Authors: María Dueñas
—Se lo agradezco infinito, pero creo que ya he abusado suficiente de ustedes.
Había regresado solo hasta Cádiz la noche anterior, Santos Huesos se quedó en el caserón de la Tornería. Adminístrate bien, muchacho, le dijo entregándole un dinero antes de partir. Los pasajes desde La Habana ya se habían llevado una buena tajada de sus cortos capitales, más le valdría contenerse.
—Salte a la calle en cuanto amanezca, a ver qué encuentras para adecentar un par de cuartos para que nos instalemos tú y yo; el resto lo mantendremos cerrado a cal y canto. Busca a gente que limpie, compra lo imprescindible, y mira a ver cuántas de las reliquias de los anteriores propietarios nos pueden servir.
—Pues no es que quiera yo llevarle la contraria, patrón, pero ¿de verdad está convencido de que vamos a vivir usted y yo aquí?
—¿Qué pasó, Santos Huesos?; muy delicado me parece a mí que te me has vuelto a estas alturas. ¿Y dónde creciste tú, sino entre los zacatales de la sierra de San Miguelito? ¿Y yo, sino en una mísera herrería? Y las noches de Real de Catorce que pasamos al raso entre fogatas, ¿ya se te olvidaron? ¿Y más cerca en el tiempo, el camino con los chinacos de México a Veracruz? Apúrate y déjate de remilgos, que pareces una solterona camino de misa del alba, cabrón.
—Pues no es por hablar de lo que no me corresponde, don Mauro, pero ¿qué tal van a pensar cuando sepan que habita esta ruina de casa, si toda esta gente cree que es usted un millonario de la plata mexicana?
Un extravagante millonario venido de Ultramar, exactamente. Ésa había previsto que fuera su fachada. Qué más le daba lo que pensaran, si en cuanto lograra liquidar sus asuntos se iría por donde vino y nadie en aquella ciudad volvería a oír jamás de él.
A pesar de sus negativas, el cachorrito que Fatou tenía por esposa no se resistió a dejar de cumplir con su papel. Así había visto comportarse a su madre y a su suegra en vida, y así quería ella agarrar la antorcha en el buen gobierno doméstico de su propio matrimonio: sin duda ésa era la primera ocasión que se le presentaba de ejercer como anfitriona ante un desconocido de semejante apariencia y postín. Por eso, a media mañana, mientras él recogía sus últimos enseres y cerraba los baúles y se cuestionaba por novena vez si aquel traslado era o no un desatino, Paulita llamó con timidez a la puerta del dormitorio.
—Disculpe la invasión, don Mauro, pero me he tomado la libertad de prepararle unos cuantos juegos de ropa de cama y algunas otras cosillas para que se instale con comodidad, ya nos lo retornará cuando regrese a Cádiz para volver a embarcarse. Si, como usted mismo ha dicho, su nueva residencia lleva un buen tiempo cerrada, aunque esté bien provista de todo lo necesario para ocuparla, sin duda se habrán acumulado en ella la humedad y mal olor.
Dios te bendiga, criatura, estuvo a punto de decirle. Y de darle un pellizco agradecido en la mejilla, o de acariciarle el pelo como quien mima a un caniche. Guardó las formas, no obstante.
—Ya que se tomó la molestia, sería muy descortés por mi parte no aceptar su amabilidad; le prometo devolvérselo todo en perfecto estado.
Las toses del mayordomo Genaro sonaron a su espalda.
—Usted perdone que les interrumpa, señorita. Don Antoñito manda que entregue esto a don Mauro.
—Don Antonio y señora, Genaro —susurró la joven, aleccionando al viejo por la que seguramente era la enésima vez—. Ahora ya somos don Antonio y señora, Genaro, cuántas veces voy a tener que repetírselo.
Demasiados años para cambiar de hábitos, debió de pensar el anciano sirviente sin inmutarse: los había visto nacer a los dos. Haciendo caso omiso de la inocente esposa, depositó en la mano del huésped un pequeño paquete timbrado con un puñado de estampillas habaneras y la pulcra caligrafía de Calafat.
—Le dejo con su correspondencia, no le interrumpo más —remató Paulita. Le habría gustado desgranarle el contenido de lo que había previsto prestarle, para que viera el esmero que había puesto en la tarea. Cuatro juegos de sábanas de hilo, media docena de toallas de algodón, dos manteles de organza bordada. Todo perfumado con alcanfor y romero, más unas cuantas mantas de lana de Grazalema, más velas de cera blanca y lamparillas de aceite, más…
Para cuando terminó de repetir mentalmente la lista, la joven seguía plantada en la galería y él ya se había atrincherado en su alcoba. A falta de un abrecartas a mano, rasgó el papel con los dientes. Le urgía. Le urgía saber, tanto si las nuevas procedían directamente del anciano banquero como si a través de él, tal como habían acordado, le llegaban noticias de los suyos desde México. Para su fortuna, hubo de todo.
Comenzó con Andrade, ansioso por conocer qué había averiguado sobre el paradero de Nicolás. Localizado, le decía. En París, efectivamente. El minero sintió una ráfaga de alivio. Mariana te dará los detalles, leyó. A continuación venía una puesta al día sobre sus calamitosos asuntos financieros y un somero repaso al país que dejó. Las deudas estaban más o menos en orden, pero más allá de la casa de San Felipe Neri colgando de un hilo, de lo que fue su generoso patrimonio no quedaba ni una mala escoba. México, por su parte, se mantenía bullendo como en un caldero: las guerrillas reaccionarias contra Juárez seguían haciendo de las suyas, liberales y conservadores no hallaban la paz. Los amigos y conocidos le preguntaban por él allá por donde iba: en el café del Progreso, a la salida de misa en La Profesa, en las funciones del Coliseo. A todos respondía que sus negocios prosperaban como la espuma en el extranjero. Nadie sospecha, pero resuelve algo pronto, Mauro, por tus muertos te lo pido. Los Gorostiza siguen planificando el casamiento, aunque tu chamaco parece no saber de su vuelta. Lo hará, no obstante, en cuanto se le acabe el poco dinero que pueda quedarle. Por suerte o por desgracia, ya no podemos mandarle ni un mísero peso. Concluía con un Dios te guarde, hermano, y una posdata. De Tadeo y Dimas Carrús, de momento, no llegué a saber más.
A continuación leyó la larga misiva de Mariana, con los pormenores sobre Nico. Un hermano del prometido de una amiga había coincidido con él una madrugada en París. En una soirée en la Place des Vosges, en la residencia de una dama chilena de pelaje algo libertino. Rodeado por otros cachorros de las jóvenes repúblicas americanas, con varias copas de champagne en el cuerpo y bastante incierto respecto a su inmediato regreso a México. Quizá retorne en breve, había dicho. O puede que no. Estuvo a punto de estrujar el papel entre los dedos. Pinche descerebrado, pedazo de disoluto, masculló. Y la niña de los Gorostiza, penando por él. Serénate, cabrón, se ordenó. Al menos está localizado y entero, que no es poco. Aunque, como había apuntado su apoderado, a esas alturas debía de estar ya escaso de plata para seguir dándose la gran vida. Y entonces no tendría más remedio que volver, y los lobos acecharían de nuevo. Prefirió no detenerse a pensar y proseguir con la carta de su hija, jugosa en pequeñeces y naderías: su criatura seguía creciendo en su vientre, se llamaría Alonso como el padre si era niño, y su suegra insistía en que fuera otra Úrsula en caso de nacer hembra, ella estaba cada día más grávida, se la pasaba comiendo a todas horas borrachitos y palanquetas de cacahuate. Lo extrañaba inmensa, infinitamente. Al terminar de leer, miró la fecha: con una cuenta rápida y un pellizco en el estómago, calculó que su Mariana estaría en esos días casi a punto de dar a luz.
Finalmente fue el turno de Calafat. El banquero le enviaba algo que, al día siguiente de zarpar él de La Habana, le había llegado desde una ciudad del interior: la cédula española de identidad de Luis Montalvo y la partida de defunción y posterior enterramiento en la Parroquial Mayor de Villa Clara. La misma partida que espera ella, precisó en referencia a Sol Claydon. Y, como un destello, a la memoria le volvió su rostro hermoso, su empaque. Su sutil ironía, su elegante entereza, su espalda al marchar. Sigue leyendo, no te distraigas, se ordenó. Pese a no llevar remite, al banquero no parecía caberle duda respecto a la procedencia de todo aquello: lo enviaba el propio Gustavo Zayas desde la provincia de Las Villas, donde tenía su cafetal. Y el destinatario, sin expresarlo tampoco, no era su propia prima ni aquel doctor jerezano del que ella le habló, sino el propio Mauro Larrea. Por si necesitara justificar en lugar alguno los datos que constan, decía el anciano. O para hacérselo llegar a quien corresponda.
* * *
Atrás dejó Cádiz a la mañana siguiente, apenas despuntó el amanecer. Sus dos baúles y el arcón de ropa blanca le acompañaban; el bolsón con el dinero de la condesa quedó a recaudo de la casa Fatou.
A su llegada a Jerez, el zaguán y el patio lucían bastante menos costrosos que los días anteriores.
—Santos Huesos, en cuanto volvamos a América me voy a ir a caballo hasta el Altiplano Potosino y voy a pedirle a tu padre tu mano para casarme contigo.
El chichimeca rió entre dientes.
—Todo fue cuestión nomás de soltar unas moneditas allá y acá, patrón.
La mugre había disminuido parcialmente en el patio, en la escalera y en las losas de la galería; además habían barrido y baldeado los salones principales, y los escasos muebles que antes andaban desparramados por las habitaciones y los desvanes habían sido recolocados juntos en la antigua sala de juego, consiguiendo algo parecido a una estancia medianamente habitable.
—¿Subimos el equipaje, pues?
—Mejor vamos a dejarlo la tarde entera junto a la puerta, a la vista de cualquiera que pase por la calle. Que piense todo el mundo que llegamos bien pertrechados; nadie tiene que saber que esto es lo único que tenemos.
Y así quedaron expuestos los opulentos baúles de cuero con sus remates y cierres de bronce, al alcance de todas las miradas que quisieron asomarse a la cancela tras los portones abiertos de par en par. Hasta la caída de la tarde, cuando por fin se los cargaron a las espaldas y los subieron al piso superior entre los dos.
Pasaron la primera noche sin sobresaltos, al cobijo de la ropa de cama prestada por la tierna Paulita. Al alba lo despertó un gallo en un corral cercano y las campanas de San Marcos lo pusieron en pie. Santos Huesos ya le tenía preparada media bota de vino llena de agua lista para su aseo en el patio trasero; después le sirvió el desayuno en la estancia que en su día acogió la mesa de billar.
—Por mis hijos te juro que vales tu peso en oro, cabrón.
El criado sonrió en silencio mientras él devoraba sin preguntar de dónde habían salido ni el pan ni la leche ni aquella media vajilla de loza de pedernal, aparente aunque un tanto desportillada. Lo hizo sin prisa: sabía que después del desayuno ya no podría posponer más lo que llevaba rumiando desde el día anterior. Incapaz de tomar la decisión por sí mismo, tomó una moneda y decidió dejarlo al albur.
—Elige una mano, muchacho —propuso poniéndoselas a la espalda.
—Lo mismo va a dar lo que yo saque, digo yo.
—Elige, haz el favor.
—Derecha, pues.
Abrió la mano vacía, no supo si para bien o para mal.
Haber elegido la otra, la izquierda, la que contenía la moneda, le habría supuesto dirigirse a casa de Sol Claydon a fin de compartir con ella los documentos de su primo Luis Montalvo, algo en lo que llevaba pensando desde que abriera en Cádiz el paquete de Calafat. Al fin y al cabo ella era en Jerez, si no su heredera legal, sí al menos su legataria moral. El Cominillo, le había llamado. Y por enésima vez volvió a recordar su rostro y su voz, sus brazos largos extendidos al mostrarle dónde estaba la vieja mesa de billar, la levedad de su mano, su cintura escueta y su andar armonioso al partir. Déjate de pendejadas, idiota, bramó sin voz a su conciencia. Pero el criado había elegido la derecha. Así que te quedas con los papeles; todo el mundo sabe ya aquí que el primo está muerto, el notario don Senén tiene todas las garantías. Te los quedas aunque no tengas ni idea de por qué, ni de para qué.
—Híjole, Santos. —Se levantó decidido—. Te dejo acabando de rematar mientras yo salgo a resolver unas cuantas cosas por ahí.
Su primera visita al exterior de la bodega fue en carruaje y acompañado por el notario; ahora, solo, a pie y desorientado, llegar hasta allí se le complicó. Un laberinto endemoniado de estrechas callejas configuraba la maraña del viejo Jerez árabe; las imponentes casas solariegas de abolengo con blasones nobiliarios se mezclaban con otras más populares en un singular potaje arquitectónico. Un par de veces tuvo que deshacer lo andado, en más de una ocasión se paró a preguntar a algún viandante hasta que, al cabo, logró dar con la bodega en la calle del Muro. Más de treinta varas de tapia en esquina, pidiendo a gritos una mano de cal. Junto al portón de madera, dos viejos sentados en un poyete.
—A la paz de Dios —dijo uno.
—Esperando estamos al señorito desde hace unos cuantos días.
Entre los dos juntaban menos de ocho dientes y más de un siglo y medio de edad. Rostros con la piel curtida como el cuero viejo y surcos en vez de arrugas. Se levantaron con cierta dificultad, se despojaron de sus ajados sombreros y le hicieron una respetuosa reverencia.
—Muy buenos días tengan ustedes, señores.
—Hemos oído por ahí que se ha quedado usted con las propiedades de don Matías, y aquí estamos, para lo que le podamos servir.
—Pues en verdad, no sé yo…
—Para enseñarle el casco de bodega por dentro y contarle todo lo que quiera usted saber.
Extremadamente corteses estos jerezanos, pensó. A veces tomaban la forma de bellas señoras y a veces las de cuerpos enjutos al borde de la sepultura, como esos dos.
—¿Acaso trabajaron alguna vez? —preguntó tendiéndoles la mano a ambos. Y con el mero tacto calloso y áspero de las palmas de los ancianos, adelantó que la respuesta sería sí.
—Servidor fue arrumbador de la casa durante treinta y seis años, y aquí mi pariente unos pocos más. Se llama Marcelino Cañada y está sordo como una tapia. Mejor hable para mí. Severiano Pontones, a mandar.
Llevaban ambos alpargatas desgastadas por el empedrado de las calles, pantalones de paño basto y ancha faja negra en la cintura.
—Mauro Larrea, agradecido. Aquí traigo la llave.
—Ninguna falta hace, señor mío; no hay más que empujar.
Bastó un buen impulso de su hombro para que el postigo de madera cediera, dejando a la vista una gran explanada rectangular flanqueada por filas de acacias. Al fondo, una construcción con tejado a dos aguas. Sobria y alta, blanca entera debió de ser en su día, cuando la enjalbegaban una vez al año. Ahora lucía manchas negras y mohosas en su parte inferior.