Authors: María Dueñas
Grandísimo hijo de la chingada, Zayas, pensó. Puede que el viejo tenga razón.
—Permítame que sea malpensado —prosiguió Calafat—, pero llevo el día entero dándole vueltas y he llegado a la conclusión de que no sería extraño que lo que Gustavo Zayas en realidad pretenda es simplemente librarse de su despampanante esposa y quitarse de en medio. Tan pronto como sus amigos se fueron de mi despacho esta mañana, lancé a la calle mis redes y me han contado que los dos llevan un tiempo hablando por ahí de unas propiedades familiares que poseen en España.
—Algo escuché acerca de la herencia de un primo hermano, sí señor.
—Un primo muerto en el cafetal de la pareja al poco de llegar de España, que les dejó en su testamento algo interesante en Andalucía.
—Propiedades inmuebles. Casas, viñas o algo así.
—Si usted ganara esta noche la partida, la esposa infiel quedaría a su supuesto recaudo de aguerrido amante mexicano. Y él, agraviado pero fiel cumplidor de su palabra, se lavaría las manos y tendría el camino libre para volar. A la madre patria o a donde le salga del alma. Sin lastres, ni responsabilidades, ni demandantes que le pidan cuentas. Y sin su mujer.
Demasiado complejo. Demasiado precipitado todo, demasiado enmarañado. Pero quizá, pensó. Quizá, entre todo ese barullo de despropósitos, hubiera algo de verdad.
—Y de caudales, ¿cómo anda?
—Borrascoso, me temo. Lo mismo que su relación conyugal.
—¿Arrastrando deudas con usted?
—Alguna —fue la discreta respuesta del banquero—. Los altibajos financieros parecen ser la tónica habitual en la pareja, lo mismo que las riñas, las trifulcas y los reencuentros. Él parece esforzarse, pero nunca acaban de cuadrarle las cuentas, ni con el cafetal ni con su mujer. Y ella gasta como si el dinero creciera como los plátanos, no hay más que ver su estampa.
—Entiendo.
—Así que, de momento —añadió Calafat—, esta misma madrugada y en caso de que él pierda la partida, se aseguraría un digno adiós a Cuba. Recuerde: sólo tendría que dejarse ganar para desentenderse de su esposa, endilgársela a usted y encontrar una vía libre por la que quitarse de en medio.
Por enrevesado que sonara, aquel planteamiento no dejaba de encerrar una cierta lógica.
—Menuda pareja… —musitó entonces el anciano. Esta vez fue él mismo quien acompañó sus palabras con una risotada seca—. En fin, no quiero ponerle las tripas más negras de lo necesario, Larrea; puede que todas estas suspicacias no sean más que los desvaríos de un viejo fantasioso, y puede que tras esta lid no haya más nada que el orgullo herido de un hombre manipulado por su esposa o de una mujer que pide a su marido a gritos un poco de atención.
Iba a decir Dios le oiga, sin demasiado convencimiento, pero tampoco esta vez se lo permitió la verborrea de Calafat.
—Lo único que tenemos claro es que el tiempo corre en su contra, amigo mío, así que mi propuesta es que nos concentremos en ir por delante. Dígame, ahora…
—Dígame antes algo usted a mí.
El anciano alzó las manos al aire en gesto de prodigalidad. Lo que guste, ofreció.
—Perdone mi franqueza, don Julián, pero ¿por qué parece estar tan interesado en este feo asunto mío, que a usted ni le va ni le viene?
—Por una razón de mero procedimiento, lógicamente. Hemos quedado en que Zayas plantea esto como una especie de duelo, ¿verdad? En ese caso y como ocurre en cualquier desafío que se precie, creo que usted necesitará un padrino. Y estando como está más solo que la una en esta isla, y siendo yo el curador de sus bienes como soy, me siento en la obligación moral de acompañarle.
Su carcajada fue auténtica esta vez. Híjole, cabrón, lo que quieres es cuidarme. A mis años.
—Se lo agradezco en el alma, mi estimado amigo, pero yo no necesito a nadie para vérmelas con un indeseable frente a una mesa de billar.
Bajo el bigotazo mongol no asomó ninguna sonrisa, sino un rictus serio.
—Vamos a ver si me hago entender, señor mío. Gustavo Zayas es Gustavo Zayas. El Manglar es el Manglar, y la casa de la Chucha es la casa de la Chucha. Y yo soy un reputado banquero cubano, y usted es un gachupín arruinado que llegó a este puerto traído por los vientos del azar. Creo que me explico.
El minero reaccionó con lucidez: Calafat tenía razón. Él se movía por un terreno pantanoso y tal vez adverso, y el banquero le estaba proponiendo algo tan simple como sagaz.
—Sea, pues. Y le quedo agradecido.
—Sobra decirle que una gran partida de billar es una empresa mucho más honesta que el nefando negocio de comerciar con pobres infelices africanos.
Pero la sombra siniestra del locero Novás y su barco de Baltimore cargado de argollas, cadenas y lágrimas ya se habían desviado momentáneamente del horizonte de Mauro Larrea. En su cabeza se entrechocaban ahora las preocupaciones y las conjeturas; por la sangre empezaba a bullirle la excitación.
El anciano se levantó y se acercó a la ventana, abrió las persianas. La tarde se había vuelto gris. Gris y densa como el plomo, sin una brizna de aire. El calor del día había sido sofocante, la atmósfera se había ido cargando de humedad a medida que pasaban las horas. Aún no soplaba brisa alguna ni caía una sola gota, pero el cielo amenazaba con abrirse enfurecido.
—Temporal a la vista —murmuró.
Después volvió a sumirse en un pensativo silencio mientras desde la calle entraba a borbotones el sonido de las ruedas de los carruajes sobre los adoquines, los gritos escandalosos de los caleseros y otras tantas docenas de ruidos y melodías.
—Pierda.
—¿Cómo dice?
—Pierda, déjese ganar —propuso Calafat con la vista aparentemente concentrada en el exterior.
Sin moverse de su sitio, contemplando la frágil espalda del viejo contra la ventana, le dejó continuar sin interrumpirle.
—Descoloque a Zayas, que vea cómo sus planes saltan por los aires. Desconciértelo. Luego, propóngale un desquite. Una segunda partida. Y vaya a muerte a por él.
Acogió la iniciativa como quien recibe un rayo de luz. De pleno, cegador.
—Ni por lo más remoto tiene previsto que usted no pelee hasta con los dientes —agregó el banquero volviéndose—. Aparte de ese supuesto amorío con su propia esposa, él sabe lo mucho que le ayudaría a usted una victoria contundente para reafirmar su presencia en La Habana; en esta tierra ardiente nos encantan los héroes, aunque la gloria les dure un día.
El minero rememoró entonces las sensaciones de la noche anterior. Algo meloso y electrizante como la mano de una mujer desnuda bajo las sábanas le había recorrido la espalda al saberse de nuevo visible y estimado a ojos de los demás. A su alma había retornado una especie de energía, de coraje. Dejar de ser un fantasma y retornar a la piel del hombre que solía ser, aunque fuera ganando al billar, sonaba tan seductor como un canto de sirena. Quizá, sólo por eso, valiera la pena todo aquel diabólico desatino.
—Lo cierto, muchacho, es que ha tenido usted un buen par de cojones resistiendo el envite de Zayas en este fregado —proclamó el banquero apartándose de la ventana y regresando hacia él.
Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba así: muchacho. Patrón, amo, señor, ésos eran los tratamientos más comunes. Padre le decían Mariana y Nicolás, a la recia manera española; jamás usaron ese «papá» más tierno, tan cotidiano en aquel Nuevo Mundo que los acogió a los tres. Pero nadie se había dirigido a él como muchacho en mucho tiempo. Y, pese a su ruina y su desconcierto y sus cuarenta y siete años de vida intensa, aquella palabra no le desagradó.
Miró el sobrio reloj de pared sobre la cabeza encanecida del anciano, junto al óleo de los muelles de aquella bahía mallorquina de la que llegaron hasta el loco Caribe los cautelosos antepasados de Calafat. Las ocho menos veinte, hora de irse preparando. Dio entonces un golpe con la palma de la mano sobre el reposabrazos de su butaca, se levantó y agarró el sombrero.
—Puesto que voy a ser su protegido —dijo llevándoselo a la cabeza—, ¿qué tal si me recoge y me invita a cenar antes de la batalla?
Sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta.
—Mauro —oyó cuando ya había empuñado el picaporte.
Se volvió.
—Cuentan por ahí que su juego en El Louvre fue deslumbrante. Prepárese para estar a la altura otra vez.
22
Al salir del restaurante en el paseo del Prado cayeron las primeras gotas y, para cuando llegaron al Manglar, llovía a mantas. Las callejas cenagosas eran a esa hora puro barro, las rachas de viento arrastraban con furia todo aquello que no tuviera una sujeción firme. La cólera del mar de los trópicos había decidido triunfar esa noche haciendo aullar a los perros, obligando a amarrar los navíos en los muelles y despojando las calles de quitrines, volantas y cualquier asomo de vida humana.
Las únicas luces que los recibieron al adentrarse en semejante lodazal fueron las de un puñado escaso de faroles amarillentos desperdigados sin ton ni son, como si la mano de un demente los hubiera lanzado al azar. De haber realizado esa visita a la misma hora cualquier otro día, habrían sido testigos de un hervidero de gente cruzándose bajo la luna por vías de casas bajas: mulatas de risa incitante luciendo al aire sus carnes, marineros barbudos recién desembarcados, buscavidas, bravucones, alcahuetas y tahúres, señoritos de buen tono, negros curros de andar chulesco con la navaja guardada en la manga, niños medio desnudos a la caza de un gato o un cigarrito, y matronas pechugonas friendo chicharrones en los portales. Ése era el catálogo de seres que poblaba el Manglar todos los días y todas las noches desde el amanecer hasta la madrugada. En el momento en el que el carruaje del banquero paró frente al portón de la Chucha, sin embargo, ni un alma vagaba por allí.
En el interior, no obstante, les estaban esperando. Un negrazo embozado en un capotón de hule salió a recibirles al estribo con un gran paraguas en la mano. Sobre el fango habían dispuesto un recio tablón, para que no se hundieran hasta el tobillo. Cinco pasos después estaban dentro.
Toda la vida que el vendaval y la lluvia habían barrido esa noche de las calles habaneras parecía haberse concentrado en el local. Y Santos Huesos, a quien habían mandado por delante con anticipación, no podía haber estado más atinado esa misma mañana en su escueta descripción del negocio. Aquello era un tugurio a medio caballo entre una gran taberna rebosante hasta los topes y un burdel de mediana estofa, a juzgar por el aspecto de las mujeres que bebían y reían a carcajadas con los parroquianos, ajenas a palabras como pudor, decoro o recato.
A él, con todo, bien poco le interesaban en ese momento ni la parroquia ni las fulanas. Tan sólo le preocupaba el asunto que le había llevado hasta allá.
—Vaya noche de perros, amo Julianico —escuchó decir al corpulento criado con una carcajada grandiosa mientras cerraba el paraguas empapado.
Tras la carcajada percibió una boca llena de inmensos dientes. Y, tras la boca, a un hombre entrado en años, más alto y grande incluso que él mismo a pesar de la chepa que mostraba una vez desprovisto del capotón.
—De perros y dragones, Horacio, de perros y dragones —masculló el banquero. A la vez que hablaba, se quitó el sombrero de copa y extendió el brazo para sacudirlo, a fin de que los chorreones de agua cobijados en el ala cayeran más allá de sus pies.
Así que el viejo es cliente de la casa, rumió para sí mismo el minero mientras repetía el gesto de Calafat. ¿Y si todo es una jugarreta, una emboscada, una celada amañada entre Zayas y mi supuesto protector?, malpensó. Quieta, no te distraigas, céntrate, ordenó a su mente. En ese preciso instante, como una sombra, notó deslizarse hasta su costado una presencia familiar.
—¿Todo en orden, muchacho? —preguntó sin apenas despegar los labios.
—Arriba lo tiene, recién llegado.
El tal Horacio se dirigió en ese momento a él con una aparatosa reverencia que no hizo sino acentuar la giba de su espalda.
—Gusto de acogerle en nuestra humilde casa, señor Larrea. Doña Chucha ya les está aguardando en el saloncico turquesa, vamos para allá.
—¿Alguien más vino con Zayas? —preguntó al criado entre dientes mientras el gigantón les abría paso a empujones a través de la algarabía.
—Pues yo diría que seis o siete señores nomás trajo consigo.
Pinche cabrón, estuvo a punto de decir. Pero más le valía callar, no fuera alguno de los presentes a sentirse erróneamente aludido en su honor. En lugares como ése, donde los puños y las cuchilladas eran tan comunes como el licor que corría de los barriles a las gargantas, mejor era contenerse.
—A mi espalda te quiero toda la noche. Vendrás bien provisto, espero.
—Pues no iría usted a dudarlo a estas alturas, digo yo, patrón.
El banquero y él subieron por la escalera de tablones siguiendo el espinazo contrahecho del criado Horacio; tras ellos, Santos Huesos cubriéndoles la retaguardia, con un cuchillo y una pistola cobijados bajo el sarape. No percibieron, sin embargo, la menor sospecha de amenaza alrededor. Los clientes seguían a lo suyo. Los menos, trasegando en solitario con sus demonios y sus nostalgias empapadas en ron; otros compartiendo jarras de lager y plática a gritos, otros tantos frente a mesas en las que corrían los naipes, los duros españoles y las onzas de oro, y un buen montón cortejando a las furcias con soez galantería, o metiéndoles las manos bajo las faldas y entre los pechos mientras ellas se persignaban acobardadas cada vez que oían un trueno. Al fondo del salón, sobre una tarima alzada del suelo, se preparaba un quinteto de músicos mulatos. Nadie, en definitiva, les prestó atención aunque el chichimeca, por si acaso, ocupó su puesto en la rezaga con precisión militar.
En el piso de arriba les recibieron un par de grandes puertas de sabicú. Talladas, espléndidas e incongruentes con el lugar: un anticipo de lo que encontrarían en el salón entelado en seda azul que la mayoría de los días permanecía cerrado a cal y canto, inaccesible para la caterva de morralla que frecuentaba la planta baja.
Ocho varones esperaban dentro, en compañía de la anfitriona y de unas cuantas de las mejores señoritas de la casa procazmente ataviadas. Todos, al igual que él mismo, llevaban pantalón rayado y levita en diversos tonos de gris, camisa blanca de cuello almidonado y plastrón de seda al cuello: como dictaban las buenas maneras en aquella y en cualquier otra capital.