La tierra de las cuevas pintadas (62 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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El segundo día, poco después de emprender el camino, los viajeros se tropezaron con ciertas dificultades. El río que seguían se había ensanchado y las orillas estaban cada vez más encharcadas y cubiertas de vegetación, por lo que no era fácil caminar cerca del agua. Era ya media mañana y llevaban un rato subiendo por la empinada ladera de un promontorio. Al final llegaron a la cima de una loma, y desde allí contemplaron el valle. Altos montes circundaban una franja larga de tierra llana, dominada por una prominencia de laderas escarpadas con vistas a la confluencia de tres ríos: uno grande que procedía del este y seguía, serpenteante, hacia el oeste; un gran afluente que nacía en el noreste, y el más pequeño, que era el que seguían. Justo frente a ellos, en un llano entre dos de los ríos, se veían innumerables refugios, alojamientos y tiendas de verano. Habían llegado al campamento de la Reunión de Verano de los zelandonii que vivían en las tierras al sur del Gran Río, en el territorio de la Séptima Caverna.

Uno de los vigías entró corriendo en el alojamiento de los zelandonia.

—¡Nunca adivinaríais qué viene hacia aquí! —anunció a bocajarro.

—¿Qué viene? —preguntó el Zelandoni de la Séptima Caverna.

—Personas, pero eso no es todo.

—Ya están aquí todas las cavernas —dijo otro Zelandoni.

—En ese caso deben de ser visitas —señaló el Séptimo.

—¿Esperábamos visitas este año? —preguntó el Zelandoni de mayor edad de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur mientras todos se levantaban y se dirigían hacia la salida.

—No, pero con las visitas ya se sabe —respondió el Séptimo.

Cuando los zelandonia salieron, lo primero que vieron acercarse no fue el grupo de personas, sino los tres caballos, que arrastraban una especie de vehículos, en dos de ellos iban montadas personas, un hombre y una niña. Una mujer caminaba delante de un caballo que tiraba de un artefacto distinto, y cuando se aproximaron, algo que se movía junto a la mujer cobró forma de lobo. De pronto el Séptimo recordó las historias contadas por algunas personas que se habían detenido allí en el camino de vuelta de un viaje al norte. Hablaban de una forastera con unos caballos y un lobo. Entonces ató cabos.

—Si no me equivoco —dijo el hombre alto, barbudo y de pelo castaño, levantando la voz lo suficiente para que los demás zelandonia lo oyeran—, nos visitan la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra y su acólita. —Dirigiéndose a un acólito que tenía al lado, indicó—: Ve a reunir a tantos jefes como te sea posible y tráelos aquí.

El joven echó a correr.

—¿No se suponía que era una mujer corpulenta, muy imponente, según tengo entendido? Para una mujer tan grande, sería un viaje demasiado largo —dijo una Zelandoni un tanto regordeta.

—Ya veremos —respondió el Séptimo. Como el emplazamiento más sagrado de esa región se hallaba cerca de la Séptima Caverna, por lo general, aunque no siempre, se reconocía al Zelandoni de la Séptima como jefe de la zelandonia local.

Se había congregado más gente alrededor, y los jefes de distintas cavernas empezaron a llegar. Apareció la jefa de la Séptima y se detuvo al lado del Zelandoni de la Séptima.

—Alguien ha dicho que venía la Primera de visita. ¿Es verdad? —preguntó.

—Creo que sí —respondió el Zelandoni—. ¿Te acuerdas de aquellos visitantes que vinieron hace unos años? ¿Los de muy al sur?

—Sí, me acuerdo. Ahora que lo dices, creo recordar que, según contaron, en una de las cavernas del norte vivía una forastera con un gran control sobre los animales, en particular los caballos —dijo la mujer. Aunque sus tatuajes eran similares a los del Zelandoni, los llevaba en el lado opuesto de la frente.

—Me dijeron que era acólita de la Primera —explicó el Zelandoni—. Apenas la vieron porque tenían que marcharse. Su compañero era un zelandonii que hizo un largo viaje, de cinco años o más, y se la trajo de vuelta a casa. También él e incluso la hija de la mujer controlaban a los caballos, y además tenían un lobo. Sospecho que son ellos quienes vienen. Y supongo que la Primera los acompaña.

«Tienen buenos vigías», se dijo la Primera cuando se acercaban a un amplio alojamiento, que, imaginó, era para los zelandonia. Parecían haber reunido un comité de recepción numeroso. Ayla ordenó a Whinney que se detuviera, y cuando la Primera se aseguró de que no habría sacudidas de último momento, se puso en pie y, con agilidad y elegancia, se apeó de la parihuela especial. «Por eso puede viajar tan lejos», pensó la Zelandoni regordeta.

Los zelandonia, los jefes y los visitantes intercambiaron los saludos formales y se identificaron. Los jefes de las cavernas de las que procedían los jóvenes cazadores también se alegraron de verlos. Su alojamiento estaba vacío y nadie los veía desde hacía varios días. Sus familias, que habían empezado a preocuparse, querían mandar una partida en su búsqueda. Como llegaban con visitantes, sin duda habría allí una historia que contar.

—¡Dulana! —gritó alguien.

—¡Madre! ¡Has venido! —exclamaron a coro dos voces infantiles y felices.

El anciano Zelandoni de la Cuarta Caverna de las Tierras del Sur alzó la vista, sorprendido de ver a la mujer. Desde las quemaduras, su abatimiento era tan grande que en ningún momento se había animado a salir de su morada, y sin embargo allí estaba, en la Reunión de Verano. Tendría que hacer alguna que otra indagación para averiguar a qué se debía ese cambio de actitud.

De inmediato se planeó una gran celebración, con banquete y Festividad de la Madre para dar la bienvenida a los visitantes y a la Primera, y cuando se supo que querían ir a su emplazamiento sagrado, el Zelandoni de la Séptima comenzó a organizarlo. La mayoría de las ceremonias habituales de la Reunión de Verano se habían realizado ya, salvo la última Matrimonial, y la gente había iniciado los preparativos para marcharse, pero con la llegada de los visitantes casi todos decidieron quedarse un poco más.

—Es posible que tengamos que salir de caza y quizá recolectar —dijo la jefa de la Séptima.

—Los cazadores, incluidos vuestros jóvenes, consiguieron cortar el paso a una manada de ciervos rojos migratorios antes de irnos —explicó la Primera—. Se cobraron varias piezas, y hemos traído casi toda la carne.

—Sólo las vaciamos —dijo Willamar—. Habrá que despellejarlas, descuartizarlas y asarlas o secarlas pronto.

—¿Cuántos ciervos habéis traído? —preguntó la jefa de la Séptima Caverna.

—Uno para cada uno de vuestros jóvenes cazadores, siete en total —contestó Willamar.

—¡Siete! ¿Cómo habéis hecho para traer tantos? ¿Dónde están? —preguntó un hombre.

—¿Quieres enseñárselos, Ayla? —propuso Willamar.

—Con mucho gusto —contestó Ayla.

Los que estaban cerca repararon en su acento y supieron que era la forastera de quien habían oído hablar. Muchos los siguieron a ella y Jondalar hasta donde los caballos aguardaban pacientemente. Corredor y Gris llevaban unas angarillas nuevas que parecían cargadas hasta los topes de hojas de anea. Cuando Ayla empezó a retirarlas, enseguida quedaron a la vista bajo las plantas varios ciervos rojos muertos de distintos tamaños y edades, hembras y crías. La anea que los cubría servía sobre todo para protegerlos de los insectos.

—Vuestros jóvenes fueron cazadores muy entusiastas —explicó Jondalar. Se abstuvo de añadir que no habían sido muy selectivos—. Todas estas piezas son suyas. Deberían dar para un buen banquete.

—También podemos comer las aneas —dijo una voz desde el grupo de espectadores.

—Están a vuestra disposición —respondió Ayla—. Había más en el lugar donde nos hemos desviado del río, y otras cosas muy ricas.

—Supongo que ya habréis recogido todas las plantas que crecían cerca del campamento —comentó La Que Era la Primera.

Le respondieron con gestos y palabras de asentimiento.

—Si alguno de vosotros está dispuesto a montar en las angarillas, podemos llevarlo hasta el río, donde crecen, y traer lo que recolectéis —propuso Ayla.

Varios de los jóvenes se miraron y se apresuraron a ofrecerse voluntarios. Fueron a buscar palos de cavar y cuchillos. Y bolsas de redecilla ancha y cestas para la carga. En una parihuela normal, podían viajar semireclinadas dos o tres personas, pero en la que habían construido especialmente para la Primera, dos personas de tamaño normal podían ir sentadas, una al lado de la otra, o tres si eran muy delgadas.

Cuando se pusieron en marcha, Jondalar, Ayla y Jonayla montaron a lomos de Corredor, Whinney y Gris, mientras los caballos llevaban a otras seis personas en las angarillas. Lobo los seguía. Cuando llegaron al lugar donde los viajeros se desviaron del río, detuvieron a los caballos y los jóvenes se apearon, muy ufanos después de ese inusual paseo. A continuación, todos se dispersaron para recolectar. Ayla desenganchó las angarillas para dejar que descansaran los caballos, y los animales pastaron mientras los recolectores trabajaban. Lobo olfateó por allí y de pronto se adentró en el bosque tras un rastro.

A media tarde estaban de regreso en el campamento. En su ausencia, la colaboración de muchas manos había aligerado el trabajo de preparar los ciervos rojos, y buena parte de la carne estaba ya asada. Ya habían empezado a curar algunas de las pieles para convertirlas en cuero, que podría emplearse para confeccionar prendas de vestir y otros objetos útiles.

El banquete y la celebración se prolongaron hasta bien entrada la noche, pero Ayla estaba cansada y en cuanto se hubo organizado la visita al emplazamiento sagrado, y pudo retirarse discretamente, fue a su tienda de viaje con Jonayla y Lobo para pasar la noche. Jondalar conoció a otro tallador de pedernal y se enfrascó en una conversación sobre las virtudes del pedernal de distintos lugares; de la zona en la que se encontraban proveía parte del mejor mineral de la región.

Dijo a Ayla que no tardaría en reunirse con ella, pero para cuando llegó a la tienda, Ayla y Jonayla dormían profundamente, junto con algunos de sus compañeros de tienda. Esa noche la Primera se quedó en el alojamiento de los zelandonia. Habían invitado a Ayla, y aunque ella sabía que a su Zelandoni le habría gustado que se relacionara más con las doniers locales, prefirió quedarse con su familia, y la Primera no insistió. Amelana fue la última en volver. Pese a que Ayla le había dicho que probablemente durante el embarazo no era bueno tomar ciertas bebidas que embriagaban, estaba un tanto achispada. Se fue derecha a la cama, esperando que Ayla no se diese cuenta.

A primera hora de la mañana siguiente, despertaron a Amelana para preguntarle si quería visitar el lugar sagrado, pero rehusó el ofrecimiento, diciendo que se había cansado más de la cuenta el día anterior y sentía que debía reposar. Ayla y la Primera sabían que padecía el malestar de la mañana después. Ayla se sintió tentada de dejarla sufrir, pero por el bien del nonato, le preparó un poco de la medicina especial que antes elaboraba para Talut, el jefe del Campamento del León de los mamutoi, a fin de aliviarle el dolor de cabeza y el estómago revuelto que acompañaban a ciertos abusos. Aun así, la joven prefirió quedarse acostada entre sus pieles de dormir.

Jonayla tampoco quiso ir. Después de su experiencia con los hombres que querían cazar sus caballos, le preocupaba que otros pudieran intentarlo y deseaba vigilarlos. Ayla intentó explicarle que en el campamento todos sabían ya que eran caballos especiales, pero Jonayla dijo que temía que apareciera alguien nuevo que no hubiera oído hablar de ellos. Ayla no podía negar que en aquella ocasión su hija había actuado correctamente, y Dulana se prestó con mucho gusto a cuidar de la niña por Ayla, sobre todo porque su hija tenía poco más o menos la misma edad. Así que Ayla le permitió quedarse.

Los que sí querían ver la cueva pintada partieron. El grupo se componía de La Que Era la Primera; Jonokol, su acólito anterior, que ahora era Zelandoni de la Decimonovena Caverna; Ayla, su acólita actual, y Jondalar. Willamar también iba, pero no con sus dos aprendices; estos habían encontrado otros objetos de interés con los que distraerse. Por otro lado, varios zelandonia presentes en la Reunión de Verano querían volver a ver el emplazamiento, y más si los guiaba el Séptimo, que conocía aquel lugar mejor que ningún otro ser vivo.

Había en la región diez cavernas satélite, cada una con su propia cueva pintada como emplazamiento sagrado complementario de la más importante, la que se hallaba en las inmediaciones de la Séptima Caverna, pero en comparación la mayoría de las pinturas y grabados de esas otras eran rudimentarios. La Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur, la que acababan de visitar, era una de las mejores. El grupo empezó a subir por la escarpada cuesta del monte que habían visto al divisar el valle por primera vez.

—Se conoce como Monte del Mirlo —explicó el Séptimo—. A veces lo llaman Monte del Mirlo Pescador. La gente siempre pregunta por qué, pero no lo sé. Alguna que otra vez he visto por aquí un cuervo o un grajo, pero no sé si eso tiene algo que ver. El que fue Séptimo antes que yo tampoco lo sabía.

—A menudo el motivo por el que se pone un nombre se pierde en las profundidades de la memoria —declaró la Primera. La corpulenta mujer jadeaba y resoplaba un poco al repechar la cuesta, pero seguía adelante con tenacidad. El sendero en zigzag facilitaba un poco el ascenso, aunque también lo alargaba.

Finalmente llegaron a una abertura en la pared de piedra caliza a una altura considerable por encima del valle. La entrada no era nada excepcional, y si el sendero no hubiese conducido hasta ella, difícilmente la habrían visto. La boca de la cueva, relativamente alta, permitía entrar sin agacharse y tenía una anchura equivalente a dos o tres personas, pero debido a un gran arbusto que crecía delante habría sido difícil encontrarla si uno no supiese exactamente dónde buscar. Un acólito apartó una pequeña pila de escombros desprendidos de la pendiente de roca y amontonados frente a la entrada. Ayla demostró su habilidad para prender fuego deprisa y después prometió enseñar al Séptimo cómo se hacía. A continuación se encendieron los candiles y las antorchas.

El Zelandoni de la Séptima Caverna de las Tierras del Sur entró en la cueva en cabeza, seguido de la Primera, Jonokol, Ayla, Jondalar y Willamar. Detrás de ellos accedieron los zelandonia locales que habían querido acompañarlos, incluidos un par de acólitos. En total eran doce. En la entrada misma había un pasadizo que obligaba a doblar a la derecha o a la izquierda. Torcieron a la derecha y poco más allá el pasadizo se ensanchó y se bifurcó en dos túneles. Entraron en una sala que tenía un bloque de piedra en el centro con un estrecho paso a un lado y otro más ancho en el lado opuesto.

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