Ella guardó silencio un instante, con los ojos llameando locura. Luego dijo con voz vibrante:
—Pandelume vive junto al arroyo, a sólo unos pasos de distancia.
Turjan la soltó, pero tomó su espada y su arco.
—Si te los devuelvo, ¿seguirás tu camino en paz?
Los ojos de la muchacha ardieron brevemente; luego, sin una palabra, montó en su caballo y emprendió el galope por entre los árboles.
Turjan la contempló desaparecer entre las lanzas de enjoyados colores, luego echó a andar en la dirección que ella había indicado. Pronto llegó a una larga y baja edificación de piedra roja respaldada por oscuros árboles. Mientras se acercaba, la puerta se abrió de par en par. Turjan se detuvo a medio dar un paso.
—¡Entra! —surgió una voz—. ¡Entra, Turjan de Miir!
Así, Turjan entró desconcertado en la morada de Pandelume. Se halló en una estancia con las paredes cubiertas de tapices, desprovista de muebles excepto un único diván. Nadie acudió a recibirle. En la pared opuesta había una puerta cerrada, y Turjan se dirigió hacia ella, creyendo que quizá se esperaba que hiciera eso.
—Alto, Turjan —dijo la voz—. Nadie puede ver a Pandelume. Es la ley.
Turjan, de pie en medio de la habitación, se dirigió a su invisible anfitrión:
—Ésta es mi misión, Pandelume —dijo—. Durante algún tiempo he estado esforzándome para crear humanidad en mis tanques. Pero siempre he fracasado, por ignorancia del agente que ata y ordena los esquemas. Tú debes conocer esta matriz maestra; así pues, he venido en busca de tu guía.
—Te ayudaré de buen grado —dijo Pandelume—. Sin embargo, hay otro aspecto implicado. El universo se halla metodizado por la simetría y el equilibrio; este elemento de compensación puede ser observado en todo aspecto de la existencia. Por tanto, incluso en el campo trivial de nuestros asuntos, es preciso mantener estrictamente esa equivalencia. Acepto ayudarte; a cambio, tú realizarás para mí un servicio de un valor equivalente. Cuando hayas completado ese pequeño trabajo, te daré mis instrucciones y guía a tu completa satisfacción.
—¿Cuál es ese servicio? —inquirió Turjan.
—Hay un hombre que vive en la región de Ascolais, no lejos de tu Castillo de Miir. En torno a su cuello cuelga un amuleto de piedra azul tallada. Tienes que quitárselo y traérmelo.
Turjan meditó un momento.
—Muy bien —dijo—. Haré lo que pueda. ¿Quién es el hombre?
Pandelume respondió con voz suave.
—El príncipe Kandive el Dorado.
—Ah —exclamó Turjan, apesadumbrado—. No has tenido muchos problemas para hacer mi tarea agradable… Pero cumpliré tu petición de la mejor manera que sepa.
—Bien —dijo Pandelume—. Ahora debo darte instrucciones. Kandive lleva este amuleto oculto bajo su camiseta. Cuando aparece un enemigo, lo saca para mostrarlo sobre su pecho, tal es el poder del conjuro. No importa ninguna otra cosa, pero no mires ese amuleto, ni antes ni después de haberlo tomado, bajo pena de las más horribles consecuencias.
—Comprendo —dijo Turjan—. Obedeceré. Hay una pregunta que querría hacer…, siempre que la respuesta no implique el que tenga que traer la Luna de vuelta a la Tierra o recuperar un elixir que tú derramaste inadvertidamente en el mar.
Pandelume rió fuertemente.
—Pregunta, y yo responderé.
—Cuando me acercaba a tu morada, una mujer de insana furia quiso matarme. No lo permití, y se marchó aún más furiosa. ¿Quién es esa mujer y por qué se comportó así?
La voz de Pandelume era divertida.
—Yo también —respondió— tengo tanques donde moldeo la vida en sus formas más Variadas. Yo creé a esa chica T'sais, pero fui descuidado y cometí un fallo en la síntesis. Así que salió del tanque con una mala conexión en el cerebro, de la forma en que has visto: lo que consideramos hermoso a ella le parece odioso y feo, y lo que consideramos feo es para ella intolerantemente vil, en un grado que ni tú ni yo podemos comprender. Considera que el mundo es un lugar amargo y que la gente está llena de la peor malevolencia.
—Así que ésta es la respuesta —murmuró Turjan—. ¡Qué pena!
—Ahora —dijo Pandelume— tienes que volver a Kaiin; los auspicios son buenos… Dentro de un momento abre esta puerta, entra, y avanza hasta el esquema de runas en el suelo.
Turjan hizo como le había sido indicado. Descubrió que la otra habitación era circular y rematada con un alto domo, con las variantes luces de Embelyon penetrando a través de multitud de transparencias en el techo. Cuando se detuvo sobre el esquema del suelo, Pandelume habló de nuevo.
—Ahora cierra los ojos, porque tengo que entrar y tocarte. ¡Atiende, no intentes verme!
Turjan cerró los ojos. Sonaron unos pasos a sus espaldas.
—Extiende tu mano —dijo la voz. Turjan lo hizo, y sintió que un objeto duro era colocado en ella—. Cuando hayas cumplido tu misión, aplasta este cristal y te encontrarás inmediatamente de nuevo en esta habitación. —Una fría mano se apoyó en su hombro—. Dentro de un instante estarás dormido —dijo Pandelume—. Cuando despiertes, estarán en la ciudad de Kaiin.
La mano se apartó. La oscuridad descendió sobre Turjan mientras éste permanecía de pie aguardando el tránsito. El aire se llenó repentinamente de sonidos: entrechocar, tintinear de muchas campanillas, música, voces. Turjan frunció el ceño, apretó los labios: ¡un extraño tumulto para el austero hogar de Pandelume!
Una voz de mujer sonó cerca de él.
—¡Mira, oh Santanil, mira al hombre-búho que cierra los ojos a la alegría!
Hubo una risa de hombre, repentinamente ahogada.
—Ven. El individuo es hosco y posiblemente violento.
Ven.
Turjan dudó, luego abrió los ojos. Era de noche en Kaiin la de las paredes blancas, y época de festival. Linternas naranja flotaban en el aire, moviéndose a impulsos de la brisa. De los balcones colgaban guirnaldas de flores y jaulas con luciérnagas azules. Las calles estaban llenas de gente ahíta de vino, vestida de una multitud de formas distintas. Aquí había un barquero de Melantine, ahí un guerrero de la Legión Verde de Valdaran, allí otros de épocas antiguas llevando uno de los viejos cascos. En un pequeño espacio despejado un engalanado cortesano del litoral de Kauchique bailaba la Danza de los Catorce Movimientos Sedosos a la música de flautas. En las sombras de un balcón, una muchacha bárbara de Almery Oriental abrazaba a un hombre oscuro y con atuendo de cuero como un deodand del bosque. Era alegre aquella gente de la Tierra menguante, febrilmente alegre, porque la noche infinita estaba al alcance de la mano, cuando el sol rojo diera su último parpadeo y se volviera negro.
Turjan se mezcló con la multitud. Se refrescó en una taberna con vino y bizcochos; luego se dirigió hacia el palacio de Kandive el Dorado.
El palacio se erguía majestuoso ante él, con todas sus ventanas y balcones resplandecientes de luz. Los señores de la ciudad festejaban y gozaban. Si el príncipe Kandive estaba enrojecido por la bebida y descuidado, reflexionó Turjan, la tarea no iba a ser demasiado difícil. De todos modos, si entraba a cara descubierta sería reconocido, porque era conocido por mucha gente en Kaiin. Así pues, recurriendo al Manto de Furtividad de Phandaal, se esfumó de la vista de todos los hombres.
Se deslizó cruzando la arcada, al salón del jardín, donde los señores de Kaiin se divertían como las multitudes de la calle. Turjan pasó por entre el arcoiris de sedas, terciopelos, satenes, mientras observaba divertido las distracciones de los demás. En una terraza, algunos contemplaban de pie una piscina honda donde un par de deodans cautivos, con sus pieles reluciendo como aceitadas, chapoteaban y les miraban con ojos refulgentes; otros arrojaban dardos al cuerpo con las alas extendidas de una joven bruja de la montaña Cobalto. En una serie de alcobas, jóvenes en flor ofrecían amor sintético a jadeantes viejos, y por todas partes yacían otros y otras atontados por los polvos del sueño. Turjan no encontró por ningún lado al príncipe Kandive. Vagó por todo el palacio, sala tras sala, hasta que finalmente, en una habitación superior, tropezó con el alto príncipe de dorada barba, reclinado en un diván con una muchachita enmascarada de ojos verdes y largo cabello teñido de verde pálido.
Alguna intuición, o quizás un conjuro, advirtió a Kandive cuando Turjan se deslizó por entre los cortinajes púrpura. Kandive saltó en pie.
—¡Vete! —ordenó a la muchacha—. ¡Fuera de la habitación, rápido! ¡La maldad se mueve por algún lugar cerca de aquí, y debo destruirla con mi magia!
La muchachita salió corriendo de la habitación. La mano de Kandive acudió a su garganta y tiró del oculto amuleto. Pero Turjan escudó su mirada con la mano.
Kandive lanzó un poderoso conjuro que liberó el espacio de todo bucle. De modo que el encantamiento de Turjan quedó vacío, y se hizo visible.
—¡Turjan de Miir merodeando por mi palacio! —se burló Kandive.
—Con la muerte pronta en mis labios —dijo Turjan—. Vuélvete de espaldas, Kandive, o pronunciaré un conjuro y te atravesaré con mi espada.
Kandive hizo como si obedeciera, pero en vez de ello gritó las sílabas que conjuraban a la Omnipotente Esfera en torno a él.
—Ahora llamaré a mis guardias, Turjan —anunció Kandive despectivamente—, y serás arrojado a los deodans en el tanque.
Kandive desconocía la banda grabada que Turjan llevaba en su muñeca, una de las runas más poderosas, que mantenía un campo disolvente de toda magia. Protegiendo aún su vista contra el amuleto, Turjan cruzó la Esfera. Los grandes ojos azules de Kandive se desorbitaron.
—Llama a los guardias —dijo Turjan—. Encontrarán tu cuerpo cebrado por líneas de fuego.
—¡Tu cuerpo, Turjan! —exclamó el príncipe, balbuceando el conjuro. Instantáneamente los resplandecientes haces del Excelente Spray Prismático chasquearon desde todas direcciones hacia Turjan. Kandive observó la furiosa lluvia con una sonrisa lobuna, pero su expresión cambió rápida a consternación. A un dedo de la piel de Turjan, los dardos de fuego se disolvieron en un millar de nubéculas de humo.
—Vuélvete de espaldas, Kandive —ordenó Turjan—. Tu magia es inútil contra la Runa de Laccodel. —Pero Kandive dio un paso hacia un muelle en la pared.
—¡Alto! —exclamó Turjan—. ¡Un paso más, y el Spray te rebanará un millar de veces!
Kandive se detuvo en seco. Con una rabia impotente, se volvió de espaldas a Turjan que, avanzando rápidamente, tendió la mano por encima del cuello de Kandive, aferró el amuleto y lo soltó. Pareció reptar en su mano, y a través de los dedos destelló un atisbo de azul. Un ofuscamiento sacudió su cerebro, y por un instante oyó el murmullo de ávidas voces… Su visión se aclaró. Retrocedió alejándose de Kandive, mientras se metía el amuleto en el bolsillo. Kandive preguntó:
—¿Puedo volverme ahora?
—Cuando tú quieras —respondió Turjan, apretando su mano contra el bolsillo. Kandive, viendo a Turjan ocupado, avanzó negligentemente hasta la pared y apoyó su mano sobre el muelle.
—Turjan —dijo—, estás perdido. Antes de que puedas pronunciar una sílaba, abriré el suelo y caerás a una enorme y oscura distancia. ¿Pueden hacer algo tus conjuros contra eso?
Turjan se detuvo a medio movimiento, clavó sus ojos en el rostro rojo y dorado de Kandive. Luego bajó mansamente la vista.
—Ah, Kandive —se lamentó—. Has sido más listo que yo. Si te devuelvo el amuleto, ¿podré irme libre?
—Arroja el amuleto a mis pies —dijo Kandive, radiante—. Y también la Runa de Laccodel. Luego decidiré qué perdón te concedo.
—¿También la Runa? —preguntó Turjan, forzando una nota de lamento en su voz.
—O tu vida.
Turjan rebuscó en su bolsillo y aferró el cristal que le había dado Pandelume. Lo sacó y lo mantuvo sujeto contra el pomo de su espada.
—Hey, Kandive —dijo—. He descubierto tu truco. Simplemente quieres asustarme para que me rinda. ¡Te desafío!
Kandive se alzó de hombros.
—Muere, entonces. —Apretó el muelle. El suelo se abrió de par en par, y Turjan desapareció en el abismo. Pero cuando Kandive bajó corriendo para recuperar el cuerpo de Turjan no encontró el menor rastro, y pasó el resto de la noche presa de un ataque, rumiando con vino su fracaso.
Turjan se halló en la habitación circular de la casa de Pandelume. Las multicoloreadas luces de Embelyon lanzaban sus rayos a través de las ventanitas abiertas al cielo por encima de su hombro…, azul zafiro, amarillo caléndula, rojo sangre. La casa estaba en silencio. Turjan se apartó de la runa del suelo, mirando intranquilo hacia la puerta, temeroso de que Pandelume, ignorante de su presencia, entrase en la habitación.
—¡Pandelume! —llamó—. ¡He regresado!
No hubo respuesta. Una profunda quietud gravitaba sobre la casa. Turjan deseó hallarse al aire libre, donde el olor a magia fuera menos intenso. Miró a las puertas: una de ellas conducía al vestíbulo de entrada, la otra no sabía dónde. La puerta de la derecha debía conducir fuera; apoyó la mano en la manija para abrirla. Pero se detuvo. Supongamos que estuviera equivocado, y que la forma de Pandelume se le revelara. ¿No era más juicioso aguardar allí? Se le ocurrió una solución. Vuelto de espaldas a la puerta, la abrió de par en par.
—¡Pandelume! —llamó.
Un sonido suave e intermitente le llegó desde atrás a sus oídos, y creyó escuchar una respiración afanosa. Repentinamente asustado, Turjan regresó a la habitación circular y cerró la puerta.
Se resignó a la paciencia y se sentó en el suelo.
Le llegó un grito jadeante de la habitación contigua. Turjan saltó en pie.
—¿Turjan? ¿Estás ahí?
—Sí; he regresado con el amuleto.
—Hazlo rápidamente —jadeó la voz—. Protegiendo tu mirada, tiende el amuleto por encima de su cuello y entra.
Turjan, acicateado por la urgencia de la voz, cerró los ojos y se colocó el amuleto colgado de su pecho. Tanteó en busca de la puerta y la abrió.
Un silencio de una impresionante intensidad lo envolvió por un instante; luego le llegó un chillido consternador, tan salvaje y demoníaco que el cerebro de Turjan resonó en consonancia. Poderosas alas agitaron el aire, hubo un silbido y el arañar de metal. Luego, en medio de un apagado rugir, un viento helado mordió el rostro de Turjan. Otro silbido… y todo quedó de nuevo en silencio. —Mi gratitud es tuya —dijo la calmada voz de Pandelume—. Pocas veces he experimentado una tensión tan grande, y sin tu ayuda es posible que no hubiera podido rechazar esa criatura infernal.