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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

La última batalla (3 page)

BOOK: La última batalla
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La mantis cayó hacia atrás, tropezó con las almenas que tenía a la espalda y cayó en el ducado vecino. Un fragor saludó su llegada y un estruendo metálico indicó que al otro lado del muro había un revoltijo de espadas y cuchillos. Cada ducado tenía innumerables legiones, la mayoría de las cuales vagaban sin rumbo, desesperadas por encontrar cualquier excusa para hacer la guerra. Esta mantis no pertenecía a ese ducado y por tanto era una partida abierta. Solo las marcas que le había infringido el Dragón Verde permitieron a Zhyzhak llegar hasta allí sin provocar un solo grito de los ducados vecinos.

Zhyzhak saltó rápidamente por la parte superior de la almena y luego volvió a saltar al corredor. Corrió a toda velocidad. Ahora que los ejércitos estaban avisados, sería atacada en pocos minutos, a menos que consiguiese llegar a la seguridad del templo, que pertenecía a su tribu. Las puertas del templo estaban cerca, abiertas de par en par. Entró rodando en el vestíbulo y se deslizó velozmente por el suelo de mármol liso justo cuando estalló un sonoro estruendo a sus espaldas.

Se giró para ver cómo los sulfurados ejércitos de espíritus-pesadilla se detenían justo al otro lado de la puerta, incapaces de pasar a los guardas que solo franqueaban el paso a los Garou y a sus aliados. Zhyzhak les hizo un gesto de burla y se giró hacia el vestíbulo.

Ningún guardia corrió a interceptarla. Un solo Garou estaba sentado en el suelo al lado de las escaleras que conducían hacia abajo. Tenía el aspecto de un hombre deforme, el de una etapa anterior de la evolución humana, que le daba unas cejas arqueadas y los músculos magros de un cavernícola. Levantó la vista mientras ella se acercaba y le sonrió de modo conspirador, al tiempo que se levantaba para saludarla.

—Así que aquí viene alguien más a jugarse el alma en la fragua del miedo —dijo.

—¡Cállate! ¡He bailado la Espiral cinco veces, mierdecilla! —Zhyzhak levantó la mano y amenazó con golpearle.

La sonrisa del hombre desapareció y agachó la cabeza, como un niño al que acaban de decirle que su viaje a Disneylandia se ha cancelado. Suspiró y volvió a sentarse.

—Está abajo —dijo—. Ya conoce el camino.

Zhyzhak le agarró la oreja carnosa y le dio un doloroso tirón. Él se levantó y se puso de puntillas para evitar que se la arrancara del todo.

—¿Quién cojones eres tú? —gritó Zhyzhak.

—G-G-Galvarg —chilló, al tiempo que se zafaba de su agarrón y se acariciaba la dolorida oreja con ambas manos—. Mi deber es conducir a cualquier guerrero gaiano hasta el Laberinto.

—¡¿Gaianos?! ¿Y qué diablos iban a estar
ellos
haciendo
aquí
?

Galvarg suspiró.

—Solían venir llenos de orgullo y gloria, esperando derrotar al Wyrm o liberar a nuestra tribu de su lealtad. —Soltó una risotada al recordar las victorias del pasado—. Siempre fracasaban y se unían a nosotros. Verlos salir a trompicones del Laberinto, con una renacida locura en los ojos… oh, por la gloria del ayer.

Zhyzhak frunció el ceño.

—¿Ya no vienen más?

—No. La noticia se ha propagado; nadie sobrevive entero e inmaculado al Laberinto. Ya ni siquiera lo intentan.

—¿Y entonces por qué no encuentras algo útil que hacer, gilipollas? —Zhyzhak le dio una patada y el Garou se dobló sobre sí mismo y se apretó las costillas.

—¡Ay! —gritó, escabulléndose de su atacante—. No puedo. Estoy atado. El deber…

Jadeó de manera horrible e hizo una mueca de dolor, mientras rodaba por el suelo. Sin embargo, en cuestión de segundos se le curó la costilla destrozada. Se volvió a sentar y la miró con cautela, listo para salir como un rayo si se acercaba a él.

Zhyzhak le escupió. Aquel tonto había sido atrapado en algún tipo de lealtad hacia Malfeas y ahora perdía el tiempo esperando por unos Garou que nunca llegarían. Idiota. Lo ignoró y se dirigió a las escaleras. En las paredes se podían ver reflejadas unas vacilantes luces verdes que procedían de alguna fuente de abajo. Descendió los escalones mientras buscaba con la lengua el fetiche que se había atado en la boca.

Al llegar al último escalón se detuvo y miró los extraños dibujos trazados en el suelo, venas verdes que latían, grabadas en mármol negro. No había paredes por ninguna parte, solo neblinas que se adentraban en la oscuridad. El Laberinto iba en todas direcciones. Solo un camino era el correcto, el que la conduciría al Segundo Círculo y desde allí al Tercero y a todos los círculos que venían después, hasta el legendario Noveno.

Se sacó el fetiche de la boca y lo examinó, todavía cubierto de saliva y de un resto del veneno que había vomitado en el reino del Dragón Verde. Quitó la humedad de la superficie y lo estudió. Aparentemente, el fetiche no era más que una brújula de
boy scout
, una de esas baratas para principiantes. Sin embargo, en la parte de atrás llevaba tallados unos pictogramas que vinculaban a unas pesadillas poderosas. Levantó la tapa, una lupa y miró a través del cristal hacia la niebla. Allí, a su izquierda, había una luz roja brillante en el horizonte. Dio una vuelta, mientras veía la bruma subir y bajar para desorientarla, pero el brillo rojo seguía allí, un punto fijo en el paisaje cambiante.

Echó la cabeza hacia atrás y rugió de placer. El Ojo del Wyrm la guiaría. En un sitio desprovisto de cualquier lógica o espacio estable, el Ojo del Wyrm (Anthelios, la Estrella Roja), permanecía impasible. Se guiaría por él y así seguiría su camino a través del caos hasta el centro, sin miedo a perderse.

Zhyzhak se enrolló la correa del compás al cuello y entró en el Laberinto cuidadosamente, en dirección a la Estrella Roja. Las nieblas la tragaron de inmediato y luego se desvanecieron, dejando una oscuridad total. Oía voces, gritos y chillidos lejanos y se dio cuenta de inmediato de que eran los suyos. Ladró un gruñido de desprecio, porque ya había experimentado esto antes: el Primer Círculo de Revelación. Zhyzhak siguió andando, mirando a través de su lente, mientras ignoraba las apariciones y las voces a su alrededor, concentrada en el Ojo. Ya había bailado este círculo, junto con los otros cuatro que venían después; cada uno era un requisito para subir de posición dentro de su tribu. Ya no podía aprender nada más en este nivel. Buscaba los Misterios Secretos, el Sexto Círculo y lo que había más allá. Sería un baile largo hasta llegar allí, pero podía avanzar más rápido utilizando el fetiche para encontrar el camino oculto, los atajos del Laberinto.

Zhyzhak cogió su látigo de espinas y lo hizo restallar. Su chasquido retumbó por la oscuridad, pero a diferencia de sus anteriores ecos, en el patio, lo hizo casi con tanta fuera como para destrozarle los tímpanos. Lo ignoró y volvió a restallar el látigo contra la niebla, haciéndole un agujero como quien corta un seto. Los zarcillos de la niebla gritaron mientras se separaban, apartados por los poderes demoníacos del espíritu del látigo y supo que estaba en el camino correcto; el dolor revela todos los secretos.

Zhyzhak avanzó, restallando el látigo y apartando más niebla que le bloqueaba el camino, mientras reía a carcajadas a cada paso. Estaba recorriendo el camino que ningún Garou había explorado antes que ella, siguiendo el señuelo del Ojo, invisible a todas las miradas excepto a la suya gracias al fetiche. Era irónico que el secreto de su fabricación viniese de Ojo-Blanco-ikthya, viejo y ciego, pero que a pesar de todo podía ver la Estrella Roja. Él no había pretendido revelarle el secreto de su fabricación. Después de que ella se lo arrebatara se había marchado. El miedo que le tenía a aquello en lo que podía convertirse con el fetiche le hizo buscar a su antigua tribu con la esperanza de que su poder consiguiera deshacer lo que él había hecho. Demasiado tarde. Gracias a su saber, lograron de alguna manera herir a Grammaw con sus conjuros, pero no pudieron detener a Zhyzhak.

Estaba tan exultante en su marcha victoriosa, riendo para sí misma mientras restallaba el látigo, que no se dio cuenta del rastro que estaba dejando tras ella: un camino, pisoteado y desgarrado, de huellas y jirones de niebla que luego se desenmarañaba a medida que pasaba el tiempo.

En las profundidades de la Umbra, en sitios lejanos a Malfeas pero aún conectados por lazos de contaminación y corrupción, los antiguos nudos empezaron a deshacerse. Las barreras y caminos unidos por la retorcida lógica del Laberinto de la Espiral Negra empezaron a separarse. Las criaturas atadas a la esencia del Laberinto lloraron y gimieron mientras se desintegraban. Otras, liberadas de cualquier pequeña lealtad al orden que representaba el Laberinto, saltaron de sus jaulas y corrieron por todas partes, propagando el caos y la destrucción.

El viejo orden comenzó a derrumbarse e incluso la Tejedora se tambaleó, enviando sacudidas por las redes que unían todos los mundos…

Primera parte:
Fuegos sacrílegos

Fuegos Sacrílegos cayeron al suelo,

quemándonos o todos, retorciéndonos

y haciéndonos vomitar sangre.

—La profecía del fénix, «La séptima señal»

Capítulo uno:
Los pasos de los ancestros

Un aullido solitario retumbó a través del pinar cubierto de nieve, hasta que los picos de las montañas cercanas se lo tragaron. Descendió un silencio total. No se oía el canto de un pájaro, ni el chasquido de una rama cargada de nieve.

El rey Albrecht ladeó la cabeza e intentó oír algún aullido de respuesta a lo lejos, pero no captó nada. Estaba completamente inmóvil; su cuerpo alto y musculoso parecía una estatua vestida de pieles gruesas y agarraba con la mano la empuñadura de una espada que le sobresalía por encima del hombro, con la hoja enfundada a la espalda. El pelo blanco se derramaba sobre sus hombros desde debajo de una correa de plata. Miró de soslayo a Lord Byeli con su único ojo; el otro, que era solo una masa de tejido cicatrizado, lo llevaba tapado detrás de un parche con unas runas grabadas. El hombre alto y de barba blanca, ataviado con pieles blancas, estaba de pie delante de él, observando las montañas.

—Está hablando de nosotros, ¿verdad? —dijo Albrecht; su aliento helado empañaba el aire delante de él—. Vienen. ¿A quién está avisando?

Byeli se giró para mirar a Albrecht a los ojos.

—Sí, habla de nosotros. Creo que está en aquel pico de allí. —Señaló la cima de una montaña que se podía ver por encima de la línea de árboles—. Es una de las celadoras situadas al borde de la fortaleza.

—¿Estamos en la fortaleza? —preguntó Albrecht, sonriendo. Dejó escapar un suspiro de triunfo mientras golpeaba con un puño la palma de la otra mano enguantada—. ¡Por fin! Ya me estaba hartando de tanta nieve y hielo.

Byeli agitó la cabeza.

—Estamos en la fortaleza, sí. Al borde de la misma. Lo que tiene delante son los Montes Urales. Pero todavía nos queda un largo camino para llegar al túmulo.

Albrecht bajó los párpados y su sonrisa se convirtió en una mueca.

—Esta fortaleza es monstruosamente grande. ¿Cómo defendéis algo tan enorme?

—Aquí no hay nadie —dijo Byeli, ajustándose la capucha contra la brisa gélida—. Unos pocos aldeanos al sur y algún cazador o trampero, pero nadie más. Nos hicimos con los proyectos militares secretos de Stalin hace mucho tiempo. Los Urales son nuestros.

Albrecht miró las montañas lejanas, blancas y marrones a la luz del sol de mediodía.

—Realmente es algo salido del pasado, ¿verdad? Virgen, abandonado e ilimitado.

—No todas las montañas lo son. No podemos defenderlo todo. Pero aquí, este lugar, es puro. El túmulo Garou más antiguo desde antes de que los humanos construyeran su primera ciudad.

Albrecht oyó gruñidos y respiraciones melancólicas entre los guerreros que estaban a su espalda, en el camino. Eran sus guardias de élite Colmillo Plateado, lo mejor de lo mejor. Algunos de ellos eran «de su propia cosecha», hermanos del clan que tenía en Vermont, pero otros habían llegado desde clanes de su tribu de todo el mundo, para quedarse a su lado. Ahora, le seguían por la tundra de Rusia para ver el túmulo ancestral de su tribu, el Túmulo de la Monarquía santificado por el mismísimo Halcón.

Ellos, como él, llevaban pieles gruesas para el clima frío, con capuchas, máscaras de punto y gafas oscuras para atenuar el brillo severo de la nieve. Dos atendían un trineo cargado de provisiones, tirado por un par de caballos. A Albrecht no le gustaba aquella parte. Los caballos se asustarían si los de su equipo se vieran obligados a adoptar la forma de batalla. Al parecer, no se podían llevar vehículos modernos. No era que los jeeps no pudiesen llegar a donde necesitaban, sino que sus anfitriones del túmulo no permitían máquinas así en ningún lugar cercano a su hogar sagrado. Además, había algún tipo de ritual de mierda, un ritual antiguo sobre los «Pasos de los Ancestros», un viaje ceremonial a pie y trineo, idéntico al que sus predecesores reales habían hecho cuando regresaban al Túmulo Madre. Por lo que a Albrecht se refería, todo aquello era una chorrada legalista, pero siempre que lo sacaba a relucir, parecía escandalizar al clan de Byeli (sobre todo porque quien lo decía era un rey). Así que acabó por cerrar el pico acerca del tema y se dejó llevar.

Albrecht se giró para mirar a sus guardias mientras examinaban el horizonte, el cielo y los bosques a su alrededor. Eran tropas veteranas, siempre alerta buscando cualquier señal de figuras que se aproximasen ya fueran humanas, de lobo u otras. Desperdigados entre su propia banda de doce Garou había cinco exploradores del clan Pájaro de Fuego de Lord Byeli, una manada llamada la Caída de la Flecha. Por delante de su séquito, bien lejos del alcance de la vista y del oído en el mundo espiritual, Melenanocturna corría sola, explorando el camino en busca de señales de enemigos y asegurándose de que los celadores del espíritu del túmulo fueran apaciguados adecuadamente. Ella también era del clan de Byeli y había vuelto a establecer su base en Zagorsk cuando Albrecht llegó por primera vez a Rusia utilizando un puente de luna.

—Pongámonos en marcha —dijo Albrecht—. Ya es hora de que lleguemos allí.

Se volvió otra vez hacia el camino y avanzó, haciendo un gesto con la cabeza a Byeli cuando pasó a su lado. El senescal Colmillo Plateado le siguió y se puso lo suficientemente cerca para poder contestar cualquier pregunta que el rey le hiciera. Era el consejero del rey en aquella zona durante todo el tiempo que Albrecht planease pasar en la madre Patria.

Ya había quedado patente que la estancia de Albrecht sería más larga de lo que había pensado en un principio. Había organizado esta audiencia con la reina Tamara Tvarivich hacía meses, pero nunca se hacía una reunión entre dos dirigentes Colmillos Plateados sin semanas de preparativos previos y logística, de intercambio de peticiones y concesiones rituales. Ya había hecho la primera concesión al aceptar ir hasta ella, en su propio territorio. Ella había aceptado de buena gana, pero había sido bien arrogante con sus concesiones y había renunciado a muy poco. La reina necesitaba a Albrecht; él lo sabía. Su país estaba arruinado y solo ahora estaba empezando a recuperarse de una pesadilla oculta que había cortado todos los viajes hacia y fuera de la región durante años. La legendaria bruja Baba Yaga había gobernado Rusia con mano de hierro, comandando legiones de no-muertos y la arpía había conseguido incluso ganarse la fidelidad de los temidos dragones Zmei. Pero ahora todo aquello pertenecía al pasado; la Bruja estaba muerta, la mayor parte de su legión había sido destruida o se había dispersado y uno de los Zmei había sido asesinado por la propia Tvarivich (con la ayuda de sus impresionantes ejércitos, por supuesto).

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