Authors: María Dueñas
Mientras de lejos se oían las últimas voces de los ingleses a punto de marchar, por un resquicio se coló como un aullido lejanísimo la voz de Andrade. Acabas de convertirte en el cretino más grandioso del universo, compadre. No tienes perdón de Dios. Para no hacerle frente, se levantó, se sirvió de un decantador una copa de brandy y se bebió la mitad de un trago. Justo en ese momento regresó Sol.
Cerró tras ella y dejó caer la espalda contra la puerta; después se llevó ambas manos a la boca, tapándosela por completo para reprimir un inmenso grito de alivio. Y así, con la parte inferior de la cara oculta, se sostuvieron una mirada infinita. Hasta que él alzó su copa a modo de tributo ante la magnífica actuación de los dos.
Por fin ella separó el cuerpo y se aproximó.
—Me faltan palabras para expresarle mi gratitud.
—Confío en que, a partir de ahora, todo vaya mejor.
—¿Sabe lo que haría en este momento, si no fuera del todo improcedente?
Abrazarle, reír a carcajadas, darle un beso infinito. O eso al menos fue lo que él interpretó que ella ansiaba. En un intento inútil por mitigar la ráfaga de calor que le ascendió desde las entrañas, se bebió el resto del brandy de un golpe.
Pero lo que finalmente hizo la tramposa cónyuge del rico marchante de vinos fue aplacar sus anhelos y guardar las maneras. Como llevada por el nombre de la viña, Soledad Montalvo recuperó la templanza y se dominó.
—Aún me queda mucho por conquistar, Mauro. Esto sólo ha sido una batalla dentro de una gran guerra contra el hijo mayor de mi marido. Pero jamás habría logrado ganarla sin usted.
34
Había amanecido hacía apenas media hora y ya estaba terminándose de reajustar la corbata, a falta de ponerse la levita de paño azul. De amanecida, harto de no dormir, había decidido pasar el día en Cádiz. Necesitaba alejarse, poner distancia. Pensar.
Santos Huesos apenas asomó la cabeza.
—En el zaguán quieren verle, patrón.
—¿Quién?
—Venga, mejor.
Qué tal si fuera Zarco, el corredor de fincas. Una punzada de ansiedad lo espoleó escaleras abajo.
No acertó: se trataba de una pareja desconocida. Humildes a todas luces y de edad imprecisa; entre los sesenta y el camposanto, más o menos. Flacos como estoques, con la piel del rostro y las manos resquebrajadas por largos años de dura faena. Ella llevaba sayas burdas, un mantón de bayeta parda y el pelo encanecido recogido en un moño. Él, chaqueta y pantalón de paño basto y una faja de lana a la cintura. Ambos agacharon la cabeza en señal de respeto al verle.
—Muy buenos días. Ustedes dirán.
Se presentaron con un profundo acento andaluz como antiguos sirvientes de la casa. A rendirle sus respetos al nuevo amo, dijeron que venían. Una lágrima recorrió el rostro ajado de la mujer al mentar al difunto Luis Montalvo. Después se sorbió los mocos.
—Y también estamos aquí por si en algo piensa que podamos servir al señorito.
Intuyó que el señorito era él. Señorito, a sus cuarenta y siete años. Pero aquella mañana de brumas no tenía ganas de reír.
—Se lo agradezco, pero lo cierto es que sólo estoy aquí temporalmente; no tengo previsto permanecer más tiempo del justo.
—Eso es lo de menos: igual que llegamos, con las mismas nos podemos marchar con viento fresco cuando su voluntad lo quiera. La Angustias guisa estupendamente y yo hago de todo lo que me manden, mire usted. A los hijos ya los tenemos colocados y nunca está de sobra algo que echar al perol.
Se frotó el mentón, dudando. Más gastos y menos intimidad. Pero lo cierto era que les vendría bien alguien que se encargara de lavarles la ropa y les preparara para comer algo más que los pedazos de carne que Santos Huesos asaba agachado frente a una fogata en un rincón del patio trasero, como si vivieran en plena sierra o en los viejos campamentos de las minas. Alguien al tanto de quién llegaba o se asomaba desde la calle, que les echara una mano en el adecentamiento de aquella ruina de casa. Como un salvaje, le había dicho Sol Claydon que vivía. No le faltaba razón.
—Híjole, Santos, ¿a ti qué te parece? —preguntó alzando la voz hacia su espalda. El criado no estaba a la vista, pero él sabía que andaba cerca, escuchando como una sombra desde cualquier esquina.
—Pues digo que igual no nos vendría mal una ayudita, patrón.
Lo sopesó otros breves segundos.
—Aquí se quedan, entonces. A la orden de este hombre, Santos Huesos Quevedo Calderón —dijo soltando una sonora palmada sobre el hombro del criado recién aparecido—. Él les dirá lo que hay que hacer.
Los sirvientes —Angustias y Simón— volvieron a bajar la cabeza en señal de gratitud, mirando a la vez de reojo al chichimeca. No eran conscientes de la ironía de sus apellidos, pero sí de que era la primera vez en su vida que veían a un indio. Con su pelo largo y su sarape y su cuchillo siempre presto. Y encima, tiene cojones la cosa, farfulló el marido por dentro, nos tiene que mandar.
Mauro Larrea se encaminó hacia el Ejido y entró en la estación por la plaza de la Madre de Dios; había decidido ir en tren. En México, a pesar de los numerosos planes y concesiones, el ferrocarril todavía no era una realidad; en Cuba sí, para sacar sobre todo el azúcar de los ingenios del interior hasta la costa a fin de embarcarla rumbo al resto del mundo. Durante su breve paso por la isla, sin embargo, no tuvo ocasión de viajar en aquel invento; por eso, en cualquier otro momento de su vida, ese breve viaje iniciático por el que pagó ocho reales le habría llenado la cabeza de proyectos, olfateando ávido un posible negocio que trasladar al Nuevo Mundo, intuyendo una próspera oportunidad. Aquella mañana, no obstante, tan sólo se dedicó a observar el trasiego no demasiado numeroso de pasajeros y el movimiento infinitamente más cuantioso de botas de vino procedentes de las bodegas, camino del mar.
Acomodado en un carruaje de primera clase, llegó hasta el puerto del Trocadero, y desde allí a la ciudad en vapor. Cinco años llevaba funcionando aquel camino de hierro —el tercero de España, decían—, desde que sus cuatro locomotoras empezaran a arrastrar vagones de carga y de pasajeros, y Jerez celebrara aquel adelanto con un gran acto oficial en la estación y un buen puñado de celebraciones populares: bandas de música en la plaza de toros, peleas de gallos por las calles, la ópera
Il Trovatore
de Verdi en el teatro y dos mil hogazas de pan repartidas entre los menesterosos. Hasta en la cárcel y en el asilo municipal aquel día se comió a lo grande.
Lo primero que hizo al llegar a Cádiz fue dar salida a su correo. A ratos y a trompicones, había logrado escribir a Mariana y a Andrade. A su hija, con un puño en el estómago al rememorar que un mal parto se llevó el aliento de Elvira, le deseaba fuerza y coraje para traer a su criatura a la vida. A su apoderado le contaba, como siempre, verdades que no llegaban a serlo del todo: estoy a la espera de cerrar una gran operación que acabará con todos nuestros problemas, regresaré en breve, pagaremos en tiempo a Tadeo Carrús, casaremos a Nico como Dios manda, volveremos a la normalidad.
Callejeó luego sin destino por la ciudad: de los muelles a la puerta de la Caleta, de la catedral al parque Genovés sin dejar de dar mil y una vueltas en el cerebro a aquello en lo que quería y no quería pensar: a la insensata manera en la que, empujado por Sol Claydon, había transgredido todas las normas más elementales de la sensatez y la legalidad.
Compró papel de carta en una imprenta de la calle del Sacramento, comió el choco con papas que le sirvieron en un colmado de la plazuela del Carbón; lo regó con dos cañas de vino seco y claro que olió antes de beber, como había visto hacer al notario, al médico y a la propia Soledad. El aroma punzante le trajo a la memoria la vieja bodega de los Montalvo, silenciosa y desierta, y el sonido chirriante de la veleta oxidada en el tejado de la casa de viña de La Templanza, y la silueta de una desconcertante mujer sentada a su lado en una vieja silla de anea, contemplando un océano de tierra blanca y vides retorcidas mientras le proponía impasible la más extravagante de todas las muchas cosas extravagantes que la vida le había echado a las espaldas. Pinche imbécil, masculló mientras dejaba sobre el mostrador unas monedas. Después salió otra vez a la calle y aspiró una bocanada de mar.
De muy poco le habían servido las leguas de distancia que había puesto entre Jerez y Cádiz: su ánimo seguía turbio y sus preguntas sin respuesta. Harto de vagar sin rumbo, decidió regresar, pero antes quiso pasarse a saludar a Antonio Fatou en su casa de la calle de la Verónica. Por rematar el día cruzando unas palabras con algún ser humano, sin ningún otro motivo.
—Mi estimado Mauro —le saludó afable su joven anfitrión saliéndole al encuentro tan pronto le avisaron de su presencia—. Qué alegría volver a tenerle entre nosotros. Y qué casualidad.
Frunció el entrecejo. ¿Casualidad? Nada de lo que en su vida ocurría últimamente se debía al puro azar. Fatou interpretó el gesto como una interrogación y se apresuró a ofrecerle aclaraciones.
—Precisamente acaba de decirme hace un rato Genaro que alguien ha venido preguntando por usted. Otra señora, al parecer.
Estuvo a punto de hacerle un gesto cómplice, como diciéndole qué suerte tiene con tanta dama persiguiéndole, amigo mío. Pero el ceño contraído de Mauro Larrea lo disuadió.
—¿La misma que vino la vez anterior?
—No tengo la menor idea. Espere y lo averiguamos enseguida.
El anciano mayordomo se adentró cansino en las dependencias del negocio, envuelto como siempre en toses.
—Me dice don Antonio que alguien anduvo en mi busca, Genaro. Cuénteme, haga el favor.
—Una señora, don Mauro. Ni una hora hace que salió por la puerta.
Volvió a repetir la pregunta:
—¿La misma que vino la vez anterior?
—Yo diría que no.
—¿Dejó su tarjeta?
—No hubo manera. Y mire que se la pedí.
—¿Dijo al menos su nombre, o para qué me requería?
—Ni prenda.
—¿Y le dieron mi nueva dirección?
—No, señor, porque yo la ignoro y el señorito Antoñito no estaba por aquí.
Ante la ausencia de más detalles, el dueño de la casa mandó al mayordomo de vuelta a sus quehaceres con la orden de que alguien les llevara un par de tazas de café. Charlaron brevemente sobre nada en concreto y, calculando la hora para coger el vapor y luego el tren de vuelta a Jerez, el minero tardó poco en despedirse.
Apenas había recorrido una decena de pasos por la calle de la Verónica cuando decidió retroceder. Pero esta vez no accedió a las oficinas en busca del propietario; tan sólo se escurrió hasta la cancela y tras ella halló a quien buscaba.
—Olvidé preguntarle, Genaro… —dijo metiéndose la mano en un bolsillo de la levita y sacando un espléndido habano de Vueltabajo—. Esa señora que vino en mi busca, ¿cómo era, exactamente?
Antes de que el viejo empleado abriese la boca, el cigarro, perteneciente a la caja que le regalara Calafat al embarcar en La Habana, reposaba ya en el bolsillo del chaleco de piqué del mayordomo.
—Un buen pase tenía, sí señor, elegantona y de pelo azabache.
—¿Y cómo hablaba?
—Distinto.
La tos bronca le interrumpió unos instantes, hasta que por fin pudo añadir:
—Para mí que venía de las Américas, como usted. O de por ahí.
Llegó hasta el muelle a zancadas con la intención de cruzar hasta el Trocadero lo antes posible, pero no lo consiguió: parado en seco, con la respiración entrecortada y las manos en las caderas, al contraluz de la tarde contempló una embarcación alejándose. Puta mala suerte, masculló, y no precisamente para sí. Quizá fuese una jugarreta de su propia fantasía, pero en la cubierta, entre los pasajeros, le pareció distinguir una silueta familiar sentada sobre un pequeño baúl.
Cogió el siguiente vapor y llegó a Jerez de noche cerrada. Apenas sus pasos resonaron en el zaguán del caserón de la Tornería, soltó una bronca voz al aire:
—¡Santos!
—A la orden, patrón —respondió el criado desde algún punto oscuro de la arcada del piso de arriba.
—¿Tuvimos alguna otra visita?
—Pues más bien yo diría que sí, don Mauro.
Como si le hubieran asestado un puñetazo en la boca del estómago, así se sintió.
Descubrir sus nuevas señas no le habría resultado a nadie una tarea demasiado compleja: al fin y al cabo, su porte de indiano caído del cielo y la vinculación con Luis Montalvo le habían convertido en lo más novedoso que había acontecido en los últimos días.
—Suéltalo pues.
Pero las palabras del criado no fueron por ahí.
—El gordo que se encarga de la venta quiere verle mañana por la mañana. En el café de La Paz, en la calle Larga. A las diez.
La sensación de recibir un puñetazo en las tripas se repitió.
—¿Qué más dijo?
—Nomás eso, pero para mí que lo mismo ya nos encontró un comprador.
* * *
Cuando vio asomar el corpachón del corredor de fincas, Mauro Larrea ya había leído
El Guadalete
de cabo a rabo, se había dejado lustrar el calzado por un concienzudo limpiabotas tuerto y tenía a medias el tercer café. Llevaba levantado desde el alba, anticipando lo que Amador Zarco iba a contarle y sin borrar de su mente la inquietud de la tarde previa antes de abandonar Cádiz: una figura alejándose entre las olas a bordo de un vapor.
—Buenos días nos dé Dios, don Mauro. —Acto seguido, dejó caer en una silla contigua el sombrero y se sentó frente a él desparramando lorzas de carne por los bordes de la silla.
—Gusto de verle —fue su escueto saludo.
—Parece que hoy ha amanecido más fresco, ya lo dice el refrán: De los Santos a Navidad, es invierno de verdad. Aunque como decía mi pobre madre, que en gloria esté, no hay que fiarse mucho de los refranes porque luego ya sabe usted lo que pasa.
Él tamborileó sin disimulo sobre el mármol de la mesa y con el movimiento apresurado de los dedos vino a decir arranque, buen hombre, de una vez. El obeso corredor, ante la visible impaciencia del indiano, no se demoró.
—No quisiera lanzar las campanas al vuelo antes de la cuenta, pero igual podemos estar de suerte y tener algo interesante a la vista.
En ese preciso instante les interrumpió un joven camarero:
—Aquí le traigo su cafelito, don Amador.
Sobre la mesa, al lado de la taza, dejó también una botella.