Authors: María Dueñas
Para usted para siempre sus asuntos, señora mía. Lejos de mí la intención de inmiscuirme en sus problemas conyugales, pensó. Lo único que necesito ahora mismo, Carola Gorostiza, es su dinero. Su esposo, sus enredos y trajines me son del todo ajenos y así prefiero que sigan.
—Yo puedo invertirlo por usted sin que ni él ni nadie lo sospeche —fue en cambio lo que su voz le lanzó—. Multiplicarlo.
A ella se le quedó una sonrisa de piedra en los labios. Una sonrisa sin sangre, la fachada de una reacción de estupor.
—Le propongo unir su capital al mío, implicarme yo por los dos —aclaró Mauro Larrea sin darle tiempo a intervenir—. A su debido tiempo valoraré el negocio del que usted prefiere no hablarme de momento, pero de antemano le digo que yo mismo tengo otro a la vista también. Sólido y solvente. Garantizado.
—Eso que me propone es algo sumamente arriesgado, apenas le conozco… —susurró.
Acompañó su desconcierto con el agitar brioso de otro espléndido abanico de plumas de marabú. En tono coral intenso, parejo al color del vestido. A la velocidad de un rayo, sin embargo, pareció recomponerse y su sonrisa pétrea recobró vida, reanudando saludos a diestro y siniestro en la distancia.
Él continuó insistiendo, insensible al esforzado afán de ella por disimular ante el resto de los invitados. Firme, convencido. Aquélla era su única baza. Y aquél, el mejor momento para jugarla.
—Me dan un plazo de unos tres meses para comenzar a obtener rentabilidades, la inversión se incrementará con creces y yo le garantizo entretanto confidencialidad absoluta. Creo que ya le he demostrado que puede contar con mi honradez: si quisiera aprovecharme de usted y quedarme con lo que es suyo, ya lo habría hecho, oportunidades no me han faltado desde que su hermano me encargó hacerle llegar su dinero. Tan sólo le estoy proponiendo moverlo anónimamente para hacerlo crecer junto a mis capitales. Ambos ganaremos con ello, no lo dude.
Te vi poner la pistola encima de la mesa frente a militares bragados en cien batallas para negociar a cara de perro el precio de las conductas de plata. Te vi echar pulsos feroces hasta con el mismo diablo por hacerte con la concesión de un pozo en el que tenías puesto el ojo; te vi emborrachar a tus adversarios en una casa de putas para sacarles información sobre el rumbo de una veta cargada de mineral. Pero jamás imaginé que llegarías a acorralar así a una mujer para hacerte con su dinero, cabrón. La voz de Andrade le martilleaba de nuevo en la conciencia con la misma tenacidad con la que él mismo había machacado las paredes de las minas en su día. Con fuerza bruta, con furia. Los largos años que pasaron juntos le habían enseñado a anticipar las reacciones de su apoderado y ahora, como un lastre, le impedían librarse de él en el pensamiento.
No me estoy aprovechando de nadie, hermano, le rebatió mentalmente mientras Carola Gorostiza se mordía un extremo del labio inferior en un esfuerzo por asumir su propuesta. No estoy seduciendo a una tierna paloma como Fausta Calleja; esta mujer no es una mansa cordera a la que un hombre engaña para llevársela al catre o robarle el corazón. Sabe lo que quiere, lo que le interesa. Y, en todo caso, recuerda que fue ella la que intentó en un principio obtener algo de mí.
Y el marido, ¿qué vas a hacer con el marido, insensato?, persistió el fantasma de Andrade. ¿Qué pasará si ese caimán de Zayas se entera de los tejemanejes que te traes con su mujer? Ya lo pensaré cuando llegue la ocasión. De momento, lárgate, por tus muertos te lo pido. Sal de mi cabeza de una puñetera vez.
—Considérelo despacio. Participan socios de todo crédito —insistió acercándosele al oído y convirtiendo la voz en un bronco susurro—. Confíe en mí.
A la vez que separaba la boca del rostro de ella, movido por un intuitivo sentido de precaución, volteó la vista hacia la entrada. Sosteniendo el cortinón de terciopelo, en ese momento preciso, vio a Gustavo Zayas cruzar el umbral. Con un veguero en la boca, el porte erguido y una sombra de algo indescifrable en el rostro. Algo difícil de precisar, entre la turbiedad y la melancolía.
Las miradas de los dos hombres no llegaron a encararse, pero sí friccionaron. De una forma mínima, casi imperceptible, pero evidente para ambos. Como dos quitrines que circularan en sentido contrario por cualquier calle estrecha de La Habana; como dos seres que pretendieran cruzar a la vez una misma puerta. De costado, tangencialmente. Después, como candelas, ambos las retiraron al instante.
Para entonces, la sala se había llenado hasta rebosar y Carola Gorostiza había desaparecido de su lado. Los cuerpos entrechocaban entre sí sin atisbo de recato: se restregaban hombros con espaldas, costados con riñones y bustos femeninos con brazos masculinos en una maraña humana que a nadie parecía resultar incómoda y en la que resultaba difícil distinguir quién estaba inmerso con quién en qué grupo, en qué conversación, en qué último chisme social. En medio de tal espesura, quizá Gustavo Zayas no hubiera percibido que su mujer y aquel desconocido acababan de mantener un diálogo privado, ajeno al resto de los invitados. O quizá sí.
Mauro Larrea no se quedó a la segunda parte de la función: dejó que le sirvieran una última copa, fue cediendo el paso a todo el mundo y, mientras se reconcomía por no haber conseguido arrancar un sí decisivo a la hermana de su futuro consuegro, se dedicó a contemplar las láminas que colgaban de las paredes: escenas a plumilla de donjuanes y bufones, barítonos dramáticos y doncellas desmayadas con sus largas melenas enredadas entre las lágrimas de algún joven galán.
Cuando intuyó que todo el mundo había ocupado de nuevo sus asientos; cuando tuvo la certeza de que la legendaria araña del Tacón había apagado sus luces y el silencio había envuelto el teatro como un grandioso pañuelo, bajó con trote amortiguado las escaleras de mármol, salió a la noche del trópico y se evaporó.
16
A lo largo de la mañana recorrió arriba y abajo y abajo y arriba la calle de la Obrapía. Acompañado por Santos Huesos, para que fuera de avanzadilla.
—Ándale, entra y dime qué ves —le ordenó. Era la cuarta vez que pasaban frente al almacén de loza.
—Con alguna razón habré de entrar, patrón, pienso yo —respondió el chichimeca con su pausada cautela de siempre.
—Compra cualquier cosa —dijo echándose la mano al bolsillo y entregándole un puñado de pesos—. Un azucarero, un aguamanil, lo que se te ocurra. Lo importante es que me digas qué hay dentro. Y, sobre todo, quién.
El criado deslizó su figura sigilosa a través de la puerta acristalada. Sobre ésta, un cartel: Casa Novás, Locería Propia y de Importación. A su izquierda, una vidriera dividida en estantes mostraba diversos objetos de loza corriente. Pilas de platos, una gran sopera, jofainas de varios tamaños, la imagen de un Sagrado Corazón de Jesús. Nada de relevancia: cerámica corriente, de la que cualquier cristiano con casa propia sacaba a la mesa todos los días del año.
Santos Huesos tardó un rato en salir, en la mano llevaba un pequeño bulto envuelto en una hoja atrasada del
Diario de La Marina.
Él le esperaba en la esquina con la calle del Aguacate.
—¿Quihubo, muchacho? —preguntó con la vieja familiaridad de siempre mientras juntos echaban a andar: un don Quijote sin barba ni rocín y algo más joven que el original, y un flaco Sancho Panza de piel bronce, moviéndose ambos con cautela por un territorio del todo ajeno a los dos.
—Cuatro empleados y un señor que podría ser el dueño.
—¿Edad?
—Yo diría que de la de don Elías Andrade, más o menos.
—¿Los cincuenta y tantos?
—Algo así me pareció.
—¿Lo oíste hablar?
—No lo logré, patrón; nomás tenía la cabeza gacha sobre unos libros de cuentas. Para mí que no alzó la vista ni una sola vez en todo el tiempo que estuve dentro.
Seguían ambos caminando entre las docenas de cuerpos en movimiento que plagaban las calles, bajo los toldos coloridos que filtraban el sol.
—¿Y vestido, cómo iba vestido?
—Pues bien, como un señor.
—¿Como yo?
A primera hora de aquella misma mañana había recibido uno de los trajes del sastre italiano. Agradeciendo su ligereza y su frescura sobre la piel, se lo puso de inmediato. Antes de salir, doña Caridad le había lanzado otra de sus intensas miradas apreciativas. Bueno está, pues, pensó.
—Más bien sí, vestido así como usted, que ya va medio aviado como un pinche habanero. Lástima que no puedan verle la niña Mariana y el niño Nicolás.
No frenaron el paso mientras él se quitaba el sombrero y propinaba un golpe contundente pero inocuo sobre la cabeza del indio.
—Una sola palabra a la vuelta y te corto los huevos y luego me los sirvo rancheros en el desayuno. ¿Qué más?
—Los empleados llevaban una especie de gabán gris, todos iguales, abrochado de arriba abajo.
—¿Eran blancos o negros?
—Blanquitos tal que una pared.
—¿Y la clientela?
—No mucha, pero tardaban en despacharla porque sólo uno de los dependientes se dedicaba a atenderla.
—¿Y el resto?
—Llenaban cajones y preparaban paquetes. Pedidos serían, digo yo, para entregarlos después de casa en casa.
—¿Y en los estantes? ¿Y en las vitrinas?
—Loza y más loza.
—¿De la buena, como la que teníamos en San Felipe Neri? ¿O de la corriente, como la de Real de Catorce, antes de marcharnos a la capital?
—Pues yo más bien diría que así como ninguna de las dos.
—Aclárate.
—Ni tan lujosa como la primera ni tan humilde como la segunda. Más bien como la que ahora se saca a la mesa en casa de doña Caridad.
Tal cual se mostraba en el escaparate, concluyó. Y volvió a quemarle la duda. ¿Qué tipo de negocio ventajoso podría salir de ese anodino establecimiento? ¿Pretendía la mexicana que se hermanase comercialmente con un vendedor de floreros y orinales; que se hiciera socio de un añoso tendero, por si pronto le dieran cajón y flores, y él pudiera heredarle? ¿Y a cuento de qué citarlo a las once de la noche, cuando en toda La Habana arrancaban las francachelas, se desenfundaban las barajas de naipes y los músicos afinaban sus instrumentos a punto de empezar los bailes y los saraos?
Una docena de horas hubo de esperar para hallar respuesta. Hasta que veinte minutos antes de las once volvió a abandonar el hospedaje, de nuevo vestido de oscuro con sus ropas de siempre. Las calles seguían agitadas a pesar de estar ya próxima la medianoche; hubo de echarse varias veces a los costados para impedir que lo atropellara alguna de aquellas extravagantes volantas descubiertas que cruzaban la noche antillana transportando rumbo al deleite a los señores más distinguidos y a hermosas habaneras de ojos oscuros y hombros al aire, con la risa despreocupada y la melena suelta llena de flores. Algunas le miraron con descaro, una le hizo un gesto con el abanico, otra le sonrió. Yanqui cabrón, farfulló retornando la memoria al origen de todo su descalabro. Al menos, mentando al muerto, tenía un agujero en el que volcar su incertidumbre.
Santos Huesos volvió a acompañarle, pero esta vez se quedó fuera. No te muevas de la entrada, ¿entendido?, le dijo por el camino. A la orden, patrón. Le aguardaré nomás. Hasta el alba si fuera menester.
Pasaban dos minutos de las once cuando empujó la puerta.
El comercio estaba oscuro y aparentemente vacío, aunque desde algún lugar muy al fondo llegaba un reflejo de luz y el sonido medio apagado de conversaciones.
—Sus naturales, mi amito.
Su primera reacción fue echar mano a la pistola que por pura precaución llevaba ensamblada al cinto. Pero el tono poco hostil de su interlocutor, probablemente un simple esclavo, lo tranquilizó.
—O dígame tan sólo de parte de quién viene.
—De Samuel —recordó.
—Adelante entonces; está en su casa, su merced.
Antes de dar con el lugar del encuentro hubo de atravesar un ancho pasillo lleno de cajones de madera burda y de montones de paja arrumbados contra las paredes; intuyó que serían enseres de embalaje. Después llegó a un patio y, en su extremo, vio un par de portones entreabiertos.
—Buenas noches nos dé Dios, señores —saludó sobrio al cruzar el umbral.
—Buenas noches tenga usted —respondieron casi al unísono los presentes.
Con los cinco sentidos alerta, barrió la estancia.
La vista, en primer lugar, le sirvió para percibir que los estantes de aquella otra zona de la locería se hallaban repletos de lo que sin duda era el grueso verdadero del negocio, más allá de la fachada de palanganas, violeteros baratos y vulgares figuritas de santos milagreros. Apreciando de inmediato la calidad del género, vislumbró docenas de sofisticadas piezas de porcelana fina procedentes de medio mundo. Estatuillas de Derby y Staffordshire desviadas de su destino a la Jamaica inglesa, cervatillos y escenas pastoriles de porcelana de Meissen, muñecas de biscuit, bustos de emperadores romanos, piezas de mayólica; hasta tibores, biombos y figuras cantonesas traídas desde Oriente a través de Manila saltándose a la torera los férreos controles aduaneros establecidos por la Corona entre sus últimas colonias.
El olfato, a continuación, le dijo que aquello apestaba a contrabando.
El oído le indicó después que las voces de los convocados —todos con aspecto bien decente y respetable— habían cesado de forma abrupta, a la espera de que el recién llegado se presentase.
El tacto, por su parte, le sugirió acto seguido que más le valdría retirar los dedos de la culata de su revólver, conseguido por cierto años antes a través de un traficante de armas del Mississippi por medios no mucho más limpios que los que allí parecían traerse entre manos.
Y el gusto le ordenó por último que se tragara de inmediato aquella bola de cautela con sabor a suspicacia que llevaba todo el día masticando.
Contrabando de piezas decorativas de lujo: ése es el negocio en el que la señora de Zayas me quiere meter, resolvió. No atenta en demasía contra mis escrúpulos, ciertamente, ni parece algo turbio o vergonzante en exceso. Con tantos socios de por medio, no obstante, dudo de que el beneficio acabe generando un gran caudal. En todo esto iba pensando mientras tendía la mano y saludaba uno a uno a los siete hombres presentes. Mauro Larrea, a sus órdenes; Mauro Larrea, a su disposición. Ningún sentido tenía esconder su nombre: a cualquiera de ellos le habría sido harto sencillo indagar a la mañana siguiente sobre él.