Authors: María Dueñas
Frente a esa mesa podría llegarle el día de San Lázaro, la pascua de Navidad o el mismo Viernes Santo, no tenía intención de rendirse. O lo que era lo mismo: se negaba a ganar. Y para ello, una vez más, evaluó los ángulos y tasó las opciones, previó reacciones, acomodó las manos al taco, giró la pelvis, se dobló. La tacada fue tan efectiva como había anticipado. En vez de dibujar un triángulo, la bola impactó contra dos bandas tan sólo. Cuando tendría que haber colisionado contra la tercera, se refugió a su sombra y se resistió a seguir rodando.
Esta vez no hubo contención. El aullido del respetable se oyó por medio Manglar. Blancos, negros, ricos, pobres, comerciantes, marineros, borrachuzos, mujerzuelas, hacendados, delincuentes, gente de bien o de mal, igual dio. Para entonces, todos intuían que el objetivo por el que aquellos hombres peleaban a brazo partido no era otro que el de perder. Bien poco les importaban las razones ocultas tras aquella estrambótica actitud, vive Dios. Lo que ansiaban era presenciar con sus propios ojos cuál de los dos lograba imponer su voluntad.
Sonaron las cuatro y media de la mañana cuando Zayas se hizo a la idea de que en nada le convenía seguir manteniendo aquel delirante pulso. Efectivamente, había maquinado dejarse derrotar en busca de su propio beneficio, pero no contaba con que las cosas se salieran así de madre. Ese maldito mexicano, o maldito compatriota español, o lo que fuera, le estaba desquiciando. Con las venas del cuello marcadas como cuerdas, la ropa a punto de reventarle por los hombros, el cabello despeinado por el mismo Satanás y el juego temerario de alguien acostumbrado a bordear precipicios a oscuras, el tal Mauro Larrea parecía dispuesto a combatir hasta el último aliento y anticipaba transformar al otrora rey del billar en el hazmerreír de la isla. Entonces supo que su única salida medianamente digna era ganarle.
Veinte minutos y unas cuantas filigranas más tarde, un aplauso estrepitoso señaló el fin de la partida. Llovieron las felicitaciones a ambos mientras la Chucha y su fiel Horacio, que hasta entonces habían permanecido abducidos en primera fila, echaban a empujones del salón turquesa a toda la turba que se les había colado dentro. Los amigos de Zayas brindaron parabienes al minero a pesar de haber perdido; las fulanas lo colmaron de arrumacos. Lanzó un guiño a Santos Huesos en la retaguardia, y a Calafat una mirada de complicidad. Buen trabajo, muchacho, intuyó que le decía de vuelta el viejo por debajo del bigotón. Él se llevó la mano derecha al pecho e inclinó solemne la cabeza en señal de gratitud.
Se acercó después a uno de los balcones y aspiró con ansia el último aire de la madrugada. Ya no llovía, el temporal se había marchado con rumbo a la Florida o a los cayos de las Bahamas, dejando un preludio de amanecer purificado. El cañonazo del Ave María tardaría poco en sonar desde el apostadero; se abrirían entonces las puertas de la muralla y por las poternas entrarían desde extramuros las gentes prestas para emprender sus oficios y los carros rumbo a los mercados. En el puerto bulliría el trasiego, arrancaría la actividad en los comercios, rodarían las volantas y los quitrines. Un nuevo día arrancaría en La Habana y él volvería a tener el abismo a sus pies.
Desde el balcón contempló a los últimos clientes del burdel perderse entre sombras por las callejas embarradas. Pensó que debería imitarles: volver a su hospedaje en el carruaje de Calafat, retirarse a descansar. O tal vez podría quedarse y acabar en la cama templando con alguna de las putas de la casa: liberado ya de la tensión, se había dado cuenta de que varias eran sumamente tentadoras, con sus escotes voluptuosos y sus cinturas de junco fajadas por angostos corsés.
Cualquiera de ésas habría sido, con toda seguridad, la manera más sensata de dar por finalizada aquella febril noche: durmiendo solo en su habitación de la calle de los Mercaderes o amarrado al cuerpo cálido de una mujer. Pero, contra pronóstico, ninguna de las dos opciones se acabó materializando.
Al dejar de mirar la calle y volver los ojos al interior, percibió a Zayas todavía con el taco entre los brazos mientras sus amigos mantenían la charla y las risotadas en torno a él. Se le veía partícipe en apariencia: respondía a los parabienes, se unió al coro en alguna carcajada y contestó cuando algo le preguntaron. Pero Mauro Larrea sabía que aún no había digerido aquella derrota disfrazada de victoria; sabía que aquel hombre llevaba una estaca clavada en el alma. Y también sabía cómo se la podía sacar.
Se acercó, le tendió una mano.
—Mis felicitaciones y mis respetos. Ha demostrado ser un excelente contrincante y un gran jugador.
El cuñado de su consuegro murmuró unas someras palabras de agradecimiento.
—Entiendo que nuestro asunto queda saldado —añadió bajando la voz—. Presente por favor a su señora mis respetos.
Notó la silenciosa furia de Zayas en el gesto adusto de su boca.
—A menos que…
Antes de terminar la frase, supo que iba a escuchar un sí.
—A menos que quiera usted desquitarse y jugar de verdad.
24
A todos excepto a Calafat les sorprendió el anuncio del nuevo enfrentamiento. Pierda, descolóquelo y luego propóngale un desquite, le había aconsejado el banquero esa misma tarde en su despacho. Y llegado el momento, él pensó por qué no.
—Vete por doña Chucha, chica —pidió a una fulana de rostro aniñado y hechuras carnosas.
En un amén tenían a la meretriz de vuelta.
—El señor Zayas y yo hemos convenido jugar una segunda partida —anunció con tono imperturbable. Como si, después de las cinco horas de lid que llevaban en sus cuerpos, aquello fuera lo más natural.
—Cómo no, mis señores, cómo no.
El colmillo de oro brilló tal que el faro del Morro mientras disparaba órdenes entre sus pupilas. Bebidas para los invitados, agua y pedazos de hielo, botellones de licor. Barran este piso, limpien el tapete, rellenen el talco, suban toallas blancas. Recolóquenme esta sala desastrosa, por la santísima Oshún.
—Y si desean los señores refrescarse un poquitico antes del arranque, hagan el favor de seguirme.
A él le correspondió un cuarto de aseo con una gran tina de baño en el centro y un batiburrillo de escenas licenciosas pintadas al fresco en la pared. Alegres pastoras de faldas alzadas y cazadores insólitamente bien equipados; mirones de calzón bajado atisbando tras los arbustos, mozas ensartadas por muchachos portentosos y otras tantas imágenes de corte semejante plasmadas por la mano de algún pintor tan mediocre en el manejo del pincel como calenturiento en su imaginación.
—Sangre de Cristo, qué barbaridad… —murmuró sarcástico mientras se lavaba en una jofaina desnudo de cintura para arriba. El jabón olía a putiferio mezclado con violetas: con él se frotó manos, axilas, cara, cuello y el mentón, azulado a aquellas horas, añorante de una buena navaja barbera. Se enjuagó después la boca y escupió con fuerza. Finalmente se pasó los dedos empapados por la cabeza en un intento de aplacar la subversión de su pelo en rebeldía.
Le vino bien el agua: le arrancó de la piel la mezcla mugrienta de sudor con talco, tabaco y tiza. Lo despejó. Se pasaba una toalla por el pecho cuando unos nudillos golpearon la puerta. ¿Se le antoja un alivio al señor?, preguntó dulzona una hermosa mulata clavándole la vista en el torso. La respuesta fue no.
Junto a la ventana abierta sacudió varias veces la camisa que horas antes luciera blanca impoluta y crujiente de almidón, y que ahora semejaba un fuelle plagado de rodales. Estaba poniéndosela cuando volvieron a llamar. Dio la venia, se abrió la puerta. Tras ella no apareció otra fulana de la casa a ofrecerle los encantos de sus carnes, ni el negro Horacio preguntando si todo iba bien.
—Necesito hablarle.
Era Zayas, de nuevo atildado, con tono seco de voz y sin concesión alguna a la cordialidad. Él, en respuesta, tan sólo señaló la estancia con la palma de la mano.
—Deseo apostar con usted.
Introdujo el brazo derecho por la manga de la camisa antes de contestar. Tranquilo, compadre, se dijo. Esto era lo previsto, ¿no? Pues vamos a ver cómo respira.
—En eso confiaba —respondió.
—Quiero aclararle, no obstante, que en estos momentos me encuentro sumido en un problema de liquidez.
Acabáramos, pensó. ¿Y cómo te crees que ando yo?
—Cancelemos la partida entonces —propuso enfundando el otro brazo en la manga suelta—. Sin pegas por mi parte; vuélvase a su casa y estamos en paz.
—No es ésa mi intención: pienso hacer todo lo humanamente posible por ganarle.
Había sobriedad en su tono, pero no fanfarronería. O eso creyó percibir mientras se remetía los faldones de la camisa por la cintura del pantalón.
—Eso tendremos que verlo —musitó seco, con la atención aparentemente concentrada en su quehacer.
—Aunque, como acabo de decirle, antes quiero advertirle de mi situación.
—Adelante, pues.
—No estoy en disposición de apostar una suma en metálico, pero sí puedo proponerle algo distinto.
De la garganta de Mauro Larrea brotó una risotada cínica.
—¿Sabe, Zayas? No estoy acostumbrado a retarme con hombres tan complicados como usted. En el mundo del que yo vengo, cada uno pone encima de la mesa lo que buenamente tiene. Y si no cuenta con nada en su poder, se retira con honor, y aquí paz y después gloria. Así que haga el favor de no enredarme más.
—Lo que puedo permitirme arriesgar son unas propiedades.
Se volvió hacia el espejo a fin de ajustarse el cuello. Sí que eres de los duros, cabrón.
—En el sur de España —prosiguió—. Una casa, una bodega y una viña es lo que yo apuesto, y un monto de treinta mil duros lo que le propongo que aventure usted. Ni que decir tiene que el valor conjunto de mis inmuebles es muy superior.
Mauro Larrea medio rió con un punto de amargura. Estaba proponiéndole jugarse la herencia de su primo, ésa de la que con tanto orgullo se pavoneaba su esposa. Serás un pinche peninsular, pensó, pero los aires del trópico te hicieron perder la chaveta, amigo.
—Una apuesta de alto riesgo, ¿no le parece?
—Extremo. Pero no me queda otra —repuso con frialdad.
Se giró entonces, amañándose todavía el collarín de la camisa.
—Insisto: vamos a dejarlo. Ya jugamos una gran partida; teóricamente ganó usted y, a nuestros efectos, gané yo. Cancelemos si quiere la siguiente, hagamos como si nunca le hubiera propuesto una revancha. A partir de ahora, que cada cual emprenda su camino. No hay ninguna necesidad de forzar las cosas.
—Mi oferta es firme.
Dio un paso para acercarse. Los gallos ya cantaban en los corrales del Manglar.
—¿Sabe que nunca tuve ningún interés en hacer mía a su mujer?
—Su actitud al empecinarse en no ganar acaba de confirmármelo.
—¿Sabe que ella sí tiene ese capital que usted parece necesitar tan desesperadamente? Corresponde a la herencia de su familia materna, yo mismo se lo traje desde México. Soy amigo personal de su hermano. Ésa es toda la relación existente entre ella y yo.
Si en algo le sorprendió aquel testimonio a Gustavo Zayas, no lo demostró.
—Lo intuía también. En cualquier caso, digamos que mi esposa queda fuera de mis planes inmediatos. Y, junto a ella, sus finanzas personales.
Las palabras y el tono confirmaron las sospechas del banquero. Efectivamente, lo que aquel tipo parecía ansiar era largarse lejos y solo; decir adiós a Cuba, a su mujer y a su ayer. Y para ello estaba dispuesto a jugárselo a todo o nada. Si ganaba, mantenía sus inmuebles y conseguía la liquidez necesaria para ponerse en marcha. Si perdía, se quedaba amarrado a su vida de siempre y a una hembra a la que a todas luces no quería. Rememoró entonces lo que le contara sobre él la dueña del hospedaje. Las turbiedades de su pasado. Los asuntos de familia que el primo vino a arreglar. La existencia de otra mujer que al cabo nunca fue suya.
—Usted sabrá lo que hace…
La camisa estaba por fin en su sitio; algo arrugada y sucia, pero medianamente digna. El siguiente paso fue subirse los tirantes.
—Treinta mil duros por su parte y tres propiedades por la mía. Nos lo jugamos a cien carambolas y que gane el mejor.
Con los tirantes sobre los hombros se asentó entonces las manos en las caderas, repitiendo un gesto que durante un tiempo de su vida fue habitual en él. Cuando negociaba a brazo partido el precio de su plata, cuando peleaba a cara de perro por un yacimiento o un filón. A tal gesto recurrió sin ser consciente ahora: retador, desafiante.
En los ojos del andaluz contempló pasar un triste barco negrero, y vio los desplantes de Carola Gorostiza, y las noches que durmió en el suelo rodeado por coyotes y chinacos camino de Veracruz, y el limpio negocio de Calafat en el que ya nunca entraría, y su deambular sin rumbo por las calles habaneras masticando desazón.
Y pensó que ya iba siendo hora de poner su suerte boca arriba de una puñetera vez.
—¿Cómo me garantiza la veracidad de su propuesta?
Dentro de la cabeza le tronaron de golpe un tumulto de voces que hasta entonces andaban agazapadas, conteniendo la respiración a la espera de su siguiente movimiento. Andrade, Úrsula, Mariana. Pero ¿cómo vas a jugarte con este suicida cincuenta mil escudos cuando tus propios recursos no llegan ni a la mitad?, ladró el apoderado. ¿No estarás pensando, tronado del demonio, en sacar una rebanada de mis caudales para semejante desatino?, bramó su anciana consuegra dando un golpe sobre el piso de madera con el bastón. Por Dios, padre, acuérdate de Nico. De lo que fuiste. De mi criatura a punto de nacer.
¿Y si gano?, les retó. ¿Para qué carajo quieres tú esas propiedades en España por mucho que valgan?, le acosaron al unísono los tres. Para venderlas y, con la plata que consiga, regresar a México. A mi casa, a mi vida. Regresar a ustedes. Para qué si no.
—Si no le sirve mi palabra, sugiera un testigo.
—Quiero que actúe como intermediario don Julián Calafat. Que certifique su apuesta en firme y sea el único presente.
Habló con una contundencia cortante, con esa osadía que le fue natural en otros tiempos, cuando se habría carcajeado hasta dolerle el vientre si alguien le hubiera aventurado que iba a acabar jugándose el futuro en un burdel habanero.
Zayas salió a parlamentar con el anciano, él volvió a quedarse solo en mitad de la sala de aseo, parado y firme, mientras los burdos personajillos pintados en las paredes le observaban enredados en sus quehaceres carnales. A partir de aquel momento supo que ya no podía retroceder.