La tierra moribunda (16 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La tierra moribunda
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—¿Dónde está la Torre del Destino? —preguntó Ulan Dhor.

Elai agitó la cabeza.

—Está la Torre de Rodeil, y la Torre Roja, y la Torre del Fantasma Aullante, y la Torre de las Trompetas, y la Torre del Pájaro, y la Torre de Guans…, pero no conozco ninguna Torre del Destino.

—¿Qué Torre tiene un domo amarillo?

—No lo sé.

—La buscaremos por la mañana.

—Por la mañana —dijo la muchacha, reclinándose soñolienta contra él.

—La mañana… —dijo Ulan Dhor, acariciando su amarillo pelo.

Cuando el viejo sol rojo amaneció, derivaron de vuelta sobre la ciudad y hallaron a la gente de Ampridatvir despierta antes que ellos, dispuesta a matar.

Las luchas y las muertes no eran tan salvajes como la noche anterior. Era una carnicería más organizada. Grupos furtivos de hombres abordaban a los rezagados, o penetraban en las casas para estrangular a mujeres y niños.

—Pronto no quedará nadie en Ampridatvir sobre quien pueda actuar el poder de Rogol Domedonfors —murmuró Ulan Dhor. Se volvió hacia Elai—. ¿No tienes padre, ni madre, ni a nadie por quien temer?

Negó con la cabeza.

—He vivido toda mi vida con un malhumorado y tiránico tío.

Ulan Dhor desvió la vista. Vio un domo amarillo; no había ninguno otro visible: la Torre del Destino.

—Ahí —señaló, e hizo girar el morro del coche aéreo.

Aterrizaron en un nivel alto, entraron en polvorientos corredores, encontraron un pozo antigravedad y ascendieron hasta el piso superior. Allá encontraron una pequeña cámara decorada con vividos murales. La escena era una corte de la antigua Ampridatvir. Hombres y mujeres ataviados con coloreadas sedas conversaban y celebraban un banquete y, en la placa central, rendían homenaje a un patriarcal gobernante con un austero mentón, ardientes ojos y una barba blanca. Iba vestido con una túnica púrpura y negra y se sentaba en una silla de madera tallada.

—¡Rogol Domedonfors! —murmuró Elai, y la estancia contuvo el aliento, se inmovilizó por completo. Sintieron la agitación que sus respiraciones habían causado en el aire tranquilo desde hacía mucho, y los ojos pintados miraron profundamente en sus cerebros…

—Rojo al ojo izquierdo, amarillo al derecho; luego azul a los dos —dijo Ulan Dhor—. Bien… hay azulejos azules en la sala, y yo llevo un vestido rojo.

Encontraron azulejos azules y amarillos, y Ulan Dhor cortó un pedazo del borde de su túnica.

Rojo al ojo izquierdo, amarillo al derecho. Azul a los dos. Un clic, un chirrido, un zumbido como el de un centenar de abejas.

La puerta se abrió a un tramo de escaleras. Ulan Dhor entró y, con Elai respirando pesadamente a su espalda, subió los peldaños.

Salieron a la luz del día, bajo el domo en sí. En el centro de un pedestal había un cilindro de punta redondeada, negro y vítreo.

El zumbido se convirtió en un agudo chillido. El cilindro se estremeció, se ablandó, se volvió casi transparente, pareció hundirse un poco. En el centro flotaba una pulposa masa blanca… ¿un cerebro?

El cilindro estaba vivo.

Emitió seudópodos que se agitaron temblorosos en el aire. Ulan Dhor y Elain contemplaron, helados, muy juntos. Un negro dedo se modeló a sí mismo en un ojo, otro formó una boca. El ojo les inspeccionó con atención.

La boca dijo alegremente:

—Saludos a través del tiempo, saludos. ¿Habéis venido finalmente a despertar al viejo Rogol Domedonfors de sus sueños? He soñado mucho y bien…, pero parece que por período indefinible. ¿Cuánto tiempo? ¿Veinte años? ¿Cincuenta años? Dejadme ver.

El ojo giró hacia un tubo en la pared, lleno en su cuarta parte de un polvo gris.

La boca lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡La energía casi se ha disipado! ¿Cuánto tiempo he dormido? Con una vida media de 1.200 años… ¡por encima de los cinco mil años! —El ojo se volvió de nuevo hacia Ulan Dhor y Elai—. ¿Quiénes sois vosotros, entonces? ¿Dónde están mis pendencieros súbditos, los partidarios de Pansiu y de Cazdal? ¿Se han matado los unos a los otros, hace mucho?

—No —dijo Ulan Dhor con una enfermiza sonrisa—. Aún siguen luchando en las calles.

El ojo-tentáculo se extendió rápidamente, se asomó por una ventana, y miró hacia abajo, a la ciudad. La masa central se estremeció, se vio inundada por un resplandor naranja. La voz habló de nuevo, y tenía una terrible dureza. La nuca de Ulan Dhor hormigueó, y sintió que la mano de Elai se clavaba profundamente en su brazo.

—¡Cinco mil años! —exclamó la voz—. ¿Cinco mil años y aún siguen luchando? ¿El tiempo no les ha enseñado sabiduría? Entonces hay que utilizar métodos más fuertes. Rogol Domedonfors les mostrará lo que es la sabiduría. ¡Veréis!

Un enorme sonido brotó de abajo, un centenar de intensos rumores. Ulan Dhor y Elai se apresuraron a la ventana y miraron abajo. Una visión encerebradora ocupaba las calles.

Los vestíbulos de tres metros que conducían bajo la ciudad se habían abierto. De cada uno de ellos brotaba un gran tentáculo de negra jalea transparente como la sustancia de las carreteras fluidas.

Los tentáculos se alzaron en el aire, hicieron brotar un centenar de ramas que persiguieron a los ampridatvianos, que huían alocadamente; los atraparon, los despojaron de sus ropas verdes y grises, y luego, agitándolos muy alto en el aire, los dejaron caer dentro de la gran plaza central. Al frío aire matutino, la población de Ampridatvir se halló mezclada y desnuda, y nadie pudo distinguir un Verde de un Gris.

—Rogol Domedonfors posee grandes y largos brazos ahora —exclamó una enorme voz—. Fuertes como la luna, que todo lo ven como el aire.

La voz procedía de todas partes y de ninguna.

—Soy Rogol Domedonfors, el último gobernante de Ampridatvir. ¿Y a este estado habéis descendido? ¿Viviendo en madrigueras, comiendo porquería? Aguardad… ¡en un momento repararé la negligencia de cinco mil años!

Los tentáculos emitieron un millar de apéndices… duros cortadores córneos, boquillas que lanzaban llamas azules, tremendos cangilones, y cada apéndice emitió un tallo-ojo. Recorrieron la ciudad, y allá donde había un derrumbamiento o la marca de la edad los tentáculos cavaron, cortaron, quemaron, soldaron; luego vomitaron nuevos materiales y los situaron en su lugar, y cuando hubieron pasado nuevas y relucientes estructuras quedaron atrás.

Tentáculos de muchos brazos reunieron los escombros de siglos; cuando estaban cargados, se alzaban muy altos en el aire y restallaban, convertidos en una enorme catapulta que arrojaba los escombros muy lejos al mar. Y allá donde había pintura verde o pintura gris, un tentáculo borraba el color, cubriéndolo con nuevos y variados pigmentos.

Cada calle fue recorrida por aquellas tremendas cosas como raíces, y retoños de las mismas penetraron en cada torre, cada casa, cada parque y plaza… demoliendo, transformando, edificando, limpiando, reparando. Ampridatvir fue tomada y permeada por Rogol Domedonfors como las raíces de un árbol toman y permean un terreno.

En un tiempo medido por latidos de corazón, un nuevo Ampridatvir había reemplazado las ruinas, una brillante y resplandeciente ciudad…, orgullosa, intrépida, desafiando al rojo sol.

Ulan Dhor y Elai contemplaron todo aquello en un estupor semiconsciente. ¿Era posible, existía un ser capaz de demoler una ciudad y reedificarla de nuevo mientras un hombre observaba?

Brazos de negra jalea treparon por las colinas de la isla, penetraron en las cuevas donde yacían los gauns, saciados y torpes. Los agarraron, los llevaron a través del aire, y los mantuvieron colgando encima de los ampridatvianos reunidos…, un centenar de gauns sobre un centenar de tentáculos, los horribles frutos de un extraño árbol.

—¡Mirad! —retumbó una voz, alardeante y salvaje—. ¡Ésos a quienes temíais! ¡Mirad cómo los trata Rogol Domedonfors!

Los tentáculos restallaron, y un centenar de gauns partieron silbando —formas aullantes, brazos y piernas abiertos— muy por encima de Ampridatvir, para caer al mar.

—Está loco —susurró Ulan Dhor a Elai—. El largo sueño ha afectado su cerebro.

—¡Ved la nueva Ampridatvir! —retumbó la poderosa voz—. Vedla por primera y última vez. ¡Porque ahora vais a morir! Habéis demostrado no ser merecedores del pasado…, no ser merecedores de adorar al nuevo dios Rogol Domedonfors. Tengo a mi lado a los dos que deberán fundar la nueva raza…

Ulan Dhor se sobresaltó, alarmado. ¿Qué? ¿Él vivir en Ampridatvir bajo el pulgar del superser loco?

No.

Y quizá nunca volvería a estar tan cerca del cerebro como ahora.

En un solo movimiento, extrajo su espada y se lanzó, la punta por delante, contra el cilindro translúcido y la masa que contenía… atravesando el cerebro, ensartándolo con el astil de acero.

El más horrible sonido que jamás hubiera escuchado la Tierra desgarró el aire. Hombres y mujeres se volvieron locos en la plaza.

Los tentáculos de Rogol Domedonfors que cuadriculaban la ciudad se agitaron y golpearon hacia todos lados en agonía, como un insecto herido de muerte agita sus patas. Las espléndidas torres se derrumbaron, los ampridatvirianos huyeron chillando en medio del cataclismo.

Ulan Dhor y Elai corrieron hacia la terraza donde habían dejado el coche aéreo. Tras ellos oyeron un ronco susurro… una voz rota.

—¡Todavía… no… estoy… muerto! Aunque todo lo demás…, aunque todos los sueños… estén rotos…, los mataré a los dos…

Se metieron a trompicones en el coche aéreo. Ulan Dhor lo lanzó al aire. Con un terrible esfuerzo, un tentáculo detuvo su loco flagelar y dio una brusca sacudida hacia arriba para interceptarlos. Ulan Dhor hizo un brusco regate para evitarlo, se lanzó a toda velocidad. El tentáculo fue tras él.

Ulan Dhor apretó a fondo la palanca de la velocidad, y el aire chilló y cantó junto al aparato. Y directamente detrás estaba el oscilante brazo negro del agonizante dios, tendiéndose para alcanzar al fugitivo mosquito que tanto daño le había causado.

—¡Más aprisa! ¡Más! —suplicó Ulan Dhor al coche aéreo.

—Ve más arriba —jadeó la muchacha—. Más arriba…, más aprisa…

Ulan Dhor inclinó el morro; el coche se lanzó en ángulo hacia el cielo, y el tenso brazo lo siguió detrás…, un tremendo miembro estirándose rígido en el cielo, un negro arco iris enraizado en la distante Ampridatvir.

Rogol Domedonfors murió. El brazo restalló en una voluta de humo y cayó lentamente hacia el mar.

Ulan Dhor mantuvo el bote a toda velocidad hasta que la isla desapareció al otro lado del horizonte. Entonces redujo la marcha, suspiró, se relajó.

De pronto, Elai se derrumbó contra su hombro y estalló en un ataque de histeria.

—Tranquila, muchacha, tranquila —murmuró Ulan Dhor—. Estamos a salvo; nos hemos salido para siempre de esa maldecida ciudad.

Ella se apaciguó; luego:

—¿Dónde vamos a ir ahora?

Los ojos de Ulan Dhor evaluaron el coche aéreo, con duda y cálculo.

—No habrá magia para Kandive. Sin embargo, tendré un gran relato que hacerle, y puede que se sienta satisfecho… Seguramente querrá el coche aéreo. Pero me ingeniaré algo. Me ingeniaré algo…

Ella susurró:

—¿No podemos volar hacia el este, y volar y volar y volar, hasta que encontremos el lugar en donde nace el sol, y quizás un prado tranquilo donde haya árboles frutales…?

Ulan Dhor miró hacia el sur y pensó en Kaiin, con sus tranquilas noches y sus días color vino, el amplio palacio que había convertido en su hogar, y el diván desde el que podía contemplar la bahía de Sanreale, los antiguos olivos, los arlequinados festivales.

—Elai, te gustará Kaiin —dijo.

6
Guyal de Sfere

Guyal de Sfere había nacido distinto de sus semejantes, y muy pronto demostró ser una fuente de preocupación para su progenitor. Normal en configuración externa, existía en su mente un vacío que anhelaba ser alimentado. Era como si hubiera sido arrojado un conjuro sobre su nacimiento por algún espíritu burlón, de tal modo que cualquier suceso, no importaba lo trivial que fuera, se convertía en una fuente de sorpresa y maravilla. Incluso a la temprana edad de cuatro estaciones estaba haciendo ya preguntas como:

—¿Por qué los cuadrados tienen más lados que los triángulos?

—¿Cómo veremos cuando el sol se apague definitivamente?

—¿Crecen flores debajo del océano?

—¿Silban y crepitan las estrellas cuando llueve de noche?

A lo cual su impaciente progenitor daba respuestas tales como:

—Así fue ordenado por la Pragmática: triángulos y cuadrados deben obedecer la regla.

—Nos veremos obligados a tantear para seguir nuestro camino.

—Nunca he verificado este asunto; solamente el Conservador puede saberlo.

—En absoluto, puesto que las estrellas están muy por encima de la lluvia, más altas incluso que las más altas nubes, y nadan en un aire rarificado donde la lluvia nunca alcanzará.

Y Guyal creció hasta convertirse en un joven, y este vacío en su mente, en vez de volverse blando y ceroso, pareció latir con un dolor más violento. Y así preguntó:

—¿Por qué la gente muere cuando resulta muerta?

—¿Dónde va a parar la belleza cuando se desvanece?

—¿Cuánto tiempo lleva el hombre viviendo sobre la Tierra?

—¿Qué hay más allá del cielo?

A lo cual su progenitor, mordiéndose la acritud de sus labios, respondió:

—La muerte es la herencia de la vida; la vitalidad de un hombre es como aire en una vejiga. Pincha la vejiga y el aire partirá lejos, lejos, lejos, como el color de los sueños que se desvanecen.

—La belleza es un lustre que pone el amor para seducir al ojo. En consecuencia puede decirse que solamente cuando el cerebro carece de amor el ojo mira y no ve la belleza.

—Algunos dicen que el hombre brotó en la Tierra como los gusanos en un cadáver; otros afirman que los primeros hombres decidieron fijar residencia y así crearon la Tierra mediante la magia. La cuestión está rodeada de tecnicismos; solamente el Conservador puede responder con exactitud.

—Un desperdicio infinito.

Y Guyal meditaba y postulaba, proponía y enunciaba, hasta el punto que la gente empezó a evitarle. Por la heredad corrió el rumor de que un gleft, cuando la madre de Guyal estaba de parto, había robado parte del cerebro de Guyal, deficiencia que ahora él estaba intentando contrarrestar industriosamente.

En consecuencia, Guyal también se apartaba de los demás y acostumbraba a vagar por las herbosas colinas de Sfere en solitario. Pero su mente seguía siendo siempre adquisitiva, siempre buscaba agotar el ansia de todo lo que le rodeaba, hasta que finalmente su padre, irritado, se negó a oír más preguntas, declarando que todo el conocimiento era ya conocido, que lo trivial e inútil había sido descartado, y que sólo quedaba un residuo que era todo lo que necesitaba saber un hombre de bien.

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