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Authors: María Dueñas

La Templanza (16 page)

BOOK: La Templanza
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El salón se fue llenando de parejas mecidas al compás de una orquesta de músicos negros; alrededor, en los márgenes, los invitados departían arracimados en grupos flotantes. Un ejército de esclavos vestidos con galanura de brigadier transitaba entre unos y otros sirviendo champaña a chorros y haciendo equilibrios con bandejas de plata cargadas de delicadezas.

Se limitó a contemplar la escena: las cinturas flexibles de las hermosas criollas al compás de la música dulzona, la languidez seductora de las largas faldas mecidas por el vaivén. Todo aquello, no obstante, le importaba bien poco. En realidad, se estaba dedicando a esperar a que Carola Gorostiza, a pesar de su aparente desinterés inicial, le hiciera alguna indicación.

No se equivocaba; apenas media hora después, notó un hombro femenino rozarle la espalda con cierto descaro.

—No le veo muy interesado por lanzarse a bailar, señor Larrea; quizá le venga bien el aire del jardín. Salga discretamente, le espero.

Tan pronto le dejó el mensaje pegado al oído, la mexicana siguió ondulante su camino, agitando al ritmo de la orquesta un llamativo abanico de marabú.

Barrió el salón con la mirada antes de obedecerla. En medio de un nutrido grupo, distinguió al marido. Parecía escuchar ajeno, algo ausente; como si su pensamiento estuviera en un sitio infinitamente más lejano. Mejor. Se escurrió entonces hacia una de las salidas y atravesó las grandes puertas de vitrales de colores que separaban el caserón de la noche. En la oscuridad, entre cocoteros y júcaros, recostadas sobre las balaustradas o sentadas en los bancos de mármol, unas cuantas parejas dispersas hablaban en susurros: se seducían, se rechazaban, recomponían desarreglos del corazón o se juraban falsos amores eternos.

Unos pasos más allá, intuyó la silueta inconfundible de Carola Gorostiza: la falda ricamente abullonada, la cintura comprimida, el escote prominente.

—Supongo que sabe que le traigo un encargo —fue su saludo. A bocajarro, para qué demorarse.

Como si no lo hubiera oído, ella echó a andar hacia el fondo del jardín, sin comprobar si él la seguía o no. Cuando tuvo la seguridad de que estaba lo suficientemente distante de la mansión, se volvió.

—Y yo tengo algo que pedirle a usted.

Lo imaginaba: algo incómodo presentía desde que recibió su esquela en el hospedaje de la calle de los Mercaderes. Allí se había instalado el día anterior, recién desembarcado en La Habana tras varias jornadas de travesía infernal. Podría haber elegido un hotel, los había abundantes en aquel puerto que a diario acogía y despedía a tropeles de almas. Pero cuando le hablaron de una casa de hospedaje cómoda y bien situada, optó por ella. Más económica para una estancia de duración incierta, incluso más conveniente para tomarle el pulso a la ciudad.

A primera hora de su primera mañana en la isla, intentando hacerse todavía a la humedad pegajosa del ambiente y ansiando librarse de lastres, había mandado a Santos Huesos a la calle del Teniente Rey, en busca del domicilio de Carola Gorostiza con un breve mensaje. Le pedía ser recibido con prontitud y anticipaba que la aceptación sería inmediata. Para su desconcierto, en cambio, lo que su criado le trajo de vuelta fue un rechazo en toda regla escrito con primorosa caligrafía. Mi estimado amigo, lamento con profundo penar no poder recibir esta mañana su visita… Encadenada a la sarta de vacuas excusas llegaba también, sorprendentemente, una invitación. A un baile, esa misma noche. En el domicilio particular de la viuda de Barrón, íntima amiga de la firmante, según aclaraba la misiva. Un quitrín propiedad de la anfitriona lo recogería en su alojamiento a las diez.

Releyó la nota varias veces frente a una segunda taza de café neto, sentado entre las palmas exuberantes del patio donde servían a los huéspedes el desayuno. Intentó interpretarla, confuso. Y lo que dedujo entre líneas fue que lo que la hermana de su futuro consuegro Ernesto Gorostiza pretendía, de entrada y a toda costa, era alejarlo de su propia residencia familiar. Y después, recuperar la oportunidad de verle, para lo cual ofrecía un territorio menos privado y más neutro.

Rondaba la medianoche cuando por fin se encontraron cara a cara en la penumbra del jardín.

—Una demora tan sólo, eso es lo que quiero rogarle —prosiguió ella—. Que mantenga de momento en su poder todo lo que me envía mi hermano.

A pesar de la falta de luz, el gesto de contrariedad del minero debió de resultar evidente.

—Dos, tres semanas a lo sumo. Hasta que mi esposo acabe de completar unas cuantas gestiones pendientes. Está…, está sopesando si realiza o no un viaje. Y prefiero que no sepa nada hasta que se acabe de decidir.

Acabáramos, pensó. Pinches problemas matrimoniales, por si algo me faltaba.

—En nombre de la amistad que une a nuestras familias —insistió tras unos instantes—, le ruego que no se niegue, señor Larrea. Según tengo entendido por la carta de Ernesto que me llegó apenas ayer, mi hermano y usted van a trenzar lazos familiares.

—Confío en que así sea —replicó escueto. Y el recuerdo de Nicolás y su fuga se le volvió a clavar como un punzón.

Ella medio sonrió con un rictus amargo bajo el rostro empolvado con cascarilla.

—Recuerdo a la prometida de su hijo de recién nacida, envuelta en encajes dentro de su cuna. Teresita fue el único ser del que me despedí al marcharme de México. A nadie en la familia le agradó la idea de que decidiera desposarme con un peninsular y trasladarme a Cuba.

Mientras desgranaba sin rubor las mismas intimidades que ya le contara a él su hermano Ernesto, Carola Gorostiza volvió un par de veces la cabeza hacia la mansión. En la distancia, a través de las grandes cristaleras, se percibían las figuras de los invitados entre las luces doradas de las arañas y los candelabros. Traídos por la brisa, hasta ellos llegaban también ecos de voces, ráfagas de carcajadas y los compases melodiosos de las contradanzas.

—Para evitar mayores problemas —añadió entonces ella retornando al presente— es fundamental que mi esposo tampoco sepa que usted tiene contacto alguno con los míos en México. Le ruego por ello que no haga intento alguno de volver a acercarse a mí.

A saco, sin las delicadas florituras de la nota que había manuscrito aquella mañana. Así, sin miramientos, acababa de exponerle un requisito y una realidad.

—Y en compensación por las molestias que mi petición pudiera acarrearle, le propongo retribuirle generosamente digamos que con una décima parte del montante que me trae.

Estuvo a punto de estallar en una carcajada. A ese paso, si aceptaba todo lo que le iban proponiendo, acabaría otra vez rico sin mover un solo dedo. Primero su consuegra, ahora otra desconcertante mujer.

Se fijó mejor en ella entre las sombras. Agraciada, atractiva sin duda con su descarado escote y su porte suntuoso. No tenía el aspecto de ser la víctima de un marido tirano, pero en el territorio de las tensiones conyugales él tenía nula experiencia. Al fin y al cabo, la única mujer a la que de verdad había querido en su vida se le había muerto entre los brazos, envuelta en sudor y sangre tras haber parido a su último hijo antes de cumplir los veintidós.

—De acuerdo.

Incluso él mismo quedó sorprendido ante la temeraria rapidez con la que accedió. Tremendo insensato, pero ¿cómo se te ocurre?, se reprochó apenas cerró la boca. Pero ya era tarde para retroceder.

—Accedo a mantener la discreción y a hacerme cargo de sus pertenencias el tiempo necesario. Pero no a cambio de una compensación económica.

Ella endureció el gesto.

—Diga, pues.

—Yo también necesito ayuda. Vengo en busca de oportunidades de negocio, de algo rápido que no requiera una inversión desmedida. Usted conoce bien esta sociedad, se mueve entre gente de posibles. Quizá sepa dónde puede haber algún asunto de provecho.

Una carcajada fue la respuesta, agria como chorro de vinagre. Los ojos negros le brillaron entre las tinieblas.

—Si tan fácil resultara hacer crecer la plata, mi marido probablemente ya se habría marchado, y yo no tendría que andar ahora con estas malditas cautelas a sus espaldas.

Ni sabía adónde tenía previsto irse su marido, ni le interesaba. Pero cada vez se sentía más incómodo en aquella inesperada conversación y ansiaba terminarla cuanto antes. La brisa les trajo el rumor de una conversación no demasiado lejana, ella bajó la voz. Sin duda, no eran los únicos que se protegían de oídos y miradas en la oscuridad del jardín.

—Déjeme indagar —zanjó en un susurro—. Pero no me busque; yo haré por verle. Y recuerde: ni yo le conozco a usted, ni usted me conoce a mí.

Entre crujidos de moiré tornasolado, Carola Gorostiza emprendió el camino de vuelta hacia las luces, la orquesta y la multitud. Él, con las manos en los bolsillos y sin moverse de la espesura negra de la vegetación, la contempló hasta verla atravesar las cristaleras para ser engullida por la fiesta.

Con la soledad le llegó la conciencia en toda su magnitud. En vez de librarse de un peso, acababa de echarse otro costal de plomo a las espaldas. Y ya no había manera de volver atrás. Ojalá aquel asunto de la entrega de la herencia hubiera concluido de un plumazo y él, aligerado de su obligación, pudiera celebrarlo sacando a bailar a una hermosa habanera de carne prieta o enredado entre los brazos de una mulata con caramelo en la piel, aunque antes tuviera que ajustar con ella el precio de las caricias. Ojalá pudiera sentir el suelo estable bajo sus pies.

Y, sin embargo, imprudente, irreflexivamente, acababa de aliarse con una esposa desleal que había quemado hacía tiempo todos los puentes con su propia familia y que pretendía mantener engañado a su marido a costa de un dinero que él guardaba en el fondo de su propio armario. Por todos los santos del cielo, hermano, pero ¿es que perdiste el poco juicio que te quedaba?, pareció gritarle Andrade dentro de la cabeza con su demoledora sensatez.

Volvió a entrar a la residencia cuando se marchaban los últimos invitados y los músicos guardaban los instrumentos entre bostezos. Por el mármol del suelo, donde antes hubo pasos de baile infinitos, se mezclaban ahora tabacos pisoteados a medio fumar, restos de dulces espachurrados y plumas desprendidas de los abanicos. Bajo los altos techos del salón, entre los estucos y los espejos, los esclavos de la casa, envueltos en carcajadas, se echaban a la boca los restos de las botellas de champaña.

De la pareja Zayas Gorostiza no quedaba ni el rastro.

14

      

Amaneció dando vueltas a lo acontecido la noche previa. Sopesando, debatiendo consigo mismo. Hasta que decidió dejar de pensar: la prisa apretaba, tenía que moverse. Y enrocarse en lo ya hecho no iba a llevarlo a ningún sitio.

Salió con Santos Huesos temprano. Su objetivo más inmediato era encontrar un sitio fiable a fin de depositar el dinero de la condesa, los muy escasos capitales propios y la herencia de la hermana de Gorostiza de la que, de momento, no iba a desprenderse. Tal vez podría haber preguntado a la dueña de su hospedaje por una firma comercial de confianza, pero prefirió no llamar la atención. Todo parecía confuso en aquel puerto, mejor no desvelar a nadie más de lo justo.

Notando lo incómodas que resultaban para las temperaturas del trópico sus ropas de excelente paño inglés, recorrió sin rumbo definido la extensa cuadrícula de calles estrechas que conformaban el corazón de La Habana. En nada se parecían a las que a diario transitaba en México a pesar de la lengua común. Empedrado, Aguacate, Tejadillo, Aguiar. Y de pronto, una plaza. La de San Francisco, la del Cristo, la Vieja, la de la Catedral: todo revuelto en una enmarañada promiscuidad arquitectónica y humana que ubicaba almacenes de bacalao seco en los bajos alquilados de las más regias mansiones, y donde los baratillos y las tiendas de quincalla convivían tabique con tabique con grandes casas de abolengo.

Bajó por la calle del Obispo, abarrotada de gentes, voces y olores punzantes. Cruzó la de San Ignacio, subió la muy cotizada de O’Reilly, donde decían que los solares y los locales se pagaban a más de una onza de oro la vara. Vías angostas que formaban una cuadrícula casi perfecta y sobre las que flotaba un olor a mar y a café, a naranjas agrias y a sudor de mil pieles mezclado con pescado, salitre y jazmín. En todas sin excepción se respiraba una humedad pegajosa que casi podría cortarse con el filo de un cuchillo. Una algarabía enfebrecida llenaba el aire de gritos y carcajadas: de esquina a esquina, de carruaje a carruaje, de balcón a balcón.

Los toldos de los comercios —grandes retales de tela multicolor colgados de un flanco a otro— filtraban la luz inclemente con una sombra muy de agradecer. Serpenteando entre las calles paralelas y las perpendiculares, por todas partes tuvo que esquivar a viandantes de mil tonalidades; a niños, a perros y a porteadores, a mensajeros, a vendedores de frutas y cachivaches, y a los dependientes que salían cargados de los establecimientos para acercar el género a aquellos carruajes de ruedas altísimas que por allá llamaban volantas y quitrines, en los que aguardaban las señoras y las jovencitas que ni siquiera se molestaban en poner un pie en el suelo para hacer sus compras.

Después de tantear un par de casas de comercio que no acabaron de convencerle por razones de pura intuición, el tercer intento acabó fructificando en un caserón de la calle de los Oficios. Casa Bancaria Calafat, rezaba una placa de esmalte. El propio dueño, con su bigote mongol, pelo blanco y algodonoso, y una carga considerable de años a las espaldas, lo recibió tras una imponente mesa de caoba. A su espalda, un óleo del puerto de Palma de Mallorca rememoraba el ya lejano origen del apellido.

—Tengo la intención de depositar temporalmente un capital —fue su anuncio.

—No creo pecar de soberbio si le digo que difícilmente podría haber encontrado en toda la isla un sitio mejor que éste, amigo mío. Haga el favor de sentarse, si lo tiene a bien.

Discutieron sobre corretajes e intereses, cada uno presionando educadamente a su favor. Y una vez puestos de acuerdo, contaron los caudales. Después llegaron las firmas y el preludio de la despedida tras un trato en el que ambos ganaban algo y ninguno de los dos perdía.

—Ni que decir tiene, señor Larrea —apuntó el banquero al término de la transacción—, que quedo a su entera disposición para asesorarle sobre cualquier asunto local vinculado a los negocios a los que tenga la intención de dedicarse entre nosotros. —Su olfato le había anticipado que aquel individuo de pasaporte español que tenía hechuras de estibador portuario, un habla entre Lope de Vega y el biznieto de Moctezuma y el afilado tino negociador de un bucanero de la Jamaica, tal vez podría convertirse a la larga en un buen cliente fijo.

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