Authors: María Dueñas
—¿Vivía solo?
—Como la una, y llevaba una vida digamos…, digamos un tanto relajada.
—¿Relajada en qué sentido?
En ese instante llegó el sábalo, rebozado por fuera, blanco por dentro, lleno de sabor. El camarero volvió a demorarse un poco más de la cuenta, por si algo captaba de la procedencia del forastero. El notario, discreto, postergó la conversación hasta que el mozo les dio la espalda defraudado y lanzó otra tosca mueca destinada a su curiosa clientela.
—Era un tipo bastante peculiar, con un problema físico que le impidió crecer poco más allá de una vara y media; a la altura del codo le llegaría a usted más o menos. Le llamaban por eso el Comino, imagínese. Pero lejos de acomplejarse por su estatura, él decidió compensar su defecto con una desaforada pasión por el buen vivir. Juergas, mujeres, farra, cante, baile… De nada le faltó a Luisito Montalvo —remachó con un punto de ironía—. Y así, huérfano de padre desde poco después de cumplir los veinte años, y con una madre enfermiza a la que para mí tengo que acabó matando a disgustos no mucho después, él solito fue puliéndose la fortuna que heredó.
—Jamás se preocupó entonces por la viña ni por la bodega.
—Jamás, aunque tampoco se deshizo de ellas. Simplemente y para pasmo de todos, se desentendió y las dejó caer.
Aludió entonces a su visita al caserón de la familia Montalvo apenas una hora antes:
—Según he comprobado, la casa está también en un estado lamentable.
—Hasta la muerte de doña Piedita, la madre de Luis, al menos la residencia de la familia se mantuvo mal que bien. Pero desde que se quedó solo, por allí entraba y salía el mundo entero como Pedro por su casa. Amigos, fulanas, tahúres, fulleros. Cuentan que fue malvendiendo todo lo que había de valor: cuadros, porcelanas, alfombras, cuberterías, hasta las joyas de su santa madre.
—Poco queda, desde luego —confirmó. Apenas unos cuantos muebles que por su volumen habría costado trabajo mover, y que alguna mano caritativa había tapado con sábanas. A esas alturas, con lo que iba sabiendo del tarambana de Luis Montalvo, mucho dudaba que él mismo hubiera tenido tanta precaución.
—Se decía que a menudo paraba frente a su casa el Cachulo, un gitano de Sevilla con buen ojo y mucha labia que cargaba en su carro y luego revendía al mejor postor todo lo que lograba sacarle.
No era aquélla la única historia que Mauro Larrea había oído sobre heredades dilapidadas por la mala cabeza y los gustos desaforados de los descendientes. En las minas de Guanajuato y en la capital mexicana conocía unas cuantas; en la esplendorosa Habana le constaba que las había también. Pero ésa era la primera que le rozaba de cerca, por eso escuchó con curiosidad.
—Lástima del Comino —murmuró el notario con una mezcla de guasa y compasión—. No debió de ser fácil para él encajar con ese físico en el papel de prometedor heredero de una familia de bien plantados como fueron los Montalvo. Sus abuelos formaban una pareja imponente, guapos y elegantes los dos; todavía los recuerdo saliendo de misa mayor. Y de la misma pasta fueron todos los descendientes de los que tengo memoria, no hay más que ver a la prima casada con el inglés que anda estos días de vuelta por aquí. A Gustavo, en cambio, apenas lo recuerdo.
—Alto, ojos claros, pelo claro… —recitó sin entusiasmo—. Bien plantado, como usted dice.
Y raro como un perro verde, querría haber añadido; raro no en su aspecto ni maneras, pero sí en sus comportamientos y sus iniciativas. Por pura prudencia, se reservó.
—En cualquier caso, señor Larrea, nos estamos dispersando y creo que todavía no ha respondido a mi cuestión.
—Discúlpeme; ¿cuál era la pregunta, don Senén?
—Una muy sencilla que medio Jerez va a hacerme tan pronto me separe de usted: ¿Qué diantre hacía Luisito Montalvo en Cuba?
Para responderle no necesitó mentir.
—Si le soy sincero, señor mío, no tengo ni la más remota idea.
26
Más escenarios de desolación: eso fue lo que encontró cuando el notario lo llevó después del almuerzo hasta el exterior de la bodega en la calle del Muro. Con todo, y a pesar de que no hubo tiempo para entrar, lo que vio le satisfizo: una superficie de tamaño más que considerable rodeada por tapias que un día fueron blancas y que ahora rezumaban mohos, humedades y desconchones. Tampoco tuvo ocasión de llegar hasta la viña, pero por los apuntes que don Senén le aportó, en absoluto le pareció desestimable en tamaño y potencial. Más duros a la bolsa en cuanto las traspasara, menos impedimentos para regresar.
—Si está usted seguro, señor Larrea, de que quiere sacar todo esto de inmediato a la venta, lo primero que hará falta será precisar el valor presente de las propiedades —concluyó el notario momentos antes de su partida—. Por eso creo que lo más razonable es que las ponga en manos de un corredor de fincas.
—El que usted me recomiende.
—Le buscaré uno de mi entera confianza.
—¿Cuánto tardará en tener los documentos en orden?
—Digamos que para pasado mañana.
—Acá me tendrá entonces en dos días.
Habían llegado a la plaza del Arenal, le esperaba el carruaje de alquiler. Se tendieron las manos.
—El jueves sobre las once pues, con los papeles y el corredor. Salude de mi parte al hijo de mi buen amigo, don Antonio Fatou, que en gloria esté. Seguro que en su casa le están tratando como a un príncipe.
Cuando ya estaba del todo acomodado y los cascos de los caballos resonaban sobre los adoquines y las ruedas de la calesa habían comenzado a girar, escuchó al notario por última vez:
—Aunque lo mismo le resultaría más conveniente dejar Cádiz e instalarse aquí mientras todo se resuelve. En Jerez.
Partió sin responderle, pero la sugerencia de don Senén le seguía rebotando en el cerebro mientras el coche lo transportaba rumbo a El Puerto de Santa María con la tarde ya cayendo. Volvió a considerarla cuando cruzaba a bordo de un vapor las aguas negras de la bahía dormida, incluso se planteó consultarlo con Antonio Fatou, el corresponsal gaditano del viejo don Julián, en cuya espléndida casa de la calle de la Verónica se estaba alojando. Treintañero y afectuoso resultó ser aquel último eslabón de una próspera dinastía de comerciantes vinculados a las Américas desde más de un siglo atrás. A lo largo de los años, sus antecesores recibieron a los clientes y amigos de la familia Calafat como si fueran los propios, algo a lo que éstos siempre respondieron en La Habana con exquisita reciprocidad. Ni se le ocurra buscar otro hospedaje, querido amigo, le había dicho Fatou a Mauro Larrea tan pronto leyó la carta de presentación. Será un honor para nosotros tenerlo como huésped el tiempo que sus asuntos requieran. Faltaría más.
—¿Y cómo le fue en su visita a Jerez, mi estimado don Mauro? —le preguntó su anfitrión a la mañana siguiente, cuando al fin quedaron solos.
Acababan de desayunar chocolate con churros calentitos mientras tres generaciones de cargadores de Indias les observaban atentos desde los óleos que colgaban de la pared del comedor. A pesar de la ausencia de exhibicionismos innecesarios, todo alrededor transpiraba clase y buen dinero: la loza de Pickman, la mesa con filete de marquetería, las cucharillas de plata labrada con las iniciales de la familia entrelazadas.
Paulita, la joven esposa, se había disculpado con la excusa de atender alguna menudencia doméstica, aunque probablemente tan sólo pretendiera retirarse discretamente para dejarlos hablar. Tendría poco más de veinte años y carnosos mofletes de niña, pero se la notaba ansiosa por cumplir bien con su nuevo papel de señora de la casa ante aquel hombre de hechuras y maneras contundentes que ahora dormía bajo su techo. ¿Otro churrito, don Mauro? ¿Mando calentar más chocolate, otro poquito de azúcar, está todo a su gusto, qué más le puedo ofrecer? Del todo distinta a Mariana, tan entera y segura siempre. Pero en cierta manera se la recordó. Una nueva esposa, una nueva casa, un nuevo universo para una joven mujer.
Desde la cocina, curiosonas e indiscretas, se asomaron al comedor un par de criadas para tasar a golpe de ojo al huésped. Buen mozo, no le falta razón a la Benancia, certificó una de ellas mientras se secaba las manos en el mandil. Buen mozo y guapetón, acordaron entre ambas tras la cortina. ¿Habanero? De Cuba dicen que viene, pero la Frasca escuchó a los señoritos hablando anoche y algo oyó que decían de México también. Vete tú a saber, chocho, de dónde salen estos cuerpos con ese lustre y esas fachas que se traen. Eso digo yo, hija mía de mi alma. Vete tú a saber.
Ajenos a los chismorreos de las mujeres, los señores continuaban departiendo en la mesa.
—Todo en marcha, por ventura —prosiguió—. Don Senén Blanco, el notario que usted me recomendó, fue amable y resolutivo en extremo. Mañana volveré para concluir las formalidades y conocer al corredor que ha de encargarse de la compraventa.
Añadió unas cuantas frases escasas de sustancia y un par de trivialidades. De momento, era todo lo que estaba dispuesto a contar.
—Deduzco entonces que por su cabeza no pasa ni por lo más remoto la idea de reemprender usted mismo el negocio, ¿verdad? —apuntó Fatou.
Qué carajo quiere que haga un minero entre viñas y vinos, hombre de Dios, pensó decirle. Se reprimió, no obstante.
—Me temo que tengo asuntos urgentes que atender en México. Confío por ello en poder desprenderme sin dilación de todos los inmuebles.
Dejó caer un par de supuestos asuntos perentorios, un par de cargos, un par de fechas. Todo mera palabrería: la tapadera para no exponer abiertamente que los únicos apremios que lo aguardaban eran liquidar el primer plazo de lo comprometido con el ruin Tadeo Carrús y arrastrar a su hijo hasta el altar, aunque fuera jalándolo de una oreja.
—Me hago cargo, desde luego —asintió Fatou—. Aunque es una lástima, porque el negocio vinatero se encuentra ahora mismo en un momento inmejorable. No sería usted el primero que llega con capitales de Ultramar para invertir en el sector. Hasta mi propio padre, que en gloria esté, anduvo también tentado de comprar unas cuantas aranzadas, pero le llegó la enfermedad y…
—Le ofrezco las mías a buen precio —propuso liviano.
—No será por falta de ganas aunque, agarrando como estoy todavía las riendas del negocio de la familia, me temo que sería una temeridad por mi parte. Con todo, quién sabe si algún día.
Lo único que Mauro Larrea sabía sobre vinos a esas alturas era que los había disfrutado en la mesa cuando su poderío económico se lo permitió. Pero apenas tenía nada que hacer esa mañana salvo esperar, y a Fatou tampoco parecía acosarle la prisa. Por eso le tentó a seguir.
—En cualquier caso, don Antonio, ¿sería abusar de su confianza si me sirvo un poco más de su excelente chocolate mientras usted me cuenta cómo se mueve el asunto del vino en esta tierra?
—Todo lo contrario; un placer, mi querido amigo. Permítame, por favor.
Rellenó las tazas, sonaron las cucharillas contra la loza de La Cartuja.
—Déjeme de entrada que le confiese que, aunque nosotros no seamos bodegueros, el negocio de los caldos jerezanos nos está salvando prácticamente la vida. Los vinos, junto con los cargamentos de sal, son los que nos mantienen a flote. La situación se nos puso complicada después de la independencia de las colonias americanas; con todos mis respetos, amigo mío, sus compatriotas mexicanos y sus hermanos del sur nos hicieron una inmensa faena con sus aspiraciones de libertad.
En las palabras del corresponsal no había acritud y sí un punto de cordial ironía. Para seguirle el juego, él alzó los hombros como diciendo qué le vamos a hacer.
—Pero por suerte —continuó Fatou—, casi en paralelo a la contracción del comercio de coloniales, el asunto vinatero entró en una etapa de esplendor. Y la exportación a Europa, y muy principalmente a Inglaterra, es lo que está librando del declive a esta casa de comercio en particular y yo diría que, en gran manera, a Cádiz en general.
—¿Y en qué consiste tal esplendor, si me permite la curiosidad?
—Es una larga historia, vamos a ver si soy capaz de resumírsela. Lo que los cosecheros jerezanos producían hasta finales del siglo pasado eran tan sólo vinos en claro y simples mostos que se embarcaban en bruto rumbo a los puertos británicos. Vinos en potencia, para que me entienda, sin hacer. Una vez allí, eran envejecidos y mezclados por los comerciantes locales para adaptarlos al gusto de sus clientes. Más dulce, menos dulce, más cuerpo, menos cuerpo, más o menos graduación. Ya sabe usted.
No, no sabía. No tenía ni la más remota idea. Pero lo disimuló.
—Desde hace ya unas cuantas décadas, sin embargo —prosiguió el gaditano—, el negocio se ha vuelto infinitamente más dinámico, mucho más próspero. Ahora el proceso entero se realiza aquí, en origen: aquí se cultiva la vid, claro está, pero también se lleva a cabo la crianza de los vinos y la preparación a la manera que demandan los clientes ingleses. El término bodeguero, en definitiva, es en estos tiempos mucho más amplio que antes: ahora suele incluir todas las fases del negocio, lo que antes hacían casi siempre por separado los cosecheros, los almacenistas y los exportadores. Y nosotros, desde los muelles de la bahía y a través de casas como ésta, nos encargamos de que sus botas, o sea, sus barriles, lleguen a su destino, hasta los representantes o agentes de las empresas jerezanas en la Pérfida Albión. O hasta donde sea menester.
—Y así, el principal beneficio se queda en la tierra.
—Exactamente, en esta tierra queda, gracias a Dios.
Pinche Comino, pensó mientras daba un trago al chocolate ya medio frío. Cómo fuiste tan demente para dejar hundir un negocio así. Mientras de su cabeza salía muda su voz, otra no menos silenciosa entraba en ella. ¿Y quién eres tú para reprochar nada a ese hombre, si te jugaste tu emporio a una sola carta con un gringo que un mal día se te cruzó en el camino? ¿Ya estás aquí abroncándome otra vez, Andrade? Sólo vengo a recordarte lo que nunca debes olvidar. Pues olvídate de mí, y deja que me entere de cómo va este asunto del vino. ¿Para qué, si no lo vas ni siquiera a oler? Ya lo sé, hermano, ya lo sé. Pero ojalá tuviéramos tú y yo los años y la fuerza y el coraje que un día tuvimos; ojalá lo pudiéramos volver a intentar.
El fantasma de su apoderado se volatilizó entre las caprichosas molduras del techo tan pronto como él volvió a depositar la taza sobre el plato.