Oyó el timbre de la puerta, pero no pudo volver la cabeza, so pena de mutilación con el rizador de pelo.
—¿Será el almuerzo? —preguntó.
Una de las artistas del maquillaje resopló.
—Poco probable. No creo que la Nazi del Reloj considere prioritaria la comida. Y ahora no hables más, porque voy a intentar disimularte las líneas de la sonrisa.
Brooke ya casi no prestaba atención a ese tipo de comentarios. Incluso se alegraba de que la maquilladora no le hubiera preguntado todavía si no había pensado en algún tratamiento de aclarado para erradicar las pecas, un tema que en los últimos tiempos estaba a la orden del día. Intentó distraerse leyendo
Los Ángeles Times
, pero no pudo concentrarse con la agitación que había a su alrededor. Recorrió con la vista el dúplex de doscientos metros cuadrados y contó dos maquilladores, dos peluqueros, una experta en uñas, una estilista, una publicista, un agente, un productor, un periodista de la revista
New York
, una probadora enviada por Valentino y suficientes asistentes para cubrir las necesidades de la Casa Blanca.
Sin duda era ridículo, pero Brooke no podía evitar sentirse emocionada. Estaba en los Grammy (¡los Grammy!), a punto de acompañar a su marido por la alfombra roja, delante del mundo entero. Decir que todo era increíble era decir poco. ¿Alguien podía creerse lo que les estaba pasando? Desde la primera vez que había oído cantar a Julian en el destartalado Rue B, casi nueve años atrás, le había dicho a todo el mundo que iba a ser una estrella. Lo que nunca había previsto era la verdadera magnitud de la palabra estrella. ¡Una estrella de rock! ¡Una superestrella! Su marido, el mismo que todavía se compraba calzoncillos boxers de la marca Hanes en paquetes de tres, el mismo que se moría por los palitos de pan del Olive Garden y se hurgaba la nariz cuando creía que ella no lo estaba mirando, era una estrella de la canción internacionalmente aclamada, con millones de fans que lo adoraban y chillaban por él. No podía imaginar un momento, ni siquiera en el futuro, en que fuera capaz de abarcar mentalmente aquella realidad.
Sonó el timbre por segunda vez, y una de las jovencísimas asistentes corrió a abrir la puerta y soltó un gritito.
—¿Quién es? —preguntó Brooke, que no podía abrir los ojos, mientras se los delineaban.
—El guardia de seguridad de la joyería Neil Lane —oyó que le respondía Natalya—. Viene a traer tus cosas.
—¿Mis cosas? —repitió Brooke.
Para no soltar un gritito ella también, apretó los labios e intentó no sonreír.
Cuando finalmente llegó la hora de ponerse el vestido, creyó que iba a desmayarse de emoción (y de hambre, porque incluso con un ejército de ayudantes en la suite, nadie parecía preocupado por la comida). Dos asistentes desplegaron el magnífico modelo de Valentino y otra le sostuvo la mano mientras ella se metía en el vestido. La cremallera le subió sin problemas por la espalda y el traje le enfundó las caderas recién estilizadas y el pecho levantado con trucos de experto como si estuviera hecho a medida, lo cual era cierto, por supuesto. El corte de sirena realzaba la cintura esbelta y disimulaba por completo el volumen del trasero, y el escote corazón festoneado le acentuaba el surco del pecho de la mejor manera posible. Aparte de su color (un dorado profundo, pero no metálico, sino semejante a una reluciente piel bronceada), el vestido era toda una lección de cómo una tela fabulosa y un corte perfecto siempre serán mucho más eficaces que todos los volantes, crinolinas, cuentas, perlas, cristales y lentejuelas para convertir un vestido bonito en algo absolutamente espectacular. Tanto la probadora de Valentino como su estilista asintieron para expresar su aprobación, y Brooke se alegró enormemente de haber redoblado los ejercicios en el gimnasio durante los dos meses anteriores. ¡Había merecido la pena!
Después les llegó el turno a las joyas y ya fue demasiado. El guardia de seguridad, un hombre bajo de estatura pero con hombros de jugador de fútbol americano, entregó tres estuches de terciopelo a la estilista, que los abrió inmediatamente.
—Perfecto —declaró, mientras sacaba las piezas de las cajas de terciopelo.
—Dios —murmuró Brooke, nada más ver los pendientes.
Eran de gota, con sendos diamantes en forma de pera que destacaban sobre un delicado pavé de brillantes, muy al estilo del viejo Hollywood.
—Date la vuelta —le ordenó la estilista, que con mano experta le puso los pendientes en los lóbulos de las orejas y le acomodó en la muñeca derecha un brazalete de estilo similar.
—Son preciosos —exhaló Brooke, mientras contemplaba los diamantes que le relucían en el brazo. Se volvió hacia el guardia de seguridad—. Esta noche tendrá que acompañarme al lavabo, porque tengo la costumbre de «perder» joyas todo el tiempo.
Rió para mostrar que era una broma, pero el guardia ni siquiera le devolvió la sonrisa.
—¡La mano izquierda! —ladró la estilista.
Brooke alargó el brazo izquierdo y, antes de que pudiera decir nada, la mujer le quitó la sencilla alianza de oro de matrimonio, la que Julian había mandado grabar con la fecha de su boda, y puso en su lugar un anillo con un diamante del tamaño de una fresa.
Brooke retiró la mano en cuanto se dio cuenta.
—No, esto no. Será mejor que no, porque esa alianza…
—Julian lo entenderá —dijo la mujer, que se ratificó en su decisión cerrando bruscamente el estuche del anillo—. Voy a traer la Polaroid para hacer unas cuantas tomas de prueba y asegurarnos de que todo sale bien en las fotos. No te muevas.
Finalmente sola, Brooke dio una vuelta delante del espejo de cuerpo entero, instalado en la suite especialmente para la ocasión. No recordaba haber estado nunca tan guapa. El maquillaje la hacía sentirse una versión más bonita pero real de sí misma, y la piel le resplandecía de salud y color. Por todas partes refulgían los diamantes. El peinado, con el pelo recogido en la nuca en una gruesa trenza, resultaba elegante pero natural, y el vestido era absolutamente perfecto. Se miró encantada al espejo y cogió el teléfono de la mesilla, ansiosa por compartir aquel momento.
El teléfono sonó antes de que pudiera marcar el número de su madre, y Brooke sintió un sobresalto de angustia en la boca del estómago, cuando el número del Centro Médico de la Universidad de Nueva York apareció en la identificación de la llamada. ¿Para qué la llamarían? Otra nutricionista, Rebecca, le había cambiado dos guardias por otras dos guardias, un día festivo y un fin de semana. El trato era bastante injusto, pero ¿qué otra opción tenía? ¡Eran los Grammy! Otra idea le pasó fugazmente por la cabeza, antes de que pudiera apartarla de su pensamiento. ¿No la estaría llamando Margaret para decirle que pensaba asignarle todo el turno de pediatría?
Se permitió un instante de esperanzada emoción, antes de decirse que probablemente sólo era Rebecca, para pedirle que le aclarara algún detalle de un gráfico. Se aclaró la garganta y contestó la llamada.
—¿Brooke? ¿Me oyes?
La voz de Margaret sonó con potente claridad a través de la línea.
—Hola, Margaret. ¿Todo en orden? —preguntó Brooke, intentando que su voz sonara tan calma y confiada como le fue posible.
—Ah, sí, hola. Ahora te oigo. Oye, Brooke, me estaba preguntando cómo estarías. Estaba empezando a preocuparme.
—¿A preocuparte? ¿Por qué? Aquí todo va muy bien.
¿Habría leído Margaret algo de la basura a la que se había referido la periodista del ascensor? Rezó para que no fuera así.
Margaret suspiró audiblemente, casi con tristeza.
—Mira, Brooke. Ya sé que es un gran fin de semana para Julian y para ti. No hay ningún otro sitio donde debieras estar y me duele mucho tener que llamarte ahora; pero tengo un equipo que dirigir y no puedo hacerlo si voy corta de personal.
—¿Corta de personal?
—Ya sé que probablemente eso es lo último que te ha pasado por la cabeza, teniendo en cuenta cómo se han desarrollado las cosas últimamente; pero si vas a faltar al trabajo, es imperativo que encuentres a alguien que cubra tus guardias. La tuya empezaba esta mañana a las nueve y ya son más de las diez.
—¡Dios mío! ¡Lo siento muchísimo! ¡Margaret! Estoy segura de que puedo arreglarlo todo, si me concedes cinco minutos. Te llamo en seguida.
Brooke no esperó respuesta. Cortó la comunicación y buscó entre sus contactos el número de Rebecca. Rezó todo el tiempo mientras sonaba el teléfono y sintió una oleada de alivio cuando oyó la voz de su colega.
—¿Rebecca? Hola. Soy Brooke Alter.
Hubo un segundo de vacilación.
—Eh… ¡Ah, hola! ¿Cómo estás?
—Yo bien, pero Margaret acaba de llamarme para preguntarme dónde estoy, y como tú y yo cambiamos las guardias…
Brooke dejó la frase inconclusa, por miedo a decir algo ofensivo si continuaba.
—Ah, sí. Habíamos quedado en eso —respondió Rebecca, en tono meloso y risueño—, pero al final te dejé un mensaje diciéndote que me era imposible.
Brooke se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Oyó que un hombre joven prorrumpía en una exclamación de júbilo en el salón de la suite y sintió deseos de asesinarlo, quienquiera que fuese.
—¿Me dejaste un mensaje?
—Sí, claro. Vamos a ver… Si hoy es domingo… debo de habértelo dejado… hum… el viernes por la tarde.
—¿El viernes por la tarde?
Brooke había salido para el aeropuerto hacia las dos. Rebecca había debido de llamar al teléfono de su casa y le habría dejado un mensaje en el contestador. Sintió una fuerte oleada de náuseas que iba en aumento.
—Sí, ahora lo recuerdo con exactitud —prosiguió Rebecca—. Debían de ser las dos y cuarto o las dos y media, porque acababa de recoger a Brayden de la guardería, y Bill me llamó para preguntarme si podíamos ir a casa de mis suegros el domingo, porque había una reunión familiar. Mi cuñada y su marido volvían de Corea con la niña que acaban de adoptar, y claro…
—Entiendo —la interrumpió Brooke, utilizando hasta la última gota de su fuerza de voluntad para no levantarle la voz—. Bueno, gracias por aclarármelo. Siento tener que cortar, pero he quedado en llamar a Margaret ahora mismo.
Brooke se alejó el teléfono del oído, pero antes de colgar, oyó que su colega le decía:
—No sabes cuánto lo siento.
«Mierda», pensó. Era todavía peor de lo que creía. Se obligó a marcar el número de su jefa, aunque no quería perderse ni un segundo más de una noche tan maravillosa.
Margaret contestó la llamada al primer timbrazo.
—¿Diga?
—Margaret, no sé cómo disculparme, pero parece ser que ha habido un malentendido enorme. Había acordado con Rebecca que ella haría mi guardia de hoy (supongo que ya sabrás que yo nunca te dejaría en la estacada de ese modo), pero le ha surgido un imprevisto y no ha podido ir a trabajar como habíamos quedado. Al parecer, me dejó un mensaje en el contestador, pero no lo…
—Brooke…
La tristeza en la voz de Margaret era inconfundible.
—Margaret, ya sé que es un contratiempo terrible para ti y créeme que estoy desolada, pero te pido por favor que me creas si te digo que…
—Brooke, lo siento. Ya sé que te lo he dicho antes, pero con los recortes del presupuesto están controlando mucho la productividad y el absentismo. Miran con lupa las tarjetas de los ficheros y los registros de todos los empleados.
Lo que estaba sucediendo no era ningún misterio para Brooke. Su jefa estaba a punto de despedirla y a ella le daba pánico la idea, pero lo único que le pasaba por la cabeza era: «¡Por favor, no lo digas! Mientras no lo digas, no ha pasado. ¡Por favor, no me hagas esto ahora! ¡Por favor! ¡Por favor!»
En lugar de eso, dijo:
—No entiendo muy bien lo que me quieres decir.
—Brooke, te estoy pidiendo la dimisión. Creo que tus frecuentes faltas y los cambios en tu vida privada han perjudicado tu compromiso con el departamento, por lo que creo que ya no encajas en el programa.
El nudo en la garganta casi la estaba sofocando, mientras una lágrima caliente y solitaria le recorría la mejilla. La chica de maquillaje seguramente la regañaría por su mal comportamiento.
—¿Piensas que ya no encajo? —replicó, con una voz temblorosa que delataba el llanto—. Tuve el mejor informe de todo el equipo, según las evaluaciones aleatorias de los pacientes. Fui la segunda de mi promoción en la Universidad de Nueva York. ¡Margaret, me encanta mi trabajo y creo que lo hago muy bien! ¿Qué me estás pidiendo?
Margaret dejó escapar un suspiro, y por un momento Brooke tuvo la certeza de que la situación era casi tan difícil para su jefa como para ella misma.
—Brooke, lo siento. Debido a tus… complicadas circunstancias personales… estoy dispuesta a aceptar tu dimisión y confirmar a cualquier futuro empleador que te fuiste… hum… por tu propia voluntad. Ya sé que es un magro consuelo, pero es lo máximo que puedo hacer.
Brooke intentó con todas sus fuerzas pensar en algo que decir. No existe ninguna fórmula para poner fin a una conversación telefónica cuando a una la han despedido, sobre todo cuando «¡Vete a tomar por el culo!» no es una opción. Hubo un largo e incómodo momento de silencio.
Margaret fue la primera en reaccionar.
—¿Sigues ahí, Brooke? ¿Qué te parece si lo hablamos un poco más, cuando vengas a desalojar tu taquilla?
Para entonces las lágrimas se habían convertido en ríos, y Brooke sólo podía pensar en la inminente crisis nerviosa de la maquilladora.
—De acuerdo. ¿Te parece que vaya la semana próxima? —No sabía qué más decir—. Bueno, gracias por todo.
¿Por qué tenía que dar las gracias a la mujer que la acababa de despedir?
—Cuídate, Brooke.
Desconectó el teléfono y se lo quedó mirando durante casi un minuto completo, antes de asimilar la realidad de lo que estaba sucediendo.
Despedida. Por primera vez en toda su vida, incluidos los innumerables niños que había cuidado cuando estaba en secundaria, su breve temporada de heladera en TCBY, los tres semestres que hizo de guía para los visitantes del campus de Cornell y lo que le parecieron miles de horas de prácticas de posgrado y de nutricionista interna residente.
Y cuando por fin había conseguido un empleo de jornada completa a la altura de su categoría profesional, la despedían sin ceremonias. Brooke notó que le temblaban las manos y alargó el brazo en busca del vaso de agua cercano.