La última noche en Los Ángeles (47 page)

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Authors: Lauren Weisberger

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BOOK: La última noche en Los Ángeles
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Estaba a punto de tachar el siguiente asunto de la lista, cuando sonó el teléfono.

—¡Neha! ¡Hola, guapa! ¿Cómo estás?

—¿Brooke? ¡Hola! Tengo una noticia estupenda. Rohan y yo volvemos definitivamente a Nueva York. ¡Este verano!

—¡No me digas! ¡Qué bien! ¿Rohan ha conseguido trabajo en una firma de la ciudad?

Brooke ya había empezado a pensar en todas las emocionantes posibilidades: qué nombre pondrían a su sociedad, cómo atraerían a sus primeros clientes y todas las ideas que tenía para que corriera la voz. ¡Ya estaba un paso más cerca de que su sueño se hiciera realidad!

—A decir verdad, el trabajo lo he conseguido yo. Es una locura, pero una amiga mía acaba de firmar un contrato para sustituir a una nutricionista que estará de baja por maternidad durante un año. El problema es que ahora mi amiga no puede trabajar, porque tiene que atender a su madre enferma, y me ha preguntado si estaba interesada en trabajar para… ¡Adivina para quién!

Brooke repasó mentalmente la lista de famosos, convencida de que Neha iba a mencionarle a Gwyneth, a Heidi o a Giselle, y a la vez sintiendo pena por su sociedad, que ya no iba a poder ser.

—No lo sé. ¿Para quién?

—¡Para los New York Jets! ¿Te lo puedes creer? Seré la asesora nutricional del equipo durante la temporada 2010-2011. No sé absolutamente nada de las necesidades nutricionales de una mole de músculos de ciento cincuenta kilos, pero supongo que tendré que aprender.

—¡Oh, Neha, es increíble! ¡Qué oportunidad tan estupenda! —dijo, con toda sinceridad, porque reconocía que si se le hubiese presentado una oportunidad como aquélla, ella también habría renunciado a todo lo demás sin pensárselo dos veces.

—Sí, estoy muy emocionada. ¡Y deberías ver a Rohan! En cuanto se lo anuncié, lo primero que dijo fue: «¡Entradas!» Ya tiene todo el calendario de la temporada impreso y pegado a la nevera.

Brooke se echó a reír.

—Ya te veo a ti, con tu metro y sesenta centímetros, recorriendo el vestuario con una carpeta y un megáfono en la mano, arrebatando Big Macs y cajas de KFC a esos jugadores enormes.

—Sí, ¿verdad? Les diré, por ejemplo: «Lo siento mucho, señor Estrella de la NFL con una ficha de ocho mil trillones de dólares al año, pero voy a tener que eliminar de su dieta el jarabe de maíz rico en fructosa». ¡Será fantástico!

Cuando Brooke colgó el teléfono, unos minutos después, no pudo evitar la sensación de que todos tenían su carrera encarrilada, excepto ella. Ya no iba a fundar una empresa con Neha. El teléfono volvió a sonar de inmediato. Segura de que era Neha, que la llamaba para contarle algún detalle más, Brooke contestó diciendo simplemente:

—¿Y qué plan tienes, exactamente, para cuando uno de ellos te dé un puñetazo?

Oyó un carraspeo y, después, una voz masculina preguntó:

—¿Brooke Alter?

Durante un segundo (y sin ninguna razón en absoluto), estuvo convencida de que la llamaban para decirle que Julian había sufrido un accidente terrible, o estaba enfermo, o…

—Brooke, soy Art Mitchell, de la revista
Last Night
. Quería saber si quieres hacer algún comentario sobre el artículo aparecido en «Página Seis» esta mañana.

Hubiese querido gritar, pero por fortuna consiguió controlarse lo suficiente para colgar el teléfono y desconectarlo. Le temblaban las manos, cuando se sentó delante de la mesita del cuarto de estar. Nadie, aparte de sus familiares más directos y sus amigos más íntimos, tenía su nuevo número privado. ¿Cómo era posible?

Pero ya no había tiempo para pensar en eso, porque ya había abierto su portátil y estaba tecleando la dirección de «Página Seis», la sección de cotilleos del
New York Post
. Y ahí estaba, en lo alto de la página, ocupando casi toda la pantalla de su ordenador. Había dos fotos: una de ella, del día que había salido con Nola, llorando en el Cookshop y enjugándose claramente las lágrimas con una servilleta, y la otra de Julian, saliendo de una limusina en algún sitio (probablemente Londres, a juzgar por el taxi clásico que se veía al fondo), mientras dejaba en el interior del vehículo a una chica sumamente atractiva. El pie de ilustración bajo la foto de Brooke decía: «Brooke Alter lloraba ayer el fin de su matrimonio, mientras almorzaba con una amiga». Había un círculo en torno a la mano que secaba las lágrimas, presumiblemente para indicar la ausencia de la alianza matrimonial. La leyenda proseguía: «La ruptura es definitiva, según una fuente muy cercana a Brooke, quien asegura asimismo que el próximo fin de semana la esposa del cantante piensa asistir sola a una boda de la familia». El pie de ilustración de la foto de Julian tampoco era agradable: «¡No ha escarmentado con el escándalo! Alter sigue la fiesta en Londres, después de que su mujer lo echase de su apartamento de Manhattan».

Parecía imposible zafarse de la combinación de cólera y náuseas que a Brooke empezaba a parecerle habitual, pero hizo un esfuerzo para respirar profundamente y pensar. Suponía que debía de haber una explicación para la presencia de la chica en la limusina (ingenua o no, estaba absolutamente convencida de que Julian no podía ser tan irrespetuoso ni tan estúpido), pero el resto era indignante. Miró su foto y, por el ángulo y la mala definición, dedujo que la habría tomado un comensal del restaurante con un teléfono móvil. Disgustada, dio un puñetazo tan fuerte en el sofá, que
Walter
gimió y se bajó de un salto.

Sonó el teléfono fijo y, por la identificación de la llamada, vio que era Samara.

—¡Samara, no puedo más! —dijo, en lugar de saludar—. ¿No se supone que tú te encargas de sus relaciones con la prensa? ¿No puedes hacer nada para evitar estas cosas?

Brooke nunca le había levantado la voz a Samara, pero no podía quedarse callada ni un segundo más.

—Comprendo que estés afligida, Brooke. De hecho, esperaba hablar contigo antes de que vieras el artículo, pero…

—¡¿Antes de que yo lo viera?! —chilló Brooke—. ¡Pero si ya me ha llamado un cretino para pedirme que lo comente! ¿Cómo tienen este número?

—Mira, tengo que decirte dos cosas. En primer lugar, la chica que iba con Julian en el asiento trasero de la limusina es su peluquera y maquilladora. El vuelo a Edimburgo se retrasó y no había tiempo para arreglarlo antes de la actuación, así que lo estuvo maquillando en el coche. Ha sido un malentendido.

—Muy bien —dijo Brooke, sorprendida por el alivio que sintió, sobre todo teniendo en cuenta que ella ya suponía que debía de haber una explicación lógica.

—En segundo lugar, yo puedo hacer muy poco si tus allegados se ponen a hablar con la prensa. Puedo controlar las cosas en cierta medida, pero esa medida no incluye a tus amigos y familiares chismosos.

Brooke sintió como si le hubieran dado una bofetada.

—¿Qué quieres decir?

—Que obviamente alguien ha difundido tu número privado, sabe de la boda de este fin de semana y habla de tu vida con los periodistas. Porque te aseguro que nada de eso ha salido de nosotros.

—Pero eso es imposible. Sé con toda seguridad que…

—Brooke, no quiero ser grosera, pero tengo una llamada entrante y me quedan muchas cosas por hacer. Habla con tu gente, ¿de acuerdo?

Y diciendo esto, Samara cortó la comunicación.

Demasiado nerviosa para concentrarse en nada (y sintiéndose culpable por no haberlo hecho antes), le puso la correa a
Walter
, se calzó las Uggs, cogió unos guantes del armario del vestíbulo y salió a la calle casi corriendo. No supo si habría sido por el gorro con pompón o por el plumífero enorme que llevaba puesto, pero lo cierto era que ninguno de los dos paparazzi que vio en la esquina echó ni una sola mirada en su dirección, y ella sintió que se henchía de orgullo por aquella pequeña victoria. Fueron hasta la Undécima Avenida y después hacia el norte, moviéndose con tanta rapidez como pudieron entre la multitud de un día laborable. Brooke sólo se detuvo para que
Walter
bebiera del cuenco de agua que había a las puertas de una peluquería canina. El perro estaba jadeando al llegar a la calle Sesenta y Cinco, pero Brooke no había hecho más que empezar.

En cuestión de veinte minutos, dejó una serie de mensajes semihistéricos a su madre, a su padre, a Cynthia, a Randy y a Nola (Nola fue la única que respondió. Su respuesta fue: «¡Cielo santo, Brooke! Si quisiera hablar de ti a la prensa, tendría historias mucho más jugosas que contar, aparte de la boda del friki de Trent y de su novia el Helecho. ¡No me hagas reír!»), y se dispuso a marcar el número del móvil de Michelle.

—Ejem… ¡Hola, Michelle! —dijo, después de oír la señal—. No sé muy bien dónde estás, pero sólo quería hablarte de un artículo que ha aparecido esta mañana en «Página Seis». Ya sé que lo hemos hablado un millón de veces, pero me preocupa que quizá por accidente hayas respondido a las preguntas de algún reportero, o que tal vez hayas hecho algún comentario a una amiga que acabó en oídos de quien no debía. No sé si ha sido así, pero en cualquier caso, quería pedirte o mejor dicho suplicarte que simplemente cuelgues el teléfono si alguien te llama para hacerte preguntas sobre Julian o sobre mí, y que no hables con nadie de nuestra vida privada, ¿de acuerdo?

Hizo una pausa, preguntándose al principio si habría sido lo bastante firme, y después, si no se habría pasado de severidad, pero al final decidió que probablemente había transmitido el mensaje y cortó la comunicación.

Arrastró a
Walter
a casa y pasó el resto del día terminando el curriculum, que ya había preparado y reorganizado mil veces, con la esperanza de estar lista muy pronto para empezar a enviarlo. Era una pena que Neha ya no pudiera ser su socia, pero no iba a permitir que esa decepción hiciera descarrilar sus planes: le faltaban entre seis meses y un año más de experiencia clínica y después, con suerte, podría abrir su propia consulta.

Hacia las seis y media, consideró la posibilidad de llamar a Amber para cancelar su asistencia a la cena de esa noche (de pronto, la perspectiva de conocer a todo un grupo nuevo de mujeres le pareció muy mala idea); sin embargo, cuando se dio cuenta de que ni siquiera tenía su teléfono, se obligó a ducharse y a ponerse el uniforme de vaqueros, botas y blazer. «En el peor de los casos, si resulta que todas son horribles y detestables, pondré una excusa y me marcharé en seguida —pensó, mientras el taxi cubría la distancia entre Times Square y el Village—. Al menos salgo de casa por la noche y eso ya es una novedad». Creía que se había tranquilizado, pero volvió a sentirse nerviosa cuando salió del taxi en la calle Doce y vio a una chica rubia razonablemente guapa, con cierto aspecto de duendecillo, que fumaba un cigarrillo en la escalera de entrada de un edificio.

—¿Brooke? —dijo la chica, mientras exhalaba un penacho de humo que pareció quedar suspendido en el aire frío y húmedo.

—Hola, ¿eres Amber?

Con mucho cuidado, Brooke pasó por encima de la nieve sucia acumulada junto al bordillo. Amber estaba dos peldaños por encima de ella, pero aun así Brooke seguía siendo cuatro o cinco centímetros más alta. Le sorprendieron las mallas de color rojo brillante que asomaban bajo el abrigo y los taconazos de Amber. Nada de aquello, y mucho menos aún el cigarrillo, era lo que esperaba de la amiga dulce, ingenua y asidua de la iglesia que le había descrito Heather.

Amber debió de sorprender su mirada.

—¿Éstos? —preguntó refiriéndose a sus zapatos, aunque Brooke no había dicho ni una palabra—. Son de Giuseppe Zanotti. Los llamo mis «pisahombres».

Su acento sureño era dulce, casi almibarado en su lentitud y totalmente opuesto a su aspecto.

Brooke sonrió.

—Avísame si piensas alquilarlos.

Amber le hizo un gesto para que la siguiera por la escalera.

—Te encantarán todas —dijo, mientras abría la puerta, que daba paso a un pequeño vestíbulo, con una minialfombra persa y dos buzones—. Es un grupo estupendo de mujeres, con el beneficio añadido de que cada vez que piensas que estás mal, seguro que hay otra que está muchísimo peor que tú.

—Sí, supongo que eso tiene que estar muy bien, ¿no? —dijo Brooke, entrando en un pequeño ascensor detrás de Amber—. Aunque después de lo que han publicado esta mañana en «Página Seis», no estoy segura de…

—¿Qué? ¿Esa tontería con fotos de aficionado? ¡Por favor! Espera a conocer a Isabel. A la pobre la sacaron a toda página, en biquini, con círculos para resaltarle la celulitis. ¡Eso sí que es chungo!

Brooke consiguió sonreír.

—Sí, eso es bastante chungo, sin duda. ¿Así que tú también has visto el artículo de «Página Seis»?

Se abrieron las puertas en un vestíbulo alfombrado con una mullida moqueta y suavemente iluminado con apliques de cristal tintado, y las dos salieron del ascensor.

—Claro que sí; todo el mundo lo ha visto. A todas nos ha parecido una nadería, una pequeñez sin importancia. La foto donde apareces con tu amiga, llorando, hará que te ganes la simpatía de la gente (no hay mujer que no se identifique con eso), y esa insinuación de que tu marido se lo estaba haciendo con una chica en el asiento trasero de una limusina, mientras iba de camino a una actuación, es completamente ridícula. ¡Por favor! Todo el mundo sabe que debía de ser su encargada de relaciones públicas, su maquilladora o su peluquera. Yo no me preocuparía ni un segundo.

Tras decir aquello, Amber abrió la puerta del apartamento y reveló un gigantesco ambiente diáfano, que se parecía mucho a… ¿una cancha de baloncesto? En la pared del fondo, había una canasta que parecía de las dimensiones reglamentarias, con su reluciente suelo de parquet, sus líneas laterales y su línea de tiros libres. La pared más cercana parecía pintada para jugar a squash, y un cubo gigantesco lleno de diversos balones, bolas y raquetas destacaba sobre la pared que daba a la calle, entre dos ventanales que iban del techo al suelo. Una pantalla plana de sesenta pulgadas colgaba de la única pared restante y, aparcado justo delante, había un largo sofá verde, con dos adolescentes de pelo castaño, en shorts de algodón, que comían pizza y jugaban a un videojuego de fútbol que Brooke no pudo identificar. Habría sido difícil decir cuál de los dos parecía más aburrido.

—Ven —dijo Amber, mientras atravesaba la pista de baloncesto—. Las chicas están arriba.

—¿De quién me has dicho que es la casa?

—¿Conoces a Diana Wolfe? Su marido, Ed, era congresista (no recuerdo su distrito, pero era uno de Manhattan) y también presidía el Comité de Ética, claro.

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