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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La tierra moribunda (19 page)

BOOK: La tierra moribunda
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Un sonido como un lamento. Guyal se envaró y volvió su rostro hacia el cielo. ¿Un suspiro? ¿Un quejido? ¿Un sollozo?… Otro sonido, más cercano, un roce de telas, unas ropas sueltas. Guyal se encogió en su silla. Flotando lentamente en la oscuridad apareció una forma envuelta en blanco. Bajo la capucha, y reluciendo con una luz fantasmagórica, un rostro tenso con unos ojos parecidos a las órbitas de una calavera.

Lanzó un triste sonido y derivó, alejándose hacia lo alto… Solamente el soplar del viento rozó los oídos de Guyal.

Lanzó un tembloroso suspiro y se derrumbó sobre la perilla. Sus hombros estaban expuestos, desnudos. Se deslizó hasta el suelo y estableció el refugio del Huevo en torno a él mismo y a su caballo. Preparó su camastro y se tendió en él; se quedó contemplando la oscuridad hasta que vino el sueño y pasó la noche.

Despertó antes de amanecer, y reanudó el camino. El sendero era una cinta de arena blanca entre orillas de aulaga gris, y los kilómetros pasaron rápidamente.

El sendero conducía hacia la triple eminencia que Guyal había observado desde arriba; ahora creyó ver techos a través del denso follaje y humo en el frío aire. Y muy pronto a derecha e izquierda se abrieron campos cultivados de nardos, plumones y manzanos de aguamiel. Guyal siguió avanzando, buscando con la mirada alguna presencia humana.

A un lado apareció una verja de piedra y madera negra; la piedra, labrada y tallada hasta darle el aspecto de cuatro globos superpuestos, formaba un pilar central; los negros troncos que servían como raíles encajaban en sus muescas correspondientes y estaban trabajados formando precisas espirales. Tras aquella verja se abría una región desnuda y revuelta, llena de agujeros y cráteres, quemada y retorcida, como si hubiera sido visitada a la vez por el fuego y por el golpear de un tremendo martillo. En interrogadora especulación, Guyal miró aquel paisaje, y así no se dio cuenta de los tres hombres que avanzaron silenciosamente hasta él.

El caballo se agitó nervioso; Guyal se volvió y vio a los tres. Cortaban su camino, y uno de ellos sujetó la brida de su caballo.

Eran hombres altos y bien formados, con ceñidos trajes de piel oscura ribeteados de negro. Su atuendo de cabeza era de tela marrón profundo caída en exactos pliegues, y una especie de aletas de piel se extendían horizontalmente sobre cada oreja. Sus rostros eran largos y solemnes, con una piel clara color dorado marfil, ojos dorados y pelo profundamente negro. Evidentemente, no eran salvajes; se movían con un fácil autocontrol, observaban a Guyal con una apreciación crítica, su actitud implicaba la disciplina de una antigua convención.

El líder dio un paso adelante. Su expresión no era ni de amenaza ni de bienvenida.

—Saludos, extranjero; ¿adonde vas?

—Saludos —respondió Guyal cautelosamente—. Voy donde mi estrella me dirige… ¿Vosotros sois los sapónides?

—Ésa es nuestra raza, y ante ti está nuestra ciudad Saponce. —Inspeccionó a Guyal con franca curiosidad—. Por el color de tu ropa sospecho que tu hogar se halla en el sur.

—Soy Guyal de Sfere, junto al río Scaum, en Ascolais.

—El camino es largo —observó el sapónide—. Los terrores acechan al viajero. Tu impulso debe ser muy intenso y tu estrella debe atraerte con gran fuerza.

—Acudo —dijo Guyal— en peregrinaje para alivio de mi espíritu; el camino parece corto cuando alcanza su fin.

El sapónide ofreció un educado asentimiento.

—¿Entonces has cruzado el Fer Aquilas?

—Por supuesto; a través de fríos vientos y desoladas piedras. —La mirada de Guyal se volvió hacia la imponente masa a sus espaldas—. Hasta ayer a la caída de la noche no abandoné el paso. Y luego un fantasma flotó encima mío de tal modo que pensé que la tumba me estaba señalando.

Hizo una pausa, sorprendido; sus palabras parecían haber desencadenado una poderosa emoción en los sapónides. Sus rasgos se alargaron, sus bocas se volvieron blancas y crispadas. El líder, con su educado distanciamiento un poco disminuido, escrutó el cielo con mal oculta aprensión.

—Un fantasma… ¿con un hábito blanco, flotando en lo alto?

—Sí; ¿es algo familiar en la región? Hubo una pausa.

—En un cierto sentido —dijo el sapónide—. Es una señal de desdicha… Pero he interrumpido tu relato.

—Hay poco que contar. Busqué abrigo para la noche, y esta mañana descendí al llano.

—¿No fuiste molestado más? ¿Por Koolbaw la Serpiente Andante, que merodea por las laderas como el destino?

—No vi ni serpiente andante ni lagarto arrastrante; además, una bendición protege mi camino, y no puedo sufrir ningún daño mientras me mantenga dentro de él.

—Interesante, interesante.

—Ahora —dijo Guyal—, permíteme que te haga algunas preguntas, puesto que es mucho lo que desearía aprender; ¿qué es ese fantasma, y qué mal conmemora?

—Preguntas más allá de mi conocimiento cierto —respondió cautelosamente el sapónide—. De este fantasma es mejor no hablar si no queremos que nuestra atención refuerce su malignidad.

—Como quieras —respondió Guyal—. Quizá no te importe instruirme… —Contuvo su lengua. Antes de inquirir por el Museo del Hombre, sería prudente saber en qué concepto lo tenían los sapónides, a fin de evitar que, dándose cuenta de su interés, intentaran impedirle todo conocimiento del mismo.

—¿Sí? —inquirió el sapónide—. ¿Cuál es tu carencia? Guyal señaló la cicatrizada zona tras la verja de piedra y madera.

—¿Cuál es el portento de esta devastación? El sapónide miró a la zona con una expresión hierática y se alzó de hombros.

—Es uno de los antiguos lugares; eso es todo lo que se sabe, no más. La muerte merodea por ella, y ninguna criatura puede aventurarse a su través sin sucumbir a la magia más maliciosa, que levanta virulencia y terribles pústulas. Aquí es donde enviamos a nuestros condenados a muerte… Pero alejémonos. Desearás descansar y comer algo en Saponce. Ven; te guiaremos.

Se volvió en el sendero en dirección a la ciudad, y Guyal, sin palabras ni razones para rechazar la idea, espoleó a su caballo para que le siguiera.

Al acercarse a la triple colina el sendero se hizo más ancho, hasta convertirse en una carretera. A la derecha estaba el lago, tras bajos bancales de cañas púrpura. Mostraba embarcaderos de resistente madera negra y botes que se agitaban a las olas levantadas por el viento. Estaban construidos con forma de hoz, con proa y popa alzándose en una pronunciada curva sobre el agua.

Entraron en la ciudad, y las casas eran de madera tallada, en tonos que iban desde el marrón dorado hasta el negro que la intemperie había vuelto opaco. Las construcciones eran intrincadas y muy adornadas, las paredes se alzaban tres pisos hasta unos pronunciados gabletes que formaban amplios aleros delante y detrás. Vigas y columnas estaban talladas con complejos dibujos: cintas entrelazadas, zarcillos, hojas, lagartos y cosas parecidas. Las contraventanas eran también talladas, con dibujos de follajes, rostros de animales, estrellas radiantes: intensos dibujos en la maleable madera. Resultaba claro que se había empleado mucha expresividad en la talla.

Subieron la empinada cuesta, bajo el resplandor arrojado por los árboles, pasando junto a las casas medio ocultas por el follaje y los sapónides de Saponce que acudían para mirar. Se movían con suavidad y hablaban en voz baja, y sus ropas eran de una elegancia que Guyal no había esperado ver en la estepas septentrionales.

Su guía hizo una pausa y se volvió hacia Guyal.

—¿Te importa aguardar mientras informo al voyevode, a fin de que pueda preparar una recepción adecuada?

La petición fue formulada con palabras sinceras y ojos inocentes. Guyal creyó percibir ambigüedad en el fraseo, pero puesto que los cascos de su caballo estaban plantados en el centro de la carretera, y puesto que no entraba en sus propósitos abandonarla, Guyal asintió con rostro abierto. El sapónide desapareció, y Guyal permaneció sentado, rumiando en medio de la agradable ciudad perchada tan arriba sobre el llano.

Un grupo de muchachas se acercaron para observar a Guyal con ojos curiosos. Guyal devolvió la inspección, y halló una desconcertante falta en sus personas, una discrepancia que no pudo identificar instantáneamente. Llevaban graciosos atuendos de punto de lana, teñidos en franjas de varios colores; eran esbeltas y agraciadas, y no parecían carecer de coquetería. Y sin embargo…

El sapónide regresó.

—Bien, sir Guyal, ¿podemos proceder? Guyal, procurando extirpar cualquier aroma de sospecha de sus palabras, dijo:

—Comprenderás, sir Sapónide, que por la naturaleza misma de la bendición de mi padre no me atrevo a abandonar el curso señalado por el sendero; porque si lo hiciera, instantáneamente me vería presa de cualquier maldición que, formulada en cualquier lugar a todo lo largo del camino, estuviera acechando precisamente esta ocasión para apoderarse de mi alma.

El sapónide hizo un gesto de comprensión.

—Naturalmente; sigues un sano principio. Déjame tranquilizarte. Te conduciré a una recepción con el voyevode, que en estos momentos se apresura hacia la plaza para recibir a un extranjero del lejano sur.

Guyal hizo una inclinación de agradecimiento, y prosiguieron carretera arriba.

A un centenar de pasos el camino se nivelaba, cruzando un parquecillo plantado con pequeñas y aleteantes hojas con forma de corazón y multitud de colores que abarcaban todas las tonalidades del púrpura, rojo, verde y negro.

El sapónide se volvió a Guyal.

—Como extranjero debo prevenirte que nunca pongas el pie en este parquecillo. Es uno de nuestros lugares sagrados, y la tradición exige que se aplique un severo castigo al sacrilegio de toda transgresión.

—Tendré en cuenta tu advertencia —dijo Guyal—. Obedeceré respetuosamente vuestra ley.

Pasaron una densa espesura; con un horrible clamor, una forma bestial saltó de su escondite, una criatura de ojos intensos con tremendas mandíbulas llenas de colmillos. El caballo de Guyal se encabritó, saltó, se metió en el parquecillo sagrado y pateó las aleteantes hojas.

Un cierto número de sapónides se precipitaron hacia ellos, sujetaron el caballo, agarraron a Guyal y lo arrastraron fuera de la silla.

—¡Hey! —exclamó Guyal—. ¿Qué significa esto? ¡Soltadme!

El sapónide que había sido su guía avanzó, agitando con reproche su cabeza.

—¡Bien, y apenas acababa de hacerte saber la gravedad de la ofensa que representaba esto!

—¡Pero el monstruo asustó a mi caballo! —dijo Guyal—. No soy responsable de esta infracción; soltadme, y sigamos a la recepción.

—Me temo que las penas prescritas por la tradición deben ser aplicadas —dijo el sapónide—. Tus protestas, aunque superficialmente plausibles, no resisten un examen serio. Por ejemplo, la criatura a la que denominas monstruo es en realidad un animal domesticado e inofensivo. En segundo lugar, observo el animal que conduces; no dará un giro o se volverá sin que tú des el correspondiente tirón a sus riendas. Tercero, aunque fueran aceptados tus postulados, admites tu culpabilidad en virtud de negligencia y omisión. Tendrías que haberte procurado una montura menos propensa a una acción impredecible, o al conocer la santidad del parquecillo, deberías haber considerado una contingencia como la que se ha producido, y en consecuencia haber desmontado, conduciendo tú a tu animal. En consecuencia, sir Guyal, aunque lo lamente, me veo obligado a considerarte culpable de impertinencia, impiedad, desprecio e impudicia. En consecuencia, como gobernador y sargento-lector de la Letanía, y por ello responsable de la detención de los infractores de la ley, debo ordenar que seas prendido, encarcelado y confinado hasta el momento en que sea ejecutada la pena.

—¡Todo este episodio es absurdo! —espumeó Guyal—. ¿Acaso sois salvajes, para tratar así a un caminante solitario?

—En absoluto —respondió el gobernador—. Somos una gente altamente civilizada, con costumbres que nos han sido legadas del pasado. Puesto que el pasado fue más glorioso que el presente, ¡qué presunción intentar cuestionar esas leyes!

Guyal intentó tranquilizarse.

—¿Y cuál es la pena habitual por mi acto? El gobernador hizo un gesto tranquilizador. —La costumbre prescribe tres actos de penitencia, que en tu caso estoy seguro de que serán nominales. Pero…, las formas deben ser observadas, y es necesario que seas encerrado en las mazmorras de Felón. —Señaló al hombre que sujetaba el brazo de Guyal—. Llévatelo; no cruces camino ni sendero, porque entonces tu presa sobre él perderá toda su fuerza y se verá libre de la justicia.

Guyal fue encerrado en una bien aireada pero escasamente iluminada celda subterránea de piedra. El suelo era seco, el techo libre de insectos. No lo habían registrado, de modo que su Daga Centelleante no había sido retirada de su funda. Con el cerebro lleno de sospechas, se echó sobre el rústico camastro y, al cabo de un tiempo, durmió.

Transcurrió todo un día. Le fue traída comida y bebida; y finalmente el gobernador acudió a visitarle.

—Eres de hecho afortunado —dijo el sapónide—, puesto que, como testigo, pude sugerir que tus delitos fueron más resultado de la negligencia que de la malicia.

La última pena impuesta por el delito fue severa: al acusado se le ordenó realizar los siguientes tres actos: primero, cortarse los dedos de los pies y coser los miembros seccionados a la piel de su cuello; segundo, vilipendiar a sus antepasados durante tres horas, empezando con el anatema común, incluyendo fingir locura y enfermedades hereditarias, y terminando con profanar el hogar de su clan con inmundicias; y tercero, caminar un kilómetro bajo el lago con zapatos de plomo en busca del Libro Perdido de Kells. —Y el gobernador miró a Guyal con complacencia.

—¿Qué cosas debo ejecutar yo? —inquirió secamente Guyal.

El gobernador unió las puntas de sus dedos.

—Como ya he dicho, las penas son nominales, por decreto del voyevode. Primero debes jurar no volver a repetir nunca más tu crimen.

—Eso lo haré con placer —dijo Guyal, prometiéndoselo a sí mismo.

—Segundo —dijo el gobernador con una ligera sonrisa—, debes juzgar en la Gran Celebración de Pulcritud entre las doncellas del poblado y seleccionar la que tú consideres más hermosa.

—No es una tarea muy difícil —comentó Guyal—. ¿Por qué eso me corresponde a mí?

El gobernador miró vagamente al techo.

—Hay un cierto número de concomitancias a la victoria en esta confrontación… Cada persona de la ciudad puede ser relacionada de alguna forma con las participantes…, una hija, una hermana, una sobrina…, y así es difícil hallar a nadie sin prejuicios. Contra ti nunca podrá plantearse la acusación de favoritismo; en consecuencia, resultas una elección ideal para este importante puesto.

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