Authors: María Dueñas
Pero… Y si… Las dudas le iban y le venían como vahídos mientras buscaba en el arca el mantel más apropiado. ¿El de hilo de Escocia bordado en punto de lomillo? ¿O el de encaje richelieu? Qué más daba que todo fuera un juego de intereses, pensó. Qué eran unos cuantos favores a cambio de un respaldo permanente para la niña, de un cuerpo viril que meter en su vida insulsa y en su cama fría. Un marido, por Dios santo. A esas alturas. Ya encontraría ella manera de que Ovidio se olvidara de los desencuentros que hubo entre ellos. Que no fueron cosa chica, por cierto, recordó echando el vaho a una cucharilla de plata: sus buenos dolores de vientre le causaron al pobre, hasta sangre vomitó más de una vez en aquellos tiempos de tensiones por unos pozos o unas partidas de azogue, o... O lo que fuera: hay que olvidarse de aquello, farfulló en voz queda mientras alzaba la tapa del azucarero de los días grandes. Además, mejor aprovechar ahora que él no está en la capital. Así será más fácil convencerle si el asunto prospera. Lo pasado, pasado está.
En ésas andaba doña Hilaria mientras Fausta, con el rostro untado de una pasta de almendras y agua de salvado para blanquearse la piel, daba instrucciones a las criadas en la cocina sobre cómo planchar la muselina de su vestido más delicado. Unas cuantas cuadras más al sur de la ciudad y ajeno a los preparativos en su honor, Mauro Larrea, encerrado en su despacho sin levita ni corbata, caído a plomo sobre un sillón con un veguero entre los dedos, había apartado deliberadamente de su cabeza la merienda que les esperaba aquella tarde y, dando un salto en el tiempo, revivía machaconamente el final del encuentro con Mariano Asencio del día anterior.
Los gestos y el vozarrón con aroma a chile y puerco le atronaban todavía en la memoria; casi sintió de nuevo el peso de la manaza al caerle sobre el brazo. Si este que te habla tuviera tu liquidez, ¿tú sabes lo que haría?, ésa fue la pregunta que le lanzó el titán. Por respuesta obtuvo el nombre de cuatro letras al que seguía dando vueltas. La misma opción sobre la que le habló a Andrade la noche anterior. Asencio era un oportunista capaz de vender a su padre por un plato de chícharos, cierto, pero poseía un ojo certero para pelear por sus intereses allá donde husmeara beneficios. Qué tal si tuviera razón, masculló por enésima vez. Chupó otra vez el cigarro ya medio consumido. Qué tal si ése fuera mi destino.
El sonido de unos nudillos vigorosos chocando contra la madera le devolvió a la realidad. La puerta se abrió al instante.
Para entonces, se había reafirmado en su decisión.
—¿Todavía andas así, fumando apachurrado y sin vestir? —bramó el apoderado al verle.
Tocaban las seis en punto cuando ambos bajaron de la berlina en la calle de San Andrés, de vuelta a la monumental fachada del Palacio de Minería.
Un sirviente les esperaba frente el gran portón abierto de par en par. Al verles acercarse, cesó su animada plática con el portero y, obviando la grandiosidad de la escalinata, les dirigió desde el patio central hacia el ala de poniente de la planta baja. Les vino bien que les guiara: aunque estaban acostumbrados a moverse cómodamente por los vericuetos públicos del edificio, las dependencias privadas les eran desconocidas. El joven indio, descalzo, se deslizaba por las losas con sigilo de serpiente. Los pasos de ellos, con sus botines ingleses y su prisa acompasada, resonaban en contraste con un repique vibrante sobre la piedra gris.
Apenas se cruzaron con nadie a aquella hora de la tarde. Para entonces los estudiantes ya habían terminado sus lecciones de física subterránea y química del reino mineral, y andarían requebrando a las muchachas en la Alameda. Los profesores y los empleados estarían volcados en sus asuntos particulares tras cumplir con las labores del día y, para alivio de ambos, tampoco se cruzaron con el rector o el vicerrector.
—De haber seguido activo don Florián, bien podría habernos echado una mano.
Pero el capellán, un viejo cascarrabias con doblez entrañable, conocido desde los tiempos de Real de Catorce, hacía tiempo que había colgado la sotana, a la luz de los nuevos aires laicos que impregnaban la nación.
—Tal vez tendríamos que haber traído algo a la muchacha —fue lo siguiente que soltó Mauro Larrea entre dientes en mitad de un corredor solitario.
—¿Algo como qué?
—Qué sé yo, compadre. —En su voz había un tono de fastidio y ni pizca de verdadero interés—. Camelias, o golosinas, o un libro de poemas.
—¿Poesías, tú? —Andrade reprimió una ácida risa—. Demasiado tarde —anunció bajando la voz—. Creo que estamos llegando; pórtate regio, pues.
Una escalera accesoria acababa de conducirles al entresuelo en el que se alineaban las viviendas del personal. La tercera puerta de la izquierda estaba entreabierta; desde ella, otra muchachita indígena con trenzas relucientes se encargó de conducirles hasta la sala.
—Muy buenas tardes, mis estimados amigos.
En su calidad de convaleciente, la señora de Calleja no se levantó de su butacón. Tan sólo, vestida de oscuro y con perlas discretas al cuello, les tendió una mano que ambos besaron ceremoniosos. Dos pasos más atrás, Fausta cruzaba los dedos entre los pliegues de un insulso vestido que todavía guardaba el calor prolongado de la plancha.
Se sentaron tras los saludos, ocupando las posiciones estratégicas que doña Hilaria tenía previstas. Usted acá, a mi lado, don Elías, indicó palmeando el brazo un sillón cercano. Y usted, señor Larrea, acomódese si le place en el diván. En la esquina derecha del mismo se aposentó la hija, naturalmente.
Con una ojeada tuvieron suficiente para calibrar el panorama que les rodeaba. Una estancia de techo no demasiado alto y dimensiones no demasiado generosas, con muebles mediocres y escasa suntuosidad. Acá o allá, no obstante, se vislumbraba algún indicio de opulencia. Un par de cornucopias de cristal sobre una peana de cedro, un espléndido florero de alabastro bien a la vista. Incluso un piano nuevito como una novia adolescente. Ambos intuyeron el origen de aquellos detalles: evidencias de gratitud por los favores prestados. Por hacer el superintendente la vista gorda a algún asunto, por intermediar, por entregar cierta información que no debería salir de su custodia como archivero.
La conversación, como era previsible, arrancó sin ninguna sustancia. Doña Hilaria les puso meticulosamente al tanto de su estado de salud y ellos la escucharon con interés postizo, lanzando de tanto en tanto miradas de reojo al reloj de pared. De marquetería de limoncillo, espléndido por cierto; otra prebenda por alguna gestión favorable, sin duda. Mientras por el aire de la sala volaban imparables las frases cargadas de síntomas y remedios magistrales, la sonería del mecanismo les recordaba cada cuarto de hora que el tiempo pasaba sin que lograran avanzar hacia ningún sitio. Tras los quebrantos del cuerpo, la señora de la casa siguió monopolizando la charla, esta vez con un detallado recuento de los sucesos locales más llamativos de los últimos días: el crimen aún no resuelto del puente de la Lagunilla, el último robo en los bajos de Porta Coeli.
Por esos apasionantes derroteros trotaba la tarde, y ya eran las siete y cuarto. Mauro Larrea, harto de tanta cháchara vacua e incapaz de contener su impaciencia, había empezado inconscientemente a mover la pierna derecha como si la empujara un resorte. Su apoderado se estaba sacando el pañuelo del bolsillo, a punto de arrancar a sudar.
Hasta que doña Hilaria, como quien no quiere la cosa, decidió meterse al fin en harina.
—Pero dejemos de platicar sobre cosas que nos son ajenas y cuéntennos a mi Fausta y a mí, queridísimos señores, ¿qué proyectos tienen a la vista?
No dio tiempo a que Andrade soltara alguna de sus elaboradas patrañas.
—Un viaje.
Las dos mujeres clavaron las pupilas en el minero. Ahora sí que Andrade se pasó el pañuelo por el cráneo calvo y brillante.
—No tardaré en emprenderlo, aún desconozco el momento exacto.
—¿Un viaje largo? —preguntó Fausta con la voz quebrada.
Apenas había tenido hasta entonces ocasión de hablar, constreñida como estaba por la incontinencia verbal de la madre. Mauro Larrea aprovechó para mirarla a la vez que le respondía intentando dar un barniz de optimismo a sus palabras:
—Asuntos de negocios, confío en que no.
Ella sonrió aliviada, sin que su rostro plano se llegara a iluminar del todo. Él sintió una punzada de culpa.
Doña Hilaria, incapaz de resistirse a agarrar de nuevo las riendas del protagonismo, lanzó entonces su consulta:
—Y ¿adónde ha de llevarle tal viaje, don Mauro, si me permite la curiosidad?
El estrépito de la taza, la cuchara y el plato al chocar contra el suelo cortó en seco la conversación. El mantel se llenó de lamparones de chocolate, incluso la pernera derecha de Andrade, del color de la avellana, quedó llena de gotas espesas.
—¡Por Dios bendito, qué torpeza la mía!
Aunque todo había sido una pamema para evitar que su amigo siguiera hablando, el apoderado se esforzó por sonar sincero.
—Discúlpeme, señora, se lo ruego; soy un verdadero patán.
Las consecuencias del supuesto accidente se prolongaron a lo largo de unos momentos eternos: Andrade se agachaba para recoger los pedazos de china rota caídos bajo la mesa a la par que la dueña de la casa insistía en que no lo hiciera; Andrade se pasaba afanoso una servilleta sobre el pantalón para intentar limpiar las manchas y ella le advertía que iba a acabar siendo peor el remedio que la enfermedad.
—Llama a Luciana, niña. Dile que traiga un balde de agua con jugo de limón.
Pero Fausta, aprovechando el imprevisto alboroto y hastiada del abusivo acaparamiento de su progenitora, acababa de trazar en su mente otros planes muy distintos. Es a mí a quien vinieron a ver, madre; déjame disfrutar de un minuto de gloria. Eso querría haberle gritado, pero no lo hizo. Simplemente, simulando no haber oído la orden de buscar a la criada, se inclinó para recoger del suelo un pedazo de porcelana que quedó cerca de sus pies. Mientras Mauro Larrea contemplaba empachado el patético tira y afloja entre su apoderado y la dueña de la casa a cuenta del chocolate derramado, ella, aún medio agachada y cobijada por los pliegues de la falda, se deslizó cuidadosamente el borde afilado de un trozo de taza por la yema del pulgar.
—Por todos los santos, me he cortado —susurró enderezándose.
Sólo el minero, sentado en el mismo diván, pareció oírla. Desvió entonces la atención, dejando a los otros dos sumidos en su refriega contra las manchas.
Ella le mostró el dedo.
—Sangra —dijo.
Sangraba, en efecto. Poco, lo justo como para que una gota solitaria se deslizara hasta la tapicería.
Él, atento, se apresuró a sacarse un pañuelo del bolsillo.
—Permítame, por favor…
Le agarró una mano pequeña y blanda, le envolvió con cuidado el dedo de uña roma, apretó ligeramente.
—Manténgalo así, no tardará en cortarse.
Intuitivamente supo que Andrade los estaba viendo de reojo, por eso no le extrañó que siguiera prolongando su ridículo parloteo con doña Hilaria a fin de impedir que la madre les prestara atención. Entonces, ¿usted me aconseja que no frote el tejido?, le oyó decir, como si los quehaceres domésticos y el cuidado de sus prendas de vestir generaran en su apoderado una intensa preocupación. A duras penas se guardó las ganas de soltar una risotada.
—Tengo oído que el mejor remedio es la saliva.
Fausta era la que hablaba de nuevo.
—Para que no brote la sangre, quiero decir.
El tono fue quedo. Quedo pero firme, sin fisuras.
Santo Dios, pensó él anticipando las intenciones de la muchacha. Para entonces, ella había abierto el pañuelo que le enfundaba el dedo y, como Salomé tendiendo en una bandeja la cabeza cortada del Bautista, se lo ofreció.
No tuvo más remedio que llevárselo a la boca, no había tiempo que perder, las escasas dotes dramáticas de Andrade ya no podían dar más de sí. Fausta, quizá por rebelión ante la palabrería exuberante de su madre, o quizá en busca de una prueba del interés del minero por ella como mujer, requería un contacto con sus manos y su boca; un roce carnal por fugaz que fuera. Y él sabía que no podía defraudarla.
Envolvió entonces la yema con los labios y sobre ella pasó la lengua. Al alzar la mirada vio que la muchacha entrecerraba los ojos. Dejó pasar apenas dos segundos, volvió a lamerla. La garganta femenina, alojada en un cuello chato y lechoso, reprimió un sonido ronco. Eres un pedazo de cabrón, le acusó una voz remota en algún lugar de la conciencia. Haciendo caso omiso, oprimió la punta del dedo entre los labios y deslizó la lengua húmeda una tercera vez.
—Espero que esto ayude —dijo con un murmullo sordo al devolver la mano a su dueña.
Ella no tuvo tiempo de responder, el carraspeo de Andrade les obligó a volver las cabezas. Doña Hilaria les contemplaba con el ceño arrugado; de pronto parecía preguntarse qué pasó acá, qué me perdí.
Casi había oscurecido fuera, poco más había que hacer aquella tarde perdida. No queremos seguir molestándolas, dijeron dándose por vencidos. Ha sido una linda merienda, cuán generosa su hospitalidad. Mientras los amigos soltaban una sarta de vaguedades y la madre insistía en que se quedaran otro ratito, los dos se preguntaban al unísono de qué pinche manera podrían proceder a continuación.
Como no podía ser de otra forma, la esposa del superintendente se encargó de mover la batuta.
—A puntito está mi esposo de acabar con su quehacer en Taxco —anunció con una lentitud perversa mientras se levantaba con esfuerzo del butacón—. Por fin supimos esta misma tarde que no tardará más de tres días en regresar a la capital. Cuatro, quizá. A lo sumo.
Aquello era un aviso en toda regla, o así lo entendieron ellos. Muévanse sin demora, señores, vino a decirles. Si tanto interés tienen en ganarse los favores del padre, decidan cómo actuar con la hija. Y por su propio interés, si no quieren que el superintendente los saque a patadas de su casa, más vale que se apresuren y lo dejen todo bien rematado antes de que él pueda intervenir.
Un oscuro pasillo les condujo a la salida de la vivienda, volvieron a enlazarse las vacuas frases obsequiosas entre la madre y Andrade.
A punto estaban de salir a la galería cuando el gato color llama apareció maullando desde el fondo del corredor. Fausta se agachó a cogerlo con el mismo mimo de la mañana. Tu última oportunidad, compadre, se dijo al verla doblar el espinazo. Por eso la imitó, como movido por un incontenible interés en acariciar al minino. Y en esa postura, ambos casi en cuclillas, fue cuando volcó en ella su voz.