Authors: María Dueñas
Por suerte para ambos, sacó beneficios más que medianos y correspondió con lo pactado en consecuencia. Siete partes de mineral para el prestamista, tres para sí. Después vino otro empeño con visos optimistas, y otra vez usó el dinero de Tadeo Carrús. Cinco y cinco, se aventuró a proponerle. Vayamos a partes iguales esta vez. Tú arriesgas el dinero y yo el trabajo. Y mi olfato. Y mi vida. El prestamista se carcajeó. ¿Acaso te volviste loco, muchacho? Siete y tres, o no hay pacto. Volvieron a dar con tiros generosos, una vez más hubo bonanza. Y el reparto volvió a ser aparatosamente desnivelado.
Para el siguiente asalto, sin embargo, Mauro Larrea se sentó a hacer cuentas y comprobó que ya no necesitaba apoyo de nadie; que él solo se valía. Así se lo hizo saber en el mismo tendajón frente a dos nuevos vasos de pulque. Pero Carrús no encajó el despego de buen grado. O te hundes tú solo, cabrón, o yo me encargo de ello. El acoso fue feroz. Hubo amenazas, recelos, ruindades, obstrucciones. Corrió la sangre entre los partidarios de uno y otro, le asediaron, le bloquearon. Les troncharon las patas a sus mulas, le intentaron robar el hierro y el azogue. Más de una vez le pusieron un puñal en el cuello, una tarde de lluvia sintió el roce de un cañón en la nuca. Cielo y tierra removió el codicioso comerciante para hacerlo fracasar. No lo consiguió.
Diecisiete años llevaba sin verle. Y ahora, en vez del fanfarrón de escrúpulos rastreros y torso corpulento al que se aventuró a plantar cara, encontró a un esqueleto andante, con las costillas abultadas sobresaliéndole obscenas del tronco, piel amarilla como la manteca rancia y un tufo hediondo en el aliento capaz de percibirse a cinco pasos.
—Siéntate por donde puedas —ordenó Carrús mientras se dejaba caer a plomo tras la mesa.
—No es necesario, voy a ser breve.
—Siéntate, carajo —insistió con la voz asfixiada. El pecho le sonaba como una flauta de dos agujeros—. Si cabalgaste la noche entera, bien puedes dedicarme un cuarto de hora antes de volver.
Accedió ocupando una estrecha silla de palo, sin reclinar la espalda ni mostrar el más mínimo signo de comodidad.
—Necesito dinero.
El usurero pareció querer reír, pero las flemas no lo dejaron. El amago se tornó en un crudo ataque de tos.
—¿Otra vez quieres que seamos socios, como en los viejos tiempos?
—Tú y yo nunca fuimos socios; tan sólo metiste tu plata en mis proyectos en busca de magros rendimientos. Eso es lo que pretendo que hagas ahora otra vez, más o menos. Y como me sigues teniendo ganas, sé que no vas a decirme que no.
En el rostro ajado del viejo se dibujó un gesto cínico.
—Me dijeron que progresaste a lo grande, gachupín.
—Tú conoces el negocio igual que yo —replicó en tono neutro—. Se sube y se baja.
—Se sube y se baja… —musitó el prestamista irónico. Después dejó un hueco en el que sólo se oyeron los silbidos entrecortados de su respiración—. Se sube y se baja... —repitió.
Por una rendija de la contraventana se coló un trozo de mañana tempranera. La luz perfiló los contornos y acrecentó la decadencia del escenario.
Esta vez no hubo falsas risas.
—¿Y a cuenta de qué quieres que te dé ese capital?
—De la cédula de propiedad de mi casa.
A la vez que hablaba, Mauro Larrea se llevó la mano al pecho. Extrajo los pliegos de papel de entre las ropas, los dejó sobre la mesa.
El saco de huesos en que se había convertido Tadeo Carrús alzó el esternón con un soplido afilado, como si quisiera ilusamente armarse de energía.
—En la cuerda floja debes de andar, cabrón, si estás dispuesto a malbaratar la mejor de tus propiedades de esta manera. Conozco de sobra lo que vale el viejo palacio de don Pedro Romero de Terreros, el pinche conde de Regla. Aunque tú no lo sepas, te seguí el rastro a lo largo de los años.
Lo intuía, pero no quiso darle el placer de confirmarlo. Prefirió dejarle continuar.
—Sé dónde vives y con quién te mueves; estoy al tanto de por dónde anduviste invirtiendo; sé que matrimoniaste a tu Marianita bien decentemente y sé que andas ahora amañando otro casamiento para tu chamaco.
—Tengo prisa —zanjó contundente. No quería oírle mencionar a sus hijos, ni tampoco saber si el viejo tenía sospecha de su descalabrado empeño final.
—¿Para qué tanta premura, si puede saberse?
—He de irme.
—¿Adónde?
Como si yo lo supiera, se dijo con sarcasmo.
—Eso no es asunto tuyo —fue, en cambio, lo que respondió.
Tadeo Carrús sonrió con boca carroñera.
—Todo tú eres ahora asunto mío. ¿Para qué viniste, si no?
—Necesito la cantidad que consta en la escritura. Si no te la devuelvo en los plazos que establezcamos, te quedas con la casa. Íntegra.
—¿Y si regresas con la plata?
—Te devolveré el préstamo completo, además del interés que hoy acordemos.
—La mitad del montante suele ser lo que pido a mis clientes, pero contigo estoy dispuesto a hacerlo de forma distinta.
—¿Cuánto?
—El ciento por ciento, por ser tú.
Cicatero y miserable como desde el día en que su pobre madre lo echó al mundo, rumió. ¿Qué esperabas, compadre, que el tiempo lo hubiera tornado una monja clarisa?, le espetó su conciencia. Por eso sabía que no iba a rechazar la tentación de volverle a tener cerca. Por si podía lanzarle un zarpazo otra vez.
—Acepto.
Le pareció que unas manos invisibles le ataban al cuello una recia soga.
—Hablemos pues de plazos —prosiguió el usurero—. El que suelo conceder es de un año.
—Bien.
—Pero por tratarse de ti, operaré de una forma distinta.
—Tú dirás.
—Quiero que me pagues en tres vencimientos.
—Preferiría todo al final.
—Pero yo no. Un tercio, de hoy en cuatro meses. Otro, a los ocho. Con el tercero, cerramos la anualidad.
Notó cómo la soga inexistente le apretaba la yugular, a punto de asfixiarlo.
—Acepto.
Los perros, en la distancia, ladraron febriles.
Así quedó cerrado el trato más mezquino de su vida. En posesión del viejo caimán permanecerían a partir de entonces las cédulas de la última de sus propiedades. A cambio, dentro de dos mugrientas sacas de piel de res, se llevaba el capital necesario para pagar un puñado de gruesas deudas y para dar los primeros pasos hacia una posible reconstrucción. Cómo y dónde, aún lo ignoraba. Y las consecuencias a medio plazo que aquel desastroso convenio podría acarrearle, prefirió no contemplarlas todavía.
Tan pronto ventilaron la transacción, se dio una seca palmada en la pierna.
—Listo, pues —anunció recogiendo el capote y el sombrero—. Sabrás de mí en su momento.
Le faltaban apenas dos pasos para alcanzar la puerta cuando la voz jadeante lo acribilló por la espalda.
—No eras más que un mísero español en busca del becerro de oro, como tantos otros ilusos llegados de la pinche madre patria.
Respondió sin volverse.
—En mi legítimo derecho estaba. ¿O no?
—Nada habrías prosperado de no haber sido por mí. Hasta de comer les di a ti y a tus hijos cuando no tenían más que un puñado de frijoles que llevarse a la boca.
Paciencia, se ordenó. No le escuches, no es más que el mismo cabrón rastrero de siempre. Tú ya conseguiste lo que venías buscando; no pierdas ahora un segundo más. Lárgate.
Pero no pudo ser.
—Lo único que pretendías, viejo del demonio —replicó volviéndose con lentitud—, era tenerme endeudado hasta la eternidad, como llevabas haciendo la vida entera con docenas de pobres infelices. Ofrecías préstamos a un interés asfixiante; abusabas, engañabas y exigías fidelidad perpetua cuando lo único que hacías era chuparnos la sangre como una alimaña. Sobre todo a mí, que te estaba enriqueciendo más que el resto. Por eso te resistías a dejarme ir por libre.
—Me traicionaste, hijo de la gran puta.
Retornó a la mesa, descargó sobre ella las dos manos de golpe y dobló la espalda hasta acercársele a un palmo del rostro. El olor que le llegó era nauseabundo, pero apenas lo percibió.
—Jamás fui tu socio. Jamás fui tu amigo. Jamás te aprecié, como tú tampoco me apreciaste a mí. Así que déjate de rencores patéticos y queda en paz con Dios y con los hombres en el poco tiempo que te resta por vivir.
El viejo le devolvió una mirada turbia cargada de rabia.
—No me estoy muriendo, si es eso lo que piensas. Así, con estos bronquios entecos, llevo viviendo más de diez años para pasmo de todos, empezando por el inútil de mi propio hijo y acabando por ti. Aunque no creas que me importaría demasiado que la pelona viniera por mí a estas alturas del baile.
Alzó la mirada hacia el cuadro de la Virgen mestiza y los pulmones le silbaron como dos cobras en celo.
—Pero, por si acaso, por lo más sagrado te juro que a partir de hoy le rezaré cada noche tres avemarías para que no me entierren sin antes verte rodando en el barro.
El silencio se hizo sólido.
—Si en cuatro meses contados a partir de hoy no te tengo de vuelta con el primer plazo, Mauro Larrea, no voy a quedarme con tu palacio, no. —Hizo una pausa, jadeó, retomó fuerzas—. Lo voy a tumbar. Lo voy a mandar volar con cargas de pólvora desde los cimientos a las azoteas, como tú mismo hacías en los socavones cuando no eras más que un vándalo sin domesticar. Y aunque sea lo último que haga, me voy a plantar en mitad de la calle de San Felipe Neri para ver cómo se desploman una a una tus paredes y cómo con ellas se hunde tu nombre y lo mucho o poco que todavía te quede de crédito y prestigio.
Por un oído le entraron las ruines amenazas de Tadeo Carrús, y por el otro le salieron. Cuatro meses. Eso fue lo único que le quedó marcado a fuego en el cerebro. La tercera parte de un año tenía por delante para encontrar una salida. Cuatro meses como cuatro fogonazos que le atronaron en la cabeza mientras se alejaba de aquel detritus humano, montaba su caballo bajo el primer sol templado de la mañana y emprendía el camino de vuelta hacia la incertidumbre.
Entró en el zaguán cuando ya había anochecido, llamó a gritos a Santos Huesos.
—Encárgate del animal y avisa a Laureano; que tenga la berlina lista en diez minutos.
Sin detenerse, atravesó el gran patio a zancadas rumbo a las cocinas, pidiendo agua a voces. Las criadas, intuyendo el genio que el patrón traía, corrieron despavoridas a obedecerlo. Deprisa, deprisa, las espoleó el ama. Saquen los baldes, suban toallas limpias.
Aunque su cuerpo entumecido le pedía un respiro a gritos, esta vez no había tiempo para baños sosegados. Agua, jabón y una esponja fue lo que necesitó para arrancarse con furia de la piel la espesa capa de polvo y sudor que llevaba pegada. La navaja afilada se paseó después con vértigo sobre la mandíbula. Aún estaba secándose el mentón mientras se desbravaba el pelo; el brazo derecho entró por la manga de la camisa casi a la vez que la pierna izquierda lo hacía por la pernera del pantalón. Botonadura, cuello, botas de charol brillante. La corbata se la terminó de anudar en la galería; a la levita le llegó el turno en la escalera.
Cuando el cochero Laureano detuvo la berlina entre un barullo de carruajes junto al Gran Teatro Vergara, él se ajustó los puños, se alisó las solapas y volvió a pasarse los dedos entre el cabello mojado todavía. El retorno al presente, a la noche agitada de un estreno, demandaba de momento toda su atención: saludos que responder, nombres que recordar. Dejarse ver era su objetivo. Que nadie sospechara.
Entró en el vestíbulo con el porte erguido, el frac impecable y una pizca consciente de altanería añadida a los andares. Después realizó los gestos protocolarios con aparente naturalidad: cruzó cortesías con políticos y aspirantes a serlo, y apretó brioso las manos de aquéllos con apellido, dinero, potencial o raigambre. Entre el humo intenso reinaba, como siempre, la mezcla. Esparcidos por el grandioso foyer, los descendientes de las élites criollas que se deshicieron de la vieja España se amalgamaban ahora con ricos comerciantes de nueva hornada. Mezclados entre ellos, abundantes militares condecorados, bellezas de ojos negros con los escotes bañados en suero de leche, y un grupo nutrido de diplomáticos y altos funcionarios. Gente, en resumen, de tono y muy principal.
En los hombros masculinos que verdaderamente valían la pena dio las palmadas correspondientes; besó después galante las manos enguantadas de un buen puñado de señoras que fumaban sus cigarritos y charlaban animadas envueltas en perlas de Ceilán, sedas y plumas. Y como si su mundo siguiera girando sobre el eje de siempre, el hasta entonces próspero empresario minero se mostró tal como se esperaba de él: un calco de su comportamiento en cualquier otra noche de la mejor sociedad de la ciudad de México. Nadie pareció notar que todos y cada uno de los pasos que estaba dando respondían a un laborioso esfuerzo por no perder la dignidad.
—¡Mi querido Mauro, por fin te dejas ver!
Aún tuvo tiempo para añadir a su fingimiento una dosis extra de artificio.
—Muchos compromisos, muchas invitaciones, ya sabes, lo de siempre… —respondió mientras se fundía en un sonoro abrazo con el recién llegado—. ¿Cómo estás, Alonso, cómo están?
—Bien, bien, a la espera… Aunque eso de que las mujeres en estado sean mal vistas en las reuniones nocturnas de sociedad se está convirtiendo en una pesadilla para Mariana.
Soltaron una risotada ambos: la del hijo de la condesa de Colima sonó sincera y la de él, en apariencia, no se quedó atrás. Antes muerto que mostrar la menor preocupación delante del marido de su hija. Sabía que ella sería prudente cuando tuviera que justificarlo, pero todo en su momento, pensó.
Se acercó entonces a ellos otro par de varones con los que un día anduvo en negocios, se interrumpió la conversación. Al corrillo saltaron temas dispares, Alonso fue reclamado desde otro grupo, al de Mauro Larrea llegó entonces el gobernador de Zacatecas, después se sumaron el embajador de Venezuela y el ministro de la Corte de Justicia, y al poco una viuda de Jalisco vestida en raso carmesí que llevaba meses rondándolo allá por donde lo veía. Así transcurrió un rato, en cruce de conversaciones sobre chismes políticos mezclados con preocupaciones serias acerca del indescifrable destino de la nación. Hasta que los ujieres fueron avisando de que la función estaba a punto de comenzar.
Una vez en su palco, mientras se sentaba, siguió saludando a unos y otros intentando encontrar la frase justa para cada cual; la palabra precisa o el piropo certero según para quién. Por fin se apagaron las luces, el director alzó la batuta y la sala se llenó de orquesta.