Authors: María Dueñas
Pero el hombre propone y Dios dispone, y esta vez el proverbio se materializó en un imprevisible reencuentro con la vieja condesa tras el almuerzo. Fiel cumplidora de sus costumbres, llegó sin aviso previo, cuando todo seguía siendo un caos. La reacción de Mauro Larrea al enterarse de que la anciana ya estaba subiendo la escalera fue un bufido. Aún estaba sepultado entre enseres y papeles, con el pelo bravío y la camisa a medio abotonar. Vieja del demonio, qué carajo querrás ahora.
—Supongo que imaginabas que insistiría.
Venía cargada con las dos voluminosas bolsas de piel llenas de onzas de oro que él había rechazado unas horas antes. Lo primero que hizo fue dejarlas sobre el escritorio con sendos golpes contundentes, haciendo notar el peso del contenido y el tintineo del metal. Después, sin esperar a que el dueño de la casa la invitara a sentarse, apartó unos cuantos documentos de una butaca cercana, ahuecó su falda y se acomodó.
Él contempló los movimientos sin ocultar su fastidio, en pie, con los brazos cruzados y un rictus adusto.
—Te recuerdo, condesa, que di por zanjado el asunto esta mañana.
—Exactamente, querido. Tú lo diste por zanjado. Pero yo no.
Soltó otro rebufo. A esas alturas, con la casa patas arriba y su aspecto de adán desharrapado, bien poco le importaba la etiqueta.
—Por lo que más quieras, Úrsula, haz el favor de dejarme en paz.
—Tienes que ayudarme.
La voz de la imperiosa dama sonó por una vez desprovista de altanería. Humilde casi. Y él, armándose de paciencia, se obligó a posponer su enojo y optó por dejar que se explicara.
—Voy a serte sincera como no lo soy ni con mi propio hijo, Mauro. Tengo miedo. Mucho miedo. Un miedo profundo, visceral.
La contempló con sarcasmo. ¿Miedo, la brava y altiva aristócrata acostumbrada a tener el mundo a sus pies? Cualquiera lo diría.
—Mi familia fue siempre leal a la Corona, crecí soñando con cruzar el Atlántico, conocer Madrid y el Palacio Real, el Toledo imperial, El Escorial… Hasta que todo se derrumbó cuando dejamos de ser parte de España. Pero nos adaptamos, no tuvimos de otra. Y ahora… Ahora me empieza a dar pavor este país: sus Gobiernos alocados, los desmanes de los próceres.
—Y el sacrílego de Juárez, y sus afrentas contra la Iglesia. Ya me conozco esa cantaleta, querida.
—No me fío de nadie, consuegro; no sé cómo va a acabar esta sinrazón.
Bajó la mirada y se retorció los dedos, largos y huesudos como sarmientos. Durante unos momentos tirantes nadie pronunció una sílaba.
—Te convenció Mariana, ¿cierto?
Ante el mutismo de la anciana, él se agachó hasta ponerse a su altura. Extraña pareja la que formaban la ilustre anciana envuelta en su luto perenne y el minero a medio vestir con las piernas flexionadas a fin de ganar intimidad entre los dos.
—Dime la verdad, Úrsula.
Hizo un chasquido con la lengua, como diciendo maldita sea, me descubrió.
—Esa niña tuya tiene la cabeza muy pero que muy requetebién amueblada, mijo. Lleva insistiendo desde que te fuiste y consiguió convencerme para que viniera.
Mauro Larrea soltó una carcajada sarcástica y, apoyándose en las rodillas, se puso de nuevo en pie. Mariana, tan habilidosa y determinada siempre. Por un momento estuvo a punto de caer en la trampa: de creer que la condesa en verdad se estaba volviendo una anciana timorata. Y era su hija, sin embargo, la que movía los hilos.
—Al fin y al cabo —continuó ella—, todo lo mío acabará siendo de Alonso y, consiguientemente, suyo también el día en que yo cierre el ojo. Suyo, y de la criatura que esperan, puritita mezcla de nuestras sangres.
Flotó una pausa en el aire, mientras cada uno pensaba en la joven Mariana a su manera. Ella tasaba con perspicacia de negociante, empezando a descubrir que la esposa de su hijo podría también convertirse en una admirable colaboradora para los intereses de la familia. Él, por su parte, lo hacía con la mente del padre que la acompañó en todos los trayectos de la vida, desde que acurrucara su cuerpito recién nacido envuelto en una burda toalla para darle calor hasta que la llevó del brazo al altar de los Reyes a los sones del órgano de la catedral.
No arrincones a tu propia hija, cabrón, se dijo. Es intuitiva y sagaz, y, sobre todo, vela por ti. Y tú te estás bloqueando en medio de todo este aluvión de desastres que se te vino encima y te empeñas en dejarla de lado. Hazlo por ella. Fíate.
—De acuerdo. Intentaré no defraudaros.
Total, ya llevaba el lastre del encargo de Gorostiza. Qué tal si fueran dos.
La condesa se levantó con cierto esfuerzo. Malditas reumas, farfulló. Y para su desconcierto y su embarazo, dio un par de pasos hacia él y le abrazó, clavándole en el cuerpo sus huesos artríticos afilados como puñales. Olía a lavanda y a algo más que no fue capaz de identificar. Quizá, simplemente, a vejez.
—El buen Dios te lo pagará, querido mío.
Después, recompuesto ya el talante de siempre, prosiguió:
—Son varias las amistades que pretendían que te encargaras también de sus capitales, ¿sabes? Pero quédate tranquilo porque a todos les paré los pies en firme.
—No sabes cuánto te agradezco la consideración —replicó con una mal disimulada ironía.
—Hora de irme; entiendo que te estoy estorbando.
Él se dispuso a abrirle la puerta.
—No hace falta que me acompañes, tengo a mi india Manuelita esperándome en el patio y al cochero en el zaguán.
—Cómo no, consuegra.
Una circunspecta caída de ojos le hizo desistir. La falsa condesa había retornado a su piel; cómo se le pudo a él pasar siquiera por la cabeza que se había convertido en una abuela temerosa y vulnerable.
Ya estaba saliendo a la galería cuando frenó en seco, como si de pronto recordara algo.
Le repasó con la mirada de la cabeza a los pies, luego apuntó una media sonrisa.
—Siempre me pregunté por qué nunca volviste a casarte, Mauro.
Podría haberle respondido a aquella descarada pregunta con varias razones: porque vivía a gusto solo, porque los brutales campos mineros no eran sitio para una esposa decente, porque no había espacio para una presencia ajena en el triángulo que formaba con Mariana y Nicolás. O porque, a pesar de que fueron unas cuantas las mujeres que pasaron por su vida después de Elvira, jamás encontró a ninguna que le provocara dar ese paso. Como una sombra negra, la estampa de Fausta Calleja voló de un lado a otro de la habitación.
Pero no pudo decirle nada porque, antes de que lograra abrir la boca, la aristocrática, tiránica y nostálgica excondesa de Colima, erguida como una escoba dentro de su soberbio traje negro de encaje, empuñó el marfil de su bastón y lo alzó al aire como quien blande un florete.
—Si a mí me llegas a agarrar con treinta años menos, vive Dios que no te habría dejado escapar.
11
Recorrió a zancadas el callejón de los Betlemitas y subió los escalones de dos en dos. Ya no había tiempo para cautelas ni remordimientos: o conseguía su propósito esa noche, o tendría que marcharse dejando un agujero negro a su espalda. Sería entonces tan sólo cuestión de días que el superintendente Calleja permitiera a Asencio y a los ingleses colarse por esa brecha. El machetazo de gracia al gran proyecto de su vida tardaría poco en llegar.
—¿Consiguió las llaves?
Incluso la pregunta la lanzó con brusquedad, acuciado por la urgencia.
—¿Acaso dudaba de mi palabra, don Mauro?
Fausta, iluminada esta vez por un farol de aceite, había vuelto a tratarle de usted, pero él no se molestó en corregirla. Como si quería llamarle su excelencia; lo único que le importaba en ese momento era entrar cuanto antes en el maldito archivo.
—Más vale no perder tiempo.
Ella lo guió por una maraña de pasillos secundarios, desviándose de las galerías centrales y de los amplios corredores. Con andares sigilosos, deslizándose pegados a los muros y sin apenas cruzar palabra, llegaron finalmente al otro costado del edificio. De entre los pliegues de la falda, la hija del superintendente sacó entonces un aro de hierro con dos llaves de idéntico tamaño. A Mauro Larrea le entraron unas ganas feroces de arrancárselas de las manos, pero se contuvo. Ella se las puso frente a los ojos y las hizo tintinear.
—¿Ve?
—Muy diestra; confío en que doña Hilaria no las extrañe. Ni a las llaves, ni a usted.
Sonrió entre las sombras, con una picardía algo torpe. Quizá llevara toda la tarde ensayando frente al espejo.
—No creo. Le puse unas gotitas en la tisana.
El minero prefirió no preguntar de qué.
—¿Quiere que abra yo?
Mientras la mujer rechazaba la propuesta moviendo la cabeza de un lado a otro, la primera llave fue a parar a la más alta de las cerraduras. Él, entretanto, sostenía la lámpara. Pero la llave no encajó.
—Pruebe con la otra —ordenó.
No lo pretendía, pero sonó áspero. Cuidado, cabrón. A ver si ahora que estamos en la mera antesala, lo vas a fastidiar. El segundo intento sonó limpio y él creyó oír un coro de ángeles. Una cerradura lista, vamos con la segunda.
Cuando Fausta estaba a punto de insertarla algo la previno, deteniéndola.
—¿Qué ocurre? —preguntó él en voz baja.
En la oquedad de los pasillos se oyó a alguien silbar en la distancia. Alguien que se acercaba, entonando sin gracia la melodía cansina de un viejo baile popular.
—Salustiano —musitó ella—. El guardia de noche.
—Abra, rápido.
Pero Fausta, ante la inesperada presencia, había perdido el temple y no logró insertar la llave en la cerradura correspondiente.
—Por Dios, dese prisa.
Los silbidos sonaban cada vez más próximos.
—Déjeme a mí.
—No, espere…
—No, déjeme…
—Un momento, ya casi…
En mitad de la disputa, el aro con las llaves cayó al suelo rebotando sobre las losas. El sonido del metal contra la piedra los paralizó. El silbido dejó de oírse.
Conteniendo la respiración, Mauro Larrea bajó el farol con sigilo hasta casi rozar el suelo. Fausta, angustiada, amagó con agacharse a buscarlas.
—¡No se mueva! —susurró aferrándole el brazo.
Pasó la luz a su alrededor, como si barriera el piso. La llama alumbró sus propias botas, el ruedo del vestido de ella, las juntas entre las losas. Las llaves, en cambio, seguían sin verse.
El silbido, siniestro como un presagio sombrío, arrancó de nuevo.
—Súbase la falda —musitó.
—Por Dios, don Mauro.
—Álcese la falda, Fausta, por lo que más quiera.
Las manos femeninas comenzaron a temblar bajo la luz floja del farol. Mauro Larrea, con una súbita ráfaga de lucidez, supo que ella estaba a punto de gritar.
Sólo necesitó tres movimientos rápidos. Con uno le tapó la boca, con otro dejó el farol en el suelo. Con el tercero agarró la tela de la falda y se la subió hasta la rodilla sin miramientos. Ella, aterrorizada, cerró los ojos.
Allí estaban las llaves, entre los escarpines de satén.
—Sólo quería encontrarlas y ya las tenemos, ¿ve? —le bisbiseó apresurado al oído con la mano aún tapándole la boca—. Y ahora, por favor, no haga ningún ruido; vamos a entrar. ¿De acuerdo?
Ella asintió con un tembloroso movimiento de cabeza. El silbido, entretanto, se agrandaba por segundos. Igual de desentonado, pero más brioso. Más próximo.
Metió una de las llaves al azar en la segunda cerradura sin resultado, soltó una brutalidad. La melodía desafinada se acercaba temerariamente, la segunda llave funcionó por fin. Una vuelta, otra vuelta, listo. Empujó a Fausta hacia el interior y, con el cuerpo prácticamente pegado a su espalda, entró detrás de ella. Los silbidos y los pasos del guardia estaban a punto de aparecer por la esquina cuando cerró la puerta. A oscuras, apoyado contra la recia madera y con la hija del superintendente temblando a su lado, contuvo el aliento.
La oscuridad era cavernosa, por las ventanas no se colaba ni un flaco rayo de luna. Transcurrieron unos momentos llenos de angustia, el guardia y su torva melodía rozaron la puerta por el exterior y siguieron su paso, hasta dejar de oírse.
—Lamento enormemente haberla violentado —fue lo primero que dijo.
Seguían hombro con hombro, con las espaldas descargadas contra la puerta. Ella aún no había dejado de temblar.
—Su interés no es sincero, ¿cierto?
Estaba a punto de conseguirlo, sólo necesitaba recuperar la confianza de la hija. Que volviera a creerle, devolverle su ilusa fantasía. El viudo apuesto y próspero rendido ante la solterona en el momento en el que cualquier promesa de matrimonio era ya una quimera: con tres caricias y un par de mentiras más, quizá volviera a tenerla comiendo de su mano. Pero algo le traicionó.
—Mi objetivo era llegar hasta aquí.
Ante aquel imprudente arranque de sinceridad, su propia conciencia le acribilló de inmediato a preguntas. ¿Y ahora qué piensas hacer, pedazo de insensato? ¿Atarla a una silla mientras buscas lo que quieres? ¿Amordazarla, reducirla? ¿O montaste todo este número demencial para convertirte a la postre en un pinche buen samaritano?
—Primero me ilusioné tontamente, lo confieso —dijo la muchacha—. Pero después, con la cabeza fría, fui consciente de que no era posible. De que los hombres como usted nunca cortejan a mujeres como yo.
No despegó los labios, pero la saliva le supo amarga.
—Yo también tuve pretendientes, ¿sabe, don Mauro?
La voz sonaba queda, un poco alterada todavía.
—Un joven sastre a los diecisiete con el que tan sólo intercambié esquelitas —prosiguió—. Años después, un capitán de milicias primo hermano de una amiga de la infancia. Y, finalmente, cuando estaba a punto de cumplir los treinta y ya me daban por moza vieja, un delineante. Pero ninguno les pareció suficiente a mis papás.
Mientras hablaba, se despegó de la puerta sobre la que aún permanecía apoyada y empezó a moverse entre los muebles. Los ojos de ambos se habían acostumbrado a la oscuridad, al menos eran capaces de distinguir los contornos.
—Salarios parcos, familias sin lustre… Siempre había una causa que no les convencía. El último, el delineante, residía incluso en este mismo palacio y nos veíamos a escondidas en sus dependencias. Hasta que un mal día osó pedirle a mi padre permiso para sacarme a pasear por la Alameda. Una semana después, lo destinaron a Tamaulipas.