Y después: el hachazo, la joya del reportaje de
Last Night
. En el lado derecho, había una foto a toda página, que muy bien podría haber sido del tamaño de una valla publicitaria. El sello de la hora marcaba las 06:18 y se veía a la chica, con el mismo vestido azul sin gracia de unas horas antes, saliendo de un bungalow junto a la piscina. Tenía el pelo hecho un desastre y cumplía con todos los tópicos de la «mañana siguiente». Llevaba el bolso apretado contra el pecho, como protegiéndose de la sorpresa de los flashes, y tenía los ojos muy abiertos de asombro. Pero había algo más en su mirada. ¿Orgullo? ¿Satisfacción por la hazaña? Fuera lo que fuese, era evidente que no era vergüenza.
Brooke no podía dejar de examinar cada foto con la atención de un científico que estudiara un espécimen, en busca de pistas, signos y patrones. Tardó varios minutos agónicos en comprender qué era lo que más le molestaba, pero después de estudiar atentamente la última foto, lo descubrió. La chica no era una actriz famosa, ni una supermodelo, ni una estrella de la música pop, o al menos Brooke no la conocía. Parecía una persona normal. Tenía el pelo liso, castaño rojizo, y lo llevaba quizá demasiado largo. El vestido azul era común y corriente, y tampoco llamaba la atención por la figura. Era como cualquier chica, y a Brooke casi se le cortó el aliento cuando se dio cuenta de que incluso era bastante parecida a ella. Se le parecía en todo, desde los dos o tres kilitos de más, hasta el maquillaje de ojos aplicado con mano inexperta, pasando por las sandalias, que por tener los tacones demasiado gruesos y las tiras un poco gastadas, no eran las más adecuadas para salir por la noche. La chica con la que Julian había tenido una aventura en el Chateau habría podido ser su hermana gemela. Y lo peor de todo era que Brooke estaba convencida de que cualquiera la habría considerado a ella la más atractiva de las dos.
Todo era muy raro. Si su marido iba a engañarla con una desconocida que había encontrado en un hotel de Hollywood, ¿no podía al menos tener la decencia de elegir a una mujer despampanante? ¿O al menos a una con pinta de zorra vistosa? ¿Dónde estaban los pechos inflados con silicona y los pantalones superceñidos? «¿Cómo habrá hecho la pobre para entrar en el Chateau?», se preguntó Brooke. Quizá un músico famoso no siempre podía aspirar al nivel de una modelo como Giselle, pero ¿no podía al menos encontrar una chica que fuera un poco más guapa que su propia esposa? Brooke arrojó a un lado la revista, disgustada. Era más fácil concentrarse en lo absurdo de que su marido la engañara con una mujer menos atractiva que ella, que reconocer el hecho de que la había engañado.
—¿Estás bien?
La voz de su madre la sorprendió. La señora Greene estaba apoyada en la puerta, con la misma expresión apenada de antes.
—Tenías razón —dijo Brooke—. No me habría gustado verlas mañana, en el tren de vuelta a casa.
—Lo siento mucho, cariño. Ya sé que ahora debe de parecerte imposible, pero creo que tienes que escuchar a Julian.
Brooke resopló.
—¿Para que me diga, por ejemplo: «Cariño, técnicamente habría podido volver a casa y pasar la noche contigo, pero en lugar de eso me quedé en Los Ángeles y me acosté con una chica que parece tu hermana gemela, sólo que un poco más fea. Ah, y además dejé que me hicieran unas fotos»?
Brooke notaba la cólera y el sarcasmo en su propia voz, y se sorprendió de no tener ganas de llorar.
La señora Greene suspiró y se sentó a su lado en la cama.
—No lo sé, cielito. Seguramente tendrá que decirte algo bastante mejor que eso. Pero hay una cosa que debe quedar muy clara: esa zorrita no es ninguna gemela tuya. Es sólo una muchachita patética que se arrojó a los brazos de tu marido. Tú la superas en todos los aspectos imaginables.
De pronto, la melodía de
Por lo perdido
, el single de Julian, sonó en la otra habitación. La madre de Brooke miró a su hija con expresión inquisitiva.
—Es el tono de mi móvil —le explicó Brooke mientras se levantaba—. Lo descargué hace unas semanas. Ahora puedo pasarme la noche tratando de quitarlo.
Localizó su teléfono en el cuarto de invitados y vio que era Julian. Habría querido no contestar, pero no pudo.
—Hola —dijo, sentándose en la cama.
—¡Brooke! ¡Dios mío, estaba muerto de miedo! ¿Por qué no contestabas a mis llamadas? Ni siquiera sabía si habías llegado a casa o no.
—No estoy en casa. Estoy en casa de mi madre.
Brooke creyó oír una maldición entre dientes, pero en seguida Julian dijo:
—¿En casa de tu madre? ¿No habías dicho que te ibas a casa?
—Sí, eso pensaba hacer, hasta que Nola me informó de que nuestro apartamento estaba asediado por los periodistas.
—¿Brooke? —Se oyó al fondo un claxon—. ¡Mierda! ¡Casi nos dan por atrás! ¿Qué coño le pasa al tipo de ese coche?
Y después, dirigiéndose a ella:
—¿Brooke? Lo siento, he estado a punto de tener un accidente.
Ella no dijo nada.
—Brooke…
—¿Sí?
Hubo una pausa, antes de que él dijera:
—Por favor, déjame explicártelo.
Hubo otro momento de silencio. Ella sabía que Julian estaba esperando a que ella dijera algo sobre las fotos, pero no pensaba complacerlo. Por otro lado, aquello también le resultaba preocupante, a su manera. Era triste jugar a esos jueguecillos adolescentes de no mostrar los sentimientos con su propio marido.
—Brooke, yo… —Se interrumpió y tosió—. Ni siquiera puedo imaginar lo difícil que debe de haber sido para ti ver esas fotos, lo terriblemente… horrible que debe de haber sido…
Brooke sujetaba el teléfono con tanta fuerza que por un momento pensó que iba a romperlo, pero no fue capaz de decir nada. De repente se le cerró la garganta y empezaron a fluirle las lágrimas.
—Y cuando todos esos buitres de la prensa hicieron todas esas preguntas, anoche, en la alfombra roja… —Julian volvió a toser y Brooke se preguntó si le costaría hablar o si simplemente estaría acatarrado—. Para mí fue espantoso e imagino que para ti debió de ser un infierno, y…
Se interrumpió, claramente a la espera de que ella dijera algo, para rescatarlo de sí mismo, pero Brooke no podía articular ni una sola palabra a través de sus silenciosas lágrimas.
Estuvieron así un minuto entero, o quizá dos, y finalmente él dijo:
—Nena, ¿estás llorando? Lo siento mucho, Rook, no sabes cuánto lo siento.
—He visto las fotos —susurró ella y después guardó silencio.
Sabía que tenía que preguntar, pero una parte de ella seguía pensando que era mejor no saber nada.
—Brooke, cariño, parecen mucho peores de lo que pasó en realidad.
—¿Pasaste la noche con esa mujer? —preguntó ella.
Sentía como si tuviera la boca llena de lana.
—No fue así.
Hubo otra pausa. El silencio en el teléfono casi podía cortarse. Brooke esperó y rezó para que él dijera que todo había sido una gran equivocación, una trampa que le habían tendido, una manipulación de la prensa. Pero en lugar de eso, no dijo nada.
—Bueno, muy bien entonces —se oyó decir finalmente—. Eso lo explica todo.
Sus últimas palabras quedaron sofocadas por las lágrimas.
—¡No, Brooke! Te juro que no me acosté con esa mujer. Te lo juro.
—Salió de tu habitación a las seis de la mañana.
—Te estoy diciendo que no me acosté con ella.
Parecía destrozado y el tono de su voz era suplicante.
Finalmente, ella comprendió.
—Entonces, no te acostaste con ella, pero pasó alguna otra cosa, ¿verdad?
—Brooke…
—Julian, necesito saber qué pasó.
Habría querido vomitar por el horror de estar manteniendo aquella conversación con su marido y por la bajeza de estar averiguando hasta dónde había llegado.
—Hubo eso de quitarse la ropa, pero después nos quedamos dormidos. No pasó nada, Brooke, te lo juro.
«¿Eso de quitarse la ropa?» ¡Qué forma tan rara de decirlo! ¡Qué manera tan fría y distante de decirlo! Sintió que la bilis le subía por la garganta al imaginar a Julian tendido desnudo en la cama con otra.
—¿Brooke? ¿Sigues ahí?
Sabía que él estaba hablando, pero no oía lo que le estaba diciendo. Se apartó el teléfono de la oreja y miró la pantalla. Lo que vio fue una foto de Julian, con la cara apretada contra la de
Walter
.
Estuvo unos diez segundos más sentada en la cama, o quizá veinte, mirando la foto de Julian y escuchando la marea lejana de su voz en el teléfono. Hizo una inspiración profunda, se llevó el panel del micrófono a los labios y dijo.
—Julian, voy a colgar. No me llames más, por favor. Quiero estar tranquila.
Antes de arrepentirse, apagó el teléfono, le quitó la batería y guardó ambas cosas por separado en el cajón de la mesilla. No habría más conversaciones aquella noche.
No soy de las que lloran en la ducha
—¿Estás segura de que no quieres que entremos, ni siquiera unos minutos? —preguntó Michelle, contemplando la fila de todoterrenos con cristales tintados aparcados delante del portal de Brooke.
—Completamente —respondió Brooke, intentando que su respuesta pareciera definitiva.
El trayecto de dos horas en coche desde la casa de su madre hasta Nueva York, con su hermano y Michelle, le había dado tiempo más que suficiente para ponerlos al corriente de la situación de Julian, y justo cuando estaban llegando a Manhattan, empezaron a hacer el tipo de preguntas sobre su marido que ella no estaba preparada para responder.
—¿Quieres que te ayudemos a llegar al portal? —preguntó Randy—. Siempre he deseado darle un puñetazo a uno de esos paparazzi.
Ella rechinó los dientes y sonrió.
—Gracias a los dos, pero creo que puedo arreglármelas yo sola. Probablemente están aquí desde la gala de los Grammy y todavía se quedarán unos cuantos días más.
Randy y Michelle intercambiaron una mirada de escepticismo, de modo que Brooke insistió.
—Lo digo en serio. Os quedan otras tres horas de viaje, como mínimo, y se está haciendo tarde, así que lo mejor será que salgáis ahora mismo. Yo iré andando por la acera, haré como que no los veo cuando salgan de los coches y mantendré la cabeza alta. Ni siquiera les diré «sin comentarios».
Randy y Michelle estaban invitados a una boda en Berkshire y habían planeado llegar un par de días antes, en su primera salida sin la niña. Brooke volvió a echar un vistazo furtivo al vientre impresionantemente plano de Michelle y meneó la cabeza, asombrada. Era prácticamente un milagro, sobre todo porque el embarazo había convertido su figura antes esbelta en una masa compacta y achaparrada, sin la menor delineación entre el pecho y la cintura o entre la cintura y los muslos. Brooke había pensado que pasarían años antes de que Michelle recuperara la figura, pero sólo cuatro meses después del nacimiento de Ella, estaba mejor que nunca.
—Bueno, de acuerdo —dijo Randy, arqueando las cejas.
Después le preguntó a Michelle si quería entrar en casa de Brooke para ir al lavabo.
A Brooke no le sentó bien la idea. Se moría por quedarse sola unos minutos, antes de que llegara Nola y empezara la segunda ronda de interrogatorios.
—No, no hace falta —respondió Michelle, y Brooke suspiró aliviada—. Si el tráfico va a estar difícil, lo mejor será que vayamos saliendo. ¿Estás segura de que estarás bien?
Brooke sonrió y se inclinó sobre al asiento delantero para darle un abrazo a Michelle.
—Te prometo que estaré más que bien. Vosotros concentraos en dormir mucho y beber todo lo que podáis, ¿de acuerdo?
—No te extrañes si pasamos toda la boda durmiendo —masculló Randy, asomándose por la ventanilla para recibir el beso de Brooke.
Hubo un cercano estallido de flashes. El hombre que los estaba fotografiando desde la otra acera obviamente los había descubierto antes que los demás, a pesar de que Randy había aparcado a una manzana de distancia del portal de Brooke. Vestía sudadera azul con capucha y pantalones de explorador, y no parecía dispuesto a hacer el menor esfuerzo para disimular sus intenciones.
—¡Éste sí que está a la que salta! No ha desperdiciado ni un segundo —dijo su hermano, asomándose por la ventana para verlo mejor.
—A éste ya lo había visto antes. Ya verás que en menos de cuatro horas aparecen fotos de nuestro beso en Internet, con leyendas como:
«Esposa despechada no pierde el tiempo y se arroja en brazos de un nuevo amante» —dijo ella.
—¿Dirán que soy tu hermano?
—¡Claro que no! Tampoco dirán que tu mujer iba sentada a tu lado en el coche. Aunque pensándolo bien, quizá cuenten que nos montamos un trío.
Randy sonrió con tristeza.
—Qué mal, Brooke. Lo siento. Siento mucho todo esto.
Brooke le apretó el brazo.
—¡Deja de preocuparte por mí y disfruta del viaje!
—Llama si necesitas algo, ¿de acuerdo?
—Lo haré —replicó ella, fingiendo más despreocupación de lo que habría creído posible—. ¡Conduce con cuidado!
Se quedó allí de pie, saludando, hasta que doblaron la esquina, y después se dirigió en línea recta hacia su portal. No había andado treinta metros, cuando los otros fotógrafos (probablemente alertados por los flashes anteriores) parecieron salir volando de los distintos todoterrenos y se congregaron en un grupo ruidoso y agitado a las puertas de su finca.
—¡Brooke! ¿Por qué no vas a las fiestas posgala con Julian?
—¡Brooke! ¿Has echado a Julian de casa?
—¿Sabías ya que tu marido estaba teniendo una aventura?
—¿Por qué tu marido aún no ha vuelto a casa?
«Buena pregunta —pensó Brooke—. Ahora somos dos los que nos preguntamos exactamente lo mismo». Los fotógrafos gritaban y le ponían las cámaras delante de la cara, pero ella procuró no establecer contacto visual con ninguno de ellos. Fingiendo una serenidad que no sentía, abrió primero la puerta de calle, la cerró, y a continuación abrió con la llave la puerta del vestíbulo. Los destellos de los flashes continuaron, hasta que las puertas del ascensor se cerraron tras ella.
En el apartamento había un silencio sepulcral. Tenía que reconocer, siendo sincera consigo misma, que se había permitido esperar contra toda esperanza que Julian lo dejara todo y volviera a casa en el primer avión, para hablar con ella. Sabía que su agenda estaba completamente ocupada por compromisos inaplazables (al estar ella en la lista de las personas con derecho a «copias carbónicas», recibía todas las mañanas por correo electrónico la agenda diaria de Julian, su información de contacto y sus planes de viaje), y sabía perfectamente que no podía cancelar ninguna de las oportunidades que se le habían presentado en la prensa después de los Grammy sólo para volver a casa un par de días antes. Pero eso no impedía que Brooke deseara desesperadamente que lo hiciera. Estaba previsto que Julian aterrizase en el JFK dos días después, el jueves por la mañana, para realizar otra ruta por los medios de comunicación y los programas de entrevistas neoyorquinos, y ella intentaba no pensar en ello hasta que sucediera.