La Templanza (22 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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—No, señor, no lo es; en eso tiene usted más razón que un santo. Pero aprovechando que me honra con seguir sentado a mi mesa, permítame que le robe un ratico.

Hizo una pausa un tanto teatral y a sus labios añosos acudió una sonrisa tan beatífica como falsa.

—Para que no sólo yo sepa algunas cosas de usted, sino también usted de mí —agregó.

Váyase al cuerno, pudo haberle dicho previendo una encerrona. Pero no se movió.

—Cuarterona soy —prosiguió ella—. De Guanajay, hija de un canario de La Gomera y de una esclava del ingenio de San Rafael. Cuarterona significa que tengo un cuarto de sangre negra, o sea, que mi papá era blanco y mi mamá mulata. Una hermosa mulatica, mi mamita, la hija de una negrita bozal recién traída de Gallinas, preñada a los trece años por el amo de la casa, de cincuenta y dos. La agarró por la cintura mientras la niña tumbaba la caña; la levantó como una pluma, de flaquita que estaba. Ocho meses después, le nació mi mamá. Y como los amos no tenían descendencia y la señora estaba más seca por dentro que una escoba de palmiche, decidió quedársela como quien se queda una muñeca de cartón. A la negrita madre, a mi abuela, para que no le agarrara cariño a la beba, se la llevaron a otra propiedad. Y allá, sin poder ver crecer a su hija, ella se volvió cada día más brava, y a los dieciséis terminó yéndose para la manigua. ¿Usted sabe qué les pasa a los esclavos que se van para la manigua, señor Larrea?

—Mentiría si le dijera que sí.

Tampoco tenía conciencia de que por las venas de doña Caridad, con una piel del mismo color que la suya, corriera un rastro de sangre africana. Aunque, ahora que la miraba detenidamente, quizá había algo que podría haberle dado una pista. La textura del cabello. La anchura de la nariz.

Por lo demás, sin moverse de su sitio y desprovisto ya de platos y cubiertos, Mauro Larrea siguió escuchando a la dueña del hospedaje aparentando indiferencia.

—Pues para los cimarrones suele haber tres salidas. Cimarrones, disculpe, por si tampoco lo sabe, son los esclavos que se atreven a escapar de sus amos y de las dieciséis horas diarias de labor que les imponen a cambio de unos cuantos plátanos, un poco de yuca y unos pedazos de carne seca. ¿Quiere saber cuáles son esas salidas, señor mío?

—Ilústreme si gusta, cómo no.

—La mejor para ellos es conseguir llegar hasta La Habana o a otro puerto y arreglárselas en los muelles para embarcarse hacia cualquier país americano emancipado y poder vivir en libertad. La segunda es que los agarren y los sometan a los castigos habituales: un mes de cepo en el rincón más oscuro de un barracón; un bocabajo a base de latigazos hasta hacerles perder el sentido…

—¿Y la tercera?

—Que los maten los perros a dentelladas. Perros de presa amaestrados para encontrar a negros y mulatos huidos en la manigua y, normalmente, darles fin. ¿Quiere saber con cuál de las tres suertes se acabó topando mi abuela?

—Por favor.

—A mí también me gustaría enterarme. Pero nunca se supo. Nunca jamás.

En torno al mantel seguían tan sólo ellos dos. Doña Caridad en la cabecera y él en un flanco, de espaldas a las cortinas blancas que tamizaban la luz y les separaban del patio. Pasaron unos largos instantes de quietud; apenas se oían ruidos. Las muchachas andarían fregando la loza, los huéspedes dormitando la siesta entre lianas y buganvillas.

—La moraleja de la historia, doña Caridad, ¿me la va a contar usted ahora, o la tengo que sacar yo solo?

—¿Quién habló de moraleja, don Mauro? —replicó ella con un tono levemente burlón.

Tal vez habría sido un buen momento para mandarla al carajo. Pero la dueña de la casa se le adelantó.

—Era tan sólo un episodio que yo le quería relatar, un ejemplo de tantos. Para que sepa cómo viven los esclavos de fuera de la capital: los de las haciendas, los ingenios, los cafetales y las vegas de tabaco. Los que usted no ve.

—Pues ya lo ha hecho, agradecido quedo. ¿Le importa si me recojo ahora en mi cuarto, o tiene alguna otra lección moral que regalarme?

—¿No desea antes que le sirvan aquí mismitico el café?

A pesar de su aparente aplomo, agarrado a algún punto de los intestinos notaba un pellizco de incomodidad. Mejor quitarse de en medio.

—Prefiero retirarme, si me disculpa —dijo levantándose al fin—. Tanto café está empezando a sentarme regular.

Estaba ya en pie, con una mano apoyada en la espalda de la silla, cuando volvió a mirarla. Ni era joven ni era hermosa, aunque quizá lo fue algún día. A esas alturas, superados los cincuenta, tenía la cintura ancha, ojeras profundas como noches de lobos, y la piel a los lados de la cara se le estaba empezando a descolgar. Pero se la veía vivida, cuajada, con la sabiduría natural que dan largos años de tratar con gente de la ralea más diversa. Desde que hacía dos décadas transformara la mansión que le dejó su viejo amante en una casa para huéspedes selectos, Caridad Cervera ya estaba más que acostumbrada a contender de tú a tú hasta con el lucero del alba.

Sin pensarlo siquiera, Mauro Larrea se volvió a sentar.

—Puesto que tanto conoce de mí y tan dispuesta parece estar a instruirme sobre la cara oscura de mis asuntos, quizá también podría usted ayudarme a arrojar algo de luz sobre otra cuestión.

—Lo que esté en mi mano, cómo no.

—Don Gustavo Zayas y su mujer.

Hizo un gesto irónico con la comisura de la boca.

—¿Quién le interesa más, él o ella?

—Indistintamente.

La risa fue silenciosa, mullida.

—No me engañe, don Mauro.

—Lejos de mí tal intención.

—En caso de ser su objetivo el marido, no habría aprovechado esta mañana el momento en que salió de su casa para colarse dentro y hacer por ver a su esposa.

Fue entonces ella la que se levantó y se acercó renqueando hasta un aparador cercano. Pinche chismosa, pensó contemplándola. Apenas habían pasado unas cuantas horas desde que se atrevió a entrar en casa de los Zayas, y ya se había enterado: su red de contactos debía de ser mayúscula, expandida por todas las esquinas de la ciudad.

Regresó a la mesa con un par de pequeñas copas y una damajuana de aguardiente, volvió a sentarse.

—Sirva, por favor. Cortesía de la casa.

La obedeció, llenando ambas copas. Una para ella, otra para él.

—Conozco a la pareja —dijo al cabo—. Todo el mundo se conoce en La Habana. De vista tan sólo, ni siquiera de saludo los trato; no somos amistades de cumplimiento. Pero sí, sé quiénes son.

—Cuénteme entonces.

—Un matrimonio como tantos otros. Con sus vaivenes y sus enredos. Lo común.

Bebió un trago diminuto de aguardiente y él la imitó con otro mayor. Después esperó a que siguiera, convencido de que ella no iba a quedarse en aquellas vaguedades.

—No han tenido descendencia.

—Eso ya lo sé.

—Pero sí fama.

—Y ¿de qué, exactamente, si se puede saber?

—Ella de exigente y de gastosa: de tener un agujero en cada mano, no hay más que verla. Si puede o no por familia, eso no lo sé.

Él sí lo sabía. De sobra. Pero se cuidó de compartirlo.

—¿Y él?

—Él tiene reputación de haber sido siempre un tanto inestable en sus empresas y capitales, aunque eso tampoco es nada infrecuente por acá. Lo mismo han venido peninsulares con una mano delante y otra detrás y han levantado emporios en cinco años que otros potentados de grandes apellidos criollos han caído al barro y se han empobrecido en un amén.

Cinco años para enriquecerse, una eternidad. Pero él no necesitaba levantar un emporio, como bien le recalcó Andrade al despedirse en Veracruz. Tan sólo precisaba reunir el montante necesario para sacar la cabeza del fango y comenzar a respirar.

En cualquier caso, estaban hablando de la pareja, mejor no desviarse.

—Y dígame, doña Caridad, ¿en qué situación financiera se encuentran en estos momentos?

Ella volvió a medio sonreír con ironía.

—¿En duros contantes? Hasta ahí no llegan mis conocimientos, señor mío. Tan sólo sé de ellos lo que oigo y veo en la calle, y lo que me cuentan mis comadres cuando vienen de visita. Ambos se mueven por los mejores salones, como usted mismo bien sabe; él con porte de señor notable y ella vestida vistosamente por la carísima mademoiselle Minett. Y siempre con su bichón.

—¿Perdone?

—La bichón, la perrica fina que lleva con ella.

—Ya.

—Aunque hay ciertos asuntos vinculados últimamente con los señores Zayas que son de todos conocidos y por eso creo que, si le pongo a usted al tanto de ellos, no voy a contar nada comprometido…

Volvió a llevarse la copa a la boca, dio otro pequeño trago.

—Porque, en realidad, no se trata más que de uno de tantos episodios de esta isla impredecible en la que todo cambia según soplen los vientos. ¿Me entiende usted, don Mauro?

—Por supuesto, señora mía.

Doña Caridad hizo un gesto cómplice. Bien estaba así.

—Heredaron no hace mucho. Unas propiedades, según cuentan.

Nueva pausa.

—En Andalucía. O eso oí.

Harto de recibir la información a miguitas, optó por servirse otra copa.

—Y ¿de quién heredaron, si puede saberse?

—Tuvieron por acá un tiempo a un huésped. Un primo de él.

—¿Un español?

—Un españolito, más bien. Por su tamaño lo digo. Un hombre chiquito, enclenque, con aspecto casi de niño. Don Luisito, empezaron a llamarle por La Habana. No había baile ni cena ni tertulia ni función a la que faltaran los tres durante una temporada. Aunque según contaban, porque yo no lo vi…

Un nuevo traguito de aguardiente la interrumpió.

—Según contaban, decía, porque yo no fui testigo —prosiguió—, era ella sobre todo la que se deshacía con el primo. Le reía las bromas a carcajadas, le soplaba cuchicheos al oído, lo llevaba arriba y abajo en su quitrín cada vez que el marido tenía algún asunto que atender. Hasta hubo alguna que otra habladuría: que si entre ellos había más cercanía de la cuenta, que si ella entraba y salía a su gusto de su habitación. Esas cosas que se cuentan sin saber, ya sabe usted, don Mauro. Por el mero gusto de chismear. Y lo mismo, claro está, se hablaba de ella que se hablaba de él.

Interesante, pensó. Interesante saber qué habladurías corrían por La Habana acerca de la mujer que seguía negándose a tenderle una mano. Echó un ojo al reloj de pared con disimulo. Las cuatro y cuarto de la tarde. Y sin saber de ella. Todavía es pronto, se dijo. No desesperes. No aún.

—Y… ¿qué era exactamente lo que se decía de él?

El aguardiente parecía haber calentado la lengua de doña Caridad; ahora hablaba más suelta, con menos interrupciones y menos esfuerzo por dosificar la información. Aunque lo mismo no era el aguardiente lo que la animaba, sino su mero regodeo en los asuntos ajenos.

—Que si el primo vino a arreglar cuentas de familia pendientes. Que si don Gustavo estuvo envuelto en asuntos feos y por eso hubo de marcharse de la Península años atrás. Que si anduvo de joven en amores con una mujer, que si ella se fue con otro. Que si él siempre guardó el ansia de volver a la tierra que dejó. Invenciones de la gente en gran medida, supongo, ¿no le parece?

—Supongo que supone bien —reconoció él. Lo que contaba parecía el libreto de una opereta digna del teatro Tacón.

—Hasta que el primo dejó de verse en los paseos y las reuniones sociales y, al cabo de unas semanas, corrió la noticia de su muerte. En el cafetal que tienen en la provincia de Las Villas, dicen que fue.

—Y entonces ellos heredaron de él unas cuantas propiedades.

—Exactamente.

—¿Y capital?

—No me consta. Pero a partir del día en que lo enterraron, ella habla como cotorra de las grandes haciendas que poseen en España. Inmuebles señoriales, dice. Y una plantación de uvas.

—¿Una viña?

Doña Caridad encogió los hombros.

—Así será como puede que las llamen; mucho me temo que yo no estoy al tanto del nombre que tienen esas cosas en la madre patria. En cualquier caso, y por rematar la cuestión…

Una de las esclavas entró en ese momento a la carrera con algo para su ama y a Mauro Larrea se le tensó el espinazo. Parecía un papel doblado, quizá contenía el mensaje de la Gorostiza que él ansiaba con todas sus fuerzas. Acepto aliarme con usted, vuele a casa de Calafat, dígale que sí. Habría dado los dedos que le quedaban intactos en la mano izquierda porque ésa hubiera sido la respuesta. Pero no lo fue.

—Mucho me temo, señor Larrea, que tendremos que dejar aquí nuestra grata conversación —dijo levantándose—. Me reclama cierto asunto familiar, mi sobrina se puso de parto en Regla, y para allá he de ir.

Él la imitó.

—Por supuesto, no quiero hacerla perder un segundo.

Estaban a punto de retirarse en direcciones contrarias cada uno hacia su cuarto cuando ella se volvió.

—¿Quiere un consejo, don Mauro?

—Viniendo de usted, los que hagan falta —contestó sin que se le notara la sorna.

—Deposite en otra sus afectos. No le conviene esa mujer.

A duras penas contuvo una agria carcajada. Sus afectos, decía. Sus afectos. Por Dios.

Pasó la tarde encerrado en su cuarto, a la espera. En mangas de camisa, con las persianas tan cerradas que apenas se filtraban unos rayos de luz. Primero escribió a Mariana, arrancó preguntándole por Nico. Tiende puentes, hija; tú tienes contactos que van y vienen entre las dos orillas. Averigua, haz por saber de él. A continuación trazó un amplio retrato de La Habana y los habaneros; de sus calles, sus comercios, sus sabores. Todas esas imágenes quedaron plasmadas en tinta sobre papel mientras para sí se guardaba aquello que lo perturbaba y aturdía; lo que fustigaba su entereza, le volcaba el estómago y hacía tambalear los pilares de su moral. En algún momento, recordando a su hija embarazada, por la mente se le cruzó la imagen de la negrita de trece años preñada por el amo. Se la sacó a zarpazos, siguió adelante.

Al terminar la extensa misiva miró la hora. Las seis menos cinco. Y nada sabía aún de la Gorostiza.

Después comenzó a redactar otra carta para su apoderado. En principio iba a ser mucho más breve: apenas cuatro o cinco impresiones generales y la exposición de los dos asuntos que de momento concentraban su atención. Uno limpio y otro sucio. Uno seguro y otro riesgoso. Pero las palabras se le atascaban: no sabía cómo narrar lo que quería decir sin escribir letra a letra los términos que se negaba a usar. Indecencia. Vergüenza. Inhumanidad. Logró llenar un par de pliegos llenos de borrones y tachaduras. A la postre, desistió. Con un mechero de yesca prendió los papeles a medio garabatear y después añadió una nota en el final de la larga carta dirigida a Mariana. Habla con Elías, ponle al tanto, dile que todo está bien.

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