La tierra de las cuevas pintadas (66 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Camora miró a la Zelandoni Que Era la Primera.

—¿Crees que podría haberles pasado algo a Kimeran y Jondecam? —preguntó con cara de preocupación—. A veces se producen accidentes.

—Sí, es posible, Camora, pero también pudiera ser que se hayan retrasado, que no se hayan puesto en marcha tan pronto como preveían. O que haya ocurrido algo en su caverna que los haya obligado a cambiar de idea y quedarse. No tendrían ninguna manera de avisarnos. Si a Farnadal no le importa, esperaremos aquí unos días —lo miró, y él movió la cabeza en un gesto de asentimiento con una sonrisa—, antes de seguir nuestro viaje, para darles ocasión de alcanzarnos.

—Tal vez podamos hacer algo más —propuso Jondalar—. Los caballos viajan más rápido que las personas. Podemos volver por el camino que debían coger y ver si los encontramos. Si no están muy lejos, seguro que nos cruzaremos con ellos. Al menos podemos intentarlo.

—Es un buen plan, Jondalar —dijo Ayla.

—Así que es verdad que os llevan a lomos, como contaron los fabuladores —señaló Farnadal.

—¿Han pasado por aquí recientemente los fabuladores? —preguntó Ayla.

—Estuvieron hará más o menos un año. Pero pensé que habían inventado sus historias. No sabía que eran verdad —respondió.

—Saldremos por la mañana —anunció Jondalar—. Ahora ya es tarde.

Todos los miembros de la caverna en condiciones se congregaron al pie de la cuesta que llevaba a la repisa de roca donde vivían. Ayla y Jondalar habían colocado mantas de montar y cestos con su equipo de acampada y provisiones en los tres caballos, y cabestros al corcel y la yegua joven. Luego Jondalar cogió en brazos a Jonayla y la sentó a lomos de Gris.

«¿Esa niña también controla a un caballo?», se preguntó Farnadal. «¿Ella sola? Es muy pequeña y un caballo es un animal grande y poderoso. Y los caballos deberían tenerle miedo al lobo. Siempre que veo un lobo acercarse a un caballo, este se asusta y huye, o si piensa que podría atacarlo, intenta darle una coz. ¿Qué clase de magia posee esa mujer?»

Farnadal sintió un hormigueo de miedo por un momento, hasta que sacudió la cabeza para apartar de sí la idea. Parecía una mujer normal: hablaba con las otras mujeres, ayudaba con el trabajo, atendía a los niños. «Es una mujer atractiva, se dijo, sobre todo cuando sonríe, y salvo por ese acento, se diría que no hay en ella nada destacado ni anormal. Y sin embargo, ahí está, subiéndose de un salto al lomo de esa yegua de color pardo amarillento.»

Los vio partir, el hombre al frente, la niña en medio y la mujer detrás. Él era grande para el compacto caballo, el que llamaba Corredor; casi arrastraba los pies por el suelo cuando iba sentado en el corcel marrón oscuro, un color poco común que no había visto antes. Pero cuando los animales iniciaron un trote rápido, el hombre se echó hacia atrás, sentándose sobre la grupa, dobló las rodillas y ciñó las piernas contra el cuerpo del corcel. La niña se inclinó hacia delante y cabalgó casi sobre el cuello de la joven yegua gris parduzca, con las piernecillas hacia fuera. También su color era inusual, aunque Farnadal lo había visto ya antes en un viaje al norte. Algunos llamaban «grullo» a ese color, Ayla simplemente decía «gris», y ese se había convertido en el nombre de la yegua.

No mucho después de ponerse en marcha, el trote rápido se convirtió en galope. Sin un estorbo como las angarillas, los caballos disfrutaban estirando las patas, sobre todo por la mañana. Ayla se inclinó hacia el cuello de Whinney, que era su señal para indicarle que apretara el paso a su antojo. Lobo soltó un gañido y se sumó a la carrera. Jondalar también se inclinó hacia delante, manteniendo las rodillas dobladas y pegadas al animal. Agarrada a las crines de Gris con una mano y sujetándose con el otro brazo al cuerpo como podía, Jonayla mantenía la mejilla contra el cuello de la yegua y los ojos entornados para mirar al frente. Con el viento en la cara, el rápido galope produjo una sensación de euforia a los jinetes, que dejaron correr a los caballos y se deleitaron con ello.

Una vez agotado ese arranque de energía inicial, Ayla se enderezó un poco, Jonayla se sentó más adelante, casi en la base del cuello de Gris, y Jondalar se irguió y dejó colgar las piernas. Estaban todos más relajados y siguieron adelante a un trote lento. Ayla hizo una señal a Lobo y dijo «Busca», orden que, como el animal sabía, significaba «busca a personas».

Por aquel entonces había poca población humana en la tierra. Los superaban ampliamente en número millones de criaturas de otras especies, desde las muy grandes hasta las muy pequeñas, y los humanos tendían a agruparse. Cuando Lobo olfateó todos los olores presentes en el aire, identificó a muchos animales distintos en diversas etapas de la vida, y de la muerte. Rara vez percibía el rastro de un humano en el aire, pero cuando captaba ese olor, lo reconocía en el acto.

Los demás también buscaron, escrutando el paisaje para detectar cualquier indicio de que hubieran pasado por allí personas recientemente. No esperaban hallar a nadie tan cerca. Sin duda el otro grupo de viajeros habría mandado un mensajero por delante si hubiese tenido algún problema tan cerca de su destino.

A eso del mediodía se tomaron un descanso para comer y dejar pastar a los caballos. Cuando reiniciaron la marcha, rastrearon la zona más atentamente. Descubrieron una especie de sendero y siguieron las señales: muescas en los árboles, ramas de arbustos torcidas de una manera determinada, en ocasiones unas cuantas piedras amontonadas en forma de flecha, y muy rara vez una marca en una roca con pintura de ocre rojo. Buscaron hasta ponerse el sol, y entonces plantaron el campamento, instalando las tiendas de viaje cerca de un impetuoso torrente originado por un manantial en terreno más elevado.

Ayla sacó algunas tortas de viaje con arándanos secos, grasa fundida y carne seca triturada con mortero. Lo echó todo en agua hirviendo y luego añadió un poco más de carne desecada a la sopa. Jondalar y Jonayla dieron un paseo por un prado bastante llano que había allí cerca, y la niña regresó cargada de cebollas que había encontrado, básicamente por el olor. Esa planicie había sido pantanosa a principios de la estación por efecto de las crecidas del torrente, y la tierra, al secarse, era idónea para el crecimiento de ciertas plantas. Ayla pensó en ir a echar un vistazo a la mañana siguiente para recoger más cebollas y cualquier otra cosa que hubiera por allí.

Al día siguiente se pusieron en marcha después de acabar la sopa preparada la noche anterior, a la que Ayla añadió más raíces y verduras, recogidas en su rápida exploración de las inmediaciones. El segundo día fue tan decepcionante como el primero; no hallaron la menor señal de que hubiera pasado alguien por allí recientemente. Ayla sí vio huellas de muchos animales y empezó a mostrárselas a Jonayla, enseñándole los aspectos más sutiles que indicaban los movimientos de las diversas criaturas. El tercer día, cuando se detuvieron para la comida del mediodía, tanto Jondalar como Ayla empezaban a preocuparse. Sabían lo mucho que Kimeran y Jondecam querían ver a Camora, y les constaba que Beladora estaba deseando visitar a su familia.

¿Acaso aquellos a quienes esperaban sencillamente no habían realizado el viaje? ¿Había surgido alguna complicación que los había llevado a aplazar o anular el viaje previsto? ¿O les había ocurrido algo por el camino?

—Una posibilidad sería volver al Gran Río y la Primera Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur para ver si lo han cruzado —propuso Ayla.

—Jonayla y tú no deberíais hacer un viaje tan largo. Podría ir yo solo, y vosotras regresáis a informar a los demás. Si tardamos muchos días en volver, se preocuparán por nosotros —adujo Jondalar.

—Puede que tengas razón —convino Ayla—. Pero sigamos buscando, al menos hasta mañana, y entonces decidiremos.

Plantaron el campamento ya tarde y prefirieron no hablar de la decisión que, como sabían, deberían tomar. Por la mañana se percibió humedad en el ambiente y vieron formarse nubes al norte. A primera hora el viento era racheado, procedente de distintas direcciones. De pronto cambió y empezó a soplar desde el norte, con ráfagas fuertes, que inquietaron tanto a los caballos como a las personas. Ayla siempre añadía al equipaje ropa de abrigo en previsión de los cambios de tiempo, o por si tenían que alargar el día y acostarse tarde por la noche.

Los glaciares, que nacían en el lejano norte y se extendían como una enorme masa sobre la superficie curva de la tierra, presentaban paredes de hielo sólido de más de tres kilómetros de grosor a sólo unos cientos de kilómetros de allí. Incluso en los momentos más cálidos del verano la noche solía ser fresca e incluso de día el tiempo podía alterarse bruscamente. El viento del norte traía frío y recordaba que, incluso en verano, el invierno regía aquel territorio.

Pero en esa ocasión el viento del norte trajo también otra cosa. En medio del ajetreo de levantar el campamento y preparar la comida, nadie advirtió el cambio de actitud en Lobo. No obstante, un sonoro gañido, casi un ladrido, llamó la atención de Ayla. El animal estaba de pie, casi inclinado contra el viento, con el hocico en alto y al frente. Había captado un olor. Cada vez que se marchaban de un campamento, ella le daba la señal de rastrear personas. El lobo, con su olfato desarrollado, había detectado algo, un leve tufo arrastrado por el viento.

—¡Mira, madre! ¡Mira a Lobo! —exclamó Jonayla, que también había reparado en su comportamiento.

—Ha localizado algo —dijo Jondalar—. Acabemos de recoger, deprisa.

Lo metieron todo en los cestos con mucho menos cuidado que de costumbre y sujetaron estos a los caballos junto con las mantas de montar. Acto seguido pusieron los cabestros a Corredor y Gris, apagaron el fuego y montaron.

—Búscalos, Lobo —ordenó Ayla—. Muéstranos el camino. —Al dar la orden, la acompañó con las señales del clan.

El lobo se encaminó hacia el norte, pero siguió una dirección más al este de la que habían llevado hasta entonces. Si lo que había olfateado era el grupo con el que en principio debían reunirse, parecían haberse desviado del sendero, marcado de manera tan dispersa, o quizá habían viajado hacia las montañas del este por alguna otra razón. Lobo avanzó con determinación, adoptando la postura gacha propia de su especie, seguido por Whinney y los demás caballos. Viajaron toda la mañana y más allá de la hora en que se habrían detenido para la comida del mediodía.

A Ayla le pareció percibir un leve olor a quemado, y Jondalar, levantando la voz, le preguntó:

—Ayla, ¿ves humo?

Vio en efecto, a lo lejos, una tenue columna de humo que se elevaba hacia el cielo y estimuló a Whinney para acelerar el paso. Llevaba sujeto el dogal de Gris, y lanzó una mirada hacia atrás a su querida hija, montada a lomos de la joven yegua, para asegurarse de que estaba preparada para acelerar el paso. La niña sonrió a su madre con entusiasmo, indicándole que sí estaba lista. A Jonayla le encantaba montar sola. Incluso cuando su madre o Jondalar querían llevarla delante de ellos en su propia montura por seguridad debido a las dificultades del camino, o para que pudiera descansar y no tuviera que sujetarse tan firmemente, la niña se resistía, aunque por lo general de poco le servía.

En cuanto vieron un campamento y a varias personas, redujeron la marcha para acercarse. No sabían quiénes eran. Podían ser otros viajeros, e irrumpir en un campamento de desconocidos a lomos de caballos podía causar un gran revuelo.

Capítulo 23

De pronto, Ayla vio a un hombre rubio tan alto como Jondalar. Él también la vio a ella.

—¡Kimeran! ¡Os estábamos buscando! ¡Cuánto me alegro de encontraros! —exclamó Ayla con alivio.

—¡Ayla! —dijo Kimeran—. ¿Eres tú?

—¿Y cómo nos habéis encontrado? —añadió Jondecam—. ¿Cómo habéis sabido dónde buscar?

—Os ha encontrado Lobo. Tiene buen olfato —contestó Ayla.

—Fuimos a la caverna de Camora, esperando encontraros allí, pero les sorprendió vernos —explicó Jondalar—. Todos empezaban a preocuparse, en especial tu hermana, Jondecam. Así que propuse recorrer a caballo el camino por el que debíais venir, porque los caballos van mucho más deprisa que las personas.

—Es que los niños enfermaron, y abandonamos el sendero para buscar un buen lugar donde acampar —explicó Levela.

—¿Dices que los niños están enfermos? —preguntó Ayla.

—Sí, y Beladora también —añadió Kimeran—. Quizá no debierais acercaros demasiado. Primero cayó enferma Ginedela. Estaba caliente, con fiebre. Luego el hijo de Levela, Jonlevan, y después Beladora. Pensé que Gioneran quizá se librara, pero cuando empezaron a salirle manchas rojas a Ginedela por todo el cuerpo, a él le subió la fiebre.

—No sabíamos qué hacer por ellos, salvo dejarlos descansar, asegurarnos de que bebían agua abundante e intentar bajarles la fiebre con compresas húmedas.

—Habéis hecho lo que debíais —dictaminó Ayla—. He visto algo parecido antes, en la Reunión de Verano de los mamutoi. Por entonces yo pasaba mucho tiempo con los mamuti. Llegó un campamento con varias personas enfermas, sobre todo niños. Los mamuti los obligaron a instalarse en un extremo del campamento principal de la reunión, y apostaron alrededor a varios mamuti para impedir que se acercara la gente. Temían que contrajera la enfermedad la mayoría de los asistentes a la Reunión de Verano.

—En ese caso debes asegurarte de que Jonayla no juegue con los niños —recomendó Levela—. Y tú debes mantenerte alejada.

—¿Aún tienen fiebre? —preguntó Ayla.

—Ya no mucha, pero todavía están llenos de manchas rojas.

—Les echaré un vistazo, pero si ya no tienen fiebre, no será nada grave. Los mamutoi piensan que es una enfermedad propia de la infancia y dicen que es mejor pasarla de pequeño. Los niños tienden a recuperarse con mayor facilidad. Los adultos lo pasan peor.

—Así ha sido el caso de Beladora. Creo que ella ha estado más enferma que los niños —observó Kimeran—. Sigue débil.

—Los mamuti me dijeron que si se pasa la enfermedad de mayor, la fiebre es más alta y dura más, y las manchas tardan más en irse —explicó Ayla—. ¿Por qué no me lleváis a ver a Beladora y los niños?

La tienda tenía dos espacios, cada uno con su propio techo. El más alto lo sostenía el poste principal, y por un agujero cerca de este salía una voluta de humo. Un poste más pequeño soportaba el anexo, que proporcionaba mayor espacio. La entrada era baja, y Ayla se agachó para pasar. Beladora estaba acostada en unas pieles de dormir en la zona complementaria, y los tres niños permanecían sentados en sus lechos, pero no se les veía muy pletóricos. En el espacio principal había otros tres lugares habilitados para dormir, dos juntos y uno aparte. Kimeran entró detrás de Ayla. Podía quedarse erguido cerca del poste de esa sección central, pero para moverse por el resto de la tienda tenía que agacharse o inclinarse.

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