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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (43 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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Sólo tuvo tiempo de darse una ducha rápida y poner una bolsa de palomitas en el microondas, antes de que sonara el timbre. Nola y
Walter
irrumpieron en el diminuto vestíbulo, en un feliz enredo de abrigos y correas, y Brooke rió a carcajadas por primera vez en varios días cuando
Walter
dio un salto vertical de más de un metro por el aire, para lamerle la cara. Cuando finalmente lo cogió en brazos, se puso a gemir como un cerdito y le llenó la boca de besos.

—No esperes que yo te salude como él —dijo Nola, con una mueca de disgusto.

Pero en seguida transigió y la abrazó con fuerza, de modo que las dos parecieron una tienda india encima de
Walter
. Nola le dio un beso a Brooke en la mejilla y otro a
Walter
en el hocico, y después se fue directamente a la cocina, para servir vodka con hielo, con un poco de salmuera de aceitunas.

—Si lo que está pasando ahora mismo en tu portal es un lejano reflejo de lo que pasó en Los Ángeles, debes de necesitar una copa —dijo, mientras le entregaba a Brooke un vaso de vodka turbio y se sentaba con ella en el sofá—. Bueno… ¿Estás lista para contarme lo que ha pasado? —preguntó.

Brooke suspiró y dio un sorbo a su bebida. El sabor era fuerte, pero le calentó la garganta y le cayó en el estómago de una manera asombrosamente agradable. Se resistía a revivir una vez más aquella noche en todos sus miserables detalles, y sabía que aunque Nola la escucharía con simpatía, nunca podría comprender cómo había sido realmente.

Por eso, le habló a Nola del enjambre de asistentes, de la fabulosa suite en el hotel y del modelo dorado de Valentino. La hizo reír con la historia del guardia de seguridad de Neil Lane y presumió de lo perfectos que le habían quedado el pelo y las uñas. Le contó a grandes rasgos la llamada de Margaret, diciéndole solamente que los directores del hospital estaban locos, pero que realmente había faltado muchos días, y desechó con un gesto la cara de horror de Nola, antes de reír y beber otro trago de vodka. Tal como le había prometido, le contó los pormenores de la experiencia en la alfombra roja («hacía mucho más calor de lo que te puedas imaginar; hasta que no estás ahí, no te das cuenta de la potencia de los focos») y le habló del aspecto de los famosos en persona («en su mayoría más delgados que en las fotos, pero casi todos más viejos»). Respondió a sus preguntas sobre Ryan Seacrest («encantador y adorable, pero ya sabes que soy una incondicional de Seacrest»); le dijo si le parecía o no que John Mayer era suficientemente atractivo en persona como para justificar su larga lista de relaciones femeninas («si quieres que te diga la verdad, yo encuentro más atractivo a Julian, lo que no es un buen augurio, ahora que lo pienso»), y le dio una opinión bastante inútil sobre si Taylor Swift era más guapa que Miley Cyrus o al contrario («todavía no estoy segura de distinguirlas»). Sin saber muy bien por qué, omitió mencionar el encuentro con Layla Lawson, la charla de las dos mujeres en los lavabos y los consejos de Carter Price.

No le dijo lo destrozada que se había sentido cuando colgó el teléfono, después de que Margaret la despidiera. Tampoco le describió la frialdad con que Julian le había contado lo de las fotos, ni que lo peor para ella había sido notar que él sólo pensaba en «reducir el impacto» y «mantener un frente unido». Omitió la parte del recorrido de la alfombra roja durante la cual los paparazzi los habían perseguido haciéndoles preguntas humillantes acerca de las fotos e insultándolos, con la esperanza de que se volvieran y miraran a la cámara. ¿Cómo iba a explicarle lo que había sentido al escuchar la interpretación que hizo Carrie Underwood del tema
Before he cheats
(«Antes de que él me engañe»), preguntándose si todos los presentes en el auditorio la estarían mirando, para luego murmurar entre ellos? ¿Cómo iba a decir lo mucho que le había costado mantener la expresión impertérrita, mientras Carrie entonaba el estribillo de la canción («Porque la próxima vez que engañe a alguien, no será a mí»)?

Tampoco le contó que había llorado en el coche de camino al aeropuerto, ni que había rezado para que Julian le suplicara que se quedara y le prohibiera absolutamente marcharse, ni le dijo que sus protestas tibias y desganadas habían sido devastadoras para ella. No pudo reconocer ante su amiga que había sido la última en subir al avión, porque había conservado hasta el final la patética esperanza de que Julian llegara corriendo a la puerta de embarque, como en las películas, y le rogara que se quedara, ni le había dicho que cuando por fin se adentró por la pasarela y vio que la puerta se cerraba tras ella, lo detestó más por dejarla marchar que por todas las faltas idiotas que hubiera podido cometer.

Cuando terminó, se volvió hacia Nola y la miró, expectante.

—¿Te ha gustado el informe?

Nola meneó la cabeza.

—Por favor, Brooke. ¿Estás segura de que ésa es la verdadera historia?

—¿La verdadera historia? —Brooke se echó a reír, pero su risa sonó hueca y triste—. Puedes leerla en la página dieciocho del número de
Last Night
de esta semana.

Walter
saltó al sofá y apoyó la barbilla sobre el muslo de Brooke.

—Brooke, ¿te has parado a pensar que puede haber una explicación lógica?

—No es fácil culpar a la prensa sensacionalista cuando tu propio marido lo confirma.

La expresión de Nola fue de incredulidad.

—¿Julian ha admitido…?

—Así es.

Nola apoyó la copa y miró a Brooke.

—Para ser exactos, reconoció que hubo «eso de quitarse la ropa» (cito literalmente). Lo dijo como si no supiera cómo sucedió, pero lo cierto es que pasó «eso».

—Cielos.

—Dice que no se acostó con ella. Y se supone que tengo que creérmelo. —Sonó su teléfono móvil, pero ella lo silenció de inmediato—. ¡Oh, Nola! ¡No puedo quitarme de la cabeza la imagen de los dos desnudos, juntos! ¿Y sabes lo más raro de todo? Me siento todavía peor cuando pienso que ella es una chica totalmente normal, porque de ese modo Julian ni siquiera puede alegar como disculpa que estaba borracho y una supermodelo se le metió en la cama. —Levantó un ejemplar de
Last Night
y lo sacudió—. ¿Ves? Es común y corriente, ¡y eso siendo generosos! Y no olvidemos que él pasó toda la noche flirteando con ella, intentando seducirla. ¿Quieres que me crea que no se acostaron?

Nola bajó la vista.

—Aunque no lo hiciera, es evidente que lo intentó. —Brooke se levantó y se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. Se sentía agotada, nerviosa y con ganas de vomitar, todo al mismo tiempo—. Ha tenido una aventura, o ha querido tenerla. Sería una idiota si no lo admitiera.

Nola permaneció en silencio.

—Casi nunca nos vemos, y cuando estamos juntos, discutimos. Ya casi no hacemos el amor. Cuando viaja, sale todo el tiempo; se oyen chicas y música de fondo, y nunca sé dónde está. ¡Ha habido tantos rumores! Supongo que todas las mujeres engañadas del planeta piensan que su situación es diferente, pero sería una tonta si creyera que no puede pasarme a mí. —Exhaló el aire y meneó la cabeza—. ¡Dios, somos iguales a mis padres! Siempre pensé que seríamos diferentes y mira…

—Brooke, tienes que hablar con él.

Brooke levantó las dos manos.

—Estoy completamente de acuerdo contigo, pero ¿dónde está? ¿Comiendo sushi en West Hollywood, antes de iniciar el circuito de los programas nocturnos de entrevistas? ¿No te parece difícil ignorar el hecho de que si verdaderamente quisiera solucionarlo, ahora estaría aquí?

Nola movió un poco el contenido de su vaso y pareció reflexionar sobre ello.

—¿Podría venir?

—¡Claro que sí! No es el presidente, ni está operando a corazón abierto, ni tiene que pilotar el transbordador espacial a través de la atmósfera para volver con todos sus ocupantes sanos y salvos. ¡Es sólo un cantante, por el amor de Dios! Y creo que él mismo debería darse cuenta.

—Entonces ¿cuándo vendrá?

Brooke se encogió de hombros y se puso a rascarle el cuello a
Walter
.

—Pasado mañana, pero no por mí, sino porque Nueva York casualmente está en su programa de viajes. Al parecer, la disolución de su matrimonio no es motivo suficiente para desviarse de su itinerario.

Nola dejó su vaso en la mesita y se volvió hacia Brooke.

—¿La disolución de tu matrimonio? ¿De veras es eso lo que está pasando?

La frase quedó flotando en el aire.

—No lo sé, Nola. Espero que no, de verdad. Pero no sé cómo vamos a hacer para superarlo.

Brooke intentó no prestar atención a la sensación de náuseas que le recorría el cuerpo. Por mucho que había hablado en los últimos dos o tres días de «tomarse un tiempo», de que necesitaba «un espacio propio» o de que era preciso «arreglar las cosas», nunca se había permitido considerar seriamente la posibilidad de que Julian y ella no fueran a superar la crisis.

—Oye, Nol, no sabes cuánto me fastidia hacer esto, pero voy a tener que echarte. Necesito dormir.

—¿Por qué? Estás en el paro. ¿Qué demonios tienes que hacer mañana por la mañana?

Brooke se echó a reír.

—Gracias por tu sensibilidad, pero te comunico que no estoy del todo en el paro. Todavía me quedan las veinte horas semanales en Huntley.

Nola se sirvió otros dos dedos de vodka, pero esta vez no se molestó en echarle el agua de las aceitunas.

—No tienes que ir hasta mañana por la tarde. ¿De verdad tienes que irte a dormir ahora mismo?

—No, pero necesito un par de horas para llorar en la ducha, hacer un esfuerzo para no buscar a la chica del Chateau Marmont en Google y después llorar hasta quedarme dormida cuando la busque a pesar de todo —respondió Brooke.

Lo dijo en tono de broma, claro, pero una vez dicho, sonó muy triste.

—Brooke…

—Es una broma. No soy de las que lloran en la ducha. Además, lo más probable es que me dé un baño.

—No pienso dejarte así.

—Entonces tendrás que dormir en el sofá, porque yo pienso meterme en la cama. Estoy bien, Nola, de verdad. Creo que me hace falta estar un tiempo sola. Mi madre ha sido increíblemente discreta, pero aun así hasta ahora no he tenido ni un solo segundo para mí misma. Aunque por otro lado, supongo que en el futuro tendré tiempo de sobra…

Le llevó otros diez minutos convencer a Nola para que se fuera, y cuando finalmente se marchó, Brooke no se sintió tan aliviada como esperaba. Se dio un baño, se puso el pijama de algodón más cómodo y el albornoz más viejo, y se sentó encima del edredón, después de llevarse el portátil a la cama. Al principio de su matrimonio, había acordado con Julian no tener nunca un televisor en el dormitorio y la prohibición se había ampliado para abarcar también los ordenadores; pero teniendo en cuenta que Julian estaba desaparecido en combate, le pareció casi apropiado descargar
27 Vestidos
o cualquier otra película para chicas y quedarse dormida. Por un momento pensó en ir a buscar un poco de helado, pero al final decidió que no quería parecerse tanto a Bridget Jones. La película resultó ser una distracción excelente, sobre todo gracias a su disciplina para mantenerse concentrada en la pantalla y no dejar vagar la mente; pero en cuanto terminó, cometió un error garrafal. O mejor dicho, dos.

Su primera decisión desastrosa fue escuchar los mensajes del buzón de voz. Le llevó unos veinte minutos escuchar los casi veinte mensajes que le habían dejado desde el día de los Grammy. El cambio entre el domingo, cuando sus amigos y familiares la llamaban para desearle buena suerte, y ese mismo día, cuando todos los mensajes parecían de condolencia, era asombroso. Muchos eran de Julian y todos incluían una versión más o menos desganada del «puedo explicártelo». Aunque todos tenían un adecuado tono de súplica, ninguno incluía un «te quiero». Había sendos mensajes de Randy, de su padre, de Michelle y de Cynthia, todos para ofrecerle su apoyo y darle ánimos; había cuatro de Nola, enviados en diversos momentos, para preguntar cómo iba todo y darle noticias de
Walter
, y uno de Heather, la consejera vocacional de Huntley con la que se había encontrado en la pastelería italiana. El resto eran de antiguos amigos, de (ex) compañeros de trabajo y de conocidos diversos, y todos sonaban como si hubiera muerto alguien. Aunque no había tenido ganas de llorar antes de escucharlos, cuando terminó tenía un nudo en la garganta.

Su segunda y posiblemente peor jugada de principiante fue mirar el Facebook. Estaba segura de que muchos de sus amigos habrían actualizado sus estados con emocionados comentarios sobre la actuación de Julian. Después de todo, no pasaba todos los días eso de que un viejo amigo del instituto o la universidad cantara en la gala de los Grammy. Lo que no había previsto, quizá por ingenuidad, fue el torrente de comentarios de apoyo que le habían dedicado. Su muro estaba inundado de mensajes de todo tipo, desde «Eres fuerte y lo superarás», escrito por la madre de una amiga, hasta «Esto es una demostración más de que todos los hombres son unos gilipollas. No se preocupe, señora Alter. Estamos con usted», escrito por Kaylie. En circunstancias menos humillantes habría sido maravilloso sentirse el objeto de tanto cariño y ánimos, pero en aquel momento le resultó muy doloroso. Todos esos mensajes eran la prueba incontrovertible de que sus miserias privadas se estaban aireando de una manera muy pública, y no sólo ante desconocidos. Por algún motivo que no sabía explicar, había sido más fácil para ella pensar que las fotos de su marido y la chica del Chateau Marmont estaban en manos de una masa de personas sin nombre ni rostro; pero en cuanto se dio cuenta de que también las habían visto su familia, sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos lejanos, la idea le pareció casi insoportable.

La doble dosis preventiva de Zolpidem que tomó aquella noche fue suficiente para dejarla atontada y con resaca al día siguiente, pero no lo bastante fuerte para sumirla en la inconsciencia profunda que deseaba desesperadamente. La mañana y el mediodía pasaron en una neblina, interrumpida únicamente por los ladridos de
Walter
y las constantes llamadas telefónicas, que ella ignoró. Si no le hubiera aterrorizado la idea de perder también el empleo de Huntley, habría llamado para decir que no se encontraba bien. Sin embargo, en lugar de eso, se obligó a ducharse, comió un sándwich de pan integral con mantequilla de cacahuete y se encaminó hacia el metro, con tiempo suficiente para llegar al Upper East Side a las tres y media. Llegó al colegió quince minutos antes de la hora y, tras pararse a admirar un momento la fachada cubierta de hiedra de la antigua mansión, notó un gran revuelo a la izquierda de la entrada.

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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