Authors: María Dueñas
Rozarla, sentir su aliento, darse calor en aquella madrugada negra. Todo lo poco que ahora tenía y lo mucho que un día tuvo y lo que la incierta fortuna le acabara deparando en los tiempos venideros: todo lo habría dado por pasar esa noche amarrado a la cintura de Soledad Montalvo. Por recorrerla con las palmas de las manos y las puntas de los dedos, y enredarse entre sus piernas y dejarse abrazar. Por hundirse en ella, oír su risa en su oído, y su boca en su boca, y perderse entre sus pliegues y sorber su sabor.
Morfeo le ganó el lance después de que en la cercana torre de San Francisco sonaran las tres y media. Aún no eran las ocho cuando Santos Huesos entró en la habitación y lo sacó del sueño, áspero, sin miramientos.
—El doctor Ysasi necesita que vuelva a Jerez.
—¿Qué pasó? —preguntó incorporándose sobre la cama revuelta.
—Apareció el inglés.
—Alabado sea Dios. ¿Por dónde andaba el pendejo?
Había empezado a vestirse apresurado, el pie izquierdo embocaba ya una pernera del pantalón.
—Ayer tarde se lo dejaron a don Manuel en la mera puerta del hospital. Lo asaltaron, al parecer.
Soltó una blasfemia atroz. Nomás eso nos faltaba, masculló.
—Voy a buscarle un jarro de agua —anunció el criado—, veo que amanece hoy con un ánimo regular.
—Quieto, espera. Y ahora mismo, ¿dónde está?
—Creo que pasó la noche en casa del doctor, pero no lo sé certero porque apenas enterarme me las compuse para venir a buscarle.
—¿Llegó malherido?
—Meramente lo justito. Más el susto que otra cosa.
—¿Y las posesiones?
—En las alforjas de los salteadores, supongo; dónde si no. A la vuelta ya no llevaba ni un real. Hasta el sombrero y las botas le limpiaron.
—Y los documentos, ¿volaron también?
—Mucho saber sería eso por mi parte, ¿no le parece, patrón?
Le trajo por fin el agua y una toalla.
—Vete a buscarme papel y pluma.
—Si es para dejar una nota a doña Soledad, mejor no se moleste.
Le miró a su espalda, desde el espejo frente al que se esforzaba por desbravar con los dedos el pelo indómito.
—Madrugó más que usted, me crucé con ella al entrar. Camino a la casa Fatou me anunció que iba; justito de donde yo venía de preguntar por ustedes.
La punta de un clavo de vergüenza se le hincó en el pundonor mientras se calzaba a la carrera. Más ágil, cabrón, deberías haber estado.
—¿Le contaste lo del hijastro?
—De cabo a rabo.
—¿Y qué dijo?
—Que se encargara de él usted con don Manuel. Que ella se quedaba al cuidado de doña Carola. Que le enviara su equipaje a la mayor brevedad, a ver si la embarcaban pronto.
—Ándale, pues. Vámonos.
Santos Huesos, con su melena lustrosa y su sarape al hombro, no se movió de la baldosa que ocupaba.
—También mencionó otra cosa, don Mauro.
—¿Qué? —preguntó mientras buscaba el sombrero.
—Que le mande a la mulata.
Lo encontró en una esquina, sobre un paragüero.
—¿Y?
—Que Trinidad no se quiere ir. Y la doña se lo debe.
Recordó aquel peculiar acuerdo que entre lágrimas mencionó la esclava: si ella ayudaba a escapar a Carola, ésta, a cambio, le daría su libertad. Conociendo a la Gorostiza, mucho dudaba de que tuviera la menor intención de cumplir su parte del trato. Pero a la cándida muchacha se le había llenado la cabeza de pajarillos. Y a Santos Huesos, al parecer, también.
Le miró por fin de frente mientras se abrochaba la levita. Su leal criado, su compañero de mil fatigas. El indígena escurridizo que quedó bajo su ala cuando era un muchacho recién bajado de la sierra, encelado ahora como un garañón con una flaca mulata del color de la canela.
—Pinches mujeres…
—Pues no está usted últimamente, perdóneme que le diga, para darme a mí lecciones.
No lo estaba, ciertamente. Ni a él ni a nadie. Sobre todo después de que el dueño de la fonda le dijera a la salida que la señora ya había satisfecho la cuenta pendiente. El clavo que tachonaba esa mañana su decoro varonil se le hundió un poquito más.
Aún no había logrado despejar su turbiedad cuando enfilaron la calle Francos unas horas después.
—No te habrá visto el inglés, ¿verdad?
—Ni de canto, se lo juro.
—Más nos vale entonces que tampoco me vea a mí.
Un real fue la solución: el que le dio a un mozo que transitaba la calle sin quehacer aparente a cambio del favor de asomarse a casa del médico. Dígale a don Manuel que le espero en el tabanco de la esquina. Y tú, Santos, vete en busca de Nicolás.
Apenas tres minutos tardó en llegar Ysasi con el ceño bien apretado, certificando una vez más el desagrado que le provocaba aquella situación. Se pusieron al tanto de los detalles en la mesa más alejada del mostrador, sentados frente a un plato de aceitunas machacadas y un par de vasos de opaco vino de pago. No le fue necesario recurrir al siempre engorroso lenguaje médico para describir el estado de Alan Claydon.
—Hecho un nazareno, pero sin grandes perjuicios.
A continuación relató lo ocurrido: lo mismo que le contara Santos Huesos, pero en versión detallada.
—Pasto de una cuadrilla de bandoleros comunes, de los muchos que asaltan cotidianamente estos caminos del sur. Se les debió de hacer la boca agua al ver el magnífico carruaje inglés que lo trajo desde Gibraltar sin un mal escopetero por escolta; el infeliz súbdito de la reina Victoria no sabe todavía cómo nos las gastamos en este país. Le quitaron hasta el negro de las uñas, coche y cochero incluidos. Medio en cueros dejaron al hijastro, entre pitas y chumberas en el fondo de un barranco. Por fortuna, un arriero que por allí pasaba ya casi de anochecida le oyó pedir auxilio. Tan sólo logró entenderle dos palabras: Jerez y doctor. Pero con gestos le describió mi barba y mis pocas carnes. Y el hombre, que me conocía porque hace unos años lo traté de un tabardillo del que sanó de milagro, se apiadó de él y me lo trajo al hospital.
—¿Y los documentos?
—¿Qué documentos?
—Los que Claydon pretendía que firmara Soledad cuando les retuvo en el dormitorio.
—En la lumbre que les calienta el puchero a los del trabuco, supongo que estarán. Esos vándalos no saben ni firmar con el dedo, así que imagínate lo poco que les interesarán unos cuantos legajos escritos en inglés. De todas maneras, aun sin papeles, seguro que el hijo de Edward tiene muchas otras formas de inculparla: este incidente puede que retrase sus intenciones más inmediatas pero, desde luego, tan pronto regrese a Inglaterra, hallará la manera de contraatacar.
—Así que cuanto más se demore en llegar allí, mejor.
—Sí, pero la solución no es retenerle en Jerez. Lo mejor será mandarlo de vuelta a Gibraltar; entre que llega, se repone y organiza el viaje a Londres, al menos habremos ganado unos días para que los Claydon puedan ponerse a salvo de él.
Rondaba ya el mediodía, y el tabanco de vigas vistas y suelo terrizo se iba llenando de parroquianos. Subía el tono de las voces y el ruido de cristal contra cristal entre carteles de tardes de toros. Tras el mostrador de madera, trajinando con el cachón de botas superpuestas, dos mozos de tiza en la oreja despachaban a chorro los vinos de las bodegas cercanas.
—Del padre no sabemos nada, supongo.
—Pasé anoche por el convento y he vuelto esta mañana. Como era previsible, Inés se niega a verme.
Uno de los camareros se acercó a la mesa con otro par de vasos y un plato de altramuces en las manos, de parte de otro paciente agradecido. Ysasi lanzó el correspondiente ademán de gratitud que alguien recibió en la distancia.
—Soledad me contó las razones, más o menos. Pero a ese muro de piedra que tiene por hermana no parece que se la pueda tumbar ni con barrenos de voladura.
—Simplemente, decidió sacarnos de sus vidas. No hay más.
Alzó el vaso en un amago de brindis.
—El magnetismo de las hermanas Montalvo, amigo mío —añadió con sarcasmo—. Se te meten en los huesos y no hay manera de hacerlas salir.
Mauro Larrea intentó ocultar su desconcierto detrás de un trago contundente.
—La misma atracción que tú sientes ahora por Sol —prosiguió Ysasi— la viví yo por Inés en mi juventud.
El líquido ámbar le quemó el gaznate. Carajo, doctor.
—Y ella me dijo sí, y luego me dijo no, y luego me dijo sí, y después me volvió a rechazar. Para entonces creía haberse enamorado de Edward, pero era tarde. Él ya había hecho su elección.
—Soledad me puso al tanto.
Lo mismo le habría dado al abuelo que la escogida fuera una nieta o la otra: el caso era afianzar el contacto comercial con el mercado inglés de manera indisoluble. Viejo cabrón.
—Después, cuando ocurrió en Doñana lo de Matías apenas días después de la boda de Edward y Sol, y todo en la familia voló por los aires, Inés me rogó que no la abandonara. Juró haber errado al depositar sus afectos en el que ya era marido de su hermana, tener sentimientos encontrados, haberse dejado arrastrar por una fantasía. Me lloró tardes enteras en los bancos de la Alameda Cristina. Vendría a vivir conmigo a Cádiz, prometía. A Madrid, al fin del mundo.
En los ojos negros del médico brilló una sombra de melancolía.
—Seguía queriéndola con toda mi alma, pero mi pobre orgullo herido andaba indómito como un toro bravo de la campiña. Y me negué en un principio, pero luego reflexioné. Cuando regresé a Jerez a pasar la Navidad dispuesto a decirle que sí, ella ya había tomado los hábitos; jamás volví a verla hasta hace dos noches.
Remató el vino de un trago mientras se levantaba, cambió el tono de manera radical.
—Me voy a echarle el alpiste al inglés y a hacer que te lleven el equipaje de la esposa de Gustavo a la Tornería. A ver si entretanto se te ocurre alguno de tus disparates para sacarlo de mi casa y conseguimos dar fin a este deplorable sainete de una vez por todas.
Dejó el vaso sobre la mesa con un golpe áspero. Después, sin despedirse, se marchó.
Media hora más tarde, él se sentaba a comer con Nicolás en la fonda de la Victoria. A ella lo llevó el notario el día de su llegada a la ciudad, cuando aún no se había enredado en la espesa tela de araña de la que ahora no veía manera humana de desprenderse. Y a ella regresaba con su hijo, a la misma mesa, junto a la misma ventana.
Lo dejó explayarse sobre las maravillas de París mientras compartían un pollo estofado. De buena gana se habría saltado el almuerzo para dedicarse al montón de urgencias que le esperaban: acercarse al convento por si lograba mejor suerte que Ysasi, decidir qué hacer con el hijastro, regresar a Cádiz y comprobar que todo estaba en orden en casa de los Fatou. Planear el embarque en el barco de sal, volver al lado de Soledad. Todo aquello lo acuciaba como un zopilote veracruzano sobrevolando una mula muerta pero, en paralelo, era también consciente de que tenía un hijo al que no veía desde hacía cinco meses y que reclamaba al menos una pizca de atención.
Asentía por eso a lo que Nico le iba contando, y preguntaba de tanto en tanto sobre alguna menudencia a fin de no evidenciar que su cabeza andaba por territorios muy lejanos.
—¿Te dije, por cierto, que en una función de la Comédie-Française coincidí con Daniel Meca?
—¿El socio de Sarrión, el de las diligencias?
—Con su hijo mayor.
—¿No andaba ya metido ese chamaco en el negocio?
—Sólo en un principio.
Se llevó a la boca el tenedor con media patata pinchada mientras Nico proseguía.
—Después se vino a Europa. A empezar una nueva vida.
—Pobre Meca —dijo sin pizca de ironía recordando al compañero de tantas tertulias en el café del Progreso—. Menudo disgusto se habrá llevado al ver a su heredero a la fuga.
Seguía estrujándose las meninges para intentar dar soluciones a sus problemas, pero las noticias sobre viejos conocidos mexicanos lo apartaron de ellos momentáneamente.
—Supongo que habrá sido doloroso —apuntó el chico—. Aunque también comprensible.
—Comprensible ¿qué?
—Que los hijos acaben quebrando las expectativas.
—Las expectativas ¿de quién?
—De los padres, lógicamente.
Alzó la mirada del plato y le observó con desasosegante curiosidad. Algo se le estaba escapando.
—¿Adónde quieres llegar, Nico?
El muchacho dio un largo trago de vino; para armarse de valor, lo más seguro.
—A mi futuro.
—¿Y por dónde empieza tu futuro, si puede saberse?
—Por no casarme con Teresa Gorostiza.
Se clavaron los ojos el uno al otro.
—Déjate de pendejadas —murmuró bronco.
La voz joven, sin embargo, sonó nítida.
—No la quiero. Y ni ella ni yo nos merecemos atarnos a un matrimonio infeliz. Por eso vine, para hacértelo saber.
Tranquilo, compadre. Tranquilo. Eso se decía a sí mismo mientras contenía a duras penas el impulso de soltar un puñetazo en la mesa y de gritarle con toda la fuerza de sus pulmones es que perdiste el norte, ¿o qué?
Logró contenerse. Y hablar sereno. Al menos, en un principio.
—No sabes lo que estás diciendo; no sabes a qué te enfrentas si renuncias a ese casamiento.
—¿Al cariño de ella o a la fortuna del padre? —preguntó ácido.
—¡A ambas cosas, rediós! —bramó dando una palmada brutal sobre el mantel.
Como movidos por un resorte, los ocupantes de las mesas vecinas volvieron instantáneas las cabezas hacia los vistosos indianos que habían acaparado toda la atención de la clientela desde que entraron. Ellos callaron, conscientes. Pero mantuvieron las miradas de perros recelosos. Sólo entonces vislumbró Mauro Larrea a quien antes no había visto. Sólo entonces empezó a entender.
Frente a sí ya no tenía al ser quebradizo de los primeros meses tras la muerte de Elvira, ni al cachorro protegido de su infancia, ni al adolescente impulsivo y vibrante que lo suplantó después. Cuando consiguió blindar temporalmente en una esquina del cerebro sus propias contrariedades, cuando fue capaz de mirar a su hijo con detenimiento por primera vez desde que llegara, al otro lado de la mesa encontró sentado a un hombre joven provisto —equivocadamente o no— de una firme determinación. Un hombre joven que en parte se parecía a su madre, y en parte a él, y en parte a nadie salvo a sí mismo, con un carácter en desbordante efervescencia que ya no tenía contención.