Entró en la ciudad, y los cascos resonaron fuertemente en el empedrado. Los edificios estaban construidos de piedra y oscuro mortero y parecían en un desacostumbrado buen estado de conservación. Unos pocos dinteles se habían cuarteado y caído, unas pocas paredes mostraban aberturas, pero en su mayor parte las casas de piedra habían resistido con éxito los mordiscos del tiempo… Guyal olió a humo. ¿Vivía todavía gente allí? Tenía que avanzar con precaución.
Ante un edificio que parecía una hostería había un tiesto con flores. Guyal tiró de las riendas de su caballo y reflexionó que las flores raramente eran cultivadas por personas de disposición hostil.
—¡Hola! —llamó…, una, dos veces.
Ninguna cabeza se asomó por las puertas, ningún destello naranja iluminó las ventanas. Guyal siguió cabalgando lentamente.
La calle se abría y giraba hacia un gran edificio, donde Guyal vio una luz. El edificio tenía una fachada alta, rota por cuatro grandes ventanales, cada uno de los cuales mostraba sus dos contraventanas de filigrana de bronce patinado, y estaba rematado por un pequeño balcón. Una balaustrada de mármol en la parte frontal resplandecía con un color blanco hueso y, detrás, la puerta de entrada, de masiva madera, permanecía ligeramente entreabierta; de allí llegaba el rayo de luz, y también unos acordes musicales.
Guyal de Sfere se detuvo, sin mirar ni a la casa ni a la luz que salía por la puerta. Desmontó e hizo una inclinación a la mujer joven que permanecía sentada pensativamente en los escalones de la balaustrada. Aunque hacía bastante frío, llevaba solamente una simple túnica amarillo naranja. Su pelo color topacio caía suelto hasta sus hombros y proporcionaba a su rostro un aire grave y pensativo.
Mientras Guyal se enderezaba de su saludo la mujer hizo una inclinación de cabeza en respuesta, sonrió ligeramente y apartó con aire ausente un mechón de pelo de su mejilla.
—Una mala noche para viajar.
—Una mala noche para meditar bajo las estrellas —respondió Guyal.
Ella sonrió de nuevo.
—No tengo frío. Me siento y sueño… Escucho la música.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Guyal, mirando hacia un lado y otro de la calle, luego de nuevo a la muchacha—. ¿No hay nadie más que tú aquí?
—Esto es Carchesel —dijo la muchacha—, una ciudad abandonada por todo el mundo hace diez mil años. Sólo yo y mi viejo tío vivimos aquí, pues en este lugar hemos hallado un refugio de los sapónides de la tundra.
Guyal pensó: esta mujer puede ser o no una bruja.
—Tienes frío y estás débil —dijo la muchacha—, y yo te tengo aquí en la calle. —Se puso en pie—. Nuestra hospitalidad es tuya.
—La acepto agradecido —dijo Guyal—, pero primero debo alojar a mi caballo.
—Estará contento en la casa contigua. No tenemos establo. —Guyal, siguiendo la dirección de su dedo, vio un bajo edificio de piedra con una puerta que se abría a la oscuridad.
Llevó el caballo blanco hasta allá y le quitó la brida y la silla; luego, de pie en el umbral, escuchó la música que había notado antes, una extraña y antigua melodía.
—Extraño, extraño —murmuró, acariciando el morro de su caballo—. El tío toca música, la muchacha mira a solas las estrellas de la noche… —Meditó unos instantes—. Debo ser excesivamente suspicaz. Si ella es una bruja, no va a ganar nada de mí. Si son simples refugiados como ella dice, y amantes de la música, tal vez les gusten las melodías de Ascolais; les pagaré, en cierta medida, su hospitalidad. —Rebuscó en la bolsa de su silla, extrajo su flauta y se la metió dentro de la chaqueta.
Corrió de vuelta a donde le aguardaba la muchacha.
—No me has dicho tu nombre —le recordó ella—, para que pueda presentarte a mi tío.
—Soy Guyal de Sfere, junto al río Scaum en Ascolais. ¿Y tú?
Ella sonrió, abriendo la puerta de par en par. Una cálida luz amarilla se derramó sobre la empedrada calle.
—No tengo nombre. No necesito ninguno. Nunca ha habido nadie excepto mi tío; y cuando él habla, no hay nadie para responderle excepto yo.
Guyal la miró desconcertado; luego, dándose cuenta de que su sorpresa era demasiado evidente como para resultar cortés, controló su expresión. Quizá ella sospechara que él era un mago y temiera pronunciar su nombre y que él actuara con su magia sobre él.
Entraron en un salón enlosado, y el sonido de la música se hizo más fuerte.
—Entonces te llamaré Ameth, si me permites —dijo Guyal—. Es una flor del sur, tan dorada y hermosa y fragante como pareces serlo tú.
Ella asintió.
—Puedes llamarme Ameth.
Entraron en una estancia llena de tapices, amplia y cálida. Un gran fuego brillaba en una pared, y junto a él había una mesa con comida. El músico estaba sentado en un banco…, un viejo sucio y desaliñado. Su pelo blanco caía enmarañado a su espalda; su barba, no en mejores condiciones, era sucia y amarillenta. Llevaba una deshilachada túnica, en absoluto limpia, y la piel de sus sandalias se había cuarteado de puro reseca. Extrañamente, no retiró la flauta de su boca, sino que siguió tocando; y la muchacha de amarillo, observó Guyal, parecía moverse al ritmo de la música.
—Tío Ludowik —exclamó con voz alegre—, te traigo un huésped, sir Guyal de Sfere.
Guyal miró interrogativamente al rostro del hombre. Los ojos, aunque algo reumáticos por la edad, eran grises y brillantes…, febrilmente brillantes e inteligentes; y, o al menos eso pensó Guyal, despiertos con una extraña alegría. Aquella alegría desconcertó aún más a Guyal, porque las líneas del rostro no indicaban otra cosa que años de miseria.
—¿Quizá te gustaría tocar un poco para nosotros? —inquirió Ameth—. Mi tío es un gran músico, y ésta es su hora de música. Ha seguido la rutina durante muchos años… —Se volvió y le sonrió a Ludowik el músico. Guyal asintió educadamente.
Ameth hizo un gesto hacia la repleta mesa.
—Come, Guyal, y te serviré vino. Después quizá quieras tocar tu flauta para nosotros.
—Con placer —dijo Guyal, y observó cómo la alegría se hacía más aparente en el rostro de Ludowik, que se estremeció en las comisuras de la boca.
Comió, y Ameth le sirvió dorado vino hasta que su cabeza empezó a darle vueltas. Y nunca dejó Ludowik de tocar…, ahora una tierna melodía de murmurante agua, de nuevo una grave tonada que hablaba del océano perdido al oeste, otra vez una sencilla canción como la que podría cantar un niño en sus juegos. Guyal observó maravillado cómo Ameth adaptaba su estado de ánimo a la música…, grave o alegre según le dictara la melodía. ¡Extraño!, pensó Guyal. Pero…, la gente aislada de aquel modo era lógico que desarrollara costumbres peculiares, y parecían tan agradablemente vitales.
Terminó su comida y se puso en pie, afirmándose contra la mesa. Ludowik estaba tocando una animada cancioncilla, una melodía de pájaros de cristal girando y girando en un rojo haz de luz solar. Ameth se acercó a él, bailando, y se detuvo cerca —muy cerca—, y pudo oler el cálido perfume de su dorado pelo suelto. Su rostro era feliz y salvaje…, y peculiar la forma en que Ludowik observaba tan hoscamente, y todavía sin ninguna palabra. Quizá dudara de las intenciones de un extraño. Sin embargo…
—Ahora —dijo Ameth con voz entrecortada—, podrías tocar la flauta; eres tan joven y fuerte. —Luego dijo rápidamente, al ver que Guyal abría mucho los ojos—. Quiero decir que tocarás la flauta para el viejo tío Ludowik, y él se sentirá feliz y se irá a la cama… y luego nosotros nos sentaremos y hablaremos hasta muy entrada la noche.
—Tocaré con placer la flauta —dijo Guyal. Maldita fuera su lengua, en su tiempo tan fluida y ahora tan torpe. Era el vino—. Con mucho placer. Tocaba mucho y bien allá en mi casa en Sfere.
Miró a Ludowik, y observó la expresión de loca alegría que acababa de sorprender. Era maravilloso que un hombre amara tanto la música.
—Entonces… ¡toca! —dijo jadeante Ameth, empujándole ligeramente hacia Ludowik y la flauta.
—Quizá —sugirió Guyal— será mejor que aguarde a que tu tío haga una pausa. Podría parecer descortés…
—No, tan pronto como tú indiques que vas a tocar, él parará. Simplemente tómale la flauta. Ya lo verás. Es un poco sordo —le confió.
—Muy bien —dijo Guyal—, excepto que tengo mi propia flauta. —Y sacó su instrumento de debajo de su chaqueta—. Oh… ¿qué ocurre? —Porque se había producido un sorprendente cambio en la muchacha y el viejo. Una rápida luz había asomado a sus ojos, y la extraña alegría de Ludowik había desaparecido, y no había más que turbia desesperanza en sus ojos, estúpida resignación. Guyal retrocedió lentamente, asombrado.
—¿No queréis que toque? Hubo una pausa.
—Por supuesto —dijo Ameth, joven y encantadora de nuevo—. Pero estoy segura de que tío Ludowik preferirá oírte tocar su flauta. Está acostumbrado a su tono… Otra escala le resultaría poco familiar.
Ludowik asintió, y la esperanza brilló de nuevo en los viejos ojos reumáticos. Era realmente una espléndida flauta, observó Guyal, una elaborada pieza de blanco metal, incrustada en oro, y Ludowik la sujetaba como si estuviera dispuesto a no soltarla nunca.
—Toma la flauta —sugirió Ameth—. A él no le importará en absoluto. —Ludowik agitó la cabeza para asegurar su ausencia de objeciones. Pero Guyal, observando con desagrado la larga y manchada barba, agitó también la cabeza.
—Puedo tocar cualquier escala, cualquier tono, con mi flauta. No necesito usar la de tu tío y posiblemente incomodarle. Escucha —y alzó su instrumento—. Ésta es una canción de Kaiin llamada «El ópalo, la perla y el pavo real».
Apoyó la flauta en sus labios y empezó a tocar, muy hábilmente por cierto, y Ludowik le siguió, llenando las pausas, haciendo los acordes. Ameth, olvidando su contrariedad, escuchó con los ojos entrecerrados, agitando su brazo al ritmo de la música.
—¿Te gusta? —preguntó Guyal cuando hubo terminado.
—Mucho. Quizá deberías intentarlo con la flauta del tío Ludowik. Es una flauta espléndida de tocar, muy suave y fácil para la respiración.
—No —dijo Guyal, con una repentina obstinación—. Sólo soy capaz de tocar con mi propio instrumento. —Tocó de nuevo, y esta vez era una danza del festival, un alegre aire de carnaval. Ludowik, tocando con una habilidad sobrenatural, lanzó alegres armónicos a su melodía, y Ameth, arrastrada por el ritmo, se puso a bailar una danza de su invención, al ritmo de la música.
Guyal tocó una alegre tarantela campesina, y Ameth danzó más y más aprisa, agitando los brazos, girando, moviendo vivamente la cabeza. Y la flauta de Ludowik tocó un brillante obbligato, ascendiendo, descendiendo, poniendo acordes, envolviendo como pequeñas cuerdas plateadas de sonido la melodía de Guyal, añadiendo pequeñas apoyaturas.
Los ojos de Ludowik estaban clavados ahora en la girante figura de la muchacha. Y de pronto inició una melodía propia, una canción de salvaje abandono, con un frenético ritmo sincopado; y Guyal, arrastrado por la fuerza de la música, sopló como nunca antes había soplado, inventó notas y acordes, girantes arpegios, tocó alto y fuerte, y rápido, y claro.
No era nada comparado con la música de Ludowik. Sus ojos estaban enormemente abiertos; el sudor resbalaba por los surcos de su vieja frente; su flauta rasgaba el aire en estremecientes jirones de éxtasis.
Ameth bailaba frenéticamente; ya no era hermosa, parecía grotesca y poco familiar. La música alcanzó un punto más allá de lo que los sentidos podían soportar. La propia visión de Guyal se volvió rosa y gris; vio a Ameth caer desvanecida, en un espumeante acceso; y Ludowik, con ojos fieros, vaciló, cojeó hasta su cuerpo e inició una terrible e intensa melodía, lentas armonías con el más solemne y aterrador de los significados.
Ludowik tocaba a la muerte.
Guyal de Sfere se dio la vuelta y salió corriendo de la estancia, con los ojos desorbitados. Ludowik, sin ni siquiera darse cuenta de ello, siguió con su terrible música, tocando como si cada nota fuera un espetón que atravesara los estremecidos hombros de la muchacha.
Guyal corrió en medio de la noche, y el frío aire le mordió como aguanieve. Penetró en el edificio contiguo, y el caballo blanco le relinchó suavemente. Le puso la silla, le puso las bridas, montó, y avanzó por las calles de la vieja Carchasel, más allá de las abiertas y negras ventanas, golpeando rítmicamente el empedrado iluminado por las estrellas, lejos de la música de la muerte.
Guyal de Sfere galopó montaña arriba con las estrellas en su rostro, y hasta que no llegó a la cresta no se volvió en la silla para mirar atrás.
Los primeros resplandores del alba temblaban al borde del pedregoso valle. ¿Dónde estaba Carchasel? No había ninguna ciudad…, sólo un montón de ruinas desmoronadas…
¡Alto! ¿Un lejano sonido?… No. Todo era silencio. Y sin embargo…
No. Sólo piedras caídas en el suelo del valle. Guyal, con ojos alucinados, dio media vuelta y prosiguió su camino, siguiendo el sendero que avanzaba hacia el norte ante él.
Las escarpadas paredes del desfiladero que seguía el sendero eran de granito gris, manchadas de escarlata y negro por los líquenes y de azul por el moho. Los cascos del caballo producían un hueco clop-clop-clop sobre la piedra, pesado a los oídos de Guyal, hipnótico a su cerebro, y tras una noche sin sueño se sentía agotado. Sus ojos iban cerrándose lentamente, pero el camino ante él conducía a lugares desconocidos, y el vacío en el cerebro de Guyal lo empujaba sin descanso.
La laxitud fue tal que Guyal medio se deslizó de su silla. Alzándose de nuevo, decidió dar la vuelta al próximo recodo del camino y luego descansar.
Las rocas se proyectaban por encima de él y ocultaban el cielo, donde el sol había pasado ya el cenit. El sendero giraba en torno a una prominencia rocosa; delante brillaba una mancha de cielo índigo. Una vuelta más, se dijo Guyal. El desfiladero se abrió, las montañas estaban a su espalda, y miró a través de un centenar de kilómetros de estepa. Era un territorio sombreado con sutiles colores, lavado con sombras delicadas, desvaneciéndose y fundiéndose en la pálida niebla del horizonte. Vio una solitaria prominencia envuelta en un oscuro batallón de árboles, el resplandor de un lago a sus pies. Al otro lado apenas se divisaba una alineada masa de ruinas blanco grisáceas. ¿El Museo del Hombre?… Tras un momento de vacilación, Guyal desmontó y decidió dormir dentro del Huevo Expandible.
El sol se ocultaba con una triste y suntuosa majestad tras las montañas; la oscuridad se extendía sobre la tundra. Guyal despertó y se refrescó en un riachuelo cercano. Tras darle la ración correspondiente de grano a su caballo, comió frutos secos y pan; luego montó y siguió el camino. La llanura se extendía enorme al norte ante él, hacia la desolación; las montañas se alzaban negras encima y detrás; una lenta y fría brisa soplaba en su rostro. La oscuridad se hacía más intensa; la llanura desaparecía de la vista como una tierra sumergida. Vacilando ante la oscuridad, Guyal tiró de las riendas de su caballo. Mejor, pensó, cabalgar por la mañana. Si perdía el sendero en la oscuridad, ¿quién podía decirle lo que tal vez encontraría?