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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La tierra moribunda (21 page)

BOOK: La tierra moribunda
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—Ciertamente —dijo Shierl—. Hacen bien en aconsejarte; ése es también el consenso en Saponce. Guyal se alzó de hombros.

—Corre el rumor de que he sido privado de mis sentidos por un demonio. Puede que sea así. En cualquier caso, el efecto sigue, y la obsesión me persigue constantemente.

Shierl indicó comprensión y aquiescencia.

—Pregunta entonces; intentaré colmar esos anhelos.

Él la miró de soslayo, estudió el encantador triángulo de su rostro, el denso pelo negro, los grandes ojos lustrosos, oscuros como zafiros yu.

—En circunstancias más felices, hay otros anhelos que hubiera deseado que colmaras.

—Pregunta —respondió Shierl de Saponce—. El Museo del Hombre está cerca; no es ocasión de bromas sino de palabras.

—¿Por qué hemos sido condenados y expulsados de esta forma, con una tácita aceptación de nuestro destino?

—La causa inmediata es el fantasma que viste en la colina. Cuando el fantasma aparece, entonces los de Saponce sabemos que la más hermosa doncella y el más atractivo joven de la ciudad deben ser enviados al Museo. Ignoro de dónde arranca la costumbre. Pero es así; así ha sido siempre; así será hasta que el sol se apague como un carbón encendido en la lluvia y oscurezca la Tierra, y los vientos arrojen nieve sobre Saponce.

—¿Pero cuál es nuestra misión? ¿Quién nos recibirá, cuál es nuestro destino?

—Esos detalles son desconocidos. Guyal meditó unos instantes.

—La verosimilitud de todo esto parece pequeña… Hay discordancias en el episodio. Tú eres más allá de toda duda la criatura más encantadora de los sapónides, la criatura más encantadora de toda la Tierra…, pero yo, yo soy un extranjero casual, y difícilmente el más favorecido joven de la ciudad.

Ella sonrió ligeramente.

—No eres feo.

—Por encima de la condición de mi persona —dijo Guyal sombríamente— está el hecho de que soy un extraño y por lo tanto represento muy poca pérdida para la ciudad de Saponce.

—Ese aspecto ha sido tenido indudablemente en cuenta —dijo la muchacha. Guyal examinó el horizonte.

—Entonces evitemos el Museo del Hombre, rodeemos este destino desconocido y encaminémonos a las montañas y al sur hasta Ascolais. El anhelo de saber nunca se sobrepondrá en mí a una perspectiva de destrucción tan claramente implícita.

Ella agitó la cabeza.

—¿Supones que conseguiríamos llevar a buen término un engaño así? Los ojos de un centenar de guerreros nos siguen hasta que crucemos el portal del Museo; si intentamos escapar a nuestro deber nos hallaremos atados a una estaca, con nuestras pieles arrancadas centímetro a centímetro, y finalmente colocados en sacos con un millar de escorpiones esparcidos sobre nuestras cabezas. Tal es la pena tradicional; veinte veces ha sido invocada a lo largo de la historia.

Guyal cuadró los hombros y dijo con voz nerviosa: —Oh, bien… El Museo del Hombre ha sido mi meta desde hace muchos años. Por este motivo me fui de Sfere, sí que ahora podré conocer al Conservador y satisfacer mi obsesión de llenar mi cerebro.

—Eres bendecido con una gran fortuna —dijo Shierl—, porque te ha sido concedido el deseo de tu corazón.

Guyal no encontró nada que decir, así que por un tiempo caminaron en silencio. Luego dijo: —Shierl.

—¿Sí, Guyal de Sfere?

—¿Nos separarán y nos llevarán aparte?

—No lo sé.

—Shierl.

—¿Sí?

—Si nos hubiéramos conocido bajo una estrella más feliz… —Hizo una pausa. Shierl caminó en silencio. El la miró fríamente.

—No dices nada.

—Pero tú no has preguntado nada —dijo ella, sorprendida.

Guyal volvió a mirar al frente, al Museo del Hombre. Finalmente ella sujetó su brazo.

—Guyal, estoy muy asustada.

Guyal miró el suelo bajo sus pies, y una flor de fuego ardió en su cerebro.

—¿Ves las marcas entre los líquenes?

—Sí, ¿y qué?

—¿Es un sendero?

—Es un rastro formado por el paso de muchos pies —respondió ella dubitativa—. En consecuencia… es un sendero.

—Aquí está la seguridad —dijo Guyal, sin poder retener el júbilo—, si consigo no ser engañado fuera del camino. Pero tú… Oh, debo protegerte; no debes abandonar en ningún momento mi lado, debes nadar en el conjuro que me protege; entonces quizá podamos sobrevivir.

—No dejemos que nuestra razón nos engañe, Guyal de Sfere —dijo ella tristemente.

Pero mientras caminaban, el sendero se hizo más marcado, y Guyal fue sintiéndose progresivamente confiado. Y la masa medio desmoronada que señalaba el Museo del Hombre fue haciéndose más grande, hasta ocupar toda su visión.

Si allí había existido un almacén de conocimiento, poco quedaba de él. Era un gran suelo llano, enlosado con piedra blanca, ahora gredosa, rota y con las juntas llenas de hierbas. En torno a ese suelo se alzaban una serie de monolitos, picados y carcomidos, y derrumbados a distintas alturas. En su tiempo habían sostenido una enorme techumbre; ahora esa techumbre había desaparecido, y las paredes no eran más que sueños de un lejano pasado. Y ahora allí estaba aquel suelo llano delimitado por los rotos muñones de las columnas, desnudo a los vientos del tiempo y al resplandor del frío sol rojo. Las lluvias habían lavado el mármol, el polvo de las montañas se había depositado y había sido barrido, depositado y barrido, y aquellos que habían construido el Museo eran menos que una mota de aquel polvo, tan lejanos y olvidados estaban.

—Piensa —dijo Guyal—, piensa en la enormidad del conocimiento que en su tiempo estuvo reunido aquí y que ahora es uno con el polvo…, a menos, por supuesto, que el Conservador haya salvado y preservado algo.

Shierl miró aprensiva a su alrededor.

—Pienso más bien en el portal, y en lo que nos aguarda… Guyal —susurró—: tengo miedo, mucho miedo… Supón que nos despedazan. Supón que lo que nos espera es la tortura y la muerte. Temo un tremendo shock, el shock del horror…

La propia garganta de Guyal ardía y estaba como congestionada. Miró a su alrededor con aire de desafío.

—Mientras siga respirando y conserve energía en mis brazos para luchar, nada podrá hacernos daño. Shierl gimió suavemente.

—Guyal, Guyal de Sfere… ¿por qué me elegiste a mí?

—Porque —dijo Guyal— mis ojos acudieron a ti como la abeja acude al néctar de la flor; porque eras la más hermosa y creía que no te aguardaba nada que no fuera bueno.

Con un estremecido suspiro, Shierl dijo:

—Tengo que ser valiente; después de todo, si no fuera yo sería cualquier otra doncella igualmente asustada… Y aquí está el portal.

Guyal inspiró profundamente, inclinó la cabeza y avanzó a largas zancadas.

—Vayamos, pues, y sepamos…

El portal se abría en un cercano monolito, una puerta de liso metal negro. Guyal siguió el sendero hasta la puerta, y golpeó secamente con el puño el pequeño gong de cobre que había a su lado.

La puerta se abrió chirriando sobre sus goznes, y una bocanada de aire frío, oliendo a subterráneo, brotó de la abertura. Sus ojos no pudieron descubrir nada en el negro hueco.

—¡Hola, ahí dentro! —exclamó Guyal. Una voz suave, llena de temblores y vacilaciones, como si hubiera estado llorando, dijo:

—Entrad, entrad. Sois deseados y esperados. Guyal adelantó la cabeza, esforzándose por ver.

—Danos algo de luz, a fin de que no nos extraviemos del camino y caigamos.

La suspirante y temblorosa voz dijo:

—No es necesaria ninguna luz; vayáis por donde vayáis, allí estará vuestro sendero, por un arreglo acordado con el Hacedor de Caminos.

—No —dijo Guyal—, queremos ver el rostro de nuestro anfitrión. Hemos venido a invitación suya; lo menos que puede ofrecernos es algo de luz; queremos luz antes de que pongamos un pie dentro de esta mazmorra. Quiero que sepas que hemos venido como buscadores de conocimiento; somos visitantes que merecemos ser honrados.

—Ah, conocimiento, conocimiento —les llegó el triste suspirar—. Será vuestro, en toda su plenitud…, conocimiento de muchos extraños asuntos; oh, nadaréis en una marea de conocimiento…

Guyal interrumpió la triste y suspirante voz:

—¿Eres el Conservador? He recorrido centenares de leguas para venir a hablar con el Conservador y plantearle mis preguntas. ¿Eres tú él?

—En absoluto. Reniego del nombre del Conservador como una traidora no esencialidad.

—Entonces, ¿quién puedes ser?

—No soy nadie, nada. Soy una abstracción, una emoción, el rezumar del terror, el sudor del horror, el estremecimiento en el aire cuando el grito ha partido.

—Hablas con la voz de un hombre.

—¿Por qué no? Las cosas de las que hablo yacen en el más cercano y más querido centro del cerebro humano. Con voz deprimida, Guyal dijo:

—No haces tu invitación tan atractiva como cabía esperar.

—No importa, no importa; tenéis que entrar, en la oscuridad y ahora mismo, puesto que mi señor, que es yo mismo, está desfalleciendo.

—Si hay luz, entraremos.

—Nada de luz, ninguna insolente chispa se ha visto nunca en el Museo.

—En este caso —dijo Guyal, aferrando y adelantando su Daga Centelleante—, innovaré una bienvenida reforma. Porque mira, ¡ahora hay luz!

Del pomo del arma brotó un haz de luz; el alto fantasma ante él chilló y cayó en parpadeantes jirones como lentejuelas pulverizadas. Hubo algunas motas flotantes en el aire; había desaparecido.

Shierl, que había permanecido inmóvil y rígida, como hipnotizada, jadeó muy suave y se apoyó desmayadamente en Guyal.

—¿Cómo has podido ser tan desafiante?

Con voz medio riendo, medio temblando, Guyal dijo:

—De veras que no lo sé… Quizás encontré increíble que los normales me dirigiesen del agradable Sfere, a través de bosques y despeñaderos, a las desoladas extensiones del norte, simplemente para representar el papel de encogida víctima. No creyendo en un destino tan inconclusivo, me siento atrevido.

Movió la daga a derecha e izquierda, y vieron que se hallaban en el portal de una estancia excavada en roca de cemento. En la parte de atrás se abría un negro pozo. Cruzando rápidamente el suelo, Guyal se arrodilló y escuchó.

No oyó ningún sonido. Shierl, a su espalda, miraba con ojos tan negros y profundos como el propio pozo, y Guyal, volviéndose, tuvo la repentina e irracional impresión de un espíritu de los tiempos antiguos…, una criatura pequeña y delicada, lastrada con el peso de su encanto, pálida, dulce, pura.

Se inclinó con su resplandeciente daga y vio un loco tramo de escaleras que descendía a la oscuridad, y su luz los mostró a ellos y a sus sombras de una forma tan confusa que parpadeó y se echó atrás.

—¿De qué tienes miedo? —dijo Shierl. Guyal se levantó y se volvió hacia ella.

—Estamos momentáneamente a nuestros propios medios aquí en el Museo del Hombre, y somos impelidos hacia delante por variadas fuerzas; tú por la voluntad de tu gente; yo por lo que me ha empujado desde que respiré por primera vez el aire… Si nos quedamos aquí, deberemos disponernos una vez más en armonía con el esquema hostil. Si seguimos osadamente hacia delante, podemos llegar a una posición de ventaja estratégica. Propongo que sigamos adelante con todo el valor, descendamos estas escaleras y busquemos al Conservador.

—¿Pero existe?

—El fantasma habló fervientemente contra él.

—Entonces sigamos adelante —dijo Shierl—. Estoy resignada.

Guyal dijo gravemente:

—Iremos en disposición mental de aventura: agresividad, ardor. Así el miedo se desvanecerá y los fantasmas se convertirán en criaturas puramente mentales; así nuestro ímpetu hará estallar el terror subterráneo.

—Vamos.

Empezaron a bajar las escaleras.

Adelante, atrás, adelante, atrás, bajando tramos en distintos ángulos, trechos de muy variada longitud, escalones de diferentes anchuras, de modo que cada paso era un asunto de concentración. Atrás, adelante, abajo, abajo, abajo, y sus negras sombras danzaban y se agitaban en extrañas contorsiones en las paredes.

Las escaleras terminaron, y se encontraron en una estancia similar a la entrada de arriba. Ante ellos había otro portal negro, pulido en un punto por el uso; en las paredes de cada lado había encajadas placas de latón con mensajes en caracteres no familiares.

Guyal empujó la puerta, abriéndola contra una ligera presión de aire frío que, soplando a través de la abertura, produjo un ligero resoplido que cesó cuando Guyal abrió más la puerta.

—Escucha.

Había un sonido lejano, un golpeteo intermitente, y tenía suficiente significado como para erizar los pelos de la nuca de Guyal. Sintió la mano de Shierl aferrando la suya con una fuerte presión.

Reduciendo la luz de la daga a un débil resplandor, Guyal cruzó la puerta, con Shierl a sus espaldas. El terrible sonido llegaba desde muy lejos, y por los ecos supieron que se hallaban en una gran estancia.

Guyal dirigió la luz al suelo: era de un material negro y elástico. Luego la pared: piedra pulida. Dejó que la luz brillara en dirección opuesta al sonido, y a unos pocos pasos de distancia vieron una enorme caja negra, tachonada con clavos de cobre y rematada con una placa de cristal poco gruesa en la que podía verse una intrincada confluencia de dispositivos metálicos.

Con la finalidad de la caja no evidente, siguieron la pared, y mientras caminaban fueron apareciendo más cajas similares, pesadas y tétricas, a intervalos regulares. El golpeteo fue disminuyendo mientras caminaban; luego llegaron a un ángulo recto y, doblando la esquina, creyeron estar aproximándose al sonido. Pasaron caja negra tras caja negra; lentamente, tensos como zorros, caminaron, intentando taladrar con los ojos la oscuridad.

La pared giró en otro ángulo, y allí había una puerta.

Guyal dudó. Seguir la nueva dirección de la pared significaba acercarse a la fuente del sonido. ¿Sería mejor descubrir rápidamente lo peor o ir examinando las cosas a medida que las fueran hallando?

Le propuso el dilema a Shierl, que se limitó a alzarse de hombros.

—Todo es lo mismo; más pronto o más tarde los fantasmas bajarán para atraparnos; entonces estaremos perdidos.

—No mientras yo posea la luz para reducirlos a volutas y jirones —dijo Guyal—. Ahora quiero encontrar al Conservador, y posiblemente pueda hallarlo detrás de esta puerta. Veamos.

Empujó la puerta con el hombro; se abrió una rendija, por la que surgió un haz de luz dorada. Guyal miró. Suspiró, un ahogado sonido de maravilla.

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