Ahí están, aguardando en un mundo moribundo de conjuros místicos, poderosas maldiciones y demoníacas criaturas de la noche. Son Turjan, el científico que lucha por crear vida; T´sais, la hechicera de Embelyon, que viaja hacia la lejana Tierra en busca de la belleza y el amor en medio de los sombríos bosques y los brumosos precipicios de un mundo mágico; Guyal de la Esfera, nacido con un anhelo de conocimiento que lo impulsa hacia el Museo del Hombre y la sabiduría del universo. Todos ellos, y muchos otros, lucharán, vivirán y morirán su aventura en un mundo crepuscular que lanza ya sus últimos estertores…
Jack Vance
La tierra moribunda
La saga de la tierra moribunda I
ePUB v2.0
Zacarias01.09.12
Título original:
The Dying Earth
Jack Vance, 1950
Traducción: Domingo Santos
Portada: Antoni Garcés
Editor original: Zacarias (v1.0)
ePub base v2.0
Turjan estaba sentado en su sala de trabajo, las piernas abiertas y dobladas bajo el taburete y los codos clavados en el banco. Al otro lado de la estancia había una jaula; Turjan miraba su interior con desconsolado enojo. La criatura de la jaula le devolvía el escrutinio con emociones más allá de toda conjetura.
Era un ser que despertaba piedad…, una gran cabeza sobre un pequeño y largo cuerpo, con enfermizos ojos reumáticos y una nariz parecida a un fofo botón. La boca colgaba blandamente húmeda, la piel brillaba con un color rosa cerúleo. Pese a su manifiesta imperfección, era hasta la fecha el producto más logrado de los tanques de Turjan.
Turjan se puso en pie, tomó un bol de papilla. Con una cuchara de mango largo fue metiendo comida en la boca de la criatura. Pero la boca rechazó la comida, y la papilla resbaló en grumos por la lustrosa piel hasta el desvencijado suelo de la jaula.
Turjan dejó el bol, retrocedió y regresó lentamente hasta su taburete. Llevaba una semana sin querer comer. ¿Ocultaba aquel rostro idiota alguna idea concreta, una voluntad de extinción? Mientras Turjan miraba, los ojos blancoazulados se cerraron, la gran cabeza cayó y golpeó el suelo de la jaula. Los miembros se relajaron: la criatura estaba muerta.
Turjan suspiró y abandonó la estancia. Subió unas retorcidas escaleras de piedra y finalmente salió a la techumbre de su castillo de Miir, muy por encima del río Derna. Al oeste el sol colgaba cerca de la vieja Tierra; lanzas de color rubí, intensas como vino, avanzaban oblicuas más allá de los nudosos troncos del arcaico bosque para enterrarse en la gruesa capa de turba del suelo. El sol se ponía de acuerdo con el viejo ritual; la noche cayó sobre el bosque; una suave y cálida oscuridad se adueñó rápidamente de todo, y Turjan permaneció allí de pie meditando sobre la muerte de su última criatura.
Consideró sus muchos precursores: aquella cosa toda ojos, la criatura sin huesos con la pulsante superficie de su cerebro expuesta, el hermoso cuerpo femenino cuyos intestinos se arrastraban al exterior hacia la solución nutritiva como buscadoras fibrilas, las criaturas invertidas, con todo lo de dentro fuera y viceversa… Turjan suspiró tristemente. Sus métodos eran un fracaso; a su síntesis le faltaba un elemento fundamental, una matriz que ordenara los componentes del esquema.
Mientras se sentaba mirando el paisaje cada vez más oscuro, los recuerdos llevaron a Turjan a una noche, hacía ya años, cuando el Sabio había permanecido allí a su lado.
—En eras ya desaparecidas —había dicho el Sabio, con los ojos fijos en una estrella baja—, la brujería conocía un millar de conjuros y los magos hacían su voluntad. Hoy, mientras la Tierra muere, apenas quedan un centenar de conjuros en el conocimiento humano, y todos ellos nos han llegado a través de los libros antiguos… Pero hay un tal Pandelume que conoce todos los conjuros, todos los encantamientos, misterios, runas y taumaturgias que alguna vez han doblado y moldeado el espacio… —Y había guardado silencio, perdido en sus pensamientos.
—¿Dónde está ese Pandelume? —había preguntado Turjan.
—Mora en las tierras de Embelyon —había respondido el Sabio—, pero nadie sabe dónde se hallan esas tierras.
—¿Cómo encuentra uno a Pandelume, entonces? El sabio había sonreído débilmente.
—Si alguna vez fuera necesario, existe un conjuro para llevarlo a uno allí.
Ambos habían permanecido en silencio unos instantes; luego el Sabio había dicho, mirando hacia el bosque:
—Puede preguntársele cualquier cosa a Pandelume, y Pandelume contestará…, siempre y cuando el peticionario realice el servicio que Pandelume requiera de él. Y Pandelume suele ser duro en sus tratos.
Entonces el Sabio le había mostrado a Turjan el conjuro en cuestión, que había descubierto en un antiguo portafolio y mantenido secreto de todo el mundo.
Turjan, recordando aquella conversación, bajó a su estudio, una larga sala de techo bajo con paredes de piedra y un suelo de piedra amortiguado por una espesa alfombra bermeja. Los tomos que contenían la magia de Turjan reposaban en la larga mesa de acerco negro o estaban apilados sin orden ni concierto en estanterías. Había volúmenes compilados por muchos magos del pasado, sucios folios recopilados por el Sabio, grandes libracos encuadernados en pergamino recopilando las sílabas de un centenar de poderosos conjuros, tan poderosos que el cerebro de Turjan solamente podía albergar cuatro a la vez.
Turjan encontró un mohoso portafolio, giró las pesadas páginas hasta el conjuro que el Sabio le había mostrado, la Llamada a la Nube Violenta. Contempló los caracteres, y ardieron con un urgente poder, agitando la página, como frenéticos por abandonar la oscura soledad del libro.
Turjan cerró el libro, obligando al conjuro a regresar al olvido. Se envolvió en una corta capa azul, metió un arma blanca en su cinturón, se sujetó el amuleto que contenía la Runa de Laccodel en su muñeca. Luego se sentó, y tomó de un diario los conjuros que iba a llevar consigo. Desconocía los peligros a los que iba a enfrentarse, así que seleccionó tres conjuros de aplicación general: el Excelente Spray Prismático, el Manto de Furtividad de Phandaal, y el Conjuro de la Hora Lenta.
Subió a los parapetos de su castillo y se irguió bajo las lejanas estrellas, respirando el aire de la antigua Tierra… ¿Cuántas veces había sido respirado aquel aire antes que por él? ¿Qué gritos de dolor había experimentado aquel aire, qué suspiros, risas, gritos de guerra, exclamaciones de excitación, jadeos…?
La noche seguía su camino. Una luz azulada osciló en el bosque. Turjan observó unos instantes, luego se cuadró finalmente y pronunció la Llamada a la Nube Violenta.
Todo estaba tranquilo; de pronto llegó un susurro de movimiento, que fue hinchándose hasta convertirse en el rugir de grandes vientos. Un asomo de blanco apareció y creció hasta convertirse en una columna de hirviente humo negro. Una voz dura y profunda surgió de la turbulencia.
—Este instrumento ha acudido a la llamada de tu poder. ¿Dónde quieres ir?
—A Cuatro Direcciones, luego a Una —dijo Turjan—. Debo ser llevado vivo a Embelyon.
La nube giró más aprisa, envolviéndolo; fue arrancado del suelo, hacia arriba y lejos, colgando cabeza abajo a una incalculable distancia. Fue lanzado a cuatro direcciones, luego a una, y finalmente un gran golpe lo arrojó fuera de la nube, dejándole espatarrado en Embelyon.
Turjan se puso en pie y vaciló unos instantes, medio atontado. Sus sentidos se afirmaron; miró a su alrededor.
Estaba a orillas de un límpido estanque. Flores azules crecían hasta sus tobillos, y a su espalda se alzaba un bosquecillo de árboles azul verdosos, cuyas hojas apenas se divisaban en la bruma de allá arriba. ¿Estaba Embelyon en la Tierra? Los árboles eran de apariencia terrestre, las flores eran de forma similar, el aire tenía la misma textura… Pero había una extraña ausencia en aquel entorno, que era difícil de determinar. Quizá se debiera a la curiosa vaguedad del horizonte, quizás a la cualidad imprecisa del aire, lustroso y fluctuante como el agua. Lo más extraño, sin embargo, era el cielo, una mezcolanza de olas y contraolas que refractaban un millar de lanzas de luz coloreada, rayos que tejían maravillosos encajes en medio del aire, redes arco iris con todos los tonos de las joyas. Así, mientras Turjan observaba, se vio barrido por rayos rosa, topacio, violeta intenso, verde radiante. Entonces se dio cuenta de que los colores de las flores y de los árboles fluctuaban de acuerdo con el cielo, porque ahora las flores tenían un tinte salmón, y los árboles un púrpura soñador. Las flores se oscurecieron a un cobre, luego, fundiéndose a carmesí, adquirieron una cálida tonalidad marrón, luego escarlata, y los árboles se volvieron azul mar.
—La Tierra de Nadie Sabe Dónde —se dijo Turjan—. ¿He sido llevado hacia arriba, hacia abajo, a una preexistencia o a un postmundo? —Miró hacia el horizonte y creyó ver como un telón negro alzándose muy alto hasta perderse de vista, y aquel telón rodeaba el lugar en todas direcciones.
Un sonido de cascos al galope se acercó; se volvió y descubrió un caballo negro avanzando a toda velocidad a lo largo de la orilla del estanque. El jinete era una mujer joven cuyo negro pelo se agitaba locamente. Llevaba unos pantalones blancos sueltos hasta la rodilla y una capa amarilla que chasqueaba al viento. Una mano aferraba las riendas, la otra enarbolaba una espada.
Turjan se echó cautelosamente a un lado, porque la boca de la mujer estaba crispada y blanca como con rabia y sus ojos resplandecían con un peculiar frenesí. La mujer dio un tirón a las riendas, hizo dar al caballo una cabriola y un giro sobre sí mismo, cargó contra Turjan, y le lanzó un tajo con su espada.
Turjan dio un salto hacia atrás y liberó de un golpe su propia hoja. Cuando ella cargó de nuevo contra él, paró el golpe con su arma y se lanzó hacia delante, tocando su brazo con la punta y produciendo una gota de sangre. Ella se echó hacia atrás, sorprendida; luego buscó en su silla y extrajo un arco y colocó una flecha en la cuerda. Turjan saltó hacia delante, regateando el alocado agitar de la espada de ella, la agarró por la cintura y la tiró al suelo.
La mujer luchó con una loca violencia. Turjan no quería matarla, de modo que forcejeó de una forma no enteramente digna. Finalmente consiguió inmovilizarla, con los brazos clavados tras su espalda.
—¡Quieta, arpía! —dijo Turjan—. ¡Si no quieres que pierda la paciencia y te deje sin sentido!
—Haz lo que quieras —jadeó la muchacha—. Vida y muerte son hermanas.
—¿Por qué quieres hacerme daño? —preguntó Turjan—. No te he ofendido en nada.
—Eres malvado, como toda existencia. —La emoción brotaba de las delicadas fibras de su garganta—. Si el poder fuera mío aplastaría el universo hasta convertirlo en una sangrante grava, lo convertiría en el estiércol definitivo.
Turjan relajó sorprendido su presa, y ella casi se liberó. Volvió a sujetarla.
—Dime, ¿dónde puedo encontrar a Pandelume? La muchacha se envaró, repentinamente inmóvil, y torció su cabeza para mirar a Turjan. Luego:
—Busca por todo Embelyon. Yo no te ayudaré en absoluto.
Si fuera algo más amable, pensó Turjan, sería una criatura de notable belleza.
—Dime dónde puedo encontrar a Pandelume —dijo Turjan—, o encontraré otros usos para ti.