La Templanza (37 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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—Empresario minero, supongo que querrá decir —apuntó el doctor Ysasi—. De los que arriesgan su dinero en las excavaciones.

—En los últimos años, sí. Pero antes me curtí en el fondo de los pozos de plata machacando piedra entre las tinieblas, sudando sangre seis días a la semana para ganar un jornal miserable.

Dicho está, compadre, anunció mentalmente a su apoderado. Ahora, si te complace, grítame hasta partirte el alma. Pero tenía que sacarlo: ya que en el presente vivo envuelto en una grandiosa mentira, entiende que al menos, en cuanto al pasado, deje salir mi verdad.

Andrade, desde su distancia oceánica, no rechistó.

—Muy interesante —afirmó el doctor con tono sincero.

—Nuestro querido Manuel es todo un liberal, Mauro; un librepensador. Coquetea peligrosamente con el socialismo; seguro que no le dejará en paz hasta conocer de arriba abajo su historia.

Llegó el postre mientras la conversación continuaba ágil, sin pasar ni siquiera de puntillas por los detalles más escabrosos que le habían llevado hasta Jerez: Gustavo Zayas, la muerte del Comino, su oscura transacción comercial. Charlotte russe á la vanille, la especialidad de nuestra cocinera, anunció Soledad. Y para acompañarla, el dulzor de un Pedro Ximénez denso y oscuro como el ébano. Pasaron después a la biblioteca: más charla distendida entre tazas de aromático café, copas de armagnac, delicias turcas rellenas de pistacho y soberbios cigarros de Filipinas que ella les ofreció señalando un pequeño arcón labrado.

—Siéntanse libres de fumar, por favor.

Le extrañó que necesitara concederles permiso y mientras despuntaba su tabaco cayó en la cuenta de que no había visto a una sola mujer con un cigarro o un cigarrito en la boca desde que desembarcó. Nada más lejos de México y La Habana, donde las féminas consumían tabaco a la misma velocidad que los varones y con idéntica fruición.

—Y acerca de sus hijos, Mauro —prosiguió ella—, cuéntenos…

Les habló de ellos por encima mientras los tres permanecían acomodados en confortables sillones rodeados de libros forrados en piel tras los paneles acristalados. Sobre la criatura que pronto daría a luz Mariana, sobre la estancia de Nico en Europa y su próximo matrimonio.

—Cuesta tenerlos tan lejos, ¿verdad? Aunque para ellos resulte lo más conveniente, al menos en nuestro caso. De eso te libras, querido Manuel, con tu férrea soltería.

—¿Siguen sus hijas en Inglaterra, entonces? —preguntó Mauro Larrea sin dejar al médico contestar. Ahora se iban ajustando las piezas, ya entendía mejor la inusitada quietud de la casa.

—Así es; las dos pequeñas, internas en un internado católico en Surrey, y las mayores en Chelsea, en Londres, al recaudo de unos buenos amigos. Por nada del mundo querían perderse las amenidades de la gran ciudad, ya sabe: los bailes, las funciones, los primeros pretendientes.

—¿Cómo llevan, por cierto, las niñas el español? —quiso saber Ysasi.

Ella respondió con una carcajada que subió en varios grados la acogedora temperatura de la habitación.

—Brianda y Estela, escandalosamente mal, he de confesar para mi vergüenza. No hay manera de que atinen con las erres, ni con el tú y el usted. Con las mayores, Marina y Lucrecia, todo me resultó más fácil porque yo pasaba más tiempo con ellas y me tomaba muy en serio eso de que mis criaturas no perdieran una parte sustancial de su identidad. Con las pequeñas, sin embargo…, en fin, las cosas se han ido alterando, y me temo que se emocionan más con el
Rule, Britannia!
que con las bulerías, y son mucho más hijas de la reina Victoria que de nuestra castiza Isabel.

Rieron los tres, sonaron las once, el doctor propuso entonces la retirada.

—Va siendo hora de que dejemos descansar a nuestra anfitriona, ¿no le parece, Mauro?

Bajaron la escalera en paralelo, esta vez sin rozarse. El mayordomo les trajo sus pertenencias; ella, en ausencia del señor de la casa, los acompañó prácticamente hasta el zaguán, pisando ambos el norte de la rosa de los vientos plasmada en el suelo. Le tendió la mano como despedida, él se la acercó a los labios, apenas la rozó. Al palpar y oler su piel, esta vez sin guantes, le recorrió un estremecimiento fugaz.

—Ha sido una noche muy grata.

De soslayo vio al doctor Ysasi ajeno a la despedida entre ellos dos, recogiendo su maletín de galeno unos metros más allá; Palmer, el mayordomo, le sostenía el capote mientras le decía en su lengua unas frases incomprensibles y el médico, concentrado, asentía.

—El placer ha sido mío, confío en que podamos repetir cuando regrese Edward. Aunque antes, quizá… Creo que no conoce todavía La Templanza, ¿me equivoco?

Templanza, eso era lo que su ánimo necesitaba: mucha templanza, templanza a espuertas. Pero dudaba que ella se estuviera refiriendo a la virtud cardinal de la que él desde hacía tiempo carecía. Por eso alzó una ceja.

—La Templanza, nuestra viña —aclaró—. O, mejor dicho, la que ahora es de su propiedad.

—Disculpe, desconocía que la viña tuviera nombre.

—Como las minas, supongo.

—En efecto, a las minas también solemos bautizarlas de alguna manera.

—Pues lo mismo ocurre aquí. Permítame que le acompañe a ver la que fuera de mi familia, para que vaya tomando contacto. Podemos ir en mi calesa, ¿le vendría bien mañana por la mañana, alrededor de las diez?

Y entonces ella bajó la voz, y así fue como Mauro Larrea supo de pronto que los caldos franceses y el postre ruso, la ausencia de preguntas impertinentes, los tabacos de Manila y, sobre todo, el atractivo envolvente que desprendían todos los poros de aquella mujer, iban a acabar teniendo un precio.

—Necesito pedirle algo en privado.

31

      

—¿Tienen por costumbre los señores de Ultramar acostarse temprano, o me acepta una última copa?

Acababa de cerrarse a sus espaldas el portón de los Claydon, y fue Manuel Ysasi el que, una vez al raso, le hizo la invitación.

—Nada me agradaría más.

El médico había resultado ser un excelente conversador, un tipo inteligente y grato. Y a él le vendría bien otro trago para acabar de digerir las intempestivas palabras de Soledad Montalvo que aún le retumbaban en los oídos. Una mujer en busca de un favor. Otra vez.

Atravesaron la calle Algarve y de allí pasaron a la calle Larga para recorrerla hacia la puerta de Sevilla en toda su longitud.

—Confío en que no le importe que vayamos andando; heredé de mi padre un viejo faetón para las urgencias nocturnas o por si alguna vez tengo que acercarme a alguna gañanía, pero comúnmente me muevo a pie.

—Todo lo contrario, amigo mío.

—Le adelanto que mucha agitación nocturna no vamos a encontrar. A pesar de su creciente auge económico, Jerez no deja de ser una pequeña ciudad que conserva todavía mucho de la urbe mora que fue en su día. No somos más de cuarenta mil habitantes, aunque tenemos bodegas para parar un tren: más de quinientas hay censadas. Del vino vive de manera directa o indirecta, como supongo que ya sabe, la gran mayoría de la población.

—Y no les va mal, según aprecio —apuntó señalando alguna de las magníficas casas solariegas que asomaban al caminar.

—Depende del lado en el que le haya colocado la fortuna. O pregunte, si no, a los jornaleros de las viñas y los cortijos. Faenan de sol a sol por cuatro perras, comen unos míseros gazpachos hechos con pan negro, agua y apenas tres gotas de aceite, y duermen sobre un poyete de piedra hasta que regresan al tajo con el nuevo amanecer.

—Tenga en cuenta que ya he sido puesto al tanto de sus querencias socialistas, amigo mío —dijo con un punto irónico que el médico acogió de buen talante.

—Hay mucho de positivo también, para serle sincero; en absoluto quiero que se quede con una mala imagen por mi culpa. Disfrutamos de alumbrado público de gas como bien puede notar, por ejemplo, y el alcalde ha anunciado que el agua corriente está a punto de llegar desde el manantial del Tempul. Tenemos también un ferrocarril que sirve sobre todo para sacar las botas de vino hasta la bahía, un buen puñado de escuelas de primeras letras y un instituto de segunda enseñanza; incluso una Sociedad Económica del País plagada de prohombres y un hospital más que decente. Hasta el Cabildo Viejo, al lado de casa de Sol Montalvo, ha sido convertido recientemente en biblioteca. Hay mucho trabajo en las viñas y, sobre todo, en las bodegas: arrumbadores, capataces, toneleros…

No le pasó por alto a Mauro Larrea que Ysasi nombrara a Sol Claydon por su nombre de soltera, a pesar de que las leyes inglesas desposeían de su apellido a las esposas tan pronto daban el sí quiero ante el altar. Sol Montalvo, había dicho, y con ello constataba el doctor, involuntariamente, su cercanía y su larga amistad.

Seguían departiendo mientras a su paso se iban cruzando las últimas almas del día. Un limpiabotas, una anciana doblada como una alcayata que les ofreció cerillas y papel de fumar, cuatro o cinco pillastres. Los tabancos, los cafés y las tabernas de la zona más céntrica tenían cerradas las puertas; la mayoría de los vecinos se encontraban ya cobijados en sus casas en torno al brasero de picón. Un sereno con chuzo afilado y linterna de aceite les saludó en ese momento con un Ave María Purísima desde debajo de su capote de paño pardo.

—Incluso contamos con vigilancia armada por las noches, ya ve.

—No parece un mal balance, vive Dios.

—El problema, Mauro, no es Jerez; aquí somos dentro de lo que cabe unos privilegiados. El problema es este desastre de país del que, por suerte, ya se han independizado ustedes en casi todas las viejas colonias.

No tenía la menor intención de enzarzarse en diatribas políticas con el buen doctor, sus intereses andaban por otros derroteros. Ya que le había desgranado las generalidades de la ciudad, era el momento de ir avanzando hacia lo particular. De la parte ancha del embudo, a la estrecha. Por eso le interrumpió.

—Acláreme algo, Manuel, si no le es molestia. Supongo que en todos esos avances algo habrá tenido que ver la fructífera actividad de los bodegueros, ¿cierto?

—Obviamente. Jerez fue siempre una ciudad de labradores y vinateros, pero la alta burguesía bodeguera y los grandes capitales que por aquí se mueven en las últimas décadas es lo que está determinando su verdadero pulso actual. Los bodegueros de nuevo cuño se están comiendo con papas, si me permite la broma, a la secular aristocracia terrateniente de la zona: la que ha poseído tierras, palacios y títulos nobiliarios desde el Medievo, y que ahora se repliega ante el brío y el esplendor económico de esta nueva clase, brindándoles alianzas matrimoniales con sus hijos y todo tipo de complicidades. Los Montalvo, de hecho, fueron en cierta forma un ejemplo de cómo acabaron convergiendo esos dos mundos ajenos.

Ahí quería yo llegar, amigo mío, pensó con un punto de disimulada satisfacción. A esa compleja familia a la que el pinche destino ha querido vincularme. Al clan de la mujer que acaba de invitarme a cenar desplegando todas sus gracias y delicias para sacarme después un estilete y emplazarme Dios sabe para qué. Hable, doctor, suelte por su boca libremente.

Pero no pudo ser; al menos no de inmediato. Acababan de dejar atrás la calle Larga; no se encontraban, de hecho, nada lejos de su nuevo domicilio.

—¿Ve? Otra muestra del creciente auge de la ciudad, el Casino Jerezano.

Ante ellos se alzaba una grandiosa construcción barroca recorrida por grandes ventanales y airosos cierros. Al frente, una soberbia portada en dos cuerpos de mármol blanco y rojo, columnas salomónicas a los lados y un magnífico balcón en la parte superior.

Se quedaron fuera unos segundos, admirando la fachada bajo las estrellas.

—Impone, ¿verdad? Sepa de todas maneras que se trata de un inmueble arrendado, mientras les terminan la nueva sede. Esto es el viejo palacio del marqués de Montana; el pobre hombre sólo pudo disfrutarlo durante siete años antes de morir.

—¿Nos quedamos, entonces?

—Otro día. Hoy voy a llevarle a un sitio similar y distinto a la vez.

Arrancaron a andar hacia la calle del Duque de la Victoria, a la que todo el mundo seguía llamando Porvera, por aquello de seguir su trazado por la vera de la vieja muralla.

—El Casino Jerezano que acabamos de dejar congrega a los burgueses medianos y pequeños; cuenta con tertulias interesantes y no pocas inquietudes culturales. Pero es otro distinto el que acoge a los grandes patrimonios y a la alta burguesía: a los titanes que comercian con medio mundo, la verdadera aristocracia del vino que se apellida Garvey, Domecq, González, Gordon, Williams, Lassaletta, Loustau o Misa. Incluso cuenta entre sus socios con algún Ysasi, aunque no son los de mi rama. Unas cincuenta familias, más o menos.

—Suenan a extranjeros muchos de ellos...

—Algunos son de origen francés, pero lo que predomina es la raigambre británica. La sherry royalty, hay quien los llama, porque así es como se conoce a los vinos de Jerez fuera de España, como sherry. Y en algún momento hubo también hombres legendarios que, al igual que usted, fueron indianos retornados. Pemartín y Apezechea, por ejemplo, muertos ya por desgracia los dos.

Indiano retornado, pinche etiqueta la que le habían colgado. Aunque quizá, en el fondo, no fuera una mala máscara con la que ocultar su verdad ante el mundo.

—Aquí lo tiene, querido Mauro —anunció por fin el médico parándose ante otro soberbio edificio—. El Casino de Isabel II, el más rico y exclusivo de Jerez. Monárquico y patriótico hasta la médula, tal como indica su nombre, aunque a la par es muy anglófilo en sus gustos y maneras, casi como un club londinense.

—¿Y a este selecto enjambre es al que pertenece un hombre de sus ideas, doctor? —preguntó el minero con un punto de sorna.

Ysasi soltó una carcajada mientras le cedía el paso.

—Yo velo por la salud de todos ellos y por la de sus extensas proles, así que, por la cuenta que les trae, me tratan como a uno más. Como si le vendiera botas de vino hasta al mismísimo papa de Roma, vaya. Y ni que decir tiene que usted mismo, Mauro, si se propusiera levantar de nuevo el negocio de los Montalvo, sería uno más.

—Mucho me temo que mis planes llevan otro rumbo, mi estimado amigo —rumió al entrar.

Ni de lejos flotaba en el aire el endemoniado bullicio nocturno de los cafés mexicanos o habaneros, pero sí se respiraba un ambiente distendido entre los sillones de cuero y las alfombras. Tertulias, prensa española e inglesa repartida por las mesas, alguna partida sosegada, los últimos cafés. Todo hombres, naturalmente; ni rastro alguno de feminidad.

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