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Authors: María Dueñas

La Templanza (10 page)

BOOK: La Templanza
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—Volveré mañana en la madrugada, cuando ya no quede un alma en vela. Envíeme una misiva indicándome por dónde puedo entrar.

8

      

Veinticuatro horas más tarde de abandonar la vivienda de los Calleja, Mauro Larrea alzaba su copa a modo de brindis y se disponía a pregonar sus propósitos a una audiencia cuidadosamente seleccionada. Exactamente lo contrario de lo que su apoderado y la prudencia le aconsejaban.

—Querida condesa, queridos hijos, queridos amigos…

La puesta en escena del comedor era impecable. Las dos docenas de luces de la araña del techo resplandecían sobre la plata y la cristalería, los vinos estaban listos, la cena á la française a punto de ser servida.

—Querida condesa, queridos hijos, queridos amigos —continuó—, los he convocado esta noche porque quiero comunicaros una muy grata noticia.

En una cabecera se sentaba él, el anfitrión. En la contraria, enlutada, altiva e impactante como siempre, la suegra de su hija: la magnífica condesa de Colima, que ya no era condesa ni tenía rango aristocrático alguno, pero seguía emperrada en hacerse llamar así. Mariana, su marido Alonso y Andrade ocupaban el flanco de la mesa a su derecha. A la izquierda, dos amigos circunstanciales de caudal y renombre acompañados por sus respectivas esposas, maestras en transmitir chismes y novedades en la vida social de la capital. Justo lo que él deseaba.

—Como bien saben todos, la situación de este país dista mucho de encaminarse hacia el sosiego para los hombres de negocios como yo.

No mentía exactamente, tan sólo amoldaba a su interés la realidad. Las medidas que los liberales habían impulsado en los últimos años habían sido sin duda perjudiciales para la antigua nobleza criolla, para la élite terrateniente y para algunos empresarios. Pero no tanto para los que habían sabido moverse con habilidad. Algunos, incluso, habían desarrollado un sabio talento para sacar beneficio de las turbulentas aguas políticas haciéndose con jugosas prebendas y contratos públicos. No era exactamente su caso, pero a él en absoluto le había ido mal. Ni tampoco era contrario a las medidas liberales del momento, aunque prefería ser cauto y bandearse con tiento en aquellas cuestiones que inflamaban los ánimos con ardores incombustibles. Por lo que pudiera pasar.

—Las tensiones constantes nos obligan a replantear muchas cosas…

—¡A la ruina absoluta nos va a llevar ese impío de Juárez! —le interrumpió su consuegra a voz en grito—. ¡Al desastre más atroz va a llevar a esta nación ese zapoteca del demonio!

Colgando de las orejas de la anciana, al ritmo de su furia, bailaba un par de formidables aretes de brillantes, resplandeciendo a la luz de las velas y las bujías. Las esposas invitadas asintieron con murmullos aprobatorios.

—¿Dónde, si no en el seminario —insistió arrebatada—, enseñaron a ese indio a comer sentado y con cuchara, y a calzar zapatos, y a hablar español? ¡Y ahora nos viene con esas chingaderas del matrimonio civil, y de expropiar los bienes de la Iglesia, y de sacar a los frailes y a las monjitas de sus conventos! ¡Por Dios bendito, hasta dónde vamos a llegar!

—Mamá, por favor —la recriminó Alonso con tono paciente de resignación, más que acostumbrado a las salidas de tono de su despótica madre.

La condesa calló con evidente desgana; se llevó luego la servilleta a la boca y, con los labios cubiertos por el tejido de hilo, musitó airada otro par de frases incomprensibles.

—Muchas gracias, querida Úrsula —continuó el minero sin alterarse. Ya conocía a la vieja y poco le sorprendía la vehemencia de sus intervenciones—. Bien, como os decía, y sin necesidad de entrar en mayores honduras políticas —añadió diplomático—, quiero anunciaros que, tras serias reflexiones, he decidido emprender nuevos negocios fuera de las fronteras de la República.

De casi todas las gargantas salió un murmullo de asombro, excepto de la de Andrade y Mariana, que ya estaban al tanto. A su hija se lo había hecho saber aquella misma mañana, recorriendo ambos el paseo de Bucareli en el carruaje descubierto que ella solía usar. El rostro de la joven reflejó primero sorpresa y luego un gesto de entendimiento y aprobación que intensificó con una sonrisa. Será para bien, dijo. Seguro que lo consigues. Después se acarició el vientre, como si con el calor de las manos quisiera transmitir a su criatura aún no nacida la serenidad que simulaba ante su padre. La incertidumbre, que era mucha, se la guardó para sí.

—Querida condesa, queridos hijos, querido amigos… —repitió por tercera vez con pausada teatralidad—. Tras sopesar con detenimiento varias opciones, he resuelto trasladar todos mis capitales a Cuba.

Los murmullos se tornaron en voces altas y el asombro en aprobación. La condesa soltó una ácida carcajada.

—¡Bien hecho, consuegro! —aulló plantando un sonoro puñetazo sobre la mesa—. ¡Vete a las colonias de la madre patria! ¡Vuelve a los dominios españoles donde sigue imperando el orden y la ley, donde hay una reina a la que respetar y gente de bien en el poder!

Los comentarios de sorpresa, los aplausos y los plácemes volaron de un flanco a otro de la mesa. Mientras, Mariana y él intercambiaron una mirada fugaz. Ambos sabían que aquello era sólo un primer paso. Nada estaba enderezado todavía, aún quedaba mucho por andar.

—Cuba aún está llena de oportunidades, mi querido amigo —sentenció Salvador Leal, potentado empresario textil—. La tuya es una sabia decisión.

—Si yo lograra convencer a mis hermanos para vender nuestras fincas, ten por seguro que te imitaría —añadió Enrique Camino, propietario de inmensas haciendas de cereal.

La charla se prolongó en la sala entre el café y los licores; las previsiones y los augurios se sucedieron hasta que por los balcones entró la medianoche. Sin bajar la guardia ni un solo segundo, él continuó atendiendo a sus invitados con su habitual cordialidad, respondiendo con embustes encubiertos a docenas de preguntas. Sí, sí, claro, ya estaban casi todas sus propiedades vendidas; sí, sí, evidentemente, tenía contactos muy interesantes en las Antillas; sí, sí, llevaba meses planeándolo todo; sí, ciertamente, ya preveía desde hacía un tiempo que el negocio de la plata en México se iba agotando sin remisión. Sí, sí, sí, sí. Claro, naturalmente, cómo no.

Les acompañó finalmente hasta el zaguán, donde recibió despedidas sonoras y más parabienes. Cuando el repiqueteo de los cascos de los últimos caballos se perdió en la madrugada y con él desaparecieron los carruajes y los invitados, él volvió a entrar. No llegó a atravesar el patio entero, se detuvo en el centro y, con las manos hundidas en el fondo de los bolsillos, alzó la vista al cielo e inspiró con fuerza. Contuvo el aire unos largos instantes, lo expulsó luego sin bajar la mirada, quizá buscando entre las estrellas algún astro capaz de arrojar algo de luz sobre su destino incierto.

Así estuvo unos minutos, parado entre las arcadas de piedra chiluca, sin desprenderse del firmamento. Pensando en Mariana, en cómo le afectaría si él no lograra remontar y todo se fuera definitivamente al carajo; en Nico y sus preocupantes vaivenes, en ese futuro casamiento suyo antes bien afianzado y ahora tan resbaloso como la clara de huevo.

Hasta que sintió tras él unos pasos sigilosos y una presencia. No necesitó girarse para saber de quién se trataba.

—Quihubo, muchacho. Lo escuchaste todo, ¿verdad?

Santos Huesos Quevedo Calderón, su compañero en tantas andadas. El chichimeca que apenas sabía leer y escribir y que, por esas casualidades demenciales del azar, arrastraba apellidos de literato español. Ahí estaba, cubriéndole las espaldas, como tantas veces.

—Clarititamente, patrón.

—¿Y no tienes nada que decirme?

La respuesta fue inmediata:

—Pues que a la espera estoy de que me diga para cuándo partimos.

Él sonrió con un rictus de amarga ironía. Lealtad a prueba de bombas.

—En breve, muchacho. Pero antes, esta noche, tengo algo que hacer.

No quiso compañía. Ni criado, ni cochero, ni apoderado. Sabía que iba a lo que saliera, dispuesto a improvisar sobre la marcha según encontrara de receptiva a Fausta Calleja. La hija del superintendente le había hecho llegar una nota con olor a violetas a media mañana. Le daba instrucciones sobre cómo entrar al Palacio de Minería por uno de los costados. Terminaba con un le espero. Y así, a ciegas, el minero asumía el riesgo de ser sorprendido entrando clandestinamente donde bajo ningún concepto debería entrar. Por si algo le faltaba.

Prefirió ir andando: su sombra oscura pasaría más desapercibida que la berlina. Al llegar junto a la capilla de Nuestra Señora de Belén se adentró por el oscuro callejón de los Betlemitas. Envuelto en su capa, con el sombrero hundido.

¿Y si alguien se hubiera comportado así con Mariana?, pensó mientras avanzaba. ¿Y si alguien hubiese despertado ingenuas ilusiones en su hija? ¿Y si algún canalla la hubiera utilizado egoístamente, para después dejarla tirada como una colilla rechupada tan pronto lograra sus intereses? Habría ido a por él, sin duda. A sacarle los ojos con sus propias uñas. Deja de darle vueltas, se reprochó. Las cosas son como son y tú no tienes otra salida. Nomás faltaba que a tus años te volvieras un sentimental.

Tan sólo unos pasos después, bajo un tenue farol, vislumbró lo que buscaba. Una puerta accesoria por la que entraban de forma rápida y directa los empleados que residían en el palacio, nada que ver con los imponentes portones de la fachada a San Andrés. Aparentaba estar cerrada; sólo tuvo que empujar levemente para comprobar tras un chirrido que no era así.

Empezó a subir sigiloso, tentando el barandal de forja con cautela, atento a los escalones que no veía y al crujir de la madera bajo sus pies. Ni un mal candil alumbraba la escalera, por eso se le tensó el espinazo al escuchar un susurro vibrante desde el piso superior.

—Buenas noches tenga usted, don Mauro.

Prefirió no replicar. Todavía. Otro pie arriba, otro más. Apenas le restaba un tramo para alcanzar el entresuelo cuando oyó rasgar un fósforo. La pequeña llama se transformó de inmediato en una más grande, Fausta había encendido una linterna de aceite. Él seguía callado, ella volvió a hablarle:

—No estaba segura de que acabara viniendo.

Alzó los ojos y vio a la muchacha en lo alto, alumbrada por una luz amarillenta. Qué carajo haces tú aquí, compadre, le gritó la voz antipática de la conciencia cuando por delante le restaban tan sólo cuatro escalones. No compliques más las cosas, aún estás a tiempo, busca otra manera de resolver tus asuntos. No cargues de falsas ilusiones a esta pobre mujer. Pero la premura le soplaba en el cogote sin misericordia, por eso se tragó los recelos. Al alcanzar el último escalón, dio una patada mental a las preocupaciones morales y desplegó su más hipócrita cortesía.

—Buenas noches, mi estimada Fausta. Gusto de volver a verla.

Ella sonrió azorada, pero los ojos siguieron sin brillarle.

—Le he traído un presente. Un humilde detalle, nada espléndido; supongo que me disculpará.

Justo antes de la cena, mientras los criados ultimaban los detalles y corrían ajetreados por las estancias y los corredores cargando jarras de agua fría y ramos de flores, él había vuelto a entrar en la recámara de Mariana por primera vez desde que ella se fuera de la casa. Todavía quedaban muchas de sus cosas: muñecas de porcelana, un bastidor de bordar, el escritorio lleno de cajones. Haciendo un esfuerzo para no dar carrete a la melancolía, se dirigió directo a la vitrina en la que ella guardaba mil pequeños cachivaches. Los cristales de las puertas tintinearon cuando las abrió sin miramientos. ¿El monedero de chaquira que años atrás le trajo de Morelia? ¿El pequeño espejo con marco de turquesa del día que cumplió los dieciséis? Sin pensárselo demasiado, agarró un anónimo abanico con varillas de asta calada y se lo guardó en un bolsillo.

Fausta lo recibió con mano temblorosa.

—Don Mauro, qué preciosidad —murmuró.

A él se le revolvieron de nuevo los sentimientos, pero no había tiempo para compasiones, tenía que proseguir.

—¿Tiene pensado algún lugar en el que podamos acomodarnos?

Aún se encontraban en el descansillo de la escalera, platicando entre susurros.

—Había considerado un salón de estudio de la primera planta. Asoma a un corral trasero, nadie podrá ver la luz.

—Es una excelente idea.

Ella hizo un mohín de modestia.

—Aunque se me ocurre que quizá podríamos considerar un lugar más discreto, más privado —sugirió cínico—. Menos accesible. Por salvaguardar su reputación lo digo, sobre todo.

La muchacha apretó los labios pensando. Él se adelantó.

—El archivo, por ejemplo.

—¿El archivo de…? —repitió con sorpresa.

—El mismo. Está lejos de las viviendas y de las dependencias de los colegiales. Nadie nos oirá.

Reflexionó cautelosa unos instantes prolongados. Hasta que murmuró algo:

—Quizá sea una buena idea.

Un latigazo de excitación le atravesó las entrañas. Tuvo que contenerse para no decirle ándale pues, preciosa, allá vamos.

—Aunque supongo que su papá, como fiel cumplidor de sus muy altos deberes, lo mantendrá bien cerrado.

—Con doble llave, por ser precisa.

Con qué celo te cubres, cabrón, farfulló recordando al superintendente, pero sin sacar la voz de la garganta.

—Y… —carraspeó—. Y ¿cree usted…, cree usted que podría conseguir esas llaves fácilmente?

Ella dudó, calculando el riesgo.

—Lo digo para que estemos más cómodos. Sin preocupaciones. —Se demoró unos instantes—. Juntos. Los dos.

—Esta noche, imposible; él guarda las llaves en un cajón de la cómoda de su recámara, y en ella duerme ahorita mi mamá.

—¿Para mañana, tal vez?

Volvió a apretar los labios, no demasiado convencida.

—Puede ser.

Lentamente, acercó la mano hasta la mejilla y le acarició el rostro insulso. Ella entrecerró los párpados. Con una sonrisa desabrida, se dejó hacer.

Frena, cabrón, le bramó de nuevo la conciencia. No hay ninguna necesidad. Pero los malditos cuatro meses menos dos días de Tadeo Carrús le volvieron a hacer toc toc.

—Mañana volveré entonces —le susurró al oído.

El anuncio devolvió a Fausta a la realidad.

—¿A poco ya se va? —preguntó dejando la boca entreabierta por la sorpresa.

—Mucho me temo que sí, querida. —Se llevó la mano al bolsillo del chaleco, sacó el reloj, recordó que probablemente también tuviera que acabar vendiéndolo—. Son casi las tres de la mañana, me espera una jornada complicada al levantarme.

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