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Authors: María Dueñas

La Templanza (20 page)

BOOK: La Templanza
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Tampoco ellos ocultaron sus credenciales: un coronel de milicias, el dueño del renombrado restaurante francés Le Grand, un hacendado tabaquero, dos funcionarios españoles de alto ringorrango. Para su sorpresa, también estaba allí Porcio, el locuaz sastre italiano que le había hecho el traje de dril que había llevado puesto durante gran parte del día. Y, como anfitrión, Lorenzo Novás, el propietario.

A pesar del incuestionable valor de las piezas que les rodeaban, el lugar no era más que un almacén de paredes cenicientas. El mobiliario, en consonancia con esa realidad, consistía en una burda mesa de tablones de madera con dos bancos corridos enfrentados. El único avituallamiento lo componían un botellón de ron y unos cuantos vasos a medio llenar. Más un mazo de tabacos atados por una cinta de algodón rojo y un par de mecheros de yesca: cortesía de la casa, supuso.

—Bien, señores…

Novás, ceremonioso, golpeó la mesa con los nudillos en busca de atención. Las voces se aplacaron, todos estaban ya sentados.

—Antes de nada, quiero agradecerles que hayan confiado en mí para escuchar lo que tengo que ofrecerles en esta prometedora aventura. Dicho lo cual, permítanme que no perdamos más tiempo y comencemos por las cuestiones verdaderamente relevantes que todos los presentes estarán interesados en conocer. En primer lugar, quisiera anunciarles que ya está fondeado en el muelle de Regla el que será nuestro buque: un bergantín hecho en Baltimore, veloz y bien armado como casi todos los que salían de ese puerto antes de que los yanquis entraran en guerra. De los que navegan como los cisnes si soplan galenos favorables y se defienden corajudos si les vienen adversos, nada de una simple balandra de cabotaje o una vieja goleta de cuando el sitio de Pensacola: un excelente navío, se lo garantizo. Con cuatro cañones modernos y las bodegas rehechas en distintos sollados a fin de optimizar la estibación de la mercancía.

La audiencia asintió con sonidos quedos.

—Me complace comunicarles también —prosiguió— que ya tenemos capitán: un malagueño experimentado en este negocio, con contactos interesantes entre los agentes y factores de la zona. De total confianza, créanme; de los que empiezan a escasear en estos tiempos. Anda contratando ya a los oficiales y los técnicos: ya saben, los pilotos, un condestable, el cirujano. Y en breve se lanzará gallardete y el contramaestre irá haciéndose con gente para la marinería. Para este negocio, como bien conocerán los presentes, se suele contar con tripulaciones mixtas…

—Mucha canalla —soltó alguno entre dientes.

—Gente brava y veterana, de plena valía para lo que nos ocupa —zanjó el locero—. Para pretendientes de mis hijas no los quisiera yo tener cerca, pero para lo que ahora nos concierne, les sobra capacidad.

En tres o cuatro de los rostros se dibujaron algunas medias sonrisas sardónicas; el sastre italiano lanzó una pequeña carcajada que nadie imitó. El minero, entretanto, atendía con las muelas apretadas.

—Cuarenta hombres bragados, en cualquier caso —continuó Novás—, a los que se les pagarán ochenta pesos al mes más una gratificación de siete duros por pieza que llegue a puerto en condiciones satisfactorias, como es común. Y, por si las moscas, he encargado insistentemente al capitán que pongan especial celo en elegir al cocinero; teniéndolos bien alimentados, reducimos el riesgo de insubordinaciones.

—Quizá alguien les pueda ceder alguna de las exquisitas recetas del Le Grand —apostilló con supuesto buen humor el italiano otra vez.

Ninguno le rió la gracia, menos aún el dueño del negocio aludido. El locero, haciendo caso omiso, retomó la palabra:

—Se han encargado a un tonelero doscientas pipas para el agua; el resto del avituallamiento se irá comprando estos días: bocoyes de melaza y licores, barriles de tocino, sacos de papas, frijoles y arroz. La santabárbara irá cargada de pólvora hasta los topes, y un herrero está preparando todo lo necesario para… —Hizo una breve pausa, luego vino un carraspeo—. Para sostener el cargamento adecuadamente sujeto, ustedes me entienden.

Asintieron casi todos por tercera vez, con gestos y sonidos roncos.

—¿Para cuándo calcula que estén listos los preparativos? —se interesó el hostelero.

—Confiamos en que en tres semanas a más tardar. A fin también de evitar cualquier tipo de sospecha, el buque llevará habilitación para Puerto Rico, aunque después pondrán proa hacia el destino que todos conocemos. Al regreso, no obstante, la intención es no tocar fondo en La Habana: el desembarco se hará en una bahía despoblada próxima a algún ingenio donde ya hayamos pactado la acogida.

—No quiero precipitar acontecimientos, pero ¿ya está previsto el desembarco? —Ahora era uno de los españoles quien solicitaba más detalles.

—Por supuesto; se hará en canoas y los accionistas llegaremos por tierra en carruajes para proceder al reparto de lotes tan pronto tengamos noticia. Después, en función del estado en que quede el barco, decidiremos si le damos barreno y lo hacemos arder, o si lo recomponemos e intentamos revenderlo para otra operación.

Excesivas cautelas, pensó Mauro Larrea tras haber escuchado con atención extrema. Pero así era sin duda como se hacían las cosas en aquella isla. Muy distintas a México, desde luego, donde el control en ese tipo de asuntos clandestinos era infinitamente menos riguroso. Supuso que los largos tentáculos de la burocracia peninsular, amenazadores y siempre omnipresentes, requerían tales procedimientos.

—Respecto a la implicación de los socios —prosiguió Novás—, les recuerdo que el montante total de la empresa estará dividido en diez participaciones…

El cerebro de Mauro Larrea fue por delante cuadrando números. Por sí mismo, no llegaba. Le faltaba un pico. Un pico considerable.

—… de las cuales yo, como armador, tengo previsto quedarme con tres.

Los presentes asintieron a las palabras del locero con sordos gruñidos de aceptación, mientras él continuaba con sus conjeturas. Le faltaba un pico, cierto. Pero si Carola Gorostiza accediera…

—¿De qué plazos estamos hablando entre el principio y el fin de la expedición? —preguntó entonces el coronel.

—Entre tres y cuatro meses, aproximadamente.

Notó el pálpito del corazón. Un plazo similar al del congelador. Si Carola Gorostiza aceptara, tal vez podría conseguirlo. Era arriesgado, los ruines márgenes de Tadeo Carrús apretaban como fierros. Pero aun así. Con todo. Quizá.

—Dependerá de las condiciones de navegación, lógicamente —prosiguió Novás mientras el minero se obligaba a dejar de hacer castillos en el aire para escucharle—. Lo común es que cada trayecto no lleve más de cincuenta días, pero la duración definitiva estará sobre todo condicionada a si finalmente el aprovisionamiento se realiza en tierra firme o en plataformas flotantes cercanas a las costas. Todo depende de la existencia de mercancía en el momento; a veces hay suerte y se consiguen excelentes compras sin tocar siquiera tierra.

—¿A cómo?

—Dependerá de la oferta. Antes se lograban transacciones más rentables a cambio de unas cuantas pipas de aguardiente de caña, unas yardas de tejidos de colores o media docena de barriles de pólvora; incluso por un saco lleno de espejos y abalorios se podía conseguir algo interesante. Pero ahora ya no: los factores llevan con mano dura su negocio como intermediarios y no hay manera humana de comerciar sin ellos de por medio.

—¿Y cuántas…, cuántas piezas de mercancía se estima que arriben a puerto en un estado aceptable? —quiso saber el otro funcionario con su recio acento de la metrópoli.

—Presuponiendo la pérdida de un diez por ciento durante el viaje, calculamos que cerca de seiscientas cincuenta.

Para todo parecía tener el locero una respuesta contundente: no era ningún novato, sin duda, en aquellos cargamentos clandestinos.

—¿Y el rédito una vez aquí? —preguntó alguien más.

—Unos quinientos pesos de promedio por cada una de ellas.

Hubo un murmullo general, y no precisamente satisfactorio. Malditos usureros, pensó, ¿qué carajo querrán? Para él, sin duda, aquélla era una cantidad nada desestimable. Los engranajes de la cabeza comenzaron de nuevo a hacer operaciones matemáticas a toda velocidad.

El armador volvió a interrumpir sus pensamientos.

—En algunos casos se logrará más ganancia, claro está; el precio es variable como saben, en función de los años, la altura, el estado general. Por las que traen cría puede llegarse incluso a duplicar el precio.

Se le perdían algunos detalles, pero prefirió seguir atento y no intervenir hasta llegar al final.

—Y en otros casos, la ganancia será menor, normalmente por cuestiones de deterioro. Aunque hablamos siempre de piezas enteras, se sobreentiende.

Lógicamente. Nadie querría una ponchera desportillada o un angelote manco.

—Vivas, quiero decir.

Todos asintieron, él frunció el entrecejo. ¿Qué?

Piezas vivas, que necesitaban toneles de agua, que valían más o valían menos en función de su estado general, que corrían el riesgo de perecer durante la travesía, que podían llevar una criatura en las entrañas. Aquello no acababa de ajustarse a las existencias que desbordaban las estanterías de ese almacén.

A no ser… A no ser que no fueran exactamente caprichos de porcelana lo que la empresa que estaba armándose en aquel almacén tendría por objetivo y lo que el bergantín de Baltimore transportaría en su bodega.

Y entonces comprendió, y de la boca estuvo a punto de escapársele un aterrado Madre de Dios.

Aquellos hombres no hablaban de comerciar con figuras de pastores y angelitos. Se referían a cuerpos, a alientos.

Trata negrera en su más siniestra desnudez.

17

      

Aguardó al banquero lanzando miradas ansiosas tras el portón abierto de par en par. En los despachos de la planta baja tan sólo habían entrado hasta entonces un par de escribanos y tres jóvenes esclavas armadas con trapos y escobas.

Había pasado media noche en vela y, para mitigar los efectos del insomnio, en lo que iba de mañana llevaba tomadas tres tazas de café en La Dominica, el elegante establecimiento de la esquina de O’Reilly con los Mercaderes, apenas a unas cuadras del domicilio de Calafat.

Ya estaba empezando a mentar madres por la escasa afición de los habaneros ricos a levantarse temprano cuando, minutos después de las nueve y media, la estampa inconfundible del anciano por fin asomó al zaguán.

—¿Señor Calafat? —le llamó con voz potente mientras cruzaba la calle en tres zancadas.

No pareció sorprenderle su presencia.

—Gusto de verle de nuevo, amigo mío. Si viene a darme una respuesta afirmativa a mi proposición, no sabe lo que me alegro. Esta tarde zarpa el correo que lleva nuestros hombres a la Argentina y…

Cerró los puños, apretándolos. Se le iba. Se le iba ese negocio de las manos. Pero quizá otro se abría. O quizá no. O tal vez sí.

—De momento estoy aquí para una consulta rápida —dijo sin comprometerse.

—Todo suyo soy.

—No es nada complejo ni gravoso; tan sólo necesito información acerca de otro asunto. Como supongo que usted ya anticipará, son varias las opciones que estoy barajando.

Entraron al despacho, se sentaron otra vez en flancos opuestos de la gran mesa de caoba, en la fresca semipenumbra de las persianas medio cerradas.

—Dispare. Independientemente de que acabe o no asociándose con nosotros en el proyecto del barco congelador, de momento sigo siendo el curador de sus bienes y estoy, como le ofrecí, a su entera disposición.

No se anduvo por las ramas.

—¿Qué puede decirme de la trata?

Tampoco el banquero se enredó en sutilezas.

—Que es una actividad turbia.

El adjetivo quedó flotando en el aire. Turbia. Una actividad turbia, con todo lo que tal calificativo pudiera significar.

—Siga, por favor.

—No está proscrita por las leyes españolas que se aplican en las Antillas, aunque su abolición en teoría sí quedó convenida con los británicos, los primeros en suprimirla. Por esa razón, los buques ingleses vigilan con celo el cumplimiento de su ley en el Atlántico y el Caribe.

—Aun así, desde Cuba se sigue llevando a cabo.

—En magnitudes menores que antes, pero sí, tengo entendido que se mantiene. Sus días de gloria, si me permite la frase macabra, tuvieron lugar a principios de siglo. Pero todo el mundo sabe que a día de hoy la carrera africana se mantiene activa y que aún se sigue desembarcando a miles de infelices en estas costas.

—Cargamentos de ébano los llaman, ¿no?

—O de carbón.

—Y dígame, ¿quién la patrocina, normalmente?

—Gente como la que, por sus preguntas, Larrea, deduzco que usted ya ha conocido. Cualquiera con capacidad para armar un barco y financiar total o parcialmente una expedición. Comerciantes o dueños de negocios variopintos por lo general. A veces incluso algún oportunista que pretende jugarse la suerte en esa ruleta. En solitario o en compañía, de todo hay.

—¿Y los hacendados ricos del azúcar? ¿Los cafeteros, los tabaqueros? ¿No se meten en este negocio, cuando son ellos los principales beneficiados de la mano de obra africana?

—Los oligarcas azucareros, lo mismo que los otros, son cada vez más contrarios a la trata, por extraño que le suene. Pero no se deje engañar: no les mueve la compasión, sino el miedo. Tal como ya le comenté, el crecimiento de la población africana en la isla es extraordinario y, si siguen llegando barcos repletos, el riesgo de subversión aumentará proporcionalmente. Y ésa es su peor amenaza, créame. Así que han adoptado la postura más conveniente para ellos, que es mantenerse opuestos a la importación de brazo negro, pero sin querer ni oír hablar de la abolición de la esclavitud.

Con las cejas contraídas, se tomó unos segundos para digerir la información.

—Cualquiera puede dedicarse a ello, don Mauro. Usted o yo mismo podríamos convertirnos en armadores negreros con suma facilidad, si quisiéramos.

—Pero no queremos.

—Yo, desde luego, no tengo la más remota intención. Usted, no lo sé.

Con la objetividad propia de su oficio, sin tremendismo pero alejada de cualquier tono de falsa delicadeza compasiva, el viejo banquero añadió:

—Puede ser una empresa lucrativa, ciertamente. Pero también sucia. E inmoral.

¿Dónde carajo estás ahora, Andrade, dónde están tus reproches? Estoy andando descalzo sobre el borde de un asunto tan siniestro como un cuchillo recién afilado, y no oigo ni una palabra de ti. ¿No tienes nada que decirme, hermano? ¿No tienes ninguna queja, ninguna recriminación? Su conciencia interpelaba a su apoderado mientras Calafat le acompañaba a la puerta.

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