La tierra de las cuevas pintadas (24 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Además, la mujer era una entrometida, presentándose en su casa con comida y mantas para hacer ver que era muy buena, cuando en realidad su único propósito era vigilarlo a él. Ahora Laramar ni siquiera tenía un alojamiento adonde ir, al menos no uno que sintiera suyo. Los niños se comportaban como si la morada de verano les perteneciera a ellos. Pero seguía siendo su hogar, y lo que él hacía en su propio hogar no era asunto de nadie.

Afortunadamente quedaban aún los alojamientos alejados. En realidad le gustaba dormir allí, donde no lo despertaban los niños con su llanto, ni su compañera cuando llegaba borracha y provocaba una pelea. En el alojamiento alejado donde pasaba la noche, la mayoría de los hombres eran mayores y no se molestaban mutuamente. No era un lugar bullicioso como los alojamientos alejados de otros hombres más jóvenes, aunque si Laramar ofrecía un trago de barma a alguno de sus compañeros, bebía con él gustosamente. Era una pena que en la Novena Caverna no hubiera alojamientos alejados.

A lomos de Whinney, Ayla rodeó lentamente el gran alojamiento de la zelandonia tirando de la angarilla y abandonó el campamento de la Reunión de Verano volviendo por donde había llegado. Jondalar la siguió llevando por el ronzal a Corredor y Gris. La zona donde ese año se había instalado la Reunión de Verano, llamada Vista del Sol por el nombre de la caverna más cercana, solía emplearse como campamento siempre que se celebraba una reunión multitudinaria. Cuando llovía, acarreaban hasta allí piedras desde el río y las paredes de roca cercanas para pavimentarla, sobre todo si se embarraba más de lo normal. Cada año se añadían más, y ahora el recinto de acampada quedaba delimitado por la amplia zona empedrada.

Cuando dejaron atrás ese espacio pavimentado y los límites del campamento, ya en medio de una pradera en las tierras llanas de aluvión, Ayla se detuvo.

—Retiremos la angarilla a Whinney y dejemos aquí los caballos un rato para que pasten —propuso—. No creo que se vayan lejos, y si es necesario, podemos llamarlos con un silbido.

—Buena idea —coincidió Jondalar—. La mayoría de la gente sabe ya que no debe molestarlos si nosotros no estamos cerca para vigilarlos. Les quitaré también los arneses.

Mientras atendían a los caballos, vieron acercarse a Lanidar, todavía con su funda especial para el lanzavenablos. Saludó con la mano y luego silbó, y en respuesta recibió un relincho de bienvenida de Whinney y Corredor.

—Venía a ver a los caballos —explicó—. El año pasado disfruté mucho observándolos y conociéndolos mejor, pero este verano he pasado muy poco tiempo con ellos, y ni siquiera conozco a la cría de Whinney. ¿Creéis que se acuerdan de mí?

—Sí. Han contestado a tu silbido, ¿no? —respondió Ayla.

Lanidar llevaba unos trozos de manzana silvestre seca en un pliegue de la túnica y dio de comer de la mano primero al joven corcel y luego a su madre; después se agachó y alargó el brazo para dar un trozo de fruta a la potranca. Esta al principio se quedó cerca de las patas traseras de Whinney. Aunque Gris aún mamaba, había empezado a comer hierba imitando a su madre, y era evidente que sentía curiosidad. Lanidar esperó pacientemente, y al cabo de un momento la potranca se acercó a él poco a poco.

La yegua observaba, pero no animó ni contuvo a la potranca. Al final, Gris sucumbió a la curiosidad y olisqueó la mano abierta de Lanidar para ver qué contenía. Tomó un trozo de manzana con la boca y luego lo soltó. Lanidar lo recogió y volvió a intentarlo. Aunque no tenía tanta experiencia como su madre, consiguió usar los incisivos y los flexibles labios y lengua para introducírselo en la boca y morder. Era una experiencia nueva para ella, y un sabor nuevo, pero le interesaba más Lanidar. Cuando él empezó a acariciarla y a rascarla en sus lugares favoritos, la conquistó. Al erguirse, el muchacho sonreía de oreja a oreja.

—Pensábamos dejar a los caballos un rato en este campo y venir a ver cómo estaban de vez en cuando —explicó Jondalar.

—Yo los vigilaré con mucho gusto, como el año pasado —se ofreció Lanidar—. Si surge algún problema, iré a buscaros, o silbaré.

Ayla y Jondalar se miraron y sonrieron.

—Te estaría muy agradecida —dijo ella—. Quería dejarlos aquí para que la gente vaya acostumbrándose a verlos, y para que ellos se sientan más cómodos con la gente, sobre todo Gris. Si te cansas o tienes que marcharte, avisa con un buen silbido o ven a decírnoslo a uno de nosotros.

—De acuerdo.

Abandonaron el campo quedándose mucho más tranquilos respecto a los caballos. Cuando volvieron al atardecer para invitar a Lanidar a compartir una comida con su caverna, vieron que varios muchachos, así como unas cuantas jóvenes, incluida Lanoga con su hermana menor a cuestas, habían ido a visitarlo. Cuando Lanidar vigilaba a los animales el año anterior, estos se hallaban en el cercado y el prado más próximo al lugar de acampada de la Novena Caverna, a cierta distancia del campamento principal. Poca gente iba allí y en aquel entonces él tenía pocos amigos, pero ahora, como había desarrollado una gran destreza con el lanzavenablos e iba de caza habitualmente, gozaba de mayor prestigio. También había ganado amigos y, por lo visto, unas cuantas admiradoras.

Los jóvenes, a lo suyo, no advirtieron la llegada de Ayla y Jondalar. Este se alegró de ver que Lanidar se comportaba de manera tan responsable, sin permitir que el grupo de jóvenes se apiñara en torno a los caballos, en particular de Gris. Naturalmente había permitido a los visitantes acariciarlos y rascarlos, pero sólo dejaba que se acercaran uno o dos a la vez. Cuando los caballos se cansaban de tanta atención y querían sólo pastar, él parecía darse cuenta y con firmeza notable ordenaba a los otros jóvenes que los dejaran tranquilos. La pareja no sabía que un rato antes había echado de allí a unos muchachos por envalentonarse más de la cuenta, amenazándolos con decírselo a Ayla, que era, les recordó, acólita de la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.

Los zelandonia eran aquellos a quienes la gente acudía en busca de ayuda y socorro, y aunque respetados, incluso reverenciados, y en muchos casos queridos, suscitaban también cierto miedo. Los zelandonia tenían acceso íntimo al otro mundo, el mundo de los espíritus, el lugar temible al que uno se iba cuando el elán —la fuerza vital— abandonaba su cuerpo. Poseían asimismo otros poderes fuera de lo común. Los jóvenes solían difundir rumores, y a los chicos en particular les gustaba amedrentar a los otros contándoles historias sobre lo que un zelandoni era capaz de hacerles, sobre todo a sus partes viriles, si lo encolerizaba.

Todos sabían que Ayla era una mujer normal con un compañero y un bebé, pero también era acólita, miembro de la zelandonia, y forastera. Bastaba oírla hablar para percibir claramente su procedencia foránea y tomar conciencia de que venía de otro sitio, un sitio muy lejano, tanto que nadie se había acercado allí ni remotamente, salvo Jondalar. Pero Ayla también exhibía aptitudes extraordinarias, como el dominio sobre los caballos y un lobo. ¿Quién sabía de qué sería capaz? Algunos incluso miraban con recelo a Jondalar, pese a que él era zelandonii de nacimiento, por las costumbres extrañas que había adquirido mientras estaba fuera.

—Yo os saludo, Ayla y Jondalar, y también a ti, Lobo —dijo Lanidar, y algunos de los jóvenes visitantes a quienes había pasado inadvertida su llegada se volvieron bruscamente. Fue como si aparecieran de pronto. Pero Lanidar sí había percibido que se acercaban. Había notado un cambio en el comportamiento de los caballos. Pese a la débil luz crepuscular, los animales sintieron su presencia y se encaminaron hacia ellos.

—Yo te saludo, Lanidar —respondió Ayla—. Tu madre y tu abuela están en el campamento de la Séptima Caverna, junto con casi toda la Novena. Estás invitado a compartir una comida con ellos.

—¿Quién vigilará a los caballos? —preguntó el muchacho, agachándose para acariciar a Lobo, que se había acercado a él.

—Nosotros ya hemos comido. Los llevaremos a nuestro campamento —contestó Jondalar.

—Gracias por vigilarlos, Lanidar —dijo Ayla—. Te agradezco tu ayuda.

—Me gusta hacerlo. Puedo vigilarlos siempre que queráis —respondió Lanidar. Lo decía en serio. No sólo disfrutaba de la compañía de los animales, sino que además le complacía la atención que recibía gracias a ellos. Cuidando de ellos, había atraído a varios muchachos curiosos, y también a varias jóvenes.

Con la llegada de la Primera Entre Quienes Servían, el campamento de la Reunión de Verano pronto se vio inmerso en la habitual actividad frenética de la temporada. Los Ritos de los Primeros Placeres plantearon las complicaciones de costumbre, pero en ningún caso tantas como en el de Janida el año anterior, que se presentó embarazada antes de sus Primeros Ritos. Para colmo la madre de Peridal se opuso al emparejamiento de su hijo con la muchacha. La reticencia de la madre tenía su lógica, ya que su hijo contaba sólo trece años y medio, y Janida trece.

Pero el problema no era sólo su juventud. Aunque la madre de Peridal se negaba a admitirlo, la Primera estaba convencida de que también se resistía porque una muchacha que compartía placeres antes de los Primeros Ritos perdía prestigio. Por otro lado, como Janida estaba embarazada, también adquiría prestigio. Varios hombres mayores se habían mostrado más que dispuestos a ofrecerle su hogar y acoger a su hijo, pero ella sólo había compartido placeres con Peridal, y lo quería a él. Había accedido no sólo porque él se lo había solicitado con gran insistencia, sino también porque lo amaba.

Después de los Primeros Ritos, llegó el momento de organizar la primera ceremonia matrimonial del verano. Pero entonces se divisó no muy lejos de allí una enorme manada de bisontes, y los jefes decidieron que debía llevarse a cabo una gran cacería antes de los Ritos Matrimoniales. Joharran lo consultó con la Primera, y ella accedió a posponer la ceremonia.

Deseaba que Jondalar y Ayla empleasen los caballos para ayudar a conducir los bisontes hasta el cerco construido para acorralar a la manada. La utilidad de los lanzavenablos se pondría de manifiesto a la hora de capturar a aquellos animales que eludieran el cerco. El jefe de la Novena Caverna seguía animando a la gente a ver cómo podía arrojarse una lanza a una distancia mayor, y con menor riesgo, usando el lanzavenablos. Estos utensilios estaban convirtiéndose ya en el arma preferida de la mayoría de aquellos que habían tenido oportunidad de verlos en acción. La cacería de leones era ya un hecho sabido en la reunión; los cazadores de leones habían contado con entusiasmo la historia del peligroso enfrentamiento.

La nueva arma había recibido una excelente acogida entre los cazadores más jóvenes, pero también entre unos cuantos mayores. Quienes mostraban menos interés eran los que dominaban el lanzamiento a mano. Se sentían cómodos cazando como siempre lo habían hecho y no se morían de ganas por aprender un método nuevo a esas alturas de su vida. Después de la cacería, la carne y las pieles se pusieron en conservación o se apartaron para su procesado posterior, y por entonces eran ya muchos los que opinaban que la primera ceremonia matrimonial se había retrasado demasiado.

El día de la ceremonia de emparejamiento comunal amaneció claro y soleado, y se respiraba un ambiente de expectación en todo el campamento, no sólo entre quienes participarían. Era una celebración que todos aguardaban ilusionados, a la que todos asistirían. La ceremonia incluía la aprobación de las parejas recién unidas, expresada públicamente por todos los presentes en la Reunión de Verano. Los emparejamientos implicaban un cambio en los títulos y los lazos no sólo para las parejas nuevas y sus familias; la posición social de casi todo el mundo se alteraba en mayor o menor medida, en función de la proximidad de las relaciones de parentesco.

La ceremonia matrimonial del año anterior había sido un momento tenso para Ayla, no sólo porque se celebraba la suya, sino porque acababa de llegar y era el centro de atención. Deseaba granjearse el agrado y la aceptación de la gente de Jondalar y trataba de integrarse. Lo consiguió en la mayoría de los casos, pero no en todos.

Ese año los jefes y los antiguos jefes, así como los zelandonia, estaban sentados estratégicamente para poder contestar cuando la Primera pidiese las respuestas a los presentes, que para ella equivalían a su aprobación. El año anterior la Primera no había visto con buenos ojos los titubeos entre algunos de los asistentes cuando pidió las respuestas de conformidad para Ayla y Jondalar, y no deseaba que eso se convirtiera en algo habitual. Quería que las ceremonias se desarrollasen sin incidentes.

Los festejos posteriores se esperaban con entusiasmo. La gente preparaba sus mejores platos y lucía sus mejores galas, pero la fiesta del emparejamiento no sólo era un momento de júbilo para los contrayentes, sino también la ocasión idónea para organizar una Festividad de la Madre. Era entonces cuando se inducía a todos a honrar a la Gran Madre Tierra compartiendo Su don del placer, con el mayor número posible de apareamientos y uniones, y con quien uno quisiese siempre y cuando el sentimiento fuera mutuo.

Se animaba a la gente a honrar a la Madre, pero no era obligatorio. Ciertas zonas se destinaban a quienes no deseaban participar. Los niños quedaban excluidos, aunque si algunos de ellos empezaban a agitarse imitando a los adultos, solían despertar sonrisas indulgentes. Había adultos a quienes no les apetecía, en particular los enfermos, los heridos, los convalecientes, o aquellos que sencillamente estaban cansados, así como las mujeres que acababan de dar a luz o tenían la luna y sangraban. Unos pocos zelandonia, que sobrellevaban ciertas pruebas por las que se les exigía abstenerse de los placeres durante cierto período, se ofrecían voluntariamente a atender a los niños pequeños y ayudar a los demás.

La Que Era la Primera se hallaba sentada en un taburete en el alojamiento de los zelandonia. Apuró el vaso de infusión de flores de espino y nébeda y declaró:

—Ha llegado el momento.

Entregó el vaso vacío a Ayla, se levantó y se dirigió al fondo del alojamiento, hasta un pequeño acceso, secundario, un poco escondido, camuflado en el exterior por una construcción empleada para guardar leña de reserva.

En un gesto habitual, espontáneo, Ayla olfateó el vaso, y casi inconscientemente identificó los ingredientes y dedujo que la mujer corpulenta debía de tener la luna. La nébeda, planta perenne, de un metro de altura, con hojas sedosas y flores de colores blanco, rosa y violeta dispuestas en verticilos, era un sedante suave que aliviaba la tensión y los retortijones. Sin embargo, en cuanto al espino, Ayla no lo tenía tan claro. Poseía un sabor muy característico, que tal vez le gustaba a la Primera, pero también era uno de los ingredientes empleados por ella en los preparados medicinales que elaboraba para Marthona. Ayla sabía ya que los remedios administrados por la Zelandoni a la madre de Jondalar eran para el corazón, el músculo del pecho que bombeaba la sangre. Ella había visto músculos del corazón similares en los animales que cazaba y posteriormente descuartizaba. Con el espino, el corazón bombeaba de manera más vigorosa y rítmica. Dejó el vaso y salió por la entrada principal.

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