Authors: María Dueñas
—O para compartirlos con cualquiera que mostrara interés.
—Ni lo dudes —replicó el apoderado llevándose a los labios el vaso de brandy que su amigo había dejado a medio beber sobre uno de los bordes de la mesa. No le pidió permiso, no hacía falta.
Las dos mentes maquinaban al unísono. A la desesperada.
—Podríamos aprovechar su ausencia para morder a alguno de los subalternos. Al flaco de la barba rala. O al de las lentes ahumadas. Sugerirles que distraigan discretamente el expediente del archivo, proponerles a cambio algo suculento; quizá tentarles con algo de valor antes de que nos acabemos desprendiendo hasta de las pestañas. Una buena pintura, un juego de candelabros de plata maciza, un par de yeguas…
Andrade pareció concentrar toda su atención en devolver cuidadosamente el vaso tallado al sitio exacto que ocupaba unos momentos antes: el que marcaba un rodal húmedo sobre la caoba.
—Calleja cuenta tan sólo con esos dos subalternos a quienes bien conoces, y los tiene adiestrados como a macacos de feria. Jamás hacen nada a su espalda, no osan traicionar la mano que les da de comer. A no ser que les pusieras enfrente el tesoro de Moctezuma, cosa que veo harto compleja, siempre sacarán mejores beneficios si mantienen la lealtad a su superior.
No necesitó preguntar cómo se había enterado: en la tupida red de la burocracia capitalina, todo se podía saber con tan sólo unas cuantas preguntas lanzadas con buen tino.
—Esperemos a mañana, en cualquier caso —concluyó—. Entretanto, hay algo más que Mariano Asencio me comentó y que me gustaría que supieras.
Le repitió entonces el último consejo que salió de la boca del titán entre vahídos de comida grasienta. Y le dijo que estaba pensando que quizá aquélla no fuera la peor de las opciones. Y Andrade, como siempre que tenía constancia de que su amigo andaba entre las sombras al borde de un precipicio, se sacó el pañuelo del bolsillo y se lo llevó a la frente. Había empezado a sudar.
* * *
Aparecieron por el Palacio de Minería a eso de las once y media de la mañana, para no dejar traslucir su ansiedad. Como si pasaran accidentalmente por el imponente edificio que albergaba el archivo. O como si hubieran encontrado un hueco fortuito entre sus múltiples obligaciones. Armados con los sempiternos rollos de papel propios de su oficio y con una carpeta de piel repleta de supuestos documentos. Seguros de sí mismos, elegantemente ataviados con sus levitas de alpaca inglesa y sus corbatas recién planchadas y los sombreros de media copa que se quitaron al entrar. Como cuando la fortuna aún les cortejaba y les guiñaba un ojo con simpatía.
Apenas había actividad en las dependencias; al fin y al cabo, no eran demasiados los proyectos mineros que se registraban aquellos días. Tan sólo encontraron por eso a los dos empleados previstos, cada uno sumergido en sus quehaceres, protegidos de tinta y polvo por manguitos de percalina. Alrededor, multitud de vitrinas con puertas de cristal extendidas de techo a suelo. Y bien cerradas con llave, según certificaron con apenas un vistazo. Dentro, apretados entre sí y amarillentos en su mayoría, miles de legajos, cédulas y actas de posesión capaces de ofrecer a quien tuviera la paciencia de leerlos un paseo pormenorizado por la ancha trayectoria de la minería mexicana desde la colonia hasta el presente.
Saludaron con una cierta familiaridad; hartos estaban al fin y al cabo los cuatro hombres de verse las caras al menos un par de veces al año. Sólo que, en otras ocasiones, los empleados no intervenían en nada y era el propio Ovidio Calleja quien les atendía con unos formalismos exagerados que revelaban su categórica antipatía.
Los subalternos se levantaron ceremoniosos.
—El superintendente no se encuentra.
Ellos manifestaron una fingida contrariedad.
—Pero si en algo podemos nosotros ayudar a los señores…
—Supongo que sí: ustedes son de la absoluta confianza de don Ovidio y conocen esta casa tan a fondo como él mismo. O mejor, incluso.
El apoderado fue quien lanzó esa primera piedra, con la coba por delante. La segunda la tiró él.
—Necesitamos consultar un expediente de denuncio. A mi nombre, Mauro Larrea. Conmigo traigo el comprobante del depósito, para que encuentren la referencia con facilidad.
El más alto de los empleados, el de las lentes emplomadas, carraspeó. El otro, el delgado y poca cosa, se puso las manos a la espalda y bajó la mirada.
Transcurrieron unos incómodos segundos en los que sólo se escuchó el péndulo de un reloj de pared situado sobre el gran escritorio vacío del superior ausente.
El hombre volvió a carraspear antes de soltar lo que ya esperaban.
—Lamentándolo mucho, señores, creo que no va a sernos posible.
Ambos fingieron una exquisita sorpresa. Andrade alzó una ceja extrañado, el minero frunció levemente el entrecejo.
—¿Y eso, cómo es, don Mónico?
El empleado alzó los hombros en señal de impotencia.
—Órdenes del superintendente.
—Increíble se me antoja —replicó Andrade con elaborada retórica.
El flaco intervino entonces, en refuerzo de su compañero:
—Son órdenes que hemos de acatar, señores. Ni siquiera tenemos las llaves a nuestra disposición.
Ni un plumín se movía de aquel archivo sin la autorización expresa de Ovidio Calleja; de esa férrea inflexibilidad no iban a descabalgarlos ni a tiros.
Y ahora por dónde salimos, compadre, se dijeron sin voz uno a otro. No tenían nada previsto, no les quedaba más alternativa que una humillante desbandada con las manos vacías. Por Dios que a veces las cosas se complicaban como si un perverso emisario de Satanás las estuviera manipulando a su capricho.
Todavía se debatían entre seguir insistiendo o resignarse ante el revés, cuando al fondo de la estancia oyeron el crujido de una puerta lateral. Los cuatro pares de ojos se dirigieron a ella como atraídos por un imán, aliviados por la ruptura momentánea de la tensión. Apenas comenzó a abrirse, tres gatos ágiles como soplos de viento se escurrieron dentro de las dependencias. Luego asomó el ruedo de una falda del color de la mostaza. Y finalmente, cuando la puerta quedó del todo abierta, entró una mujer de edad indefinida. Ni joven ni vieja, ni guapa ni fea. Ni lo contrario.
Andrade se adelantó un paso, imprimiendo en su cara una sonrisa zorruna. Tras ella escondía su inmenso desahogo por haber encontrado una imprevista excusa para prolongar su presencia en el archivo.
—Gusto de verla, señorita Calleja.
Mauro Larrea, por su parte, contuvo las ganas de decirle irónico a su amigo bien hiciste tus pesquisas, cabrón. No sólo averiguaste el nombre de los subalternos, sino que también te enteraste de que existe una hija.
Al rostro de la recién llegada asomó un gesto de desconcierto, como si no esperara encontrar a nadie en el archivo a aquella hora. Probablemente se había acercado tan sólo un minuto desde la vivienda que el superintendente y su familia ocupaban en el mismo inmueble del Palacio de Minería. Sin arreglarse, vestida casi de andar por casa.
Con todo, no tuvo más remedio que mantenerse a la altura y, con un punto de apocamiento, les dio los buenos días.
El apoderado avanzó dos pasos más.
—Don Mónico y don Severino nos estaban notificando en este preciso momento la ausencia de su señor padre.
Rostro redondo, cabello tirante recogido en la nuca, la treintena ampliamente superada, el cuerpo sin demasiada gracia enfundado en un anodino vestido de mañana con recatado cuello de color marfil. Una mujer como cientos de mujeres, de las que no dejan poso en la retina cuando un hombre se las cruza por la calle; una fémina de las que tampoco resultan nunca ingratas o desagradables. Así era Fausta Calleja vista desde la distancia que les separaba: una mujer del montón.
—En efecto, se encuentra fuera de la ciudad —replicó—. Aunque creemos que tiene previsto el regreso en breve. A preguntar venía, de hecho; a saber si ya se recibió la correspondencia que lo confirme.
—Todavía no tenemos constancia, señorita Fausta —respondió el de las lentes opacas—. Nada llegó aún.
Con excepción de los pasos que había avanzado el apoderado para acercarse a la hija del superintendente, todos permanecían inmóviles, como clavados sobre los tablones mientras los gatos se movían a sus anchas entre las patas de los muebles y las piernas de los empleados. Uno, rojizo como una llama, saltó a una de las mesas y se paseó con descaro pisando folios y pliegos.
Andrade, de nuevo, fue quien retomó el amago de conversación.
—Y su señora madre, señorita, ¿qué tal se encuentra estos días?
De no tener por delante una realidad tan tremebunda, Mauro Larrea habría estallado en una bronca risotada. ¿De dónde sacaste, viejo demonio, semejante interés por la familia de un tipo que estaría dispuesto a dejarse rebanar una oreja antes de echarnos una mano?
La hija, como era de esperar, no percibió la hipocresía de la pregunta.
—Prácticamente recuperada, muchas gracias, señor...
—Andrade, Elías Andrade, un devoto amigo de su señor padre, a su entera disposición. Y este otro señor, idénticamente afecto a la amistad de su papá, es don Mauro Larrea, un próspero minero viudo a quien tengo el honor de representar y por cuya honradez, bonhomía y calidad moral soy capaz de apostar mi alma.
¿Te volviste loco, hermano? ¿Adónde quieres llegar con ese lenguaje de novelón para damiselas? ¿Qué pretendes de esta pobre mujer mintiéndole sobre la relación que nos une con su padre, destripando mis intimidades y cubriéndome de ridículas alabanzas?
De inmediato supo, sin embargo, que no necesitaba respuestas: al recibir la mirada de Fausta Calleja entendió con instantánea lucidez lo que su amigo perseguía. Todo estaba en sus ojos, en la intensidad con que ella observó su cuerpo, sus ropas, su rostro y su empaque. Híjole, cabrón. Así que te enteraste de que la hija es soltera y de pronto se te ocurrió presentarme en bandeja como un potencial pretendiente, por si tal vez por ahí pudiéramos avanzar a la desesperada.
—Nos alegramos enormemente, señorita, de que su mamá haya recobrado la salud. ¿Y qué malestar la aquejó, si no es indiscreción?
Con la misma oratoria recargada, el apoderado había retomado su absurda conversación en el mismo lugar en que la había dejado. Ella, como pillada en un renuncio, desprendió veloz la mirada de él.
—Un fuerte catarro, por suerte superado.
—Dios quiera que no se repita.
—Eso esperamos, señor.
—Y… y… ¿se encuentra ya en disposición de recibir visitas?
—Precisamente esta misma mañana vinieron a verla unas amigas.
—Y… y… ¿cree usted que podría aceptar también la visita de un servidor? Acompañado del señor Larrea, naturalmente.
Esta vez fue él quien tomó la iniciativa. Ni modo, resolvió consigo mismo. Hay mucho en juego como para andarnos con remilgos. Y de los malditos cuatro meses que tenía para enderezarse, ya había malgastado dos días.
Sin el menor recato y con todo el aplomo que fue capaz de reunir, clavó en la mujer una mirada prolongada e impetuosa que la atravesó.
Ella bajó el rostro al suelo, azorada. El gato color fuego se le restregó mimoso entre los pliegues de la falda; se agachó a recogerlo, lo acunó entre los brazos y le hizo una monería en el hocico, susurrándole algo que no llegaron a oír.
A la espera de una respuesta, los dos amigos guardaron la más hidalga compostura. Sus cerebros, mientras tanto, no paraban de trajinar. Si los empleados no daban su brazo a torcer para sacarles el expediente del archivo, tal vez la esposa y la hija pudieran hacer algo por ellos. En el interior de sus cabezas, por eso, martilleaban sus propias voces. Vamos, vamos, vamos. Ándale, muchacha, di que sí.
Por fin se agachó para dejar al gato libre. Al levantarse, con las mejillas levemente enrojecidas, les dejó oír lo que ansiaban.
—En nuestro humilde hogar serán cordialmente recibidos cuando los señores consideren oportuno.
7
Madre e hija se encontraban a mitad del puchero de carnero y res que almorzaban, cuando les llegó el suntuoso tarjetón. Los señores Larrea y Andrade anunciaban su visita para esa misma tarde en punto de las seis.
Un par de horas después, con las mejores piezas del menaje doméstico desparramadas por todos los rincones de la sala, la esposa del superintendente apretó por enésima vez la misiva contra su pecho voluminoso. Y si fuera verdad…
—No sabes cómo me miró, mamá. No sabes de qué manera.
Todavía resonaba en los oídos de doña Hilaria el eco de las palabras de su hija al regresar abrumada del archivo.
—Y es viudo. Y buen mozo como pocos.
—Y con capitales, mija. Y con capitales...
La cautela, no obstante, la obligó a amarrar cortas las ilusiones. Desde que a su esposo le asignaran el puesto que ahora ocupaba, rara era la semana en que no llegaba hasta la puerta de la familia algún agasajo. Invitaciones a lonches y veladas, o una inmensa charola de hojaldres, o una discreta bolsa de onzas de oro. Incluso meses atrás les sorprendieron —muy gratamente, había que reconocerlo— con un coche bombé. Todo a cambio tan sólo de que su Ovidio, entre las docenas de papeles que a diario pasaban por sus manos, pusiera o quitara una fecha acá o un sello allá, diera por traspapelado algún asunto o mirara hacia el lado contrario al que debería mirar.
Por eso, la primera reacción de la esposa fue de desconfianza.
—Pero ¿estás segura, niña, de que te miró como te miró así porque sí?
—Tan segura como de que es de día, mamá. A los ojos, primero. Y después…
Se retorció los dedos, pudorosa.
—Después me miró como… Como un hombre de una pieza mira a una mujer.
Ni por ésas quedó doña Hilaria convencida. Algo se trae entre manos, rumió. Si no, ¿de cuándo acá iba a fijarse en Fausta un ejemplar como don Mauro Larrea? Menudo era, según contaba su marido. Mucho llevaban corrido él y su fiel amigo Andrade, y a los dos les chorreaba el colmillo cada vez que olfateaban una oportunidad. Sabía también que se movía como pez en el agua en los ambientes más distinguidos, entre gentes de la clase sofisticada a la que los Calleja por desgracia no pertenecían. Y en esos ambientes, seguro que le sobraban candidatas para sacarle de la viudedad. Algo le interesaba sobremanera si se había decidido a lanzar un dardo a su hija; de eso estaba casi casi segura. Algo que sólo su marido podría hacer por él. Tremendo era el pinche español, repetía su Ovidio cada vez que venía al caso. Como un sabueso olía los buenos negocios; como un zorro hambriento. Ni una presa viva dejaba escapar.