Authors: María Dueñas
Déjese de latinajos, estuvo a punto de bramar. En cambio, carraspeó, apretó los puños y se contuvo en silencio a la espera de aclaraciones.
—Ya lo dijeron los romanos, amigo mío: el testamento es la justa expresión de la voluntad acerca de aquello que uno quiere que se haga después de su muerte. La medida restrictiva de don Matías Montalvo no es que sea muy común, pero tampoco es la primera vez que la veo. Suele darse en casos en los que el testador no confía plenamente en la intención continuista de sus legatarios. Y esta cláusula demuestra que el buen señor no se fiaba demasiado de sus propios descendientes.
—Recapitulando, esto significa entonces…
El corredor de fincas fue quien lo aclaró, con su denso acento andaluz.
—Que hay que vender necesariamente todo en bloque, señor mío: caserón, bodega y viña. Lo cual, y ojalá me equivoque, no creo que vaya a ser fácil de hoy a mañana. Y mire que son buenos tiempos en esta tierra, y que el negocio del vino mueve capitales de noche y de día, y que por aquí viene gente de un montón de sitios que casi nadie sabe poner en el mapa. Pero eso de que se trate de un lote inseparable, no sé yo. Habrá quien quiera viñas, pero no casa y bodega. Habrá quien precise bodega, pero no viñas ni casa. Sé de quien busca casa, pero no viña o bodega.
—En cualquier caso —interrumpió el notario intentando calmar las aguas—, tampoco es tanta la espera…
¿Poca espera un año?, estuvo a punto de gritarle a la cara. ¿Poca espera, maldita sea? Usted no se imagina lo que supone un año ahora mismo en mi vida; qué va usted a saber de mis urgencias y mis apremios. Se esforzó por contenerse, lo logró a duras penas.
—¿Y rentar? —preguntó a la mexicana mientras se frotaba la cicatriz de la mano.
—¿Arrendar, quiere decir? Mucho me temo que tampoco podrá: queda igualmente expresado en el testamento con todas sus letras. Ni vender ni arrendar. De no haber sido así, ya se habría encargado Luisito Montalvo de buscar arrendatarios y haber sacado así algún rédito. Hombre previsor fue don Matías: se quiso asegurar de que las joyas de su patrimonio quedaran en un lote pro indiviso. O todo, o nada.
Tragó aire con furia, ya sin disimulo. Después lo expulsó.
—Maldito viejo —dijo pasándose la mano por la mandíbula. Esta vez no habló para sí.
—Si le sirve de consuelo, dudo mucho que don Gustavo Zayas tuviera conocimiento de esta cláusula testamentaria cuando ustedes dos convinieron la transacción.
Rememoró en un fogonazo las bolas de marfil rodando como posesas sobre el tapete verde de la Chucha. Las tacadas brutales de ambos, los dedos manchados de talco y tiza. Los cuerpos doloridos, la barba crecida y el cabello revuelto, las camisas abiertas, el sudor. Mucho dudaba él también que en aquellos momentos su contrincante tuviera en mente alguna menudencia legal.
—En cualquier caso, don Mauro —intervino el corredor—, yo me pongo en faena de inmediato si usted quiere.
—¿Cuál es su comisión, amigo?
—Un diezmo es lo normal.
—El quince por ciento le doy si me lo liquida en un mes.
Al hombre le tembló la papada como la ubre de una vaca vieja.
—Muy difícil veo yo eso, señor mío.
—El veinte si es capaz de dejarlo resuelto en dos semanas.
Ahora se pasó la manaza por el cogote; de atrás adelante, de adelante atrás. Madre de Dios. Él lo volvió a retar.
—O una cuarta parte para su bolsillo si me trae un comprador antes del viernes que viene.
El intermediario se marchó desbarajustado, calándose el sombrero y echando a andar por la Lancería mientras pensaba en lo que tantos años llevaba oyendo acerca de los indianos. Seguros, decididos, así le habían contado que eran los hombres de esa calaña: aquellos españoles que se hicieron millonarios en las colonias y que, en los últimos tiempos, habían emprendido el camino de vuelta y compraban tierras y viñas como quien compra altramuces en un tablón del mercado. ¿Pues no acaba de ofrecerme el tío la mayor tajada de mi vida sin pestañear?, dijo en voz alta incrédulo, parando el corpachón en medio de la calle. Dos mujeres a su paso le miraron como si estuviera tronado; él no se dio ni cuenta. Este Larrea no compraba, éste vendía, siguió pensando. Pero su actitud era tal cual contaba la leyenda. Firme, osada. Lanzó un gargajo al suelo. Qué hijo de puta el indiano, soltó luego al aire. Con un punto de algo parecido a la envidia. O a la admiración.
Ajenos a las reflexiones callejeras del corredor, Mauro Larrea y el notario prosiguieron firmando documentos y dando por concluidas las últimas escrituras. Hasta que llegó el momento de la despedida, apenas media hora después. ¿Se va a animar por fin a trasladarse a Jerez mientras todo se resuelve, amigo mío? ¿O piensa seguir en Cádiz? ¿O quizá va a retornar a México, a la espera de que le dé razón? No lo sé de momento, don Senén; estas últimas noticias trastocan en gran manera mis planes. Tendré que pensar detenidamente lo que más me conviene. En cuanto sepa algo definitivo, se lo haré saber.
Santos Huesos le esperaba en la puerta de la notaría; juntos echaron a andar entre los charcos de una tenue lluvia mañanera que, como llegó, se fue. Pasaron frente al Consistorio, por la plaza de la Yerba, por la plaza de Plateros, y enfilaron finalmente la angosta Tornería. ¿Llevas las llaves, muchacho? Pues cómo no, patrón. Vamos para allá, pues. Ninguno de los dos, en el fondo, sabía bien a qué.
A diferencia de su larguísimo paseo por Cádiz del día anterior, cuando todo lo observó y todo lo intentó analizar, en esta ocasión apenas prestó atención a lo que lo rodeaba. Su mirada iba volcada hacia adentro. Hacia lo que acababan de comunicarle el corredor y el notario, intentando asimilar lo que ello suponía. Ni las fachadas de cal, ni las rejas de forja, ni los viandantes y sus vaivenes le generaron ningún interés. Lo único que le quemaba la sangre era saber que tenía una fortuna al alcance de los dedos, y muy escasa probabilidad de rozarla.
—Vete a dar una vuelta —propuso mientras abría el gran portón de madera claveteada—. A ver si encuentras algún sitio donde podamos comer.
Volvió a cruzar el patio con sus losas sucias y sus hojas secas mezcladas con el agua caída horas antes, notó de nuevo la decrepitud. Recorrió otra vez despacio las estancias: una a una, primero abajo, después arriba. Los salones decadentes, las alcobas inhóspitas. La pequeña capilla sin ornamentos, fría como un sepulcro. Ni altar, ni cáliz, ni vinagreras, ni campanilla.
La escalera quedaba a su espalda, oyó pasos que subían los primeros escalones, preguntó sin volverse:
—¿Ya estás de regreso, mi amigo?
Su voz retumbó en la oquedad del caserón vacío mientras seguía contemplando el oratorio. Ni un simple crucifijo colgaba en la pared. Tan sólo, en una esquina, observó un bulto arrumbado y cubierto con un trozo de lienzo. Tiró de él y ante sus ojos apareció un pequeño reclinatorio. Con la tapicería granate medio comida por las ratas, algunos palos tronchados y el tamaño justo para que se arrodillara en él un ser de corta edad.
—Mi abuelo Matías lo mandó hacer para mi primera comunión.
Se giró en seco, desconcertado.
—Lo que nunca supo fue que la noche anterior al gran día, mis primos, mi hermana y yo atracamos el sagrario y nos comimos cada uno cuatro o cinco formas consagradas. Encantada de conocerle por fin, señor Larrea. Sea bienvenido a Jerez.
En su rostro había finura y en su prestancia, armonía. En sus grandes ojos castaños, una carga inmensa de curiosidad.
—Sol Claydon —añadió tendiéndole una mano enguantada—. Aunque durante un tiempo de mi vida, también fui Soledad Montalvo. Y viví aquí.
28
Tardó en reaccionar, mientras buscaba unas cuantas palabras que no lo delataran como el intruso que de pronto se sentía.
Ella se le adelantó.
—Tengo entendido que es usted el nuevo propietario.
—Disculpe que no le haya devuelto la visita, señora. Recibí su tarjeta ayer tarde y…
Alzó levísimamente el cuello y eso fue suficiente para dar por zanjadas las innecesarias excusas. Sobran, vino a decirle.
—Debía resolver unos asuntos en Cádiz, tan sólo quise aprovechar para presentarle mis respetos.
Los pensamientos se le atropellaron. Dios bendito, qué carajo se le replica a una mujer así. Una mujer amarrada por lazos de sangre a lo que tú ahora posees gracias a un demencial puñado de carambolas. Alguien que te mira como si quisiera llegar al fondo de tus entrañas para saber de verdad quién eres y qué demonios haces en un lugar que no te corresponde.
Falto de palabras, recurrió a los gestos. Los anchos hombros rectos, el sombrero sobre el corazón. Y un golpe de cabeza, una señal de gratitud fugaz y firme ante la hermosa presencia que acababa de colarse en su turbio mediodía. De dónde sales, para qué me buscas, habría querido decirle. Qué quieres de mí.
Llevaba una capa corta de terciopelo gris claro. Debajo, un vestido de mañana color agua, a la moda europea. Cuatro décadas espléndidas, año arriba, año abajo, le calculó de edad. Guantes de cabritilla y el cabello del tono de las avellanas en un recogido armonioso. Un pequeño tocado con dos elegantes plumas de faisán prendido a un lado con gracia, ninguna joya a la vista.
—Según tengo entendido, viene usted de América.
—Le informaron bien.
—Y fue al parecer mi primo hermano Gustavo Zayas quien le traspasó estas propiedades.
—A través de él me llegaron, cierto.
Se habían ido acercando. Él había salido del oratorio, ella había dejado atrás la escalera. La inhóspita galería por la que en los días del pasado glorioso transitaran los miembros de la familia Montalvo, y sus amigos y sus quehaceres y sus criados y sus amores, acogía ahora aquella inesperada conversación entre el nuevo dueño y la descendiente de los anteriores.
—¿Por un precio razonable?
—Digamos que resultó una transacción ventajosa para mis intereses.
Sol Claydon dejó transcurrir unos segundos sin desviar la mirada de aquel hombre de cuerpo sólido y rasgos marcados que mantenía ante ella una actitud entre respetuosa y arrogante. Él se mantuvo impasible, a la espera, esforzándose para que, tras el supuesto temple de su fachada, ella no percibiera el profundo desconcierto que lo carcomía.
—¿Y a Luis? —prosiguió—. ¿Conoció también usted a mi primo Luis?
—Nunca.
Fue contundente en su negación, para que a ella no le quedara la menor duda de que él jamás tuvo nada que ver con el viaje de aquel hombre a la Gran Antilla ni con su triste destino. Por eso añadió:
—Su muerte aconteció antes de que yo llegara a La Habana, no puedo ofrecerle mayores detalles, discúlpeme.
Los ojos de ella se desprendieron entonces de los suyos y vagaron por el entorno. Las paredes desconchadas, la suciedad, la desolación.
—Qué lástima que no tuviera oportunidad de haber conocido esto en otro tiempo.
Sonrió levemente sin despegar los labios, con un punto de amarga nostalgia colgado en las comisuras.
—Desde que recibí anteayer la noticia de que un próspero señor del Nuevo Mundo era el nuevo poseedor de nuestro patrimonio, no he parado de pensar en cuál debería ser mi papel en este imprevisto asunto.
—Hace tan sólo un rato que hemos terminado de protocolizar los trámites; todo se ajusta a legalidad —dijo a la defensiva. Sonó brusco, se arrepintió. Intentó por eso resultar más neutro al puntualizar—: Puede constatarlo si lo desea en la testamentaría de don Senén Blanco.
Sol Claydon sumó a su media sonrisa un punto de sutil ironía.
—Ya lo he hecho, naturalmente.
Naturalmente. Naturalmente. O qué pensabas, pendejo, que ibas a despellejar a su familia y que ella iba a tragarse lo que tú le contaras así como así.
—Me estaba refiriendo —agregó— a cómo añadir a este…, a este traspaso, por así llamarlo, un sello de ceremonia por insignificante que sea. Y, si quiere, también de humanidad.
No tenía ni la más remota idea de a qué se estaba refiriendo, pero asintió.
—Lo que usted guste, señora, por supuesto.
Volvió a recorrer con ojos cargados de melancolía el patético estado del que fuera su hogar y él aprovechó para observarla. Su prestancia, su entereza, su armonía.
—No vengo a pedirle cuentas, señor Larrea. Supondrá que esta situación no me resulta grata en absoluto, pero entiendo que se ajusta a lo legal y así debo aceptarla.
Él volvió a inclinar la cabeza en reconocimiento por su consideración.
—Así las cosas, y haciendo de tripas corazón, como última descendiente de la desafortunada estirpe de los Montalvo en Jerez, y antes de que nuestra memoria se desvanezca para siempre, con mi visita tan sólo pretendo bajar simbólicamente nuestra bandera y desearle lo mejor para el futuro.
—Le agradezco su amabilidad, señora Claydon. Pero quizá le interese saber que no tengo intención de quedarme con estos bienes. Estoy sólo de paso en España, con el propósito de tramitar su venta y volverme a marchar.
—Eso es lo de menos. Aunque su estancia sea fugaz, no creo que esté de más que sepa quiénes fuimos los que habitamos bajo estos techos en un tiempo en el que aún no nos acechaba la oscuridad. Venga conmigo, ¿quiere?
Sin esperar respuesta, sus pasos decididos la llevaron al salón principal. Y él, irremediablemente, la siguió.
Debió de ser difícil para el Comino encajar con ese físico suyo en una familia de bien plantados como fueron los Montalvo. Eso le había dicho el notario mientras comían en la fonda de la Victoria dos días atrás. Aquella atractiva mujer de porte airoso y huesos largos que se movía con desenvoltura entre el entelado hecho jirones de las paredes, lo confirmaba. Mauro Larrea, el supuesto indiano poderoso y opulento, desprovisto de pronto de reacciones, se limitó a escucharla en silencio.
—Aquí se organizaban las grandes fiestas, los bailes, las recepciones. Los santos de los abuelos, el fin de la vendimia, nuestros bautizos… Había alfombras de Bruselas y cortinas de damasco, y una araña inmensa de bronce y cristal en el techo. De esa pared colgaba un tapiz flamenco con una escena de caza de lo más extravagante, y ahí, entre los balcones, teníamos unos espejos venecianos divinos que mis padres trajeron de su viaje de bodas por Italia, y que reflejaban las luces de las velas y las multiplicaban por cien.
Recorría la estancia oscura sin mirarle mientras hablaba con un acento envolvente, una cadencia andaluza tamizada probablemente por el uso frecuente del inglés. Se acercó hasta la chimenea, contempló unos instantes la paloma muerta que todavía seguía allí. Su siguiente destino fue el comedor.