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Authors: Lauren Weisberger

Tags: #Chic-lit

La última noche en Los Ángeles (39 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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—Empieza a gastar el dinero ya mismo —le dijo Layla directamente al oído—. Es tanto tuyo como de él. ¡Qué demonios! Es probable que él no tuviera ni un céntimo si no fuera por ti, ¿a que no? Así que ya sabes: no hagas nada que pueda perjudicarte, sólo por darle a él en las narices.

—¿Dinero? —fue todo lo que Brooke consiguió decir.

—Brooke, cariño, eso precisamente es lo que más lamento de toda la situación con Patrick. Fui a cientos de partidos universitarios y profesionales; viajé hasta el último rincón de este país y me congelé en los estadios más cochambrosos. Aguanté todo eso, hasta que finalmente le cayó ese contrato de ochenta millones de dólares. Y cuando a él se le ocurrió engañarme con aquella… con aquella actriz porno, entonces me pareció que comprarme una casa decente con su dinero habría sido rebajarme. ¡Aprende de mis errores, corazón! Cómprate esa maldita casa. Te la has ganado.

Antes de que Brooke pudiera reaccionar, Julian y Kid Rock se habían acercado a ellas, y automáticamente, los cuatro se alinearon, saludaron y sonrieron a las cámaras.

Brooke ni siquiera pudo volver a dirigirle la palabra a Layla, porque Leo los empujó hacia la entrada del Staples Center. Brooke estaba a punto de felicitarse por haber sobrevivido a la alfombra roja, cuando una mujer con un vestido sin mangas de líneas sencillas pero lleno de lentejuelas y unos tacones de aspecto mortal le plantó un micrófono bajo la barbilla y prácticamente le gritó:

—Brooke Alter, ¿qué se siente cuando ves fotos de tu marido en brazos de otra, después de haberlo apoyado durante tantos años?

Se hizo un silencio en toda el área. En los dos segundos que le llevó a la mujer formular aquella pregunta, todos y cada uno de los artistas, empleados de la organización, periodistas, presentadores, cámaras y fans parecieron ponerse de acuerdo para quedarse mudos. Durante un instante, Brooke se preguntó si aquel silencio ensordecedor no sería el primer síntoma de que se iba a desmayar, pero de inmediato se dio cuenta de que no iba a tener tanta suerte. Vio docenas (¿o quizá cientos?) de cabezas que se volvían para mirarla, exactamente en el mismo instante en que sintió la mano de Julian apretando la suya con tanta fuerza, que pensó que varios huesos se le iban a romper con la presión. Tenía la extraña sensación de querer gritar y reír al mismo tiempo. Se preguntaba cómo reaccionarían todos, si simplemente sonreía y decía: «Me alegro de que lo preguntes, porque la sensación es deliciosa. Después de todo, ¿a qué mujer no le encantaría que vinieran a contarle que su marido supuestamente ha tenido un lío con otra y que todo el asunto se difundiera por televisión a todo el país, gracias a personas como tú? ¿Tienes alguna otra pregunta brillante, antes de que entremos? ¿No? Entonces, adiós. Ha sido un placer conocerte». A ese pensamiento le siguió una fantasía de tan solo un segundo, durante el cual se vio arrancándole a la mujer las lentejuelas con unas tijeras, para después aporrearla con sus propios tacones. Apenas podía respirar.

Sin embargo, como era de esperar, no gritó, ni vomitó, ni se echó a reír, ni atacó a nadie. Inhaló el aire por la nariz, hizo lo posible para comportarse como si no la estuviera mirando nadie y dijo con toda calma:

—Estoy muy orgullosa de mi marido por todo lo que ha conseguido y me emociona estar aquí esta noche para verlo actuar. ¡Le deseo mucha suerte!

Le apretó la mano a Julian, preguntándose de dónde habría sacado tanto aplomo, y volviéndose hacia él, le dijo:

—¿Vamos?

Julian le dio un beso y, con gesto galante, le ofreció el brazo, y antes de que nadie más pudiera materializarse delante de ellos, Julian, Leo y ella habían franqueado la puerta.

—¡Brooke, has estado brillante! —cacareó Leo triunfalmente, pegándole la palma de la mano aún sudorosa a la parte trasera del cuello.

—¡Sí, Rook! ¡Ha sido un discurso mediático de primera! —dijo Julian—. Has manejado a esa perra como una verdadera profesional.

Brooke le soltó el brazo a Julian. La manera en que la había felicitado le dio ganas de vomitar.

—Voy al lavabo.

—¡Espera, Brooke! Tenemos que ir directamente a nuestros asientos, para que Julian pueda ir entre bastidores a empezar la preparación del…

—¡Rook! ¿No podrías esperar sólo un…?

Brooke los dejó a los dos atrás sin pensárselo dos veces y se abrió paso entre la multitud de divinos, divinamente vestidos. Para tranquilizarse, se dijo que nadie la conocía y que, por muchas náuseas que sintiera, nadie la miraba ni hablaba de ella. Se dirigió en línea recta hacia el cartel de los lavabos, desesperada por esconderse unos minutos y serenarse. El lavabo de señoras era asombrosamente simple (no desentonaba con el Staples Center, pero no parecía apropiado para la gala de los Grammy), y Brooke se esforzó por no tocar nada, mientras cerraba la puerta de uno de los compartimentos. Una vez allí, se concentró en hacer inspiraciones profundas, mientras las otras mujeres que había en el baño charlaban.

Una de ellas no dejaba de repetir que había visto a Taylor Swift hablando con Kanye West a un lado de la alfombra roja, y decía que era incapaz de entender cómo la monísima Taylor podía dirigirle la palabra a Kanye («¡ese majadero!»). Su amiga intervino para preguntarle a quién creía que le sentaba mejor el vestido negro casi idéntico que llevaban Taylor y Miley (los votos estaban divididos), y las dos dijeron cuál les parecía el más sexy de los hombres presentes (una eligió a Jay-Z y la otra insistió en Josh Duhamel). Una de ellas se preguntó quién estaría cuidando a los hijos de Jennifer Hudson aquella noche y la otra quiso saber por qué habrían invitado a Kate Beckinsale a la gala, cuando ni ella ni su marido tenían nada que ver con la industria musical. Era exactamente el tipo de conversación que Brooke habría tenido con Nola si las dos hubieran estado en aquellos lavabos, por lo que la encontró extrañamente reconfortante. Pero eso fue hasta que las amigas pasaron al tema siguiente.

—¿Has visto ya las fotos de Julian Alter? —preguntó a su amiga la de voz más chillona.

—No. ¿De verdad son tan escandalosas?

—¡Ni te lo imaginas! La chica se le está frotando por todo el cuerpo. En una de las fotos, parece como si lo estuvieran haciendo por debajo de la falda de ella.

—¿Quién es la chica? ¿Se sabe ya?

—Nadie, una desconocida, una chica cualquiera que fue al Chateau a divertirse.

Por enésima vez aquella noche, a Brooke se le cortó la respiración. En los lavabos había mucho movimiento: mujeres que entraban y salían, que se lavaban las manos, se corregían imaginarios defectos del peinado o se aplicaban un poco más de pintalabios aunque no lo necesitaran. Pero ella sólo tenía oídos para aquellas dos voces. No era bueno para ella, pero la curiosidad era más fuerte que su voluntad. Tras comprobar que la puerta del compartimento estaba bien cerrada con el pestillo, alineó los ojos con la ranura del lado de las bisagras para espiar el exterior. Junto a la línea de los lavabos, había dos mujeres, las dos de unos veinticinco o treinta años, probablemente actrices o cantantes en ascenso, aunque Brooke no reconoció a ninguna de las dos.

—¿En qué estaría pensando para hacerlo en el Chateau? Si iba a engañar a su mujer, al menos podría haber sido más discreto.

La otra soltó una risita burlona.

—¡Oh, como si importara mucho dónde lo hacen! Al final, siempre los descubren. ¡Mira lo que le pasó a Tiger! Los hombres son así de estúpidos.

El comentario hizo que su amiga se riera.

—Julian Alter no es Tiger Woods y su mujer está muy lejos de ser una supermodelo sueca.

Brooke sabía muy bien que no era ninguna supermodelo sueca, pero no necesitaba que se lo dijeran. Deseaba desesperadamente salir de aquellos lavabos, pero le disgustaba tanto la idea de volver con Julian y Leo, como la de quedarse en el baño escuchando conversaciones ajenas. Una de las mujeres sacó un cigarrillo.

—¿Crees que ella va a dejarlo? —preguntó a Voz Chillona su amiga, la del moderno flequillo supercorto.

Se oyó un resoplido.

—No creo que vaya a irse a ningún sitio, a menos que él quiera.

—Es maestra de escuela o algo así, ¿no?

—Enfermera, creo.

—¿Te lo imaginas? Eres una chica normalita y, de la noche a la mañana, tu marido se convierte en superestrella.

Voz Chillona soltó una carcajada particularmente estruendosa.

—No creo que Martin corra peligro de convertirse en «supernada». Supongo que tendré que esforzarme yo sola, si quiero llegar a algún sitio.

Flequillo exhaló un último aro de humo y apagó la colilla en el lavabo.

—Están en un callejón sin salida —anunció, con la seguridad de quien lo ha visto todo, ha estado en todas partes y conoce a todo el mundo—. Ella es tímida y buena chica, y él es un dios. Los dioses no se mezclan con enfermeras.

«¡Nutricionista! —habría querido gritar Brooke—. ¡Al menos no digáis lo que no es, mientras diseccionáis mi matrimonio y me hacéis pedazos!»

Las dos se introdujeron sendos chicles entre los labios recién pintados, cerraron los bolsos y se marcharon sin decir nada más. El alivio de Brooke era palpable, tanto que cuando finalmente salió del compartimento, ni siquiera vio a la mujer que estaba apoyada en el extremo más alejado de la línea de los lavabos, tecleando en un teléfono móvil.

—Perdona por inmiscuirme, pero ¿no eres Brooke Alter?

Brooke hizo una brusca inspiración al oír su nombre. En aquel momento, habría preferido un pelotón de fusilamiento antes que otra conversación.

La mujer giró la cara hacia ella, le tendió la mano y Brooke la reconoció de inmediato como una prestigiosa actriz de cine y televisión, enormemente famosa. Intentó disimular que lo sabía todo acerca de ella: desde los personajes que había interpretado en un sinfín de comedias románticas a lo largo de los años, hasta lo mucho que había padecido cuando su marido la había abandonado por una tenista profesional prácticamente menor de edad, estando ella embarazada de seis meses. Pero era inútil fingir que no había reconocido a Carter Price. ¿Acaso era posible que alguien no reconociera a Jennifer Aniston o a Reese Witherspoon? ¡Por favor!

—Sí, soy Brooke —respondió, con una voz tan suave y contenida que hasta a ella misma le pareció triste.

—Yo soy Carter Price… Oh… No me había dado cuenta… Lo siento mucho…

Inmediatamente, Brooke se llevó las manos a la cara. Carter la estaba mirando con tanta compasión, que pensó que debía de estar espantosa.

—Has oído todo lo que han dicho esas dos vacas, ¿verdad?

—Bueno… En realidad…

—¡No puedes escuchar a esa gente, a nadie que sea como ellas! Son mezquinas, tontas, ridículas… Creen que lo saben todo, que son capaces de imaginar lo que es tener los entresijos de tu matrimonio a la vista del público, pero no tienen ni idea. No entienden nada.

No era lo que Brooke esperaba, pero la reconfortó oírlo.

—Gracias —dijo, alargando la mano para aceptar el pañuelo de papel que le tendía Carter.

Se dijo que no debía olvidar contarle a Nola que Carter Price le había dado un pañuelo de papel, pero en seguida se sintió estúpida por pensarlo.

—Mira, tú y yo no nos conocemos —dijo Carter, gesticulando en el aire con sus dedos largos y gráciles—, pero me habría gustado que alguien me hubiera dicho en su momento que las cosas poco a poco mejoran. Todas las historias, por muy escandalosas o tristes que sean, al final pasan. Los buitres siempre necesitan miserias frescas para alimentarse; por eso, si conservas la calma y te niegas a hacer comentarios, verás que todo poco a poco irá mejorando.

Brooke estaba tan deslumbrada por el hecho de tener a Carter Price delante, hablando implícitamente de su relación con su ex (quizá el actor más fascinante, talentoso y respetado de su generación), que se olvidó de hablar.

Debió de estar callada más tiempo del que le pareció, porque Carter se volvió otra vez hacia el espejo, con la barra correctora en una mano.

—Vaya, ya veo que no era asunto mío, ¿verdad? —dijo, mientras se aplicaba la barra sobre una imaginaria bolsa bajo el ojo izquierdo.

—¡No! Todo lo que me has dicho ha sido tan, pero tan útil… Y te lo agradezco tanto, tanto… —dijo Brooke, consciente de que estaba hablando como una adolescente analfabeta.

—Toma —dijo Carter, pasándole una copa llena de champán—. Tú la necesitas más que yo.

En cualquier otra circunstancia, Brooke habría rechazado cortésmente el ofrecimiento, pero esa vez aceptó la copa de manos de Carter, la fabulosa estrella de cine, y se bebió todo el champán de un trago. Habría dado cualquier cosa por otra copa más.

Carter la miró con expresión aprobadora y asintió.

—Es como si hubieran invitado a todo el mundo a tu casa y todos tuvieran algo que decir al respecto.

¡Era tan simpática! ¡Y tan normal! Brooke se sintió culpable por todas las veces que le había dicho a Nola si no habría sido el mal genio de Carter o su chapucera operación de aumento de mamas lo que había empujado a su ex a los brazos de aquella tenista. Nunca más volvería a opinar acerca de alguien que no conocía.

—Sí, eso mismo —dijo Brooke, mientras golpeaba el lavabo con una mano, para mayor énfasis—. Y lo peor de todo es que creen que es cierto. Suponer automáticamente que toda la basura publicada en esas revistas es verdad… es ridículo.

Al oír esa última frase, Carter dejó de asentir y ladeó la cabeza, desconcertada. Un segundo después, su expresión reflejó que entendía lo que le pasaba a Brooke.

—¡Ah! No me había dado cuenta.

—¿De qué?

—De que crees que tu marido no ha hecho nada. Cariño, esas fotos… —Dejó la frase en suspenso—. Mira, ya sé que duele mucho (yo misma he pasado antes por todo eso), pero negarlo no te servirá de nada.

Fue como si Carter Price le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

—Ni siquiera he visto las fotos todavía, pero sé que mi marido y yo…

La puerta del baño se abrió de pronto y apareció una mujer joven, con un elegante traje sastre, unos auriculares Bluetooth y una tarjeta con su nombre colgada del cuello.

—¿Carter? Necesitamos que vaya a sentarse, por favor. —Se volvió hacia Brooke—. ¿Es usted Brooke Alter?

Brooke se limitó a asentir, mientras rezaba por dentro para que aquella mujer no hiciera también su comentario acerca de Julian. No habría podido soportar otra opinión más.

—El representante del señor Alter me ha pedido que le diga que ahora tiene que acompañarlo al
backstage
, pero que usted puede ir directamente a su asiento y que ya enviará a alguien a buscarla cuando falte poco para la actuación.

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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