»Se precipitaron aterrorizados a Rogol Domedonfors, que les dijo: "Durante mucho tiempo he estado ciego a vuestra decadencia y excentricidades; ahora os desprecio; habéis sido la muerte para mí."
»"¡Pero la ciudad muere! ¡La raza perece!", gritaron.
»"Debéis salvaros por vosotros mismos", les respondió Rogol Domedonfors. "Habéis ignorado la antigua sabiduría, habéis sido demasiado indolentes para aprender, habéis buscado la complacencia fácil de la religión en vez de enfrentaros como hombres al mundo. He decidido imponeros una amarga experiencia, que espero os sea saludable."
»Llamó a los sacerdotes rivales de Pansiu y Cazdal, y les tendió a cada uno una tableta de metal transparente.
»"Estas tabletas, solas, son inútiles; unidas, puede leerse un mensaje. Quien lea el mensaje tendrá la clave del antiguo conocimiento, y tendrá en sus manos el poder que había planeado para mi propio uso. Ahora iros, y así podré morir."
»Los sacerdotes, mirándose furiosos entre sí, partieron, llamaron a sus seguidores, y así empezó una gran guerra.
»El cuerpo de Rogol Domedonfors nunca fue encontrado, y algunos dicen que su esqueleto yace aún en los pasadizos debajo de la ciudad. Las tabletas se hallan guardadas en los templos rivales. Por la noche hay asesinatos, por el día hambre en las calles. Muchos han huido al continente, y ahora yo les sigo, dejando Ampridatvir, el último hogar de la raza. Construiré una choza de madera en la ladera del monte Liu y viviré el resto de mis días en el valle de Mel-Palusas.»
Kandive volvió a doblar el rollo y lo colocó de nuevo en la caja.
—Tu tarea —le dijo a Ulan Dhor— es viajar hasta Ampridatvir y recuperar la magia de Rogol Domedonfors. Ulan Dhor dijo pensativamente:
—Eso fue hace mucho tiempo… Miles de años…
—Correcto —dijo Kandive—. Sin embargo, ninguna de las historias sobrevivientes hace otra mención de Rogol Domedonfors, y en consecuencia creo que la sabiduría de Rogol Domedonfors sigue aún por hallar en la antigua Ampridatvir.
Durante tres semanas surcó Ulan Dhor el tranquilo océano. El sol surgía brillante como la sangre del horizonte y atravesaba el cielo, y el agua estaba calmada, excepto el ligero agitar de la brisa y las dobles marcas que se ensanchaban lentamente de la estela de Ulan Dhor.
Luego venía el ocaso, la última mirada triste a través del mundo; después el anochecer púrpura y la noche. Las antiguas estrellas se abrían en el cielo y la estela tras Ulan Dhor resplandecía fantasmalmente blanca. Entonces examinaba atentamente la superficie esperando que se produjera algo en ella, porque se sentía enormemente solo en el oscuro rostro del océano.
Durante tres semanas surcó Ulan Dhor el golfo Melantine, hacia el norte y hacia el oeste, y una mañana vio a la derecha la oscura sombra de la costa y a la izquierda la imponente masa de una isla, casi perdida entre la bruma.
Cerca de su proa apareció una desmañada barcaza, que avanzaba torpemente accionada por una vela cuadrada de caña trenzada.
Ulan Dhor estableció un rumbo paralelo a ella, y vio en la barcaza a dos hombres vestidos con burdos pantalones verdes, pescando. Tenían el pelo rubio avena y los ojos azules, y mostraron expresiones de estupefacción.
Ulan Dhor arrió su vela y se arrimó al costado de la barcaza. Los pescadores ni se movieron ni hablaron.
—Parecéis poco familiarizados con la vista de un hombre —dijo Ulan Dhor.
El más viejo de los dos prorrumpió con un nervioso canto que Ulan Dhor comprendió que era una invocación contra demonios y extraños.
Ulan Dhor se echó a reír.
—¿Por qué lanzáis invectivas contra mí? Soy un hombre como vosotros.
El más joven de los dos pescadores dijo en un dialecto amplio:
—Razonamos que eres un demonio. En primer lugar, no hay nadie de nuestra raza con pelo y ojos negros como la noche. En segundo lugar, la Palabra de Pansiu niega la existencia de otros hombres. En consecuencia, no puedes ser un hombre, y tienes que ser un demonio.
El más viejo dijo en un susurro:
—Conten tu lengua; no digas una palabra. Maldecirá los tonos de tu voz…
—Estáis equivocados, os lo aseguro —respondió educadamente Ulan Dhor—. ¿Habéis visto alguna vez un demonio?
—Nunca, excepto los gauns.
—¿Me parezco yo a los gauns?
—En absoluto —admitió el más viejo. Su compañero señaló la chaqueta escarlata mate y los pantalones verdes de Ulan Dhor.
—Evidentemente es un Incursor; observa el color de su atuendo.
—No —dijo Ulan Dhor—. No soy ni un Incursor ni un demonio. Simplemente soy un hombre…
—No existen los hombres excepto los Verdes…, eso dice Pansiu.
Ulan Dhor echó la cabeza hacia atrás y rió.
—La Tierra no es más que selva y ruinas, cierto, pero aún may muchos hombres que la recorren… Decidme, la ciudad de Ampridatvir, ¿puede encontrarse en esa isla de ahí enfrente?
El hombre más joven asintió.
—¿Y vosotros vivís allí? El joven volvió a asentir. Incómodo, Ulan Dhor dijo:
—Tengo entendido que Ampridatvir era un conjunto de ruinas abandonadas…, solitarias, desoladas. El joven, con una expresión astuta, dijo:
—¿Y qué es lo que buscas en Ampridatvir?
Ulan Dhor pensó: mencionaré las tabletas y observaré su reacción. Es bueno saber si esas tabletas son conocidas, y si lo son, cómo son consideradas. Dijo:
—He navegado tres semanas para encontrar Ampridatvir e investigar unas legendarias tabletas.
—Ah —dijo el viejo—. ¡Las tabletas! Es un Incursor, entonces. Lo veo claramente. Observa sus pantalones verdes. Un Incursor de los Verdes…
Ulan Dhor, esperando hostilidad como resultado de su identificación, se sorprendió al descubrir una expresión más placentera en los rostros de los hombres, como si ahora hubieran resuelto una preocupante paradoja. Muy bien, pensó; si eso es lo que quieren, que así sea.
El más joven de los dos pescadores quería una claridad total.
—¿Es eso lo que reclamas entonces, hombre oscuro? ¿Llevas el rojo como Incursor para los Verdes?
—Mis planes aún no han sido totalmente definidos —dijo cautelosamente Ulan Dhor.
—¡Pero llevas el rojo! ¡Ése es el color que llevan los Incursores!
He aquí una forma particularmente retorcida de pensar, reflexionó Ulan Dhor. Es casi como si una roca bloqueara el fluir de su pensamiento y desviara la corriente con un chapoteo y una salpicadura. Dijo:
—Allá de donde vengo, un hombre lleva los colores que elige.
El viejo dijo ansiosamente:
—Pero llevas el Verde, así que evidentemente has elegido hacer tu incursión para los Verdes.
Ulan Dhor se alzó de hombros, sintiendo la roca cruzando el canal mental.
—Si así lo quieres… ¿Qué otros hay aquí?
—Nadie, ningún otro —respondió el viejo—. Nosotros somos los Verdes de Ampridatvir.
—Entonces…, ¿a quién incursiona un Incursor? El joven se agitó inquieto y tiró de su caña.
—Incursiona un templo en ruinas del demonio Cazdal, en busca de la tableta perdida de Rogol Domedonfors.
—En ese caso —dijo Ulan Dhor—, puedo convertirme en un Incursor.
—Para los Verdes —dijo el viejo, mirándole de soslayo.
—Ya basta, ya basta —dijo el otro—. El sol ha cruzado el cenit. Será mejor que volvamos a casa.
—De acuerdo —dijo el viejo, con una repentina energía—. El sol ya cae.
El joven miró a Ulan Dhor.
—Si te propones incursionar, será mejor que vengas con nosotros.
Ulan Dhor lanzó un cabo a la barcaza, añadiendo su vela de tela a la cuadrada de cañas trenzadas, y apuntaron sus proas hacia la orilla.
Era muy hermoso cruzar las soleadas olas del atardecer hacia la boscosa isla, y mientras rodeaban el cabo oriental Ampridatvir se ofreció a su vista.
Una línea de bajos edificios hacía frente al puerto, y más allá se levantaban torres como Ulan Dhor nunca había imaginado que existieran…, espiras de metal alzándose más allá de las alturas centrales de la isla para resplandecer a la luz del sol poniente. Tales ciudades eran leyendas del pasado, sueños de un tiempo en el que la Tierra era joven.
Ulan Dhor miró especulativamente a la barcaza, a las toscas ropas verdes de los pescadores. ¿Eran campesinos? ¿Iba a convertirse en blanco del ridículo, llegando así a la resplandeciente ciudad? Se volvió incómodo hacia la ciudad, mordiéndose el labio. Según Kandive, Ampridatvir tenía que ser un conjunto de columnas caídas y escombros, como la Ciudad Vieja encima de Kaiin…
El sol se hundió en el agua, y ahora Ulan Dhor, con un repentino estremecimiento, observó los desmoronamientos en la base de las torres; allí estaba lo que esperaba, la desolación que Kandive había predicho. Sorprendentemente, el hecho proporcionó a Ampridatvir una majestuosidad adicional, la dignidad de un monumento perdido.
El viento había aflojado, el avance del bote y la barcaza eran muy lentos. Los pescadores traicionaban ansiedad, murmurándose el uno al otro, ajustando su vela para extraer el máximo de ella, tensando sus estays. Pero antes de que penetraran en las rompientes, el ocaso púrpura se había adueñado de la ciudad, y las torres se convirtieron en tremendos monolitos negros. En la casi oscuridad amarraron en un muelle de troncos, entre otras barcazas, algunas pintadas de verde, otras de gris.
Ulan Dhor saltó al muelle.
—Un momento —dijo el pescador más joven, observando la chaqueta roja de Ulan Dhor—. No es juicioso vestir así, ni siquiera por la noche. —Rebuscó en una caja y extrajo una capa verde, deshilachada y oliendo a pescado—. Ponte esto, y mantén la capucha sobre tu pelo negro…
Ulan Dhor obedeció, con una mueca de disgusto para sí mismo. Preguntó:
—¿Dónde puedo obtener cena y cama para esta noche? ¿Hay hoteles o posadas en Ampridatvir?
—Puedes pasar la noche en mi casa —dijo el joven, sin entusiasmo.
Los pescadores cargaron la pesca del día sobre sus hombros, subieron a muelle, y miraron ansiosamente por entre los cascotes.
—Parecéis intranquilos —dijo Ulan Dhor.
—Sí —dijo el joven—. Por la noche, los gauns merodean por las calles.
—¿Qué son los gauns?
—Demonios.
—¿Hay muchas variedades de demonios? —dijo Ulan Dhor casi jovialmente—. ¿Cómo son ésos?
—Son como hombres horribles. Tienen brazos grandes y largos que agarran y hacen…
—¡Jo! —murmuró Ulan Dhor, llevando instintivamente la mano al pomo de su espada—. ¿Cómo los permitís?
—No podemos hacerles ningún daño. Son feroces y fuertes…, pero afortunadamente no demasiado ágiles. Con suerte y un poco de atención…
Ulan Dhor observó ahora los escombros con una expresión tan cautelosa como los pescadores. Aquella gente estaba familiarizada con los peligros del lugar; obedecería sus consejos hasta que conociera mejor el terreno.
Cruzaron la primera hilera de ruinas, entraron en un cañón al que no llegaba la luz del ocaso debido a los pináculos a ambos lados, que resplandecían débilmente a la luz reflejada.
¡Muerte!, pensó Ulan Dhor. El lugar estaba bajo el sudario de la muerte polvorienta. ¿Dónde estaban los activos millones de la antigua Ampridatvir? Reducidos a polvo, su humedad mezclada con el océano, junto con la de cualquier otro hombre y mujer que habían vivido sobre la Tierra.
Ulan Dhor y los dos pescadores descendieron por la avenida, figuras pigmeas caminando por una ciudad de sueño, y Ulan Dhor miró fríamente a uno y otro lado… El príncipe Kandive el Dorado había dicho la verdad. Ampridatvir era la auténtica definición de lo antiguo. Las ventanas se abrían como bostezos negros, el cemento se había cuarteado, los balcones colgaban locamente, las terrazas estaban abrumadas de polvo. Los escombros llenaban las calles…, bloques de piedra de las caídas columnas, metal aplastado y retorcido.
Pero Ampridatvir seguía viviendo con una extraña vida interminable allá donde los constructores habían utilizado sustancias sin edad, energías eternas. Bandas de oscuro y reluciente material fluían como agua a cada lado de la calle…, lentamente a los extremos, con rapidez en el centro.
Los pescadores subieron como cosa de cada día a una de esas bandas, y Ulan Dhor les siguió torpemente hasta el rápido centro.
—Veo calles fluyendo como ríos aquí en Ampridatvir —dijo—. Me llamáis demonio; sinceramente, creo que el guante está en la otra mano.
—Esto no es magia —dijo el joven secamente—. Es lo normal en Ampridatvir.
A intervalos regulares a lo largo de la calle se erguían vestíbulos de piedra de unos tres metros de alto, con la apariencia de rampas de refugio que conducían bajo tierra.
—¿Qué hay debajo? —preguntó Ulan Dhor. Los pescadores se alzaron de hombros.
—Las puertas están cerradas. Ningún hombre las ha cruzado nunca. La leyenda dice que fueron la última obra de Rogol Domedonfors.
Ulan Dhor contuvo más preguntas, observando un creciente nerviosismo en los pescadores. Contagiado por su aprensión, llevó su mano a la espada.
—Nadie vive en esta parte de Ampridatvir —dijo el viejo pescador en un ronco susurro—. Es antigua más allá de toda imaginación, sólo está poblada por fantasmas.
Las calles desembocaban en una plaza central, con las torres caídas ante ellos. La cinta deslizante desembocó en una parada, como el agua fluyendo en un estanque. Aquí brillaba la primera luz artificial que Ulan Dhor había visto…, un resplandeciente globo colgado de un arqueado poste de metal.
A aquella luz Ulan Dhor vio a un joven envuelto en una capa gris cruzando apresuradamente la plaza… Un movimiento entre las ruinas; los pescadores jadearon, se agacharon. Una criatura pálida como un cadáver salió a la luz. Sus brazos colgaban nudosos y largos; un sucio pelaje cubría sus piernas. Unos enormes ojos miraban desde un picudo cráneo blanco como un hongo; dos colmillos sobresalían de la protuberante boca. Saltó sobre el desgraciado de la capa gris y lo aferró con sus brazos; luego, volviéndose, lanzó a Ulan Dhor y los pescadores una mirada de maléfico triunfo. Y entonces vieron que la víctima era una mujer…
Ulan Dhor extrajo su espada.
—¡No, no! —susurró el viejo—. ¡El gaun seguirá su camino!
—¡Pero ha cogido a la mujer! ¡Podemos salvarla!
—El gaun no ha cogido a nadie. —El viejo aferró su hombro.
—¿Estás ciego, hombre? —exclamó Ulan Dhor.
—No hay nadie en Ampridatvir excepto los Verdes —dijo el joven—. Quédate con nosotros.