La tierra moribunda (20 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La tierra moribunda
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Guyal creyó oír un tono de sinceridad en la voz del sapónide; sin embargo, se preguntó por qué la selección de la más hermosa de la ciudad era un asunto de tanta importancia.

—¿Y tercero? —inquirió.

—Eso te será revelado después de la competición, que tendrá lugar esta tarde.

El sapónide abandonó la celda.

Guyal, que no estaba exento de vanidad, pasó varias horas restaurando su persona y sus ropas de los estragos del viaje. Se bañó, peinó, afeitó, y cuando el gobernador apareció para abrirle la puerta tenía la seguridad de no hacer mal papel con su presencia.

Fue conducido a la carretera y directamente colina arriba hacia la parte superior de la ciudad en terrazas de Saponce. Volviéndose hacia el gobernador, dijo:

—¿Cómo permitís que camine de nuevo por el sendero? Tienes que saber que ahora estoy a salvo de cualquier interferencia…

El gobernador se alzó de hombros.

—Cierto. Pero vas a ganar poco insistiendo en tu temporal inmunidad. Ahí delante el sendero cruza un puente, que podemos demoler; ahí detrás no necesitamos más que romper la presa del torrente Peilvemchal; de modo que tendrías que salirte del camino y así serías de nuevo vulnerable. No, sir Guyal de Sfere, una vez sabido el secreto de tu inmunidad, eres susceptible de verte sometido a una gran variedad de estratagemas. Por ejemplo, podemos erigir una amplia pared cruzando el camino, delante y detrás tuyo. Sin duda el conjuro te preserva de la sed y del hambre, pero ¿de qué más? No puedes quedarte sentado hasta que el sol se apague definitivamente.

Guyal no dijo nada. Al otro lado del lago observó un trío de botes en forma de creciente de luna acercándose a los embarcaderos, proas y popas cabeceando y hundiéndose en las ensombrecidas aguas con un gracioso movimiento. El vacío en su mente se dio a conocer.

—¿Por qué están construidos de esta forma los botes? El gobernador le miró inexpresivamente.

—Es el único método practicable. ¿Acaso las vainas oe no crecen en el sur?

—Nunca he oído hablar de las vainas oe.

—Son el fruto de una gran enredadera, y crecen con forma de cimitarra. Cuando son lo suficientemente grandes, las cortamos y limpiamos, abrimos el borde interior, sujetamos los extremos con fuertes cuerdas y las tensamos hasta que la vaina se abre en la proporción deseada. Luego, una vez curadas, secadas, barnizadas, vaciadas, selladas y comprobadas, les adaptamos las cubiertas, bancos y refuerzos…, y ya tenemos nuestros botes.

Entraron en la plaza, una extensión llana en la parte superior rodeada en tres lados por altas casas de tallada madera oscura. El cuarto lado se abría a una vista del lago y más allá a las montañas. Había árboles por todas partes, y el resplandor del sol entre ellos daba un diseño escarlata al arenoso suelo.

Ante la sorpresa de Guyal, no parecía haber ceremonias preliminares ni formalidades en el concurso, y los ciudadanos manifestaban poco espíritu de festividad. De hecho, parecían más bien resignadamente desanimados, y miraban a su alrededor sin el menor entusiasmo.

Un centenar de muchachas estaban reunidas en un desconsolado grupo en el centro de la plaza. Guyal tuvo la impresión de que se habían preocupado muy poco de embellecerse para lucir mejor. Al contrario, llevaban ropas informes e incluso raídas, su pelo parecía deliberadamente desgreñado, sus rostros sucios y ceñudos.

Guyal miró y se volvió a su guía.

—Esas muchachas no parecen gozar en exceso de pulcritud.

El gobernador asintió.

—Como puedes ver, ninguna se muestra celosa de distinción; la modestia ha sido siempre un rasgo sapónide. Guyal dudó.

—¿Cuál es el procedimiento? No desearía, en mi ignorancia, violar otro de vuestros arcanos apócrifos.

—No hay formalidades —dijo el gobernador, con rostro inexpresivo—. Realizamos estos actos de forma expedita y con la menor ceremonia posible. Sólo necesitas pasar entre estas doncellas y elegir a aquella que consideres más atractiva.

Guyal se dedicó a su tarea, sintiéndose algo más que medio estúpido. Reflexionó: esto es un castigo por contravenir una absurda tradición; pasaré por él con eficiencia y así me veré libre lo antes posible de la obligación.

Se detuvo ante el centenar de muchachas, que lo miraron con hostilidad y ansiedad, y Guyal vio que su tarea no iba a ser sencilla, puesto que, en su conjunto, había en ellas una gracia que ni siquiera la suciedad, las muecas y los harapos podían disimular.

—Alineaos, por favor —pidió Guyal—. De esta forma, ninguna estará en desventaja.

Las muchachas formaron hoscamente en una fila.

Guyal examinó el grupo. Vio inmediatamente que un cierto número podían ser eliminadas: las demasiado bajas, las demasiado gordas, las demasiado flacas, las que tenían la piel picada o los rasgos demasiado duros…., quizás una cuarta parte del grupo. Dijo suavemente:

—Nunca había visto unos encantos tan unánimes; cada una de vosotras podría exigir legítimamente el premio. Mi tarea es ardua; debo sopesar delicados imponderables; al final mi elección se basará indudablemente en la subjetividad, y aquellas con un auténtico encanto serán indudablemente las primeras en ser desechadas del concurso. —Avanzó unos pasos—. Aquellas que indicaré pueden retirarse.

Recorrió la hilera, señalando, y las menos agraciadas, con expresiones de innegable alivio, se apresuraron a retirarse a un lado.

Guyal efectuó una segunda inspección, y ahora, ya algo más familiarizado con aquellas a las que juzgaba, pudo desechar a las que, aunque agraciadas, eran poseedoras de una belleza vulgar.

Ahora quedaba aproximadamente un tercio del grupo original. Ésas miraron a Guyal con distintos grados de aprensión y truculencia mientras pasaba ante ellas, estudiando una tras otra… Inmediatamente se decidió, e hizo su elección. De alguna manera las muchachas captaron el cambio en él, y en su ansiedad y tensión abandonaron las expresiones que habían estado exhibiendo en su beneficio.

Guyal efectuó una última inspección a la hilera. No, había sido certero en su elección. Había muchachas allí tan hermosas como los sentidos podían desear, muchachas con ojos que parecían ópalos resplandecientes y rasgos de jacinto, muchachas tan cimbreantes como juncos, de piel sedosa y suave pese al polvo que parecían haberse echado por encima.

La muchacha seleccionada por Guyal era más delgada que las otras y poseía una belleza que no era evidente a primera vista. Tenía un pequeño rostro triangular, grandes ojos melancólicos y un denso pelo negro cortado a la altura de las orejas. Su piel era de una palidez casi translúcida, como el más fino marfil; su forma era esbelta, graciosa y de un magnetismo innegable, que parecía llamar a la intimidad. Pareció darse cuenta de su decisión, y sus ojos se agrandaron.

Guyal tomó su mano, la condujo delante de las otras y se volvió hacia el voyevode…, un viejo que permanecía estólidamente sentado en un pesado sillón.

—Ésta es la que encuentro más encantadora entre tus doncellas.

Hubo un silencio en toda la plaza. Luego se oyó un sonido ronco, un grito de tristeza del gobernador y sargento lector. Avanzó unos pasos, el rostro caído, el cuerpo laxo.

—Guyal de Sfere, has conseguido una gran venganza por mi engaño. Es a mi amada hija, Shierl, a la que has designado para el espanto.

Guyal se volvió desconcertado del gobernador a la muchacha Shierl, en cuyos ojos reconoció ahora un velo de tristeza y fatalidad, como si estuviera mirando a un lugar muy profundo.

Se volvió de nuevo al gobernador.

—He actuado de una forma absolutamente impersonal. En tu hija Shierl he descubierto a una de las personas más encantadoras de toda mi experiencia; no puedo comprender en qué te he ofendido.

—No, Guyal —dijo el gobernador—, has elegido honestamente, porque esto es precisamente lo que yo pienso también.

—Bien, entonces revélame mi tercera tarea para que pueda cumplirla y continúe mi peregrinaje —dijo Guyal.

—A tres leguas al norte se hallan las ruinas que la tradición nos dice que constituyen el viejo Museo del Hombre —dijo el gobernador.

—Ah —dijo Guyal—. Sigue, escucho.

—Debes, como tercera pena, conducir a mi hija al Museo del Hombre. En el portal golpearás un gong de cobre y anunciarás a quien responda: «Somos los convocados de Saponce.»

Guyal se sobresaltó, frunció el ceño.

—¿«Somos»? ¿Cómo es eso?

—Tal es tu pena —dijo el gobernador, con voz de trueno.

Guyal miró a izquierda, derecha, delante y detrás. Pero estaba en el centro de la plaza, rodeado por los robustos hombres de Saponce.

—¿Cuándo debe ser ejecutada la pena? —preguntó con voz controlada.

La voz del gobernador era amarga como una hoja de roble.

—En estos momentos Shierl va a vestirse de amarillo. Dentro de una hora aparecerá, dentro de una hora deberéis partir para el Museo del Hombre.

—¿Y entonces?

—Y entonces…, para bien o para mal, nadie sabe. Compartirás el destino que han corrido otros trece mil antes que tú.

Guyal descendió de la plaza, recorriendo los umbrosos paseos flanqueados de árboles, indignado y sin saber qué decir, aunque la boca de su estómago parecía derretirse y temblaba como sometida a un terremoto. El ritual sonaba con desagradables armónicos: ejecución o sacrificio. El paso de Guyal vaciló.

El gobernador sujetó su codo con mano firme.

—Hacia delante.

Ejecución o sacrificio… Los rostros a lo largo del paseo mostraban una mórbida curiosidad, una excitación interior; ojos ávidos escrutaban profundamente en él para saborear su miedo y su horror, y las bocas se entreabrían en una semisonrisa de satisfacción interior por no ser ellos quienes caminaban descendiendo las calles bordeadas de árboles en dirección al Museo del Hombre.

La eminencia, con los altos árboles y las oscuras casas de madera tallada, quedó a sus espaldas; caminaron penetrando en la clara luz del sol de la tundra. Allí había ochenta mujeres con clámides llevando cestos ceremoniales de paja trenzada sobre sus cabezas, rodeando una alta tienda de seda amarilla.

El gobernador hizo detenerse a Guyal y dedicó una inclinación de cabeza a la Matrona Ritual. Ésta echó a un lado la cortina que cubría la puerta de la tienda; la muchacha que había dentro, Shierl, salió lentamente, los ojos muy abiertos y el cuerpo tenso.

Llevaba una rígida túnica de brocado amarillo, y su pálido cuerpo parecía comprimido en su interior. La túnica estaba cerrada bajo su barbilla, dejaba desnudos los brazos y se alzaba en la parte posterior de su cabeza en una especie de cogulla rígida de forma lanceolada. Estaba asustada como lo está un animal atrapado; miró a Guyal, a su padre, como si nunca los hubiera visto antes.

La Matrona Ritual apoyó una suave mano en su talle, la empujó hacia delante. Shierl dio un paso, dos, se detuvo incierta. El gobernador hizo avanzar a Guyal y lo situó al lado de la muchacha; entonces dos niños, niño y niña, llegaron apresuradamente con copas que ofrecieron a Guyal y Shierl. Ella aceptó con aire ausente la suya. Guyal tomó la que le tendían y miró suspicazmente el oscuro brebaje. Alzó la vista hacia el gobernador.

—¿Cuál es la naturaleza de esta poción?

—Bebe —dijo el gobernador—. Así tu camino parecerá más corto; así dejarás el terror atrás, y avanzarás al Museo con un paso más firme.

—No —dijo Guyal—. No beberé. Mis sentidos tienen que ser míos cuando me encuentre frente al Conservador. He venido desde tan lejos para este privilegio; no estropearé la ocasión tambaleándome y tartamudeando. —Y tendió la copa de vuelta al niño.

Shierl miraba con aire ausente la copa que sostenía en las manos. Guyal dijo:

—Te aconsejo que hagas lo mismo y evites la droga; así llegaremos al Museo del Hombre con nuestra propia dignidad.

Vacilante, la muchacha devolvió la copa. El ceño del gobernador se frunció, pero no protestó.

Un viejo con un atuendo negro tendió un almohadón de satén en que descansaba un látigo con el mango de acero tallado. El gobernador alzó el látigo y, avanzando, dio tres golpes ligeros cruzando ligeramente los hombros de Shierl y Guyal.

—Así os condeno: seguid adelante y abandonad Saponce, desterrados para siempre; sois exiliados de por vida. Buscad ayuda en el Museo del Hombre. Os prevengo: nunca miréis atrás, dejad todo pensamiento del pasado y del futuro aquí en el Jardín del Norte. Ahora y para siempre quedáis desligados de todos los lazos, compromisos, relaciones y dependencias, junto con toda pretensión de amistad, amor, camaradería y hermandad con los sapónides de Saponce. Os exhorto: id. Os ordeno: ¡id, id, id!

Shierl hundió los dientes en su labio inferior; las lágrimas resbalaron libremente por sus mejillas, aunque no emitió ningún sonido. Echó a andar con la cabeza colgante por entre los líquenes de la tundra, y Guyal se unió a ella con paso rápido.

No era momento de mirar atrás. Por un tiempo los murmullos, los nerviosos sonidos, siguieron resonando en sus oídos; luego estuvieron solos en la llanura. El ilimitado norte se extendía de horizonte a horizonte; la tundra llenaba el paisaje frente a ellos y al fondo, una extensión yerma, triste y moribunda. Como único accidente en la región, las blancas ruinas —en un tiempo el Museo del Hombre— se alzaban a una legua ante ellos, y caminaron por el apenas perceptible sendero sin una palabra.

Guyal dijo con tono tentativo:

—Hay mucho que querría comprender.

—Habla —dijo Shierl. Su voz era baja pero controlada.

—¿Por qué somos forzados a realizar esta misión?

—Es así porque siempre ha sido así. ¿No es suficiente razón?

—Suficiente tal vez para ti —dijo Guyal—, pero para mí no resulta convincente. Debo hacerte partícipe del vacío que hay en mi mente, que anhela conocimiento como el lascivo anhela carnalidad; así que te ruego que seas paciente si mis preguntas parecen innecesariamente insistentes.

Ella le miró con sorpresa.

—¿Si todos los del sur tan anhelantes de conocimiento como tú?

—En absoluto —dijo Guyal—. Por todas partes puede observarse una normalidad en la mente. La gente realiza hábilmente los mismos movimientos que hicieron ayer, la semana pasada, hace un año. He sido informado de mi aberración mucho y muy insistentemente. «¿Por qué buscas esta pedante acumulación?», me han dicho a menudo. «¿Por qué indagar e investigar? La Tierra se vuelve más fría cada vez; el hombre da sus últimos estertores; ¿por qué cambiar la alegría, la música y las diversiones por lo abstracto y abstruso?»

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