Authors: María Dueñas
Los ruidos del desmantelamiento de la casona proseguían entretanto: revuelo y gritos, prisa, bulla y movimiento entre los magnolios y las fuentes del jardín. Saquen, empaquen, preparen. Apúrense, huevones, carguen a otro carro esas vitrinas; tengan cuidado con esos pedestales de alabastro, por el amor de Dios. Hasta las sartenes y las marmitas se estaban llevando. Para empeñarlo o revenderlo, o sacarle de algún modo un rendimiento inmediato con el que empezar a taponar los boquetes abiertos. Andrade era el que disparaba las órdenes: padre e hija, mientras, continuaban hablando bajo la luz tamizada que se filtraba por las enredaderas de la pérgola. Ella sentada en una butaca que alguien salvó del desalojo, con las manos apoyadas sobre la redondez del vientre. Él, de pie.
—Me temo que pueden ser anuladas a petición de cualquiera de los cónyuges. Y más habiendo una razón.
Casi siete meses de vida acogía Mariana en su seno, los mismos que Nicolás llevaba gestándose cuando nació antes de tiempo, canijo como un pajarillo, en esa España a la que jamás volvió ninguno de ellos. Una aldea del norte de la vieja Castilla, la risa hermosa y plena de la joven mujer que les abandonó retorcida entre sudor y sangre sobre un camastro de paja, la cruz de hierro clavada en el barro del camposanto una mañana de niebla espesa. La incredulidad, el desconcierto, la desolación: todo eso eran ya retazos desdibujados de memoria que muy raramente solían revisitar.
México, la capital, era ahora su universo, su día a día, el amarre de los tres. Y Nico había dejado de ser un renacuajo escuchimizado para convertirse en un muchacho vital e impetuoso, un seductor natural que desbordaba las mismas cargas de simpatía que de irresponsabilidades y desatinos, al que habían logrado mandar una temporada a Europa para que dejara de hacer barrabasadas hasta el momento de su boda con uno de los mejores partidos de la capital.
—Anteayer me encontré precisamente con Teresita y con su madre en los cajones de Porta Coeli —añadió Mariana expulsando el humo—. Comprando terciopelo de Génova y encaje de Malinas; ya están preparando los trajes para el casamiento.
Teresa Gorostiza Fagoaga se llamaba la prometida de Nico, la descendiente de dos ramas de robusto abolengo desde el virreinato. Ni demasiado bonita ni demasiado graciosa, pero sí agradable en extremo. Y sensata. Y enamorada hasta los tuétanos. Justo lo que, a ojos de Mauro Larrea, necesitaba el bala perdida de su hijo: una atadura, una seguridad que le hiciera sentar la cabeza y que, a la vez, contribuyera a reafirmar a la familia en el lugar más conveniente de la sociedad que a pulso se habían ganado. El dinero fresco y abundante de un acaudalado minero español, unido a una lustrosa estirpe criolla de generaciones. Imposible pensar en una mejor alianza. Sólo que aquel sugestivo proyecto acababa de desencajarse: a los Gorostiza aún les quedaba raigambre a espuertas mientras que la fortuna de los Larrea, en cambio, se había volatilizado por la caprichosa culpa de una guerra ajena.
Y sin un tlaco en el bolsillo, sin cuenta abierta en el mejor sastre de la calle Cordobanes, sin un carruaje forrado de satín en el que llegar a las tertulias, los saraos y las jamaicas, carente de un brioso corcel con el que galantear delante de las muchachas y desprovisto de la firmeza de carácter de su padre, Nicolás Larrea sería humo. Un muchacho atractivo y simpático sin oficio ni beneficio, nada más. Un currutaco, un lagartijo, como solían llamar a los presuntuosos sin patrimonio entregados a la frivolidad. El hijo de un minero arruinado que como llegó se fue.
—Los Gorostiza no pueden enterarse —farfulló entre dientes con la vista perdida en el horizonte—. Ni tu familia política tampoco. Esto queda entre tú y yo. Y Elías, lógicamente.
Desde la turbia noche en la que Elías Andrade los sacó de Real de Catorce, el hasta entonces contable de las minas de su padre se convirtió para Mariana y Nicolás en lo más cercano a un familiar que nunca tuvieron. Idea suya fue asentar a los niños en México, la capital de la que él provenía y cuyos códigos y claves conocía a fondo. El colegio de las Vizcaínas fue su propuesta para Mariana. Para Nicolás, la casa de un pariente en la calle de los Donceles, uno de los últimos resquicios de aquella saga de los antaño ilustres Andrade de cuya gloria ya no quedaban más que telarañas.
Ahora la voz del apoderado, indiferente a ellos, seguía lanzando en la distancia una carga implacable de instrucciones apelotonadas. Esos platones de talavera, empáquenlos bien en lienzo no vayan a fracturarse; los colchones los quiero enrollados; ese balancín está a punto de volcarse, ¿es que no lo ven, pendejos? Los criados, acobardados ante la furia que don Elías se gastaba aquella mañana en la que nada era como solía ser, se esforzaban por obedecer entre carreras, convirtiendo la casa y el jardín de la que fuera una deliciosa hacienda de descanso en algo parecido a un cuartel sitiado.
Mariana arqueó entonces la espalda y se sostuvo los riñones con las dos manos, aliviando las molestias por el peso de su preñez.
—Quizá nunca debiste aspirar a tanto. Podríamos habernos conformado con menos, con una vida más sencilla.
Él negó con la cabeza, corrigiéndola. Nunca había pretendido imitar a esos legendarios mineros de tiempos coloniales, empeñados en afianzar su puesto entre la aristocracia a base de sobornos y mordidas a virreyes insaciables y a funcionarios corruptos. Comprar títulos nobiliarios y hacer una ostentosa exhibición pública de la riqueza era común por entonces. Él, sin embargo, era un hombre de otra pasta y otro tiempo. Él sólo quiso prosperar.
—Apenas tenía treinta años, y ya había entrado en el negocio de la plata por la puerta grande, pero me negaba a partirme el alma por acumular dinero a montones para seguir siendo un bruto sin moral ni clase. No quería pasarme el resto de la vida viviendo entre salvajes en una casa opulenta a la que no iba más que a dormir o pavoneándome por los burdeles delante de fulanas y fanfarrones, para después no saber comportarme ni enterarme de lo que pasaba por el mundo. No quería que tú y Nico, que para entonces ya estaban en la capital, se avergonzaran de mí.
—Pero nosotros nunca…
—Tuve pesadillas durante años. Jamás logré deshacerme del todo de esa angustia negra que te deja en el alma el haberle visto el rostro a la muerte. Y quizá también por eso quise resarcirme y me empeñé en desafiar a esa mina que me sacó los colmillos y estuvo a punto de dejarles huérfanos.
Inspiró con fuerza el aire puro y seco que había hecho de Tacubaya el destino de descanso preferido por las élites de la capital. Los dos sabían que jamás iban a volver a aquella hermosa finca en la que tantos momentos gratos habían vivido. La puesta de largo de ella, sonoras reuniones de amigos, tardes frescas de plática entre sauces, madreselvas y limeros mientras en la ciudad se achicharraban de calor. Se oyeron salvas de artillería provenientes de algún lugar impreciso, pero ninguno se sobresaltó; ya estaban más que acostumbrados a su estruendo en aquellos días convulsos tras el fin de la Guerra de Reforma. Ajeno a todo, Andrade disparó a sus espaldas otra descarga de gritos. ¡Despejen la salida, quítense de en medio! ¡Ese aparador, arriba, a la de tres!
Mauro Larrea se alejó entonces del cobijo de la pérgola y caminó unos pasos hasta acercarse a la balaustrada de la terraza. Mariana no tardó en seguirle. Juntos contemplaron el valle y los volcanes imponentes. Hasta que ella se le anudó al brazo y apoyó la cabeza en su hombro, como diciéndole estoy contigo.
—Después de tantos años peleando, uno no se acomoda fácilmente a ver las cosas desde la distancia, ¿sabes? El cuerpo te pide otros retos, otras aventuras. Te vuelves ambicioso, te resistes a parar.
—Pero esta vez se te fue de las manos.
En la voz de su hija no había reproche, tan sólo una reflexión serena y transparente.
—Así es este juego, Mariana; yo no escribí las normas. A veces se gana y a veces se pierde. Y cuanto más fuerte apuestas, más grande es la caída.
5
La ayudó a salir de la berlina, la agarró por los hombros y le depositó un beso en la frente. Después la abrazó. No era dado a exponer sus afectos privados en público. Ni con sus hijos, ni con las mujeres que en algún momento pasaron por su vida. Aquel día, sin embargo, no se contuvo. Quizá porque ver a Mariana embarazada era algo que todavía le descolocaba. O porque sabía que el tiempo de estar juntos se iba agotando.
A diferencia de otras ocasiones, aquella tarde se marchó del palacio de la calle Capuchinas en el que ahora residía su hija sin entrar a saludar a su consuegra. Su intención no era esconderse de la vieja condesa de Colima ni de su título rancio o de su tormentoso carácter; simplemente tenía otras urgencias. La necesidad de marcharse en busca de una recomposición era cada vez más perentoria; habría de buscar nuevas vías, una salida que lo respaldase en caso de que la noticia de su derrumbe se filtrara por algún resquicio. Para no verse desprotegido, en cueros frente a una lamentable realidad que podría llegar a ser por todos conocida. Y comentada. Y chismeada. Y hasta celebrada por más de uno, como solía ocurrir en todas las derrotas ajenas. Y los cuatro meses de Tadeo Carrús ya habían empezado la cuenta atrás.
El café del Progreso a media tarde fue su siguiente destino: cuando estaba en su apogeo, antes de la desbandada para las cenas sociales o familiares. Antes de que se llenara de noctámbulos ociosos que no habían sido invitados a ningún sitio mejor. El local de encuentro más distinguido del momento, el frecuentado por la gente más principal, por hombres como él. De dinero. De negocios. De poder. Sólo que la mayoría no se había arruinado aún.
No había acordado encontrarse con nadie, pero sí tenía meridianamente claras cuáles eran las presencias que deseaba hallar y aquéllas con las que preferiría no coincidir. Escuchar, ésa era su pretensión. Recibir información. Y quizá dejar caer él mismo alguna miga en el lugar conveniente, si se asomaba la coyuntura.
Sentados en divanes y sillones forrados de brocatel, lo más prominente del peso económico de la capital mexicana fumaba y bebía café negro como si fuera una causa común. Se leía la prensa y se debatía con ardor acerca de cuestiones políticas. Se hablaba de negocios y acerca de la perenne bancarrota del país. Sobre lo que pasaba en el mundo, sobre las leyes en perpetuo proceso de cambio al socaire de los distintos próceres de la patria e incluso acerca de amoríos, trifulcas y comadreos sociales si tenían algún legítimo interés.
Apenas entró se hizo cargo de la situación con un rápido barrido visual. Casi todos eran clientes fijos, casi todos conocidos. A primera vista no le pareció que estuviera por allí Ernesto Gorostiza, su futuro consuegro, y se tranquilizó. Mejor así, de momento. Tampoco vio a Eliseo Samper, y esto, sin embargo, le contrarió. Nadie como ellos sabía de las políticas del Gobierno relativas a finanzas y empréstitos, por lo que sondearle podría ser una buena opción. Ni a Aurelio Palencia, otro reseñable nombre que conocía a fondo los entresijos de la banca y sus tentáculos. Sí, en cambio, vislumbró la presencia formidable de Mariano Asencio. Empecemos por ahí, decidió.
Se acercó a la mesa aparentando naturalidad: distribuyendo saludos, parándose de vez en cuando a cruzar unas palabras, pidiendo su café al reclamo de un mozo. Hasta que alcanzó su objetivo.
—¡Hombre, Larrea! —saludó Asencio sin sacarse el cigarro de la boca, con su vozarrón y su desenvoltura habitual—. ¡Mucho llevas sin dejarte ver!
Antiguo embajador de México en Washington, el gigante Asencio andaba metido desde su regreso en los negocios más variopintos con los vecinos del norte y con todo el que se le cruzaba en el camino. Estaba además casado con una yanqui a la que doblaba en tamaño, y conocía como pocos los aconteceres del país vecino. Sobre su guerra entre hermanos, precisamente, giraba por entonces la conversación.
—Y el hecho de que el Sur pelee en su propio territorio es una enorme ventaja —apuntó alguien desde un extremo de la mesa cuando la tertulia se reanudó—. Dicen que sus soldados luchan con gran arrojo y mantienen una moral excelente.
—Pero también son mucho menos numerosos —rebatió alguien más.
—Cierto, como se comenta también que la Unión, el Norte, está en disposición de triplicar sus hombres en un corto plazo.
El número de soldados y la moral de las tropas importaban a Mauro Larrea bastante poco, aunque escuchó simulando interés. Hasta que, como quien no quiere la cosa, metió una cuña con su pregunta.
—¿Y cuánto calculas tú, Mariano, que les queda de guerra?
Todo apuntaba a que el conflicto sería largo y sangriento, y él lo sabía de sobra. Pero a la desesperada persistía en agarrarse inútilmente a la ilusión de un rápido desenlace. Tal vez, si todo concluyera relativamente pronto, él podría intentar recuperar su maquinaria. O, al menos, parte. Podría embarcarse para investigar el paradero de sus propiedades, contratar a un abogado gringo, reclamar compensaciones…
—Mucho me temo que va para largo, amigo mío. Para un buen puñado de años seguramente.
Se oyeron murmullos de asentimiento, como si todos los presentes sostuvieran la misma seguridad.
—Se trata de una contienda bastante más compleja de lo que desde aquí logramos entender —añadió el gigantón—. El trasfondo es una lucha entre dos mundos diferentes con dos filosofías de vida y dos economías radicalmente distintas. Pelean por algo más profundo que la esclavitud. Lo que el Sur persigue es su mera independencia, de eso no hay duda. Ahora sí que les podemos llamar a esos pendejos los Estados Desunidos de América.
La risa fue general: las heridas de la invasión sufrida unos años antes aún estaban frescas y nada complacía más a los mexicanos que todo lo que atacara frontalmente a sus vecinos. Pero tampoco aquello preocupaba al minero; lo único que sacó en claro de esa charla fue que reconfirmaba lo que él ya sabía que era un combate perdido. Ni en sus mejores sueños iba a existir la menor oportunidad de recuperar una sola tuerca de su maquinaria, ni un simple peso de sus inversiones.
La mayoría del grupo estaba ya a punto de abandonar el café cuando Mariano Asencio, por sorpresa, le agarró el codo con su manaza de oso y le retuvo.
—Llevo días intentando verte, Larrea. Pero de una manera u otra no logramos coincidir.
—Cierto, llevo un tiempo bastante ocupado, ya sabes.
Palabras vacuas, qué otra cosa podía decirle. Por fortuna, Asencio no les prestó mayor atención.