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Authors: María Dueñas

La Templanza (36 page)

BOOK: La Templanza
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—Aquí, a este lado, están los escritorios, desde donde se llevaban las cuentas y la correspondencia —dijo el sordo alzando la voz y señalando a la izquierda.

Se acercó en tres zancadas y se asomó a una de las ventanas. Dentro sólo vio telarañas y suciedad.

—Hace años que arramblaron con los muebles.

—¿Cómo?

—¡Que le digo al amo nuevo que hace ya años que arramblaron con los muebles!

—La Virgen, si hace años…

—Y ahí estaba el escritorio de don Matías, su despacho. Y el del administrador.

—Ésa era la sala para recibir a las visitas y a los compradores.

—Y allí detrás el taller de tonelería.

—¿Cómo?

—¡El taller, Marcelino, el taller!

Siguió caminando sin prestar atención al vocerío, hasta llegar a la construcción principal. Aunque parecía cerrada, intuyó que la gran puerta cedería con la misma facilidad que el postigo de la calle.

Apoyó sobre ella el peso del lado izquierdo de su cuerpo y empujó.

Quietud. Reposo. Y un silencio entre penumbras que le estremeció los huesos. Eso fue lo que percibió al entrar. Techos altísimos atravesados por vigas de madera vista, suelo terrizo, la luz filtrada por esterones de esparto trenzado colgados en las ventanas. Y el olor. Ese olor. El aroma a vino que flotaba en las calles y que aquí se multiplicaba por cien.

Cuatro naves se comunicaban mediante arcos y pilares estilizados. A sus pies dormían centenares de botas de madera oscura, extendidas por toda la superficie, superpuestas en tres andanas.

Ordenadas, oscuras, serenas.

A su espalda, como en señal de respeto, los viejos arrumbadores dejaron de hablar.

30

      

Reemprendió sus quehaceres confuso, con las pupilas y la nariz llenos de bodega. Extrañado, descolocado por la sensación.

El siguiente tramo de camino lo llevó a la notaría de don Senén Blanco para anunciarle que había decidido aposentarse en Jerez durante su espera. Y el siguiente movimiento fue recorrer otra vez la estrecha calle de la Tornería. De vuelta.

—Tuvimos visita, patrón.

Le entregó algo que él, a la vez, esperaba y no esperaba: un sobre con sello de cera azul en el reverso. Dentro, una nota escueta escrita en letra pequeña y firme sobre grueso papel marfil. El señor y la señora Claydon tenían el honor de invitarle al día siguiente a cenar.

—¿Vino ella?

—Mandó a una criada nomás, una extranjera.

Por la tarde cerraron los portones, para que nadie lo viera arremangarse y faenar hombro con hombro junto a su criado a fin de continuar adecentando el caserón. Medio descamisados, con el vigor que en otros tiempos usaron para descender a los pozos y atravesar galerías subterráneas, ahora arrancaron hierbajos y malezas, enderezaron azulejos y recompusieron tejas y losas. Se llenaron de mugre y arañazos, maldijeron, blasfemaron, escupieron. Hasta que el sol cayó y no tuvieron más remedio que parar.

La mañana siguiente la ocuparon en el mismo menester. Imposible calcular cuánto tiempo iba a durar su estancia entre aquellas paredes, así que más les valía aviar el inmueble por si la cosa se retrasaba. Y de paso, trabajando con las manos y con la fuerza bruta, como cuando sacaba plata del fondo de la tierra, Mauro Larrea mantenía la mente ocupada y dejaba las horas transcurrir.

Ya había oscurecido cuando partió hacia la plaza del Cabildo Viejo. Plaza de los Escribanos la llamaban también, por la actividad mañanera que éstos realizaban bajo la sombra de sus tenderetes atendiendo a demandantes, a pleiteadores, a madres de soldadesca y a enamorados: a cualquiera que necesitara transcripciones a pluma y papel de aquello que les bullía en la cabeza y en el corazón. Antes, con la última luz de la tarde, medio desnudo en el patio trasero, se había frotado a conciencia con uno de los jabones de bergamota que Mariana introdujo en su equipaje, y se había afeitado frente a un espejo resquebrajado que Santos Huesos encontró en algún desván. Se vistió después con su mejor frac, incluso rescató de uno de los baúles una botella de aceite de Macasar cuyo contenido se extendió generosamente por el cabello. Hacía tiempo que no ponía tanto esmero en su propia persona. Frénate, cabrón, se reprochó cuando cayó en la cuenta de por qué lo estaba haciendo.

Las hermosas fachadas que adornaban la plaza de día —el Cabildo renacentista, San Dionisio con su gótico y las imponentes mansiones particulares— se habían convertido en sombras a aquella hora en la que el bullicio callejero aún no había decaído del todo pero ya comenzaba a mermar. Jamás se le habría ocurrido a Mauro Larrea en México asistir a una cena a pie; siempre acudió en su berlina, con su cochero Laureano embutido en una vistosa librea y sus yeguas lujosamente enjaezadas. Ahora pateaba las calles tortuosas de la vieja ciudad árabe con las secuelas del trabajo bruto clavadas como aguijones en los músculos y las manos metidas en los bolsillos. Oliendo a vino en el aire, esquivando charcos y perros vagabundos, envuelto en un universo ajeno. Con todo, andaba lejos de sentirse mal.

A pesar de su puntualidad, tardaron en responder a los golpes del suntuoso llamador de bronce. Hasta que apareció un mayordomo calvo y envarado, y lo hizo pasar. En el suelo del zaguán pisó una espléndida rosa de los vientos hecha con incrustaciones de mármol. Good evening, sir, please, come in, le había dicho en inglés mientras le acompañaba a un gabinete a la derecha del patio central; un hermoso patio cubierto por una montera de cristal, a diferencia del abierto de su propia residencia mexicana y del de la casa que ahora ocupaba en Jerez.

Nadie acudió a recibirlo una vez se evaporó el mayordomo. Costumbre extranjera debe de ser, pensó. Tampoco se asomó ningún criado, ni oyó el ruido del traqueteo doméstico previo a una cena, ni la voz o los pasos de alguna de las cuatro hijas de la familia.

Acompañado por el compás pesado de un soberbio reloj sobre la chimenea encendida, optó por dedicarse a observar con cierta curiosidad el hábitat de la última descendiente de los Montalvo. Los óleos y acuarelas que colgaban de las paredes, las telas cargadas de cuerpo, los jarrones llenos de flores frescas sobre pies de alabastro. Las densas alfombras, los retratos, los quinqués. Habían pasado más de diez minutos cuando por fin oyó sus pasos en el vestíbulo y la vio entrar irradiando prisa y brío, acabándose de acomodar los pliegues de la falda, esforzándose por sonreír y sonar natural.

—Estará pensando con toda razón que en esta casa somos unos absolutos descorteses, le ruego que nos perdone.

Su presencia acelerada lo abstrajo y lo envolvió de tal manera que, durante unos instantes, su mente no registró nada más. Llegaba vestida de noche, envuelta en terciopelo verde con los hombros huesudos y armoniosos al aire, la cintura ajustada y un escote pronunciado hasta el límite justo para no perder la elegancia.

—Y le suplico por favor que disculpe sobre todo a mi marido. Unos asuntos imprevistos le han obligado a abandonar Jerez; lo lamento enormemente, pero me temo que no podrá acompañarnos esta noche.

Estuvo a punto de decir yo no. Yo no lo lamento, señora mía; no lo lamento en absoluto. Probablemente se tratara de un hombre interesante. Viajado, educado, distinguido. Y rico. Todo un gentleman inglés. Pero. Aun así.

Optó, no obstante, por ser cortés.

—En tales circunstancias, quizá prefiera cancelar la cena; ya habrá otra ocasión

—Ni muchísimo menos, de ninguna manera, ni hablar, ni hablar... —insistió Sol Claydon con un punto de aceleración. Paró entonces un instante, como si ella misma fuera de pronto consciente de que debía serenarse. Era patente que algo la había absorbido hasta ese instante, y que aún seguía movida por la inercia. Las demandas por la ausencia del esposo, quizá las turbulencias adolescentes de alguna de sus hijas o un pequeño altercado con el servicio—. Nuestra cocinera —añadió— nunca me lo perdonaría. La trajimos con nosotros desde Londres y apenas ha tenido ocasión todavía de mostrar sus dotes ante nuestros invitados.

—En tal caso…

—Además, por si anticipa que pueda aburrirle pasar conmigo a solas la velada, le advierto que tendremos compañía.

No fue capaz de adivinar si en sus palabras había ironía alguna; le faltó tiempo porque justo en ese momento, aunque no se hubiera oído previamente el llamador de la puerta principal, alguien entró en el salón.

—Por fin, Manuel, my dear.

En su saludo descargó un alivio que a él no le pasó por alto.

—El doctor Manuel Ysasi es nuestro médico: un antiguo y entrañable amigo de la familia, como también lo fueron su padre y su abuelo. Él es el encargado de atender todos nuestros malestares. Y Mauro Larrea, como ya te he contado, querido, es…

Prefirió adelantarse.

—El intruso que viene de allende los mares; un placer.

—Encantado de conocerle al fin, ya me han puesto en antecedentes.

Y a mí también, pensó mientras le tendía una mano. Fuiste el médico del Comino y el único al que Zayas, desde Cuba, anunció su muerte. A ti, y no a la prima hermana de los dos. A saber por qué.

Una doncella pulcramente uniformada llegó entonces con una bandeja presta para servir un aperitivo, la conversación se mantuvo trivial. Se relajaron los tratamientos: el doctor Ysasi, con su constitución delgadísima y su barba negra como el carbón, pasó a ser tan sólo Manuel mientras él se transmutó definitivamente en Mauro para los otros dos. Qué le parece Jerez, cuánto tiempo tiene previsto quedarse, cómo es la vida en el Nuevo Mundo emancipado: vacuas preguntas y leves respuestas. Hasta que el mayordomo anunció la cena en su más pulido inglés.

—Thank you, Palmer —replicó ella con el tono firme de señora de la casa. Y en voz baja y cómplice, ya sólo para ellos, añadió—: Le está costando un mundo aprender español.

Atravesaron el amplio vestíbulo y subieron a la planta noble, al comedor. Paredes empapeladas con escenas orientales, muebles Chippendale. Diez sillas alrededor de la mesa, mantel de hilo, dos esbeltos candelabros y servicio dispuesto para tres.

Comenzó el movimiento a sus espaldas, sirvieron los vinos en decantadores de cristal tallado con boca y asa de plata. Los platos, la charla y las sensaciones empezaron a secuenciarse.

—Y ahora, con las aves —indicó en su momento la anfitriona—, lo que los acertados paladares jerezanos aconsejarían sería un buen amontillado. Pero mi marido tenía previsto sacar algo distinto de nuestra bodega. Confío en que les guste el borgoña.

Alzó la copa con delicadeza; la luz de las velas arrancó en su contenido unos intensos reflejos rojizos que ella y el doctor contemplaron con admiración. Él, en cambio, aprovechó el momento para mirarla una vez más sin ser notado. Los hombros desnudos en contraste con el terciopelo en color musgo del vestido. El cuello largo, la clavícula afilada. Los pómulos altos, la piel.

—Romanée Conti —continuó ella ajena—. Nuestro favorito. Tras unas negociaciones larguísimas, hace cuatro años que Edward logró ser su representante en exclusiva para Inglaterra; es algo que nos honra y nos llena de orgullo.

Lo degustaron admirando su cuerpo y su aroma.

—Magnífico —murmuró sincero tras probarlo—. Y ya que hablamos de ello, señora Claydon…

—Sol, por favor.

—Ya que hablamos de ello, Sol, según entiendo, y le ruego que disculpe mi curiosidad y mi ignorancia, su actual negocio no es exactamente hacer vino tal como fue el de su familia, sino vender el que otros hacen.

Depositó la copa sobre el mantel antes de responder, después dejó que le sirvieran las viandas trinchadas. Y entonces alzó su voz envolvente. Hacia él.

—Así es, más o menos. Edward, mi marido, es lo que en inglés se conoce como un wine merchant, algo que no se corresponde del todo con la idea de un comerciante a la española. Él, por lo general, no dispensa vinos para su consumo directo; es…, digamos un agente, un marchante. Un importador con conexiones internacionales que busca, y he de reconocer que generalmente consigue, caldos excelentes en distintos países, y se encarga de que lleguen a Inglaterra en las mejores condiciones posibles. Oportos, madeiras, clarets de Burdeos. Representa además a varias bodegas francesas de las zonas de Champagne, Cognac y Borgoña, prioritariamente.

—Y, por supuesto —la interrumpió el doctor con confianza—, se encarga también de que arriben al Támesis nuestros vinos de Jerez. Gracias a ello matrimonió con una jerezana.

—O por eso se casó la jerezana con un wine merchant inglés —contravino ella con gracia plagada de ironía—, a mayor gloria de nuestras soleras. Y ahora, Mauro, pregunta por pregunta, cuéntenos usted, por favor. Más allá de las transacciones inmobiliarias que lo han traído hasta esta tierra, ¿a qué se dedica exactamente, si no es indiscreción?

Recitó por enésima vez su discurso esforzándose por sonar articulado y veraz. Las tensiones internas en México y las fricciones con los países europeos, su interés en diversificar negocios y todo el fútil blablablá que había ido amasando desde que los desvaríos de su extravagante consuegra le facilitaran un argumento endiablado que —para su sorpresa— acabó resultando creíble a oídos de todo el mundo.

—¿Y antes de que decidiera abrirse camino fuera de México, cuál era allí su quehacer?

Continuaban degustando el faisán con castañas y el espléndido vino, llevándose a los labios las servilletas de hilo, charlando de manera natural. La cera blanca de las velas disminuía en altura, del marido no volvieron a hablar mientras la chimenea seguía crepitando y la noche fluía gratamente. Quizá por eso, por esa momentánea sensación de bienestar que hacía tanto tiempo que no sentía en los huesos, aunque anticipara que sus palabras iban a disparar la cólera distante de su apoderado, prefirió no reprimirse.

—En realidad, nunca fui más que un minero al que la suerte se le puso de cara en algún momento de su vida.

El tenedor de Sol Claydon se quedó a medio camino entre el plato y su boca. Tras un par de segundos, lo volvió a depositar sobre la porcelana de Crown Derby, como si el peso del cubierto le impidiera la concentración. Ahora le encajaban las dos facetas desconcertantes del nuevo propietario de su legado familiar. Por una parte, el frac impecable que llevaba esa noche y la elegante levita de paño fino con la que lo conoció, su firme afán por comprar y vender, las maneras y gustos mundanos, su saber estar. Por otro, los rotundos hombros cuadrados, los brazos fuertes que le brindaron su apoyo al bajar la escalera, las manos grandes y curtidas llenas de secuelas, su armazón de intensa masculinidad.

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