La Templanza (12 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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La anciana se levantó haciendo palanca con las manos sobre los brazos de la butaca. Como si no le hubiera oído, se acercó a la mesa de bálsamo que usaba para llevar sus asuntos. Sobre ella, bajo la protección de un grandioso crucifijo de marfil, montones de pliegos y libros de cuentas atestiguaban que, además de sus actos benéficos y sus nostalgias polvorientas, aquella dama se dedicaba a algo más. Mientras revolvía entre ellos, continuó hablando sin mirarle:

—Podría haber hecho como muchas de mis amistades: sacar mis caudales de México e invertirlos en Europa, por si acaso el desastre en el que está inmerso este demencial país se vuelve aún peor.

Mientras su consuegra mantenía la vista ocupada sobre sus cosas, él aprovechó para buscar precipitadamente la mirada de su hija. Alzó entonces los hombros y las manos en un patente gesto interrogatorio, con la alarma pintada en el rostro. Ella tan sólo se llevó un dedo a los labios. Calla, le vino a decir.

—Nunca he sido muy dada a las aventuras especulativas, bien lo sabe Dios —prosiguió la condesa dándoles aún la espalda—, porque el negocio del pulque fue siempre de ingresos bien fijos. El maguey crece con facilidad, la extracción es simple, fermenta solo y todo el mundo lo consume noche y día, lo mismo los indios y las castas que los cristianos de toda la vida. Y la venta del pulque embotellado nos está también dando otro buen empujón.

Se giró entonces, por fin parecía tener en las manos lo que se había levantado a buscar: unas abultadas bolsas de cuero que le tendió. Mariana, entretanto, continuaba recostada en el diván acariciándose el vientre, como ajena a aquel trajín.

—Llevamos años consiguiendo unos magros beneficios pero, tal como está acá todo, no encuentro la manera de rentabilizarlos. Por eso quiero hacerte entrega de una parte. Te pido por eso que inviertas este dinero como madre política de tu hija que soy y como futura abuela de esa criatura que mi hijo ha engendrado en ella. Como parte de tu familia, en definitiva.

Él negó firmemente moviendo la cabeza a izquierda y derecha. Ella prosiguió con el empeño de un martillo pilón.

—Con un partido para ti, por supuesto, como alguna vez te oí comentar que hiciste siempre en tus minas. Tengo entendido que lo común entre ustedes los mineros es un octavo.

—Se suele dar un octavo, cierto, pero esto no tiene nada que ver con las minas. Esto es un asunto del todo distinto.

—Aun así, yo te ofrezco el doble por tu esfuerzo, por hacer de intermediario. Una cuarta parte de las ganancias que obtengas con mi dinero, te las quedas tú.

Ambos se mantuvieron obstinados: ella en su empeño, él en su negativa. Hasta que intervino Mariana. Ligera y semiausente en apariencia, casi como si no fuera consciente del alcance de lo que allí estaba pasando.

—¿Por qué no aceptarlo, padre? Le harás a Úrsula un gran favor. Y para ti es un honor que ella confíe así en ti.

Dio después un largo bostezo y añadió distraídamente:

—Seguro que eres capaz de invertirla con un provecho envidiable. No es demasiado para arrancar; si todo fuera bien, después podría haber más.

Él la miró atónito y la anciana sonrió con un punto de ironía.

—Si he de serte del todo sincera, Mauro, la desnuda verdad es que en un principio me interesaba bastante más la dote de tu hija que su hermosura y su virtud. Pero, al irla conociendo, me he dado cuenta de que, además del considerable respaldo económico que aportó al matrimonio, y además de hacer feliz a mi hijo, Mariana es una mujer lista, lo mismo que tú. Ya ves, desde bien pronto ha empezado a preocuparse por crear alianzas entre los asuntos financieros de nuestros linajes. De no haber sido por ella, quizá ni se me habría ocurrido lo que acabo de pedirte que hagas por mí.

Un criado llegó entonces, se excusó y distrajo a su ama con el relato precipitado de algún pequeño desastre doméstico en los patios o en las cocinas. Otros dos llegaron al punto con más argumentos y explicaciones. La condesa salió a la galería refunfuñando y, por unos momentos, volcó en aquel asunto toda su atención.

Él aprovechó para levantarse de inmediato y en dos pasos se plantó ante Mariana.

—Pero cómo se te ocurrió semejante majadería —masculló atropellado.

A pesar de su avanzado embarazo y de su supuesta somnolencia, ella se incorporó del diván con la agilidad de un gato joven y lanzó una mirada veloz para asegurarse de que su suegra seguía ajena a ellos, despachando órdenes al servicio con su despotismo habitual.

—Para que arranques tu nueva vida con paso firme, ¿o es que pensabas que iba a dejar que te fueras sin respaldo por esos mundos de Dios?

Le partía el alma contradecir a su hija, pero su decisión fue abandonar el palacio de la condesa con las manos vacías.

10

      

Abandonó la mansión de Capuchinas con un regusto amargo en la boca. Por haber rechazado la iniciativa de Mariana. Por disgustar a la matriarca de la familia a la que ella ahora pertenecía.

—¡Santos!

La orden fue taxativa:

—Empieza a empacar. Nos vamos.

Todo estaba decidido y debidamente propagado. Tan sólo le quedaba por solucionar el problema del archivo, pero ya casi tenía a Fausta subyugada con sus cretinas artes de casanova. Mucho tendrían que torcerse las cosas para que aquella noche no lograra su objetivo.

Entretanto, mejor no demorarse. Por eso se encerró con Andrade en su despacho, dispuestos a rematar los últimos asuntos importantes. En brega intensa estaban desde que regresara de casa de la condesa: actas notariales, carpetones, libros de cuentas abiertos, tazas medio vacías de café.

—Aún quedan unos cuantos pagos pendientes —dijo el apoderado mientras pasaba la pluma al vuelo sobre un documento lleno de cifras—. Así que todos los muebles y enseres que sacamos de la hacienda de Tacubaya irán a parar a casas de compraventa y de empeño a fin de obtener liquidez para hacer esos pagos. Acá en San Felipe Neri dejaremos lo mínimo para que el palacio no pierda su empaque aparente, pero nos desharemos de lo más valioso: las mejores pinturas, la cristalería de Bohemia, las tallas, los marfiles. Lo mismo se hará con los enseres personales y la ropa que no vaya en tu equipaje; más caudal para tapar agujeros. A partir de ahora, Mauro, tus únicas posesiones serán las que viajen contigo.

—Actúa con discreción, Elías, por favor.

Andrade alzó la vista por encima de los anteojos.

—Pierde cuidado, compadre. Depositaré todo en gente de confianza, en prestamistas y en el montepío de ciudades pequeñas. Haré particiones para que quede disperso y siempre será por persona interpuesta; nadie sospechará su procedencia. Eliminaremos tus iniciales cuando vayan grabadas o bordadas, intentaré no dejar el menor rastro.

Sonó un puño sobre la puerta que mantenían firmemente cerrada. Antes de dar permiso, asomó una cabeza.

—Acaba de llegar don Ernesto Gorostiza, patrón —anunció Santos Huesos.

El cruce de miradas entre los amigos fue un fogonazo. Pinche malaventura, el que faltaba.

—Que suba, por supuesto. Acompáñale.

El apoderado comenzó a guardar a puñados los documentos más comprometidos en los cajones mientras él se recomponía la corbata y salía a recibir al recién llegado a la galería.

—Mis disculpas antes de nada, Ernesto, por el lamentable estado de mi casa —dijo tendiéndole una mano—. No sé si sabes que estoy a punto de salir de viaje, precisamente tenía entre mis planes más inmediatos hacerles una visita a fin de despedirme de ti, de Clementina y de nuestra querida Teresita.

Su sinceridad era absoluta: sería incapaz de abandonar la capital sin antes haberse visto con sus futuros consuegros y con la niña que penaba por el botarate de su hijo Nicolás. Sólo que habría preferido otro momento.

—Todo México lo sabe a estas alturas, amigo mío. Tu consuegra se encargó de difundirlo en la puerta de La Profesa a primera hora de la mañana, apenas don Cristóbal pronunció el Ite missa est.

Nada bueno trae, masculló para sí. El apoderado, a la espalda del recién llegado, simuló pegarse un tiro en la sien con el índice. ¿Le habían alcanzado los ecos de su insolvencia? ¿Venía dispuesto a anunciarle la ruptura del compromiso entre sus hijos? Las más siniestras previsiones cruzaron su mente como canes rabiosos: Nico sometido a vejación pública al verse rechazado por la familia de su prometida; Nico llamando a puertas que nadie le abría; Nico andrajoso y sin futuro, convertido en uno de aquellos petimetres a los que cada noche echaban a patadas de los cafés.

Su actitud exterior, con todo, apenas dejó entrever aquella angustia. Bien al contrario: cordial como siempre en apariencia, Mauro Larrea ofreció a su invitado un asiento que aceptó y una taza de café que rechazó. ¿Un jugo de papaya? ¿Un anisete francés? Gracias infinitas, amigo, pero me marcharé enseguida; estás ocupado y no quiero entretenerte.

Andrade, por su parte, anunció con una vaga excusa que debía ausentarse; salió discretamente y cerró sin ruido. Una vez solos, Ernesto Gorostiza arrancó a hablar.

—Verás, se trata de una cuestión en la que confluye lo material con lo personal.

Vestía intachable y se tomaba su tiempo al desgranar las palabras, uniendo las yemas de los dedos a la vez que encadenaba las frases. Unos dedos muy distintos a los suyos: estilizados, sin apariencia de haber manejado en la vida ninguna herramienta más allá del abrecartas o el tenedor.

—No sé si sabes que tengo una hermana en Cuba —continuó—. Mi hermana Carola, la menor. Casó muy joven con un español recién llegado por entonces de la Península y marcharon juntos a las Antillas. Desde entonces sabemos de ellos nomás lo justo y tan sólo esporádicamente; nunca los volvimos a ver. Pero ahora…

Estuvo tentado a abrazarle, con un pellizco de emoción agarrado a las vísceras. No viniste a hundir a mi hijo; no vas a triturar a mi pequeño tarambana, todavía le crees digno. Gracias, Ernesto; gracias, amigo; gracias desde lo más profundo de mi corazón.

—… ahora, Mauro, necesito un favor.

El descomunal alivio que sintió al saber que las primeras preocupaciones de Gorostiza ni siquiera rozaban a Nico se mezcló con una reacción de alerta al escuchar la palabra «favor». Híjole, ahora viene la factura.

—Hace apenas unas semanas que vendimos la hacienda de mi familia materna en El Bajío; recordarás que mi madre murió hace unos meses.

Cómo no recordar aquel sepelio de alcurnia. El lujoso catafalco, el coche fúnebre tirado por cuatro corceles con penachos negros, lo más granado de la ciudad dando el último adiós a la matriarca del ilustre clan.

—Y en estos días, con todo ya liquidado, me veo en la obligación de hacer llegar a Carola la cantidad que le corresponde por la venta: una quinta parte como la quinta hermana que es.

Empezó a intuir por dónde iban los tiros, pero no le interrumpió.

—Sabes tan bien como yo que no corren vientos favorables para las buenas transacciones pero, aun así, no se trata de un montante en absoluto desestimable. Tenía pensado enviárselo por medio de un intermediario; sin embargo, al saber de tus intenciones pensé que si tú, que eres de plena confianza y ya casi parte de la familia, pudieras encargarte, yo me quedaría infinitamente más tranquilo.

—Dalo por hecho.

La serena seguridad que pretendía transmitir con sus palabras no coincidía, lógicamente, con lo que sentía en su interior. Grandísima faena. Más compromisos. Más ataduras. Menos margen de libertad para moverse. Pero si con ese favor reforzaba el encaje de Nico entre los Gorostiza, alabado fuera Dios.

—No tenemos demasiada relación con ella desde hace años, se casó jovencita con un español, ¿te lo dije ya?

Asintió con un discreto movimiento de barbilla; no quería incomodarle al reconocer que estaba siendo un tanto reiterativo.

—Él era un muchacho de buena planta que llegaba a América respaldado por un digno capital. Reservado aunque extremadamente correcto; procedía de una distinguida familia andaluza pero, por alguna razón que no llegamos a conocer, había cortado relación con ellos. Y, por desgracia, tampoco mostró demasiado interés en acoplarse a la nuestra; una lástima, porque le habríamos acogido con los brazos abiertos, lo mismo que haremos con tu hijo en cuanto matrimonie con Teresita.

Volvió a asentir, esta vez con un gesto que indicaba gratitud, aunque por dentro se le revolvieron las asaduras. Dios te oiga, hermano. Dios te oiga y te ilumine para que nunca te arrepientas de lo que acabas de decir.

—A pesar de que les ofrecíamos dependencias en nuestro palacio de la calle de la Moneda, él prefirió cortar amarras y trasladarse a Cuba. Y Carola, lógicamente, se fue con él. Por ponerte en antecedentes, en confianza he de confesarte que fue un matrimonio un tanto precipitado y no exento de un potencial escándalo; ella quedó en estado antes de los esponsales, así que todo se precipitó. Y aunque ese embarazo nunca llegó a término, a los tres meses de conocerse ya estaban casados. Una semana más tarde los despedimos rumbo al Caribe. Después supimos que él compró un cafetal, que se instalaron en una buena casa y se integraron en la vida social de La Habana. Y hasta hoy.

—Entiendo —musitó. No se le ocurrió otra cosa que decir.

—Zayas.

—¿Perdón?

—Gustavo Zayas Montalvo, así se llama el esposo. Con el metálico que te entregue irá también la dirección.

Gorostiza dio entonces una lánguida palmada y se frotó las manos, concluyendo el asunto.

—Listo, pues; no sabes la tranquilidad que me queda en el cuerpo.

Mientras bajaban la escalinata, concretaron que de los detalles y la entrega de los bienes se encargarían sus respectivos apoderados. En el patio intercambiaron los últimos comentarios sobre la estancia de Nico en Europa. Volverá convertido en un hombre de provecho, será un matrimonio magnífico, Teresita se pasa el día rezando para que todo salga bien. A él se le volvieron a retorcer las entrañas.

Se dieron el último adiós en el zaguán con un abrazo sonoro.

—Eternamente agradecido quedo, amigo mío.

—Por vosotros, lo que haga falta —respondió el minero palmeándole el hombro.

Tan pronto comprobó que el carruaje echaba a rodar, regresó al patio y lanzó a Santos Huesos un grito que hizo temblar los cristales.

Había que acabar cuanto antes con los preparativos. Necesitaba irse ya, distanciarse de todos para impedir que le siguieran llegando peticiones y reclamos que entorpecieran su camino.

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