—Gracias —dijo ella.
Se sintió aliviada por no tener que ver a Leo ni a Julian, pero nerviosa ante la perspectiva de entrar sola en la parte del auditorio. Pero no debió preocuparse.
—Las acompañaré a las dos, si están listas.
Carter le envió a Brooke una mirada rápida y una sonrisa enorme.
—Estamos listas —dijo, enlazando con su brazo el de Brooke—. ¿O no?
Era increíble. En un simple minuto, una de las actrices más famosas del mundo había declarado su convencimiento de que su marido la estaba engañando y después la había cogido por un brazo para abrirse paso con ella entre la multitud, como si fueran amigas desde hacía veinte años. La cara de Brooke debía de revelar su confusión, sus náuseas y su incomodidad general. Cuando la mujer de la organización le señaló su asiento, en la cuarta fila, Carter se inclinó y le susurró:
—Ha sido un placer conocerte. Sobrevivirás a esto, te lo prometo. Si yo he podido, todos pueden. En cuanto a esta gala, recuerda que debes sonreír, sonreír y sonreír. Esas cámaras te estarán apuntando toda la noche, esperando a que te desmorones, así que no les des el gusto, ¿de acuerdo?
Brooke asintió, deseando más que nunca que hubiera un botón mágico que pudiera apretar para aparecer de pronto junto a Nola y
Walter
, vestida con sus pantalones de chándal favoritos. Pero en lugar de eso, se sentó y sonrió.
Sonrió como una maníaca durante el monólogo de apertura de Jimmy Kimmel, la actuación de Carrie Underwood, la interpretación a dúo de Justin Timberlake y Beyoncé cantando y bailando, la proyección del montaje de vídeo y el estrafalario número de Katy Perry. Los músculos de las mejillas empezaban a dolerle, cuando la chica que estaba sentada a su lado (una de las Kardashian —pensó—, aunque era incapaz de distinguir entre las tres y no sabía muy bien por qué eran famosas) se inclinó hacia ella y le dijo:
—Por si te interesa saberlo, estás preciosa. No dejes que esas fotos te arruinen la noche.
Ya le había parecido imposible soportarlo cuando no eran más que ella y Julian en una habitación de hotel, pero aquello ya era superior a sus fuerzas.
Oyó que el maestro de ceremonias anunciaba el paso a la publicidad y, antes de que pudiera responder al comentario de su vecina de asiento, Leo se materializó en el extremo de su fila de butacas, agachado para no tapar la vista a nadie, y le hizo señas para que lo siguiera. «Cuando me alegro de ver a este tipo, es que las cosas van realmente mal», pensó. Sonriendo, sonriendo y sonriendo todo el tiempo, pese a la creciente sensación de mareo, Brooke no le hizo caso a la posible Kardashian y se fue disculpando cortésmente mientras pasaba por encima de las piernas de la gente (¿sería Seal ese sobre el que estuvo a punto de caer sentada?) y seguía a Leo al
backstage
.
—¿Cómo está Julian?
Hubiera deseado no preocuparse, pero conociendo a Julian y su miedo escénico, no podía evitar sentir cierta inquietud por él. Al instante, pese a todo lo sucedido, se retrotrajo a la infinidad de veces que le había sujetado la mano y le había masajeado la espalda, mientras le aseguraba que iba a estar genial.
—Solamente ha vomitado unas diecisiete veces, así que supongo que estará listo para salir.
Brooke fulminó a Leo con la mirada, pero él le estaba contemplando el trasero a una chica jovencísima, mientras la acompañaba a ella a la zona de invitados, a la izquierda del escenario.
—¿En serio?
—Está bien. Un poco nervioso, pero bien. Está noche lo va a romper todo.
Brooke vio fugazmente a Julian junto a un asistente de producción, que estaba escuchando atentamente por unos auriculares. El hombre asintió y le dio a Julian un empujoncito en los hombros, para que él y los miembros de su banda ocuparan sus puestos, con sus respectivos instrumentos. Todavía estaban detrás del telón y Brooke oía la voz de Jimmy Kimmel bromeando con el público y procurando mantener su interés durante la pausa de la publicidad. Cuando el monitor en el área de invitados empezó a mostrar la cuenta atrás, a partir de veinte segundos, la mano con que Julian sujetaba el micrófono empezó a temblar visiblemente.
Justo cuando Brooke pensó que ya no podía soportarlo más, Jimmy Kimmel anunció el nombre de Julian y el telón se levantó alrededor del escenario, dejando a la vista una multitud tan enorme y ruidosa que Brooke se preguntó si Julian sería capaz de hacerse oír. Pero entonces el batería empezó con un suave tap-tap-tap, el guitarrista tocó un par de acordes melancólicos y Julian se apretó el micrófono contra los labios y empezó a interpretar la canción que lo había hecho famoso. El sonido de su voz de barítono reverberó por todo el auditorio y casi de inmediato hizo que el público guardara silencio. Para Brooke, oírlo fue como una descarga eléctrica.
Volvió mentalmente a la primera vez que lo había oído cantar
Por lo perdido
, aquella loca noche de martes en el Nick's. Ya había interpretado algunas de las versiones de temas ajenos que más le gustaban a Brooke, así como un par de temas propios, pero cuando tocó por primera vez aquella canción, que entonces acababa de componer, Brooke sintió escalofríos. Desde aquel momento, había visto infinidad de actuaciones suyas, pero nada habría podido prepararla para ver a su marido cantar con toda el alma y el corazón para millones de personas.
Al cabo de un tiempo que le parecieron segundos, el público estalló en una ovación ensordecedora y casi frenética. Julian saludó e hizo gestos de agradecimiento a los integrantes de su banda, y al minuto siguiente, ya estaba fuera del escenario, con el micrófono aún apretado entre las manos. Brooke vio que estaba exultante y temblando de emoción, con el orgullo propio de un hombre que ha arrancado aplausos a un auditorio lleno hasta los topes de sus colegas e ídolos. Le brillaban los ojos y se adelantó para dar un abrazo a Brooke.
Ella, sin embargo, lo rehuyó, y él la miró con la expresión de quien acaba de recibir una bofetada.
—Ven conmigo —dijo, cogiéndola de la mano.
Detrás del escenario, la gente zumbaba a su alrededor como un enjambre de abejas, para felicitarlo y expresarle su admiración; pero Julian apretó la mano de Brooke y la llevó a su camerino. Cerró la puerta y la miró con una amplia sonrisa.
Brooke lo miró directamente a los ojos.
—Tenemos que hablar de esas fotos. No es buen momento, lo sé, pero no puedo aguantar más la incertidumbre. Si supieras las cosas que dice la gente… las cosas que me han estado diciendo…
—Chis —dijo él, apoyándole un dedo sobre los labios—. Hablaremos de todo eso y lo solucionaremos, pero ahora disfrutemos de este momento. ¡Descorchemos una botella de champán! Leo ha dicho que nos ha metido en la lista de invitados a la fiesta que organiza Usher en la Geisha House, después de la gala, ¡y te aseguro que va a ser increíble!
Un millón de imágenes desfilaron una tras otra por la mente de Brooke y todas incluían periodistas, flashes y un corro de mujeres engañadas que le ofrecían consejos, sin que ella se los pidiera, sobre la mejor manera de superar el dolor y la humillación. Antes de que pudiera decirle a Julian que necesitaba saber la verdad en ese mismo instante, alguien llamó a la puerta.
Ninguno de los dos dijo que se podía pasar, pero Leo entró de todos modos. Samara iba tras él y los dos miraron a Brooke.
—Hola, Brooke. ¿Qué tal estás? —preguntó Samara, sin el menor rastro de interés en la voz.
Brooke fingió una sonrisa.
—Escuchad, chicos, la CBS quiere una entrevista después de la actuación.
—Samara… —empezó Julian, pero Leo lo interrumpió.
—Una entrevista a los dos —dijo, como si les estuviera comunicando la fecha de su ejecución.
—¡Oh, por favor, tíos! ¡Vamos!
—Ya lo sé, Julian, y créeme que lo siento, pero tengo que insistir en que salgas ahí fuera. Brooke puede decidir si quiere acompañarte o no. —Samara hizo una pausa—. Pero quiero que quede claro que todos en Sony apreciarían muchísimo que saliera a hablar. Obviamente, esas fotos han despertado mucho interés. Tenéis que salir y mostrarle al mundo que todo va bien.
Todos guardaron silencio un momento, hasta que Brooke se dio cuenta de que la estaban mirando a ella.
—¿Qué es esto? ¿Una broma? Julian, díselo…
Julian no respondió. Cuando Brooke reunió valor para mirarlo, él tenía la vista fija en sus propias manos.
—No iré —dijo Brooke.
—¿Cinco minutos más de solidaridad? Iremos ahí fuera, sonreiremos, diremos que todo va bien y después podremos hacer lo que queramos.
Leo y Samara hicieron gestos de asentimiento ante la sabiduría y el sentido común de Julian.
Brooke notó que llevaba el vestido terriblemente arrugado. La cabeza le estallaba de dolor. Se puso en pie, pero no lloró.
—Brooke, ven aquí, hablemos de esto —dijo Julian, con su voz de «manejar a la loca de mi mujer».
Ella pasó al lado de Samara y quedó cara a cara con Leo delante de la puerta del camerino.
—¿Me permites? —dijo.
Al ver que él no se apartaba, se escurrió entre su cuerpo y la pared para abrir la puerta. Por última vez a lo largo de aquel día, sintió la mano sudorosa de Leo apoyada en su piel.
—Brooke, espera un minuto. —Su irritación era evidente—. No puedes irte así. Hay diez mil reporteros con sus cámaras fuera del centro. Te comerán viva.
Brooke se volvió y miró a Leo, conteniendo la respiración cuando sus caras estuvieron demasiado cerca.
—Considerando cómo están las cosas aquí, creo que me arriesgaré. Ahora quítame del cuello esa mano asquerosa y déjame pasar.
Y sin decir nada más, se marchó.
Eso de quitarse la ropa
Nola había pedido que el coche la esperara en un cruce específico detrás del Staples Center, y por algún milagro (o quizá porque la gente no suele marcharse a mitad de la gala), Brooke consiguió salir por la parte de atrás y meterse en el coche sin que la vieran los paparazzi. Encontró su maleta abierta en el asiento trasero,
con
todas sus cosas pulcramente dobladas, gracias a la amabilidad de una empleada del Beverly Wilshire. El conductor le anunció que saldría un momento del vehículo, para que pudiera cambiarse y ponerse ropa de calle con la necesaria intimidad.
Rápidamente, Brooke llamó a Nola.
—¿Cómo has hecho todo esto? —preguntó, sin siquiera saludarla—. ¿Sabes que tienes un gran futuro como asistente?
Era más fácil bromear que tratar de explicarle cómo había sido realmente la velada.
—Oye, no creas que vas a salvarte. Quiero que me lo cuentes todo, pero ha habido un cambio de planes.
—¿Un cambio de planes? ¡Por favor, no me digas que tengo que quedarme esta noche en Los Ángeles!
—No tienes que quedarte, pero tampoco puedes venir. Tengo la casa rodeada de paparazzi. Debe de haber unos ocho, o quizá diez. Ya he desconectado el teléfono fijo. Si así están las cosas en mi casa, no quiero ni imaginar cómo debe de estar la tuya. No creo que te apetezca meterte en el lío que hay aquí.
—Nola, no sabes cuánto lo siento…
—¡Por favor! Esto es, con diferencia, lo más emocionante que me ha pasado en la vida, así que cállate, por favor. Te he reservado una plaza en el vuelo directo de US Airways a Filadelfia y he llamado a tu madre para decírselo. Sales a las diez de la noche y llegas poco antes de las seis de la mañana. Tu madre irá a buscarte al aeropuerto. ¿Te parece bien?
—Me parece perfecto. No tengo palabras para agradecértelo.
El conductor aún estaba fuera del coche, hablando por el móvil, y Brooke quería empezar a moverse antes de que alguien la descubriera.
—Recuerda ponerte calcetines bonitos, para cuando te quites los zapatos en los controles del aeropuerto, porque te aseguro que habrá alguien haciendo fotos. Sonríe todo lo que puedas y ve a la sala de espera de primera clase. Probablemente no estarán allí.
—Muy bien.
—Ah, y deja todas las prendas prestadas en el asiento trasero del coche. El conductor las llevará al hotel y ellos se encargarán de devolvérselas a la estilista.
—No sé cómo darte las gracias.
—No hace falta, Brooke. Tú harías exactamente lo mismo por mí si mi marido se convirtiera en megaestrella de la noche a la mañana y me persiguieran los paparazzi; aunque claro, para que eso sucediera, tendría que casarme, lo cual es sumamente improbable, y mi hipotético marido tendría que tener un mínimo de talento, lo cual es aún menos probable…
—Estoy demasiado cansada para discutir, pero quiero que sepas que tus probabilidades actuales de felicidad y éxito en una relación de pareja son por lo menos diez mil veces superiores a las mías, así que deja de dar la lata. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero. Recuerda: ponte unos calcetines monos y llámame.
Brooke pasó todo el trayecto del Staples Center al aeropuerto de Los Ángeles guardando con cuidado el vestido en la funda que le habían proporcionado, metiendo los zapatos en sus correspondientes bolsas contra el polvo y colocando las joyas y el bolso de mano en sus estuches de terciopelo pulcramente alineados en el asiento, a su lado. Sólo cuando se quitó la piedra gigantesca del dedo anular izquierdo cayó en la cuenta de que la estilista todavía tenía en su poder su sencilla alianza de matrimonio, por lo que tomó nota mentalmente de pedirle a Julian que la recuperara, pero se resistió al impulso de considerar que aquello era una especie de señal.
Durante el vuelo, dos Bloody Marys y una píldora de Zolpidem le garantizaron las cinco horas de inconsciencia que necesitaba, pero tal como le reveló la reacción de su madre en la zona de recogida de equipajes, hicieron muy poco por mejorar su apariencia. Brooke sonrió y saludó a su madre con la mano, al verla al final de la escalera mecánica, y estuvo a punto de derribar al hombre que tenía delante.
La señora Greene la abrazó con fuerza y después se echó atrás, con los brazos extendidos, para mirarla de arriba abajo. Repasó el chándal, las zapatillas y la coleta de Brooke, y declaró:
—Estás horrible.
—Gracias, mamá. Me siento todavía peor.
—Vamos a casa. ¿Has facturado algo?
—No, sólo llevo esto —respondió Brooke, señalando con un gesto la pequeña maleta con ruedecitas—. Cuando tienes que devolver el vestido, los zapatos, el bolso, las joyas y la ropa interior, no queda mucho que guardar.