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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La tierra moribunda (17 page)

BOOK: La tierra moribunda
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Por aquel entonces Guyal estaba rozando la edad adulta, un joven esbelto pero de sólida constitución con grandes ojos límpidos, una inclinación hacia la ropa severamente elegante, y un problema interno que se reflejaba a veces en las contracciones de la comisura de su boca.

Tras oír la irritada afirmación de su padre, Guyal dijo:

—Una pregunta más, luego ya no formularé ninguna otra.

—Habla —declaró su padre—. Te admito una pregunta más.

—A menudo te has referido ante mí al Conservador; ¿quién es, y dónde puedo encontrarle, de modo que él pueda aliviar mi ansia de conocimiento?

Por un momento el padre escrutó a su hijo, al que consideraba que había rebasado ya el límite de la locura. Luego respondió con voz tranquila:

—El Conservador guarda el Museo del Hombre, que antiguas leyendas sitúan en la Tierra del Muro Desmoronante…, más allá de las montañas de Fer Aquila y al norte de Ascolais. No es seguro que ni el Conservador ni el Museo existan todavía; de todos modos, parece que si el Conservador conoce todas las cosas, como dice la leyenda, entonces seguramente sepa la magia necesaria para eludir la muerte.

Guyal dijo:

—Entones buscaré al Conservador y el Museo del Hombre, a fin de tener la oportunidad de conocer todas las cosas.

El padre dijo pacientemente:

—Te daré mi mejor caballo blanco, mi Huevo Expandible para tu refugio, mi Daga Centelleante para iluminarte por la noche. Además, lanzaré una bendición a lo largo de todo el camino, y el peligro pasará inofensivamente por tu lado siempre que no te salgas de él.

Guyal retuvo el centenar de nuevas preguntas que afloraban a su lengua, incluida la pregunta de cómo su padre había aprendido aquellas manifestaciones mágicas, y aceptó los regalos: el caballo, el refugio mágico, la daga con la empuñadura luminosa, y la bendición para resguardarle de las circunstancias desventajosas que acechaban a los viajeros a lo largo de los tenebrosos caminos de Ascolais.

Enjaezó el caballo, enfundó la daga, echó una última mirada a la antigua casa de Sfere, y partió hacia el norte, con el vacío de su mente ávido de nuevos conocimientos.

Cruzó el río Scaum en una vieja barcaza. A bordo de la barcaza, y por lo tanto fuera del camino, la bendición perdía su potencia y el barquero, que codiciaba las ricas posesiones de Guyal, quiso darle un golpe con su pértiga. Guyal esquivó el golpe y pateó al hombre, arrojándolo a la lodosa corriente, donde se ahogó.

Ascendiendo por la orilla norte del Scaum, vio delante la Cicatriz de Porfirio, los oscuros álamos y las blancas columnas de Kaiin, el apagado brillo de la bahía de San reale.

Recorriendo las calles llenas de escombros, planteó a sus habitantes un cúmulo tal de cuestiones que uno de ellos, queriendo burlarse de él, le recomendó que acudiera a un augur profesional.

Éste vivía en una cabaña pintada con los signos de la Cábala Aumoklopelastiánica. Era un descarnado hombre de aspecto cetrino, con ojos bordeados de rojo y una manchada barba blanca.

—¿Cuáles son tus tarifas? —preguntó Guyal cautelosamente.

—Respondo a tres preguntas —afirmó el augur—. Por veinte terces expongo la respuesta en un lenguaje claro y comprensible para todos; por diez utilizo el lenguaje del canto, que ocasionalmente admite la ambigüedad; por cinco, pronuncio una parábola que deberás interpretar como quieras; y por un terce, balbuceo en una lengua desconocida.

—Primero necesito saber cuan profundo es tu conocimiento.

—Lo sé todo —respondió el augur—. Los secretos del rojo y los secretos del negro, los conjuros perdidos del Gran Motholam, las costumbres de los peces y la voz de los pájaros.

—¿Y dónde has aprendido todas esas cosas?

—Por pura inducción —explicó el augur—. Me retiro a mi cabaña, me encierro en ella sin ni siquiera un atisbo de luz, y, así enclaustrado, resuelvo las profundidades del mundo.

—Con todo este precioso conocimiento a mano —aventuró Guyal—, ¿por qué vives tan parcamente, sin un gramo de grasa ten tu esqueleto y esos miserables harapos sobre tus hombros?

El augur retrocedió furioso.

—¡Márchate, márchate! Ya he gastado cincuenta terces de sabiduría en ti, que nunca has tenido un cobre en tu bolsa. Si deseas iluminación gratuita —y chasqueó burlonamente la lengua—, busca al Conservador. —Y cerró la puerta de su cabaña.

Guyal tomó alojamiento para la noche, y por la mañana prosiguió su camino hacia el norte. Las yermas hectáreas de la Ciudad Vieja pasaron a su izquierda, y el camino se adentró en el fabuloso bosque.

Durante todo un día cabalgó Guyal hacia el norte, y, temeroso del peligro, se mantuvo estrictamente dentro del camino. Por la noche se envolvió él y su caballo en su mágico alojamiento, el Huevo Expandible —una membrana impermeable a la fuerza, los cortes, los encantamientos, la presión, el sonido y el frío—, y así descansó cómodamente pese a los esfuerzos de las ávidas criaturas de la oscuridad.

El gran globo opaco del sol salió y se puso; los días se hicieron más sombríos y las noches más crudas, y finalmente los farallones de Fer Aquila se mostraron como una señal indicadora en el horizonte septentrional.

El bosque se había vuelto más bajo y menos denso, y el árbol característico era el daobado, una masiva forma redondeada de ramas enormemente nudosas, de un color bronce rojizo lustroso, llenas de oscuras bolas de follaje. Al lado de un gigante de la especie Guyal llegó a un poblado de chozas de tierra. Una bandada de taciturnos habitantes del poblado apareció y le rodeó con expresiones de curiosidad. Guyal, no menos que los pueblerinos, tenía preguntas que hacer, pero ninguno habló hasta que apareció el jefe, un hombre robusto que llevaba un colgante sombrero de piel de pelo, una capa de pelo marrón y una cerdosa barba, de modo que era difícil ver dónde terminaba una piel y empezaba la otra. Exudaba un olor rancio que desagradó a Guyal, que, por motivos de cortesía, mantuvo oculto su desagrado.

—¿Adonde vas? —preguntó el jefe.

—Deseo cruzar las montañas hasta el Museo del Hombre —dijo Guyal—. ¿Por dónde sigue el camino? El jefe señaló hacia una mella en la silueta de las montañas.

—Aquello es el paso de Omona, que es la ruta mejor y más corta, aunque no hay sendero. Nadie viene y nadie va, puesto que una vez cruzas el paso te hallas en tierra desconocida. Y sin tráfico, evidentemente no se necesita ningún sendero.

La noticia no hizo feliz a Guyal.

—¿Cómo se sabe entonces que el paso de Omona es el camino al Museo?

El jefe se alzó de hombros.

—Esta es nuestra tradición.

Guyal volvió la cabeza al oír un ronco husmear, y vio un corral de juncos trenzados. Sobre un lecho de suciedad y manchada paja había un cierto número de fornidos hombres de más de dos metros y medio de altura. Iban desnudos, con greñas de sucio pelo amarillo y acuosos ojos azules. Tenían rostros embrutecidos y expresiones de crasa estupidez. Mientras Guyal los miraba, uno de ellos caminó hacia una abertura y se puso a comer ruidosamente una pulposa masa gris.

—¿Qué clase de cosas son ésas? —preguntó Guyal. El jefe parpadeó divertido ante la ingenuidad de Guyal.

—Son nuestros oasts, naturalmente —e hizo un gesto desaprobador hacia el caballo blanco de Guyal—. Nunca había visto un oast tan extraño como éste que cabalgas. Los nuestros nos llevan más fácilmente y parecen ser menos difíciles de controlar; además, ninguna carne es tan deliciosa como la de oast, debidamente asada o guisada.

Se acercó y acarició el metal de la silla de Guyal, y el bordado rojo y amarillo de su guarnición.

—Tus arreos, sin embargo, son ricos y de soberbia calidad. Por eso te regalo mi oast más grande y pesado a cambio de esta criatura con sus jaeces.

Guyal declaró educadamente que se sentía satisfecho con su actual montura, y el jefe se alzó de hombros.

Sonó un cuerno. El jefe miró a su alrededor, luego se volvió de nuevo a Guyal.

—La comida está preparada; ¿quieres comer? Guyal miró al corral de los oasts.

—No tengo demasiada hambre, y debo apresurarme. De todos modos, te agradezco tu amabilidad.

Partió; mientras pasaba por debajo del arco del gran daobado, se volvió para echar una última mirada al poblado. Parecía haber una desacostumbrada actividad entre las chozas. Recordando la codiciosa caricia del jefe a su silla, y consciente de que ya no cabalgaba por el sendero protegido, Guyal animó a su caballo a avivar el paso y galopó aprisa bajo los árboles.

A medida que se acercaba al pie de las montañas, el bosque disminuyó a una sabana, alfombrada con una seca hierba que crujía bajo los cascos del caballo. Guyal miró arriba y abajo por el llano. El sol, viejo y rojo como una granada otoñal, se hundía hacia el sudoeste; la luz que iluminaba el llano era tenue y acuosa; las montañas presentaban un aspecto curiosamente artificial, como un cuadro planeado para dar el efecto de una sobrenatural desolación.

Guyal miró una vez más al sol. Otra hora de luz, luego la oscura noche de los últimos días de la Tierra. Guyal se volvió en la silla y miró tras él, sintiéndose solo, solitario, vulnerable. Cuatro oasts, cargando a otros tantos hombres sobre sus espaldas, aparecieron trotando por el bosque. Al ver a Guyal, aceleraron el paso. Sintiendo que se le erizaba la piel, Guyal espoleó a su caballo y soltó las riendas, y el blanco animal emprendió un galope por el llano en dirección al paso de Omona. Detrás siguieron los oasts, cabalgados por los habitantes del poblado vestidos con pieles.

Cuando el sol tocaba ya el horizonte, otro bosque al frente se mostró como una indistinta línea de oscuridad. Guyal miró hacia atrás a sus perseguidores, ahora a menos de dos kilómetros de distancia. Volvió de nuevo la vista hacia el bosque. Un mal lugar para cabalgar de noche… El cada vez más oscuro follaje gravitaba sobre él; pasó bajo las primeras nudosas ramas. Si los oasts eran incapaces de seguir su rastro por el olfato, podían ser eludidos. Cambió de dirección, volvió a girar una, dos, tres veces, luego detuvo su caballo para escuchar. A lo lejos, un crujir de ramas alcanzó sus oídos. Guyal desmontó, llevó el caballo hasta una profunda hondonada donde una pared de follaje ofrecía como una pantalla. Finalmente los cuatro hombres sobre sus voluminosos oasts pasaron al débil resplandor del atardecer encima de él, negras formas dobles en actitudes que sugerían mal humor y decepción.

El resonar de pasos se alejó y murió.

El caballo se agitaba intranquilo; el follaje susurraba.

Un húmedo aire sopló en la hondonada y heló la nuca de Guyal. La oscuridad se alzó de la vieja Tierra como tinta en un estanque.

Guyal se estremeció: era mejor alejarse por el bosque, alejarse de los hoscos habitantes del poblado y sus inquietantes monturas. Alejarse…

Volvió a conducir su caballo hasta arriba, donde habían pasado los cuatro, y se sentó, escuchando. Desde lejos el viento le trajo una ronca llamada. Volviéndose en dirección opuesta, dejó que el caballo eligiera su propio camino.

Troncos y ramas trazaban dibujos de desvaneciente color púrpura sobre su cabeza; el aire olía a musgo y húmedo moho. El caballo se detuvo en seco. Guyal, tensando todos los músculos, se inclinó ligeramente hacia delante, la cabeza torcida, escuchando. Había una sensación de peligro en su mejilla. El aire permanecía inmóvil, sobrenaturalmente tranquilo; sus ojos no podían atravesar más allá de tres metros en la oscuridad. En algún lugar, cerca, estaba la muerte…, una muerte gruñente, chirriante, presta para saltar al momento menos pensado.

Sudando un sudor frío, temeroso de mover un solo músculo, se obligó a desmontar. Se deslizó rígidamente de la silla, sacó el Huevo Expandible y lo extendió alrededor de su caballo y de él mismo. Ah, ahora… Guyal relajó la presión de su aliento. Estaba a salvo.

Una débil luz rojiza llegaba oblicuamente a través de las ramas desde el este. El aliento de Guyal formó nubecillas en el aire cuando emergió del Huevo. Tras un puñado de frutos secos para él y un saco de grano molido para el caballo, montó y reemprendió el camino hacia las montañas.

El bosque quedó atrás, y Guyal cabalgó ascendiendo una pendiente. Escrutó la línea de las montañas. Difuminada en la rosada luz del sol, la cordillera gris y verde se extendía lejos hacia el este hasta Melantine, lejos hacia el oeste hasta la región del Muro Desmoronante. ¿Dónde estaba el paso de Omona?

Guyal de Sfere buscó en vano la melladura que había visto desde el poblado de los cuatro asesinos vestidos de pieles.

Frunció el ceño y giró los ojos hacia lo alto de las montañas. Carcomidas por las lluvias de toda la historia de la Tierra, las laderas eran fáciles de escalar y los riscos se alzaban como los muñones de podridos dientes. Guyal enfiló su caballo hacia la ladera más próxima y emprendió la ascensión sin caminos hacia las montañas de Fer Aquila.

Guyal de Sfere había perdido la orientación en una tierra de vientos y riscos desnudos. A medida que se acercaba la noche se acurrucó aterido en su silla mientras el caballo lo llevaba según su propio albedrío. En algún lugar, el antiguo camino a través del paso de Omona conducía a la tundra septentrional, pero ahora, bajo el frío y encapotado cielo, norte, este, sur u oeste eran lo mismo bajo el metálico cielo color lavanda. Guyal tiró de las riendas de su caballo y, alzándose en la silla, registró los alrededores. Los riscos se alzaban altos, remotos; el suelo era yermo excepto unos pocos matorrales secos. Se dejó caer de nuevo desmayadamente en la silla, y su caballo blanco siguió adelante.

Continuó cabalgando con la cabeza inclinada contra el viento, y las montañas se erguían recortadas en el ocaso como el esqueleto de un dios fósil.

El caballo se detuvo, y Guyal se descubrió al borde de un amplio valle. El viento había muerto; el valle estaba tranquilo y silencioso. Guyal se inclinó hacia delante, mirando. Abajo se extendía una ciudad oscura y sin vida.

La bruma se enroscaba a lo largo de las calles, y el ocaso iluminaba débilmente con su mortecina luz los techos de pizarra.

El caballo bufó y pateó el guijarroso suelo.

—Una extraña ciudad —dijo Guyal—; sin luces, sin ningún sonido, sin el menor olor a humo… Sin duda una ruina abandonada de los tiempos antiguos…

Dudó en descender hasta las calles. A veces las viejas ruinas estaban permeadas por peculiares destilaciones, pero unas ruinas como aquellas podían enlazar con la tundra mediante un sendero. Con este pensamiento en la cabeza, inició el camino ladera abajo.

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