—Ven —le dijo a T'sais, y manteniendo sujeta a la pataleante figura echó a andar hacia la oscuridad.
A medida que se alejaban por el páramo, el tumulto fue cediendo tras ellos en la distancia. Etarr dejó a la mujer en el suelo, liberó su boca. Ella vio por primera vez a quien la había capturado. Las llamas murieron en su rostro, y pudo verse florecer una sonrisa en medio de la noche. Se peinó la larga cabellera con los dedos, disponiendo los rizos sobre sus hombros, todo ello sin dejar de mirar a Etarr. T'sais se acercó, y Javanne le lanzó una lenta mirada valorativa.
Se echó a reír.
—Así, Etarr, que me has sido infiel. Has encontrado una nueva amante.
—Ella no te concierne —dijo Etarr.
—Échala —dijo Javanne—, y te amaré de nuevo. ¿Recuerdas cómo me besaste la primera vez, bajo los álamos, en la terraza de tu villa?
Etarr dejó escapar una corta y seca risa.
—Sólo hay una cosa que necesito de ti, y es mi rostro.
—¿Tu rostro? —se burló Javanne—. ¿Qué hay de malo en el que llevas? Es el que mejor te va; y en cualquier caso, tu antiguo rostro se ha perdido.
—¿Perdido? ¿Cómo?
—El que lo llevaba resultó destruido esta noche por la Legión Verde, ¡Kraan conserve sus cerebros vivos en ácido!
Etarr volvió sus azules ojos hacia los riscos.
—Así que ahora tu semblante no es más que polvo, negro polvo —murmuró Javanne. Etarr, impulsado por una ciega rabia, avanzó unos pasos para golpear el dulce y descarado rostro. Pero Javanne dio un rápido paso atrás.
—Cuidado, Etarr, si no quieres que te haga daño con mi magia. Podrías ir a partir de ahora cojeando y saltando con un cuerpo acorde a tu rostro. Y tu hermosa niña de pelo oscuro tendría que actuar para los demonios.
Etarr se recobró y retrocedió, con ojos encendidos.
—Yo también poseo magia, y aún sin ella puedo hacerte callar con mi puño antes de que puedas pronunciar la primera palabra de tu conjuro.
—Ja, eso habría que verlo —exclamó Javanne, echándose sin embargo hacia un lado—. Porque poseo un conjuro de maravillosa brevedad. —Mientras Etarr saltaba hacia ella, pronunció unas palabras. Etarr se inmovilizó en medio de su salto, sus brazos cayeron fláccidos a sus costados, y se convirtió en una criatura sin volición, toda su voluntad drenada por la lixivante magia.
Pero Javanne se inmovilizó exactamente en la misma postura, y sus grises ojos miraron estúpidamente hacia delante. Tan sólo T'sais quedó libre…, porqueT'sais llevaba la runa de Pandelume que reflejaba la magia de vuelta contra aquél que la había lanzado.
La muchacha se inmovilizó desconcertada en la oscura noche, con la dos figuras inanimadas de pie, como sonámbulas, ante ella. Corrió hacia Etarr, tiró de su brazo. Él la miró con opacos ojos.
—¡Etarr! ¿Qué te ocurre? —Y Etarr, con su voluntad paralizada, obligado a responder a todas las preguntas y obedecer todas las órdenes, respondió.
—La bruja ha pronunciado un conjuro que me deja sin volición. No puedo moverme ni hablar si no recibo la orden para ello.
—¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo salvarte? —inquirió la atormentada muchacha. Y, aunque Etarr carecía de volición, retenía aún sus pasión y sus pensamientos. Podía darle la información que pedía, y nada más.
—Debes ordenarme que actúe de forma que pueda derrotar a la bruja.
—¿Pero cómo sabré como debes actuar?
—Pregúntamelo, y te lo diré.
—Entonces, ¿no sería mejor que te ordenara que actuases directamente tal como te dicta tu cerebro?
—Sí.
—Entonces hazlo; actúa bajo todas las circunstancias tal como lo haría Etarr.
Así, en mitad de la noche, el conjuro de Javanne la bruja fue eludido y anulado. Etarr recobró su voluntad y actuó de acuerdo con sus impulsos normales. Se acercó a la inmóvil Javanne.
—¿Me tienes miedo ahora, bruja?
—Sí —dijo Javanne—. Te tengo miedo.
—¿Es cierto que el rostro que me robaste es ahora negro polvo?
—Tu rostro es ahora el negro polvo de un demonio estallado.
Los azules ojos la miraron fijamente a través de las rendijas de la capucha.
—¿Cómo puedo recuperarlo?
—Es magia poderosa: es ir hacia el pasado, porque ahora tu rostro está en el pasado. Se requiere una magia más poderosa que la mía, una magia más fuerte que la que poseen los magos de la Tierra y los demonios del mundo. Solamente conozco a dos que sean lo bastante fuertes como para sacar un molde del pasado. Uno de ellos se llama Pandelume, y vive en una tierra multicolor…
—Embelyon —murmuró T'sais.
—…pero el conjuro para el viaje a ese lugar ha sido olvidado. Luego hay otro, que no es un mago, que no sabe de magia. Para conseguir tu rostro, debes buscar a uno de ésos. —Y Javanne calló, pues la pregunta de Etarr ya había sido respondida.
—¿Quién es ese último? —preguntó Etarr.
—No sé su nombre. Muy lejos en el pasado, mucho más lejos de lo que se puede recordar, o así dice la leyenda, una raza de gente justa vivía en una tierra al este de las montañas de Maurenron, más allá de la región del Muro Desmoronante, junto a la orilla de un gran mar. Edificaron una ciudad de espiras y bajos domos de cristal, y vivieron felices y satisfechos. No tenían dios, y finalmente sintieron la necesidad de alguien a quien pudieran adorar. Así que construyeron un espléndido templo de oro, cristal y granito, ancho como el río Scaum cuando fluye cruzando el valle de las Tumbas Esculpidas, y más largo aún, y más alto que los árboles del norte. Y esta raza de hombres honestos se reunió en el templo, y todos ellos emitieron una poderosa plegaria, una sagrada invocación, y, al menos eso dice la leyenda, fue creado un dios modelado por la voluntad de esa gente, y poseía todos sus atributos, una divinidad de absoluta justicia.
»La ciudad terminó desmoronándose, el templo se hizo cascotes y astillas, la gente desapareció. Pero el dios sigue todavía, arraigado para siempre al lugar donde fue adorado. Y ese dios posee un poder más allá de toda magia. La voluntad y la justicia del dios se aplica sobre todos aquellos que le hacen frente. Y cuidado con el mal, porque aquellos que se enfrentan al dios conocen una justicia inflexible. En consecuencia, muy pocos se atreven a hacerle frente al dios.
—Iremos a ese dios —dijo Etarr, con un hosco placer—. Nosotros tres, y los tres haremos frente a su justicia.
Volvieron cruzando el páramo a la cabaña de Etarr, y éste buscó en sus libros para hallar algún medio que los transportara hacia el antiguo emplazamiento. En vano; no disponía de la magia necesaria para ello. Se volvió a Javanne.
—¿Conoces una magia que nos lleve hasta ese antiguo dios?
—Sí.
—¿Cuál es esa magia?
—Apelaré a tres criaturas aladas de las montañas de Hierro, y ellas nos llevarán.
Etarr observó intensamente el blanco rostro de Javanne.
—¿Qué recompensa piden?
—Matan a aquellos a los que transportan.
—Ah, bruja —exclamó Etarr—. Incluso con tu voluntad anulada y tus respuestas honestas lo quieras o no, sigues intentando causarnos daño. —Se plantó de pie, imponente, ante el hermoso demonio de pelo rojo y húmedos labios—. ¿Cómo podemos llegar hasta el dios sin recibir ningún daño ni ser molestados?
—Debes someter a las criaturas aladas a una obligación.
—Llama a esas cosas —ordenó Etarr—, y somételas a una obligación; y átalas con todas las brujerías que conozcas.
Javanne llamó a las criaturas; aparecieron volando en sus grandes y correosas alas. Las puso bajo un pacto de seguridad, y gimieron y patearon decepcionadas.
Y los tres montaron, y las criaturas los llevaron rápidamente a través del aire nocturno, que ya olía a amanecer.
Hacia el este, siempre hacia el este. Llegó el alba, y el mortecino sol rojo ascendió lentamente como un globo por el oscuro cielo. La negra cordillera Maurenron pasó bajo ellos; y la brumosa región del Muro Desmoronado fue dejada atrás. Al sur estaban los desiertos de Almery, y un antiguo lecho marino lleno ahora por una jungla; al norte, los salvajes bosques.
Volaron durante todo el día, sobre polvorientas extensiones, resecos despeñaderos, otra gran cadena montañosa, y cuando llegó el ocaso descendieron lentamente sobre una gran extensión parecida a un parque.
Ante ellos brillaba un resplandeciente mar. Las aladas cosas se posaron sobre la amplia extensión, y Javanne las sometió a una completa inmovilidad para su regreso.
La playa, y los bosques detrás, estaban desprovistos de toda huella de la maravillosa ciudad del pasado. Pero a casi un kilómetro mar adentro se alzaban unas pocas columnas rotas.
—El mar ha avanzado —murmuró Etarr—. La ciudad se ha hundido.
Echó a andar por el agua hacia allá. El mar estaba en calma y era poco profundo. T'sais y Javanne le siguieron. Con el agua hasta la cintura, y el anochecer insinuándose en el cielo, llegaron a las rotas columnas del antiguo templo.
Una meditabunda presencia empapaba el lugar, desapasionada, excelsa, de inimitable voluntad y poder.
Etarr se inmovilizó en el centro del antiguo templo.
—¡Dios del pasado! —exclamó—. No sé cómo te llamaban, o te invocaría por tu nombre. Los tres venimos de una lejana región al oeste para pedirte justicia. ¡Si me oyes y quieres darnos a cada uno lo que nos merecemos, ofréceme una señal!
Una voz sibilante resonó en el aire:
—Te oigo y os daré lo que cada cual merezca. —Y cada uno tuvo una visión de una figura dorada con seis brazos y un rostro redondo y tranquilo, sentada impasible en la nave de un monstruoso templo.
—He sido privado de mi rostro —dijo Etarr—. Si me consideras merecedor de ello, devuélveme el rostro que una vez fue mío.
El dios de la visión extendió sus seis brazos.
—He buscado en tu mente. La justicia debe ser cumplida. Puedes retirar tu capucha. —Lentamente, Etarr dejó caer su máscara. Se llevó las manos al rostro. Era el suyo.
T'sais le miró como aturdida.
—Etarr —jadeó—. ¡Mi cerebro está completo! Veo…
¡Veo el mundo!
—A todo el que viene se le otorga justicia —dijo la sibilante voz.
Oyeron un gemido. Se volvieron y miraron a Javanne. ¿Dónde estaba el hermoso rostro, la boca de fresa, la delicada piel?
Su nariz era una triple cosa blanca y agitante, su boca un manchón putrefacto. Su mandíbula moteada colgaba fláccida, y su frente era negra y picuda. Lo único que quedaba de Javanne era el largo pelo rojo colgando sobre sus hombros.
—A todo el que viene se le otorga justicia —dijo la voz, y la visión del templo se desvaneció, y una vez más las frías aguas del mar crepuscular lamieron sus cinturas, y las rotas columnas se irguieron negras al cielo.
Regresaron lentamente a las criaturas aladas.
Etarr se volvió a Javanne.
—Ve —ordenó—. Vuela de regreso a tu cubil. Cuando el sol salga mañana, libérate tú misma del conjuro. Nunca vuelvas a molestarnos, porque poseo una magia que me advertirá y te destruiré si te acercas.
Y Javanne montó silenciosa en su oscura criatura y partió aleteando en la noche.
Etarr se volvió a T'sais y tomó su mano. Miró su blanco rostro ligeramente inclinado, sus ojos que resplandecían con una alegría tan febril que parecían incendiados. Se inclinó y besó su frente; luego, juntos, mano sobre mano, subieron a sus estremecientes criaturas aladas, y volaron de vuelta a Ascolais.
Liane el Caminante cruzaba el tenebroso bosque, pasando junto a los umbríos claros con un paso alegre y saltarín. Silbaba, cabrioleaba, estaba evidentemente de buen humor. Hacía girar en torno a su dedo un trozo de bronce labrado…, un gran anillo de metal grabado con intricados caracteres angulares, ahora teñidos de negro.
Lo había encontrado por una afortunada casualidad, enredado en torno a las raíces de un antiguo tejo. Al soltarlo había visto los caracteres en su cara interna…, duros y poderosos símbolos, sin duda la expresión de una antigua y potente runa… Mejor llevarlo a un mago y hacer probar su magia.
Liane hizo una mueca. Había objeciones a la idea. A veces parecía como si todas las criaturas vivientes conspirasen para exasperarle. Aquella misma mañana, el mercader de especias…, ¡qué escándalo había armado al morir! ¡Con qué poca consideración había salpicado de sangre los bajos de sus pantalones y sus sandalias! De todos modos, pensó Liane, incluso las cosas más desagradables tenían su compensación. Mientras cavaba su tumba había encontrado el anillo de bronce.
Y el humor de Liane se elevó; rió de pura alegría. Saltó, una y otra vez. La capa verde aleteaba tras él, la pluma roja de su sombrero oscilaba y se ladeaba… Pero cuidado: Liane frenó su paso…, no se debía actuar a la ligera con el misterio de la magia, si el anillo poseía realmente magia.
¡Experimentar, ésa era la palabra!
Se detuvo allá donde la luz rubí del sol llegaba sesgada hasta el suelo sin ser obstaculizada por el alto follaje. Examinó el anillo, siguió los glifos con la uña. Miró a su través. ¿Una delgada película, como un parpadeo? Lo mantuvo a la longitud de su brazo. Era a todas luces una pequeña corona. Se quitó el gorro, colocó el círculo de metal sobre sus cejas, hizo girar sus grandes ojos dorados, adoptó una actitud majestuosa… Extraño. Resbaló por su cabeza hasta quedar apoyado en sus orejas. Se inclinó por delante de sus ojos. Oscuridad. Liane se lo quitó frenéticamente. Un anillo de bronce, con un diámetro más o menos de la anchura de una mano. Muy extraño…
Probó de nuevo. Se deslizó sin dificultad por su cabeza, por sus hombros. Su cabeza se hallaba en la oscuridad de un extraño espacio separado. Mirando hacia abajo, vio descender el nivel de la luz exterior a medida que hacía descender el anillo.
Lentamente… Ahora estaba en torno a sus tobillos… Y con un pánico repentino, Liane arrancó el anillo por encima de su cuerpo, emergiendo, parpadeante, a la amarronada luz del bosque.
Vio un parpadeo blancoazulado, blancoverdoso, contra el follaje. Era un hombre-twk, montado en una libélula, y la luz destellaba reflejándose en las alas de la libélula.
—¡Hey, señor! —llamó con voz viva Liane—. ¡Hey, señor!
El hombre-twk perchó su montura en una ramita.
—Bien, Liane, ¿qué es lo que quieres?
—Observa, y recuerda lo que veas. —Liane pasó el anillo por encima de su cabeza, lo bajó hasta sus pies, lo volvió a alzar. Miró al hombre-twk, que mascaba una hoja—. ¿Qué es lo que has visto?