La tierra de las cuevas pintadas (25 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Lobo, que esperaba fuera, miró a Ayla con expectación. Esta sonrió, desplazó a un lado a Jonayla, que dormía en su manta de acarreo, y se agachó ante el animal. Cogiendo su cabeza entre las manos, lo miró a los ojos.

—Lobo, me alegro mucho de haberte encontrado. Siempre estás cuando te necesito y es mucho lo que me das —dijo, alborotándole el pelo enmarañado. Luego acercó la frente a la suya—. ¿Vendrás conmigo a la ceremonia matrimonial? —Lobo seguía mirándola—. Ven si quieres, pero creo que te cansarás. ¿Por qué no te vas a cazar? —Se puso en pie—. Puedes irte, Lobo. Vamos, vete a cazar tú solo —indicó, señalando los límites del campamento. Él la miró aún durante un momento y acto seguido se alejó al trote.

Ayla lucía la misma ropa que se puso el día de su emparejamiento con Jondalar, su vestido matrimonial, que había llevado consigo durante todo el año de viaje desde el hogar de los mamutoi, muy al este, hasta el hogar del pueblo de Jondalar, los zelandonii, cuyo territorio se extendía hasta las Grandes Aguas al Oeste. Su traje matrimonial recordó a muchos el gran acontecimiento del año anterior. Varias personas hablaron del peculiar vestido de Ayla cuando volvió a aparecer con él puesto. Pero a la Zelandoni el traje le recordó también las objeciones expresadas por algunos. Aunque en general no abordaban el tema de una manera directa, la Primera sabía que se debía sobre todo a que Ayla era forastera, y una forastera con aptitudes poco comunes.

Esta vez Ayla asistía como espectadora en lugar de participante y le hacía ilusión ver el ritual sin más. Rememorando su propia ceremonia de emparejamiento, recordó que en ese momento los prometidos se hallaban en el alojamiento cercano de menor tamaño, vestidos con sus galas, nerviosos y emocionados. Sus testigos e invitados se colocaban en las primeras filas de la zona reservada al público, delante del resto del campamento.

Se dirigió hacia el amplio espacio donde la gente estaba congregada para los diversos actos en los que participaba el campamento entero. Al llegar, se detuvo a escrutar en la muchedumbre y luego se encaminó hacia los rostros conocidos de la Novena Caverna. Varias personas le sonrieron cuando se acercó, incluidos Jondalar y Joharran.

—Esta noche estás guapísima —dijo Jondalar—. No veía ese vestido desde el año pasado por estas fechas.

Él lucía la sencilla túnica totalmente blanca, decorada sólo con colas de armiño, que ella le había hecho para la ceremonia de emparejamiento. En él quedaba espectacular.

—Ese traje mamutoi te queda muy bien —comentó su hermano. Lo pensaba realmente, pero el jefe de la Novena Caverna también se daba cuenta de la riqueza que exhibía.

Nezzie, la compañera del jefe del Campamento del León, y la mujer que había convencido a los mamutoi para que la adoptaran, había regalado esas prendas a Ayla, confeccionadas a petición de Mamut, el hombre santo que la había adoptado como hija del Hogar del Mamut. En un principio las habían hecho cuando pensaban que Ayla se emparejaría con Ranec, el hijo de la compañera del hermano de Nezzie, Wymez. Este había viajado muy al sur en su juventud, se había emparejado con una mujer de piel oscura muy exótica y había vuelto al cabo de diez años, desgraciadamente perdiendo a su mujer en el camino.

Regresó con historias fantásticas, nuevas técnicas de talla de pedernal y un niño asombroso de piel oscura y rizos negros apretados, a quien Nezzie crio como a un hijo. Entre sus parientes del norte de piel clara y pelo rubio, Ranec era un niño único que siempre causaba entusiasmo. Con los años, llegó a ser un hombre de delicioso ingenio, risueños ojos negros que las mujeres encontraban irresistibles y un talento notable para la talla.

Como todo el mundo, Ayla sentía fascinación por los colores de la piel y el pelo de Ranec, así como por su encanto, pero la atracción entre él y la hermosa forastera era recíproca, cosa que él no disimulaba, despertando unos celos en Jondalar que a él mismo lo asombraron. El hombre alto y rubio de cautivadores ojos azules siempre había sido irresistible para las mujeres, y no supo manejar una emoción que nunca antes había experimentado. Ayla no comprendió su comportamiento anómalo, y al final prometió emparejarse con Ranec porque creyó que Jondalar ya no la amaba, y el tallador moreno, con su mirada risueña, le gustaba de verdad. El Campamento del León se encariñó con Ayla y Jondalar el invierno que pasaron con los mamutoi, y todos percibieron claramente los conflictos emocionales de los tres jóvenes.

Nezzie, en particular, desarrolló un fuerte vínculo con Ayla por cómo atendía y comprendía a Rydag, el niño poco común que la mujer había adoptado, que era débil, incapaz de hablar y mixto, con sangre del clan. Ayla trató la debilidad de su corazón y le proporcionó una vida más cómoda. También enseñó a Rydag el lenguaje de los signos del clan, y la facilidad y rapidez con que aprendió la llevó a deducir que poseía los recuerdos del clan. Enseñó a todo el Campamento del León una forma simplificada de ese lenguaje sin palabras para que el niño pudiera comunicarse con ellos, lo que lo hizo muy feliz, y a Nezzie la colmó de júbilo. Ayla no tardó en quererlo. En parte, porque Rydag le recordaba a su propio hijo, a quien había tenido que abandonar, pero más por él mismo, aunque al final no fue capaz de salvarlo.

Cuando Ayla decidió regresar a casa con Jondalar en lugar de quedarse para emparejarse con Ranec, Nezzie, pese a que sabía lo mucho que la marcha de Ayla dolía al sobrino criado por ella, regaló a la joven las hermosas prendas que le había confeccionado, y le dijo que se las pusiera en su ceremonia de emparejamiento con Jondalar. Ayla no era entonces plenamente consciente de la riqueza y el prestigio que transmitían esas prendas matrimoniales, pero Nezzie sí, y también Mamut, el perspicaz y anciano jefe espiritual. Habían deducido que Jondalar, por su porte y sus modales, procedía de un grupo de gran prestigio, y Ayla necesitaría algo que le otorgase una buena posición entre ellos.

Aunque Ayla no entendía del todo el prestigio que confería su traje matrimonial, sí percibía la calidad de la factura. Las pieles empleadas para la túnica y los calzones eran de ciervo y antílope saiga, de un color amarillo dorado, terroso, casi como su pelo. Parte del color se debía a las clases de madera empleadas para ahumar las pieles a fin de que conservaran la elasticidad, y parte a las mezclas de ocres amarillo y rojo añadidas. Había requerido un gran esfuerzo raspar las pieles para que quedaran suaves y flexibles, pero en lugar de darles el acabado sedoso parecido al ante de la gamuza, habían bruñido el cuero y le habían restregado los ocres mezclados con grasa mediante una herramienta suavizadora de marfil, lo que daba al cuero un acabado brillante, luminoso, gracias al cual esa piel suave era casi impermeable.

La larga túnica, cosida con finas puntadas, caía por detrás formando un triángulo invertido. Se abría por delante y, por debajo de las caderas, ambas partes se estrechaban de modo que al unirse creaban otro triángulo invertido. Los calzones eran ajustados salvo en torno a los tobillos, donde podían plegarse cuidadosamente o extenderse hasta por debajo del talón, en función del calzado elegido. Pero la calidad de la confección básica no era más que el trabajo de fondo para aquel extraordinario conjunto. El esfuerzo puesto en la ornamentación lo convertía en una exquisita creación de singular belleza y valor.

Adornaban la túnica y la parte inferior de los calzones elaborados dibujos geométricos formados principalmente por cuentas de marfil, con algunas secciones rellenas por entero. Los bordados de colores aportaban definición a las figuras geométricas hechas con cuentas. Empezaban con triángulos invertidos, dispuestos horizontalmente en zigzag y verticalmente en forma de diamantes y galones, y luego pasaban a complejas figuras, tales como espirales rectangulares y romboides concéntricos. Para dar realce a las cuentas de marfil, habían incluido cuentas de ámbar, unas más claras que la piel y otras más oscuras, pero de la misma tonalidad. Las prendas llevaban cosidas más de cinco mil cuentas de marfil hechas de colmillos de mamut, cada una tallada, perforada y abrillantada a mano.

Una faja tejida a dedo con dibujos geométricos similares ceñía la túnica en la cintura. Tanto el bordado como el cinturón eran de hilos cuyos colores naturales no requerían tinte: pelo rojo de mamut lanudo, lana de muflón color ebúrneo, cordones marrones de piel de almizclero y pelo negro rojizo de rinoceronte lanudo. Las fibras eran valiosas no sólo por sus colores; todas procedían de animales peligrosos y difíciles de cazar.

La factura del traje entero era magnífica hasta el último detalle; entre los zelandonii bien informados, saltaba a la vista que alguien había adquirido los mejores materiales y reunido a los artesanos más diestros y consumados para realizar esas prendas.

Cuando la madre de Jondalar las vio por primera vez el año anterior, supo que la persona que había encargado el traje inspiraba gran respeto y ocupaba una posición muy alta en su comunidad. Era evidente que su confección había requerido un gran esfuerzo y mucho tiempo, y aun así se lo habían obsequiado a Ayla al marcharse. Los beneficios de los recursos y el trabajo invertidos en su elaboración no permanecerían en la comunidad en la que el traje se había confeccionado. Ayla contó que la había adoptado un anciano espiritual a quien llamaba Mamut, un hombre que obviamente poseía tal poder y prestigio —riqueza, de hecho— que podía permitirse regalar el conjunto matrimonial y el valor que representaba. Nadie lo entendió mejor que Marthona.

De hecho, Ayla había llevado su propia dote, lo que le permitía aportar a la relación el prestigio necesario, con lo que emparejarse con ella no implicó una pérdida de posición para Jondalar o los suyos. Marthona tuvo especial interés en mencionárselo a Proleva, quien, como ella sabía, se lo diría a su hijo primogénito. Joharran se alegró de tener una nueva ocasión de ver la preciada posesión, ahora que entendía plenamente su valor. Se daba cuenta de que con los debidos cuidados —y estaba seguro de que los recibiría—, el traje duraría mucho tiempo. Los ocres empleados para bruñir el cuero no sólo añadían color y lo impermeabilizaban, sino que ayudaban a conservar el material y a protegerlo de los insectos y sus huevos. Lo más probable era que lo llevaran también los hijos de Ayla, y posiblemente los hijos de estos, y cuando el cuero por fin se desintegrase, las cuentas de ámbar y marfil podrían reutilizarse durante muchas más generaciones.

Joharran conocía el valor de las cuentas de marfil. Recientemente había tenido ocasión de adquirir unas cuantas mediante un trueque, para él pero sobre todo para su compañera, y al recordar la transacción, contempló las ricas y lujosas prendas de Ayla con admiración renovada. Al mirar alrededor, advirtió que muchos la observaban con disimulo.

El año anterior, cuando Ayla se puso el traje para su ceremonia matrimonial, todo en ella resultaba extraño y poco común, empezando por ella misma. Ahora la gente se había acostumbrado a su presencia, a su manera de hablar y a los animales que tenía bajo su control. Como miembro de la zelandonia, se la veía con respeto y, por consiguiente, su rareza parecía más normal, si es que podía considerarse normal a un Zelandoni. Pero con el traje volvía a destacar, traía a la memoria de los demás su origen foráneo, pero también la riqueza y el prestigio que la acompañaban.

Entre quienes la observaban se hallaban Marona y Wylopa.

—Mírala, exhibiendo ese traje —comentó Marona a su prima con una expresión rebosante de envidia. De buena gana lo habría lucido ella—. Has de saber, Wylopa, que ese traje de boda debería haber sido mío. Jondalar me lo prometió. Debería haberse emparejado conmigo al volver, y haberme regalado a mí ese traje. —Se interrumpió. Con desprecio, añadió—: Además tiene las caderas demasiado anchas para ese traje.

Mientras Ayla y los demás se abrían paso hacia el lugar que la Novena Caverna había solicitado para presenciar las celebraciones, Jondalar y su hermano vieron a Marona. Esta observaba a Ayla con tal malevolencia que Joharran temió por ella. Se volvió hacia Jondalar, que también había visto el odio en los ojos de Marona, y ambos hermanos cruzaron una mirada elocuente.

Joharran se acercó a Jondalar.

—Sabes que si tiene la oportunidad, le creará problemas a Ayla algún día —dijo el jefe en un susurro.

—Creo que tienes razón, y la culpa es mía, me temo —convino Jondalar—. Marona está convencida de que le prometí emparejarme con ella. No lo hice, pero entiendo qué la llevó a pensarlo.

—La culpa no es tuya, Jondalar. La gente tiene derecho a tomar sus decisiones —respondió Joharran—. Estuviste ausente mucho tiempo. Ella no tenía ningún derecho sobre ti, y no debería haberse formado tantas expectativas. Al fin y al cabo, se emparejó y separó durante tu ausencia. Tú hiciste una elección mejor, y ella lo sabe. Sencillamente no soporta que hayas traído a alguien que tiene más que ofrecer que ella. Por eso intentará crear problemas algún día.

—Quizá estés en lo cierto —dijo Jondalar, pese a que se resistía a aceptarlo. Deseaba conceder a Marona el beneficio de la duda.

Una vez iniciada la ceremonia, los dos hermanos se concentraron en ella y dejaron de pensar en esa mujer celosa. No habían reparado en otro par de ojos puestos en Ayla: los del primo de ambos, Brukeval. Este había admirado la forma en que Ayla afrontó las risas desdeñosas de la caverna cuando Marona, con un engaño, la indujo a vestir un conjunto inapropiado aquel primer día. Cuando se vieron esa noche, Ayla reconoció su apariencia del clan y se sintió a gusto con él. Lo trató con una familiaridad desenvuelta a la que Brukeval no estaba acostumbrado, y menos viniendo de una mujer hermosa.

Luego, cuando Charezal, el desconocido de una lejana caverna de los zelandonii, empezó a burlarse de él, llamándolo despectivamente cabeza chata, Brukeval montó en cólera. Los niños de la caverna lo habían motejado así desde que guardaba memoria, y obviamente eso había llegado a oídos de Charezal. También se había enterado de que la mejor manera de obligar a reaccionar al extraño primo del jefe era lanzando insinuaciones sobre su madre. Brukeval nunca conoció a su madre, murió poco después de nacer él, pero eso bastó para idealizarla. Ella no era uno de esos animales. No podía serlo, ni él tampoco.

Aunque sabía que Ayla era la mujer de Jondalar, y le era del todo imposible arrebatársela a su primo alto y apuesto, sintió una gran admiración al verla enfrentarse a las risas de todos y no sucumbir al ridículo. Para él, fue amor a primera vista. Pese a que Jondalar siempre lo había tratado bien y nunca había participado en las burlas de los demás, en ese momento lo odió, y odió también a Ayla por no poder tenerla.

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