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Authors: María Dueñas

La Templanza (30 page)

BOOK: La Templanza
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Orientándose a golpe de instinto, atravesó una plaza flanqueada por cuatro espléndidas casas-palacio; pasó después por la puerta de Sevilla y enfiló la calle Larga hacia el corazón de la ciudad. Déjate de pendejadas, pensó entretanto. Tú eres el legítimo legatario, y los tejemanejes entre sus anteriores dueños a ti ni te van ni te vienen. Céntrate en lo que acabas de ver: incluso teniendo en cuenta su lamentable estado, esta casona seguro que vale su buen capital. Lo que ahora tienes que hacer es deshacerte de ella y del resto del patrimonio lo antes posible, para eso estás aquí. Para venderlo cuanto antes, echarte el dinero al bolsillo y cruzar de nuevo el Atlántico hasta la otra orilla. Para regresar.

Continuó avanzando hacia la notaría flanqueado a derecha e izquierda por dos hileras de naranjos. Apenas circulaban carruajes: a Dios gracias, pensó recordando los amenazantes enjambres que formaban los quitrines en las vías habaneras. Ensimismado como iba en sus propios asuntos, al recorrer la calle Larga apenas prestó atención al pulso sosegado y próspero de la vida local. Dos confiterías y tres sastrerías, cinco barberos, numerosas fachadas señoriales, un par de boticas, un talabartero y un puñado de apacibles negocios de zapatos, sombreros y comestibles. Y entre ellos, señoras de buen tono y señores vestidos a la inglesa, rapaces y criaditas, escolares, transeúntes variopintos y gente común de vuelta a casa a la hora de comer. Comparado con el pulso enloquecido de las ciudades ultramarinas de las que venía, aquel Jerez era como una almohada de plumas, pero él ni siquiera se percató.

Lo que sí notó, en cambio, fue el olor: un olor sostenido que sobrevolaba los tejados y se enredaba entre las rejas. Algo que no era humano ni animal. Nada que ver con el perenne aroma a maíz tostado de las calles mexicanas ni con los aires marinos de La Habana. Raro tan sólo, grato a su manera, distinto. Envuelto en esa fragancia llegó a la calle de la Lancería, donde lo acogió de nuevo una moderada agitación humana; parecía zona de despachos y gestiones, de quehaceres formales y constante tránsito. El notario, don Senén Blanco, le esperaba liberado ya de sus compromisos.

—Permítame, señor Larrea, que le convide a almorzar en la fonda de la Victoria. No son ya horas de sentarnos a hablar de asuntos serios con el estómago vacío.

Una década por encima de él en edad y unos cuantos dedos por debajo en estatura, calculó mientras se dirigían hacia la Corredera. Con buena levita, patillas canosas de hacha y esa manera de hablar de la gente del sur que no era tan distante de las voces del Nuevo Mundo.

Don Senén no parecía en modo alguno tan fisgón como su empleado Angulo, pero en su interior bullía la misma curiosidad como un caldero al fuego. También a él le había impactado saber que, por una sucesión de insólitas transacciones, el antiguo legado de la familia Montalvo se encontraba ahora con todas las de la ley en poder de aquel indiano. No era la primera ni sería la última operación imprevista que le llegaba de allende los mares para que como escribano diera fe; todo correcto hasta ahí. Lo que le quemaba las entrañas eran otras preguntas y por eso ansiaba que el forastero le contara cómo demonios había acabado con aquellas propiedades en sus manos, cómo era que el último portador del apellido había muerto en las Antillas, y cualquier otro detalle adicional que el recién llegado tuviera a bien compartir.

Se sentaron en una mesa junto a un ventanal asomado a la vía pública y al trasiego de carros, bestias y seres, con su intimidad refugiada tras una cortinilla blanca que cubría los cristales de la parte inferior. Uno frente al otro, separados por mesa y mantel. Apenas habían terminado de acomodarse cuando un zagal de doce o trece años, con chaquetilla de camarero y el cabello estirado y mate a fuerza de agua mezclada con mal jabón, puso ante ambos un par de pequeñas copas. Pequeñas, más altas que anchas, cerradas de boca. Y, de momento, vacías. Junto a ellas dejó una botella sin etiqueta y una bandejita de loza rebosante de aceitunas.

Desdobló la servilleta y aspiró por la nariz. Como si volviera a ser consciente de algo que hasta entonces lo había acompañado pero que aún no había logrado identificar.

—¿A qué huele, don Senén?

—A vino, señor Larrea —respondió el notario señalando unos toneles oscuros al fondo del comedor—. A mosto, a bodega, a soleras, a botas. Jerez siempre huele así.

Sirvió entonces.

—De ello vivía la familia de cuyas propiedades es usted ahora dueño. Bodegueros fueron los Montalvo, sí señor.

Él asintió, con la vista concentrada en el líquido dorado mientras acercaba su mano al pie de cristal. El notario notó el costurón que le llegaba hasta la muñeca y los dos dedos machacados en la mina Las Tres Lunas, pero ni se le ocurrió preguntar.

—¿Y cómo fue que todo se les vino abajo, si me permite la indiscreción?

—Por esas cosas tan lamentables que a menudo ocurren en las familias, señor mío. En la Baja Andalucía, en España entera, y supongo que también en las Américas. El tatarabuelo y el bisabuelo y el abuelo se desloman para hacer un patrimonio, hasta que llega un momento en el que se rompe la cadena: los hijos se relajan en empeños y ambiciones, u ocurre una tragedia que lo trunca todo, o los nietos se despendolan y lo echan a perder.

Por suerte para él, otro mozo igualmente ataviado con chaquetilla impoluta aunque algo más entrado en años se acercó en ese momento, y así evitó que a su mente asomara la imagen de su hijo Nicolás y la certeza de que su herencia no habría de llegar ni siquiera a la segunda generación.

—¿Estamos listos, don Senén? —preguntó el camarero.

—Listos estamos, Rafael. Empieza.

—De primero tenemos potaje de habichuelas con castañas, garbanzos con langostinos y sopita de fideos. De segundo a elegir, como siempre, carne o pescado. De los bichos de cuatro patas hoy hay ternera mechada y lomo de gorrino en salsa; de los que pían, arroz con tórtola. Y del agüita, tenemos sábalo del Guadalete, cazón en adobo y bacalao con pimentón.

El muchacho recitó las propuestas de memoria, con tono de pregonero y a la velocidad de un corcel. Él apenas entendió cuatro o cinco palabras, en parte por la pronunciación cerrada y en parte porque jamás en su vida había oído hablar de algunas de las viandas que ahora proponían servirle. A saber qué demonios serían el cazón o el sábalo.

Y mientras el notario decidía por los dos con la confianza de un cliente habitual, Mauro Larrea se llevó a los labios aquella copa de vino. Y con aquel sabor punzante en la boca y los ojos recorriendo las botas de madera y el trasiego ruidoso de la hora del almuerzo, sin hacer juicios ni aprecios, hablando tan sólo con su alma, se dijo: Así que esto es Jerez.

—Con sumo gusto le habría invitado a mi casa, pero a diario siento a tres hijas y tres yernos a la mesa, y no creo que ése sea el mejor escenario para hablar con la privacidad que requieren sus asuntos.

—Se lo agradezco igualmente —zanjó. Ansioso por saber novedades, abrió a continuación las manos en un gesto que venía a decir estoy dispuesto a escucharle—. Cuando guste.

—Bien, vamos a ver… No he tenido tiempo de adentrarme a fondo en antecedentes testamentarios porque don Luis Montalvo recibió su herencia hace más de veinte años y esos asuntos los tenemos archivados en otro almacén pero, en principio, todo lo que usted me ha presentado parece estar en perfecto orden. Según los documentos que aporta, usted pasa a ser propietario de los bienes raíces consistentes en casa, viña y bodega por traspaso de don Gustavo Zayas quien, a su vez, los heredó de don Luis Montalvo a su muerte, siendo éste el último dueño de los mismos de quien en esta ciudad se tiene conocimiento.

No parecía tener problema alguno el notario en combinar el trasiego de vino a la boca con el recitar monocorde de su deber profesional.

—Una testamentaría en La Habana y otra en la ciudad de Santa Clara, provincia de Las Villas —continuó—, dejan constancia oficial de ambas estipulaciones. Y lo que así se firma en Cuba, como territorio de la Corona española que es, tiene vigencia inmediata en la Península.

Y como para rubricar lo que de memoria había especificado, el notario se metió una aceituna en la boca. Él aprovechó el momento para indagar.

—Luis Montalvo y Gustavo Zayas, según tengo entendido, eran primos hermanos.

Eso fue lo que les reconfirmó en el despacho de Calafat el representante de Gustavo Zayas cuando, al día siguiente de la partida de billar, formalizó en su nombre la entrega de lo apostado. Y eso era lo que los apellidos que se cruzaban en el testamento que presentó parecía corroborar: Luis Montalvo Aguilar y Gustavo Zayas Montalvo. Tan pronto quedaron los trámites resueltos, y todavía con la suerte de cara, consiguió dos pasajes rumbo a Cádiz en el vapor correo
Fernando el Católico,
propiedad por entonces del Gobierno español. Embarcó junto a Santos Huesos un par de días más tarde, sin volver a ver a su contrincante. El viejo banquero le acompañó al muelle; de Carola Gorostiza no volvió a saber. La última imagen que conservaba de Zayas en la memoria era la de su espalda mientras vomitaba en una escupidera del salón de la Chucha, vaciando su cuerpo y su alma apoyado contra una pared.

—El padre de Luis Montalvo, que también se llamaba Luis, y la madre de Gustavo Zayas, María Fernanda, eran hermanos, sí, señor. Había además un tercero, Jacobo, el padre de las dos niñas, que también murió hace tiempo. Luis padre era el primogénito del gran don Matías Montalvo, el patriarca, y tuvo a su vez dos hijos: Matías, que murió jovencito por desgracia para todos, y Luisito, que era el menor de los primos y que, tras la pérdida de su hermano mayor, pasó a quedarse con los buques insignia del clan en propiedad: la gran casa-palacio, la bodega legendaria y la viña. En fin, las familias y sus líos desde que el mundo es mundo; ya irá usted sabiendo de la estirpe con la que se acaba de emparentar, si me permite la ironía.

El notario hizo una breve pausa para rellenar las copas y prosiguió desplegando una portentosa exhibición de memoria.

—Veo, señor Larrea, que no hace usted ascos a nuestro vino, eso está muy bien… Gustavo Zayas, como le digo, es pues hijo de María Fernanda, la tercera de los descendientes del viejo don Matías y la única hembra: una preciosidad de mujer en mis años de juventud, o al menos así la recuerdo yo. Ella al parecer no recibió propiedades, aunque sí una dote nada desdeñable. Pero hizo mala boda, cuentan que tuvo escasa suerte en el matrimonio y acabó yéndose de aquí, a Sevilla, si no recuerdo mal.

La llegada de los primeros platos frenó la intervención. Garbanzos con langostinos para los señores, anunció el mozo; para chuparse los dedos. Y en honor al forastero, despedazó el contenido: los bichos bien frescos y descabezados, con su poquito de pimiento troceadito, su ajo, su cebolla y su puñado de pimentón. Y a la vez que desmadejaba los secretos de la cocina, contempló con cierto descaro al invitado del notario, para ver si lograba averiguar algo. Ya le habían preguntado por él en un par de mesas. Rafaelito, niño, ¿quién es el señor que está sentado con don Senén? No lo sé, don Tomás, pero desde luego, de por aquí cerca no parece, porque habla muy distinto. ¿Cómo de distinto? ¿Como hablan los de Madrid? Vaya usted a saber, don Pascual, que yo no he estado en mi puñetera vida más arriba de Lebrija, pero para mí que no, que este hombre viene de más lejos. ¿De las Indias, quizá? Pues lo mismo, don Eulogio, lo mismo será que sí. Espérense ustedes, don Eusebio, don Leoncio, don Cecilio, a ver si oigo algo mientras les sirvo y, en cuantito que me entere, yo se lo vengo a relatar.

—En fin, cuestiones de parentesco aparte y tal como le decía, no percibo problema alguno para legalizar de inmediato el cambio de titularidad en el registro a fin de que conste todo a su nombre legalmente —continuó el notario, ajeno a las curiosidades de los comensales—. Aunque, y esto es a título personal, sí he percibido un detalle en el documento, señor Larrea, que me ha llamado la atención.

Él tragó despacio: prefería demorarse porque anticipaba la pregunta.

—Observo que se trata de una transacción graciosa y no onerosa, porque en ningún sitio se indica la cantidad que usted pagó por los inmuebles.

—¿Hay algún problema en ello?

—En absoluto —replicó Blanco sin empacho—. Simple curiosidad: me ha resultado llamativo porque se trata de algo que no es común en nuestra manera de hacer las cosas por esta tierra, donde es rarísimo que no haya un dinero de por medio en un traspaso de propiedades.

Las cucharas volvieron a los platos, se oyó el ruido del metal contra la loza y las conversaciones de las mesas cercanas. Sabía que no tenía por qué dar explicaciones. Que el trámite era correcto y legal. Con todo, prefirió justificarse. A su manera. Para que corriera la voz.

—Verá —dijo entonces apoyando el cubierto con cuidado en el borde del plato—. La familia política de don Gustavo Zayas está muy estrechamente vinculada a la mía en México, su hermano político y yo estamos a punto de casar a nuestros hijos. Por eso, entre ambos convinimos ciertos acuerdos mercantiles: ciertos intercambios de propiedades que, en función de las circunstancias…

Imposible hablarle a aquel atento caballero español y en aquella muy digna ciudad de Jerez del Café de El Louvre y el temerario reto de su paisano Zayas, de la noche de tormenta en el burdel del Manglar o de aquella diabólica primera partida frente a una turba de desharrapados. Del banquero y sus grandes mostachos, de la negra Chucha con su porte de vieja reina africana, de la extravagante sala de baño con las paredes repletas de obscenidades donde pactaron las condiciones de la revancha. Del juego salvaje que lo llevó a ganar.

—Por abreviar una larga historia —recapituló mirándole con firmeza—, digamos que propusimos una transacción privada y particular.

—Entiendo… —murmuró don Senén con la boca medio llena. Aunque igual no entendió—. En cualquier caso, insisto en que no es asunto mío indagar en las voluntades de los humanos, sino tan sólo dar fe de ellas pero, en otro orden de cosas y si no es indiscreción, me gustaría hacerle una nueva pregunta.

—Las que guste.

—¿Por casualidad tiene usted idea de qué demonios hacía Luis Montalvo en Cuba? Su ausencia fue algo que sorprendió a todo el mundo por aquí; nadie atina a saber cuándo se marchó ni hacia dónde. Simplemente, un buen día se le dejó de ver y nadie supo dar razón de su paradero.

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