga nostalgia y compartir las sobras con el hombre que la escuchaba.

—En los nietos puso el punto de mira y para ello elaboró un sofisticado proyecto, parte del cual consistía en casar a una de las niñas con su agente inglés. Con ello blindaba una parte esencial del negocio: la exportación de los vinos. Poco importaba que Inés y yo tuviéramos por entonces diecisiete y dieciséis años, y Edward más edad que nuestro propio padre y un hijo casi adolescente. Tampoco le pareció preocupante al abuelo que ninguna de las dos entendiera en un principio por qué súbitamente aquel amigo de la familia al que conocíamos desde niñas nos traía de Londres dulces de naranja amarga de Gunter’s, y nos invitaba a pasear por la Alameda Vieja, y se empeñaba en que leyéramos en voz alta las melancólicas odas de Keats para corregir la pronunciación de nuestro inglés. Aquélla fue la ocurrencia del patriarca, que nos eligiera a una de nosotras. Y a Edward no le disgustó la propuesta. Y así acabé yo, sin haber cumplido aún los dieciocho, dando el sí quiero bajo un espectacular velo de blonda de Chantilly, absoluta, ingenua y estúpidamente ignorante de lo que vendría después.

Se negó a imaginarla, prefirió desviarse.

—¿Y tu hermana?

—Jamás me lo perdonó.

El movimiento del terciopelo de la falda le hizo intuir de nuevo que, bajo la espléndida tela, ella descruzaba las piernas para volverlas después a cruzar en el sentido contrario.

—Una vez que ambas fuimos conscientes de la situación, y a la vista de que a Edward no parecíamos desagradarle inicialmente ninguna de nosotras, ella empezó a tomárselo infinitamente más en serio que yo. Comenzó a ilusionarse y a dar casi por hecho que, al ser ella la mayor, la más cuajada y serena, quizá incluso la más hermosa, acabaría tornándose en la depositaria definitiva de los afectos de nuestro pretendiente una vez acabara aquel juvenil cortejo a dos bandas que todos asumimos en un principio con cierta frivolidad. Todos excepto él.

—¿Excepto tu abuelo?

—Excepto Edward —corrigió rápidamente—, que acató el reto de elegir esposa con absoluto rigor. Su primera mujer, huérfana a su vez de un rico importador de pieles del Canadá, había muerto de tuberculosis nueve años antes. Él era por entonces un viudo que superaba los cuarenta, apasionado del vino y dueño de una próspera casa comercial heredada de su padre; se pasaba la vida viajando de un país a otro cerrando operaciones; su hijo se criaba entretanto con unas tías de la rama materna en Middlesex, unas solteronas que acabaron convirtiéndolo en un pequeño monstruo egoísta e insoportable. Cada vez que Edward venía a Jerez un par de veces al año, nuestra casa era para él lo más parecido a un hogar y a una fiesta continua. Con el abuelo en calidad de eficaz aliado en cuestiones de negocios, y con los barandas de mi padre y mi tío como amigos entrañables a pesar del contraste con su moral de burgués victoriano, ya sólo faltaba que nuestras sangres se mezclaran por vía de matrimonio.

Descruzó una vez más las piernas, esta vez para levantarse de la butaca. Se acercó a la mesa que la doncella había señalado anteriormente: la que sostenía sobre su superficie un delicado quinqué con la tulipa cuajada de ramas y aves zancudas. De una caja de plata sacó una larga cerilla de cedro, lo encendió con ella y sobre el gabinete cayó un manto de calidez. Sin sentarse todavía, apagó con un leve soplo el fósforo y con él aún en la mano, prosiguió:

—No tardó en decidirse por mí, jamás le pregunté por qué.

Avanzó hacia el ventanal; le hablaba de espaldas quizá para no tener que desnudar su intimidad cara a cara.

—Lo único cierto es que puso un especial empeño por abreviar el trance en lo posible, asumiendo la perversidad de la situación: dos hermanas sacadas al escaparate, obligadas a entrar en involuntaria competencia a una edad en la que todavía carecíamos de la madurez necesaria para entender muchas cosas. Hasta que la noche anterior a la boda, con la casa llena de flores y de invitados extranjeros, y con mi vestido de novia colgado caprichosamente del chandelier, Inés, que a ojos de todos pareció en un principio asumir esa inesperada elección sin dramatismo, en su cama junto a la mía, en la habitación que siempre habíamos compartido y que es la misma que ahora ocupas tú, se vino abajo en un llanto sin consuelo que duró hasta el alba.

Regresó a su butaca, reclinó la espalda. Y a pesar de seguir desgranando cuestiones que le rozaban el corazón, esta vez le miró de frente.

—Yo no estaba enamorada de Edward, pero sí ingenuamente seducida por la estima que comenzó a desplegar hacia mí. Y por el mundo que pensaba que se me ponía a los pies, supongo —añadió con cierta acidez—. Gran boda en la Colegiata, espléndido ajuar, una maisonette en Belgravia. Regresos a Jerez dos veces al año, al día en las últimas modas y cargada de novedades. El paraíso para la joven irreflexiva, mimada y romántica que yo era por entonces, una ingenua criatura que ni siquiera sospechaba lo amargo que sería el desarraigo, ni lo duro que iba a resultarme en aquellos primeros años convivir tan lejos de los míos con un extraño que me sacaba treinta años y que además aportaba un hijo insufrible a la vida conyugal. Una atolondrada a la que no se le pasó siquiera por la cabeza que aquel compromiso casi sobrevenido le amputaría para siempre la relación con el ser más cercano que había tenido desde que nació.

Mauro Larrea seguía escuchándola absorto. Sin beber, sin comer, sin fumar.

—Aprendí a querer a Edward, a pesar de todo. Nunca le faltó atractivo, siempre fue atento y generoso, con un extraordinario don de gentes, grata conversación, mucho mundo y un impecable saber estar. Hoy sé, no obstante, que lo hice de una manera diferente a como habría amado a un hombre elegido por mí misma.

Sonó descarnada, turbadora sin pretenderlo.

—De una forma radicalmente distinta a como habría querido a alguien como tú.

Él se rascó la cicatriz con las uñas, casi hasta hacerla sangrar.

—Pero siempre fue un gran compañero de viaje; a su lado aprendí a nadar en aguas mansas y en aguas turbias, y gracias a él me hice la mujer que hoy soy.

Fue entonces el minero quien se levantó. De sobra tenía, se negaba a oír más. No necesitaba seguir corroyéndose el alma mientras imaginaba cómo habría sido convivir todos esos años al lado de Soledad. Despertándose a su lado cada mañana, construyendo ilusiones comunes, engendrando hija a hija en su vientre fecundo.

Se acercó al ventanal del que ella se había alejado hacía unos instantes. Ya no llovía, el cielo gris empezaba a abrirse. En la plaza, un puñado de chiquillos zarrapastrosos chapoteaba entre los charcos mezclando carreras y carcajadas.

Acaba ya, compadre. Descuélgate de los pasados sin vuelta y de las proyecciones de un futuro que nunca va a existir; retoma la vida en el punto en el que la dejaste. Retorna a tu patética realidad.

—A saber por dónde demonios andará esa pendeja buscándonos complicaciones —farfulló.

Antes de que Sol reaccionara frente al súbito giro de la conversación, una voz llenó la estancia.

—Creo que yo lo sé.

Ambos volvieron sorprendidos la cabeza hacia la puerta. Bajo el dintel, escoltado por Palmer, estaba Nicolás.

—Santos Huesos volvió de patear las calles en su busca: él me contó.

Entró con desparpajo, traía la ropa medio mojada.

—Me dijo que andaban desesperados a la búsqueda de una pariente de los Gorostiza que venía de Cuba, una dama vistosa y algo distinta a las señoras de por acá. No necesité más datos para recordarla: me la crucé en… ¿en Santa María del Puerto?

—El Puerto de Santa María —corrigieron al unísono.

—Igual da; en el muelle la encontré esta mañana temprano, a punto de cruzar hacia Cádiz en el mismo vapor del que yo acababa de desembarcar.

47

      

Era ya noche cerrada cuando hizo sonar la aldaba de bronce con forma de corona de laurel. Él se ajustó el nudo de la corbata, ella se recolocó la lazada del sombrero. Carraspearon luego prácticamente a la vez, cada uno con su tono, limpiándose las gargantas.

—Tengo entendido que por acá anda la señora de Ultramar que vino en mi busca.

Genaro, el viejo mayordomo, les condujo sin palabras a la sala de las visitas comerciales donde lo recibieran cuando él, recién desembarcado, llegó a la casa Fatou con una carta de presentación de Calafat. A partir de aquella mañana, no había vuelto a pisar esa habitación formal destinada a los clientes y los compromisos: en las jornadas posteriores, se convirtió en un cálido invitado y a su disposición tuvo un confortable dormitorio, la sala familiar y el comedor en el que cada mañana le servían el chocolate y los churros calentitos bajo los rostros inalterables de barbudos antepasados al óleo. Ahora, sin embargo, había retrocedido a la casilla de salida y allí estaba de nuevo: sentado sobre la misma tapicería de canutillo y rodeado por los mismos bergantines petrificados en sus litografías. Como si fuera otra vez un extraño entre las tenues luces que iluminaban la estancia. La única diferencia era que esta vez tenía a su lado a una mujer.

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