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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (11 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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Claasens sacó la cinta del archivador. Había guardado allí los papeles de Lensch, junto con la documentación original que mostraba las incongruencias de los embarques, y había dejado marcadas con Post-it las secciones más relevantes.

Miró su reloj: las cinco. Enseguida se iría el resto del personal y Emily llamaría para asegurarse de que no había moros en la costa. Emily hacía que todo se evaporase: la tensión, los líos y preocupaciones. Cuando estaba con ella, se convertía en otra persona. En alguien mejor. Sonrió pensando ya en su llamada, en el encantador alemán antigramatical que hablaba con su dulce acento inglés. Ella subiría entonces a su despacho y estarían solos. Pero antes había de repasar aquellas cifras. Por si resultaba que el noruego tenía razón.

Lo asaltó una rara sensación, como cuando pierdes las llaves y vuelves una y otra vez a donde creías haberlas dejado.

Claasens miró fijamente la primera página como si, al examinarla con más atención, las palabras y las cifras fuesen a recobrar el aspecto de la última vez. Él había visto el error entonces, pero ahora ya no estaba. Ni tampoco los papeles de Lensch. Ni los Post-it amarillos que había dejado. Era una locura. Le dio la vuelta al archivador y examinó su interior, por si los papeles se habían quedado dentro. No era lógico, claro, pero aún lo era menos lo que había visto en su momento.

Intentó aislarse del estrépito de los obreros y concentrarse en el expediente. Sintió que se estaba volviendo loco. Todo cuadraba. Ni una incongruencia.

¿Qué demonios estaba ocurriendo?

Sonó el móvil y tuvo la seguridad de que sería Emily.

CAPÍTULO DOS
1

A
nna —preguntó Werner tímidamente—, espero que no te moleste la pregunta, pero ¿acabas de tirarte un pedo?

Pulsó el botón y el cristal del Polo descendió con un zumbido. Estaban aparcados en el Kiez, en el extremo de Silbersackstrasse, mirando hacia la Reeperbahn. La calle allí era angosta y oscura.

—Cierra la ventanilla, abuelo —dijo Anna—. Hace un frío atroz.

—Prefiero exponerme al frío.

—Además, el puerco es el que lo huele primero —dijo Anna con una sonrisita inocente.

—A veces no pareces una dama precisamente. —Werner cerró la ventanilla, pero dejando una rendija.

—Bueno, tú lo compensas. Me recuerdas a mi tía Rachael. Tú tienes menos vello facial, eso sí. ¿Qué hora es?

—Pasan veinte minutos de medianoche.

—Estoy aburrida. Rematada, mortalmente aburrida.

—Es parte del trabajo. Creía que ya estarías acostumbrada.

—¿Cómo es que me han emparejado contigo, así de repente? —le dijo Anna—. ¿Es una idea de Lord Gentleman para atarme en corto hasta que pueda deshacerse de mí?

—¿Lord Gentleman? —Werner se volvió a mirarla.

—Ya me entiendes: Fabel… el comisario inglés. ¿De dónde demonios sale toda esa anglofilia? Es frisio, joder.

—Su madre es escocesa —dijo Werner—, ya lo sabes. Y fue al colegio allí un tiempo. Y por cierto, podrías hacer un esfuerzo y hablar más como una
lady
.

—Medio escocés, medio frisio. No es de extrañar que nunca le haya visto pagar una ronda. En todo caso, supongo que ha sido idea suya, ¿no?

—En realidad, no. Fue idea mía.

—¿Cómo? Ah, ya veo. Así que ahora tú también piensas que soy la niña problemática de la familia.

—Anna, a veces… no te lo tomes a mal, pero a veces eres un coñazo realmente insufrible. Antes me preguntaba por qué ibas siembre con una recia chaqueta de cuero. No hay duda: es para protegerte de todas las culebras que te salen por la boca. Le sugerí que te pusiera conmigo porque creía que trabajaríamos bien juntos. A decir verdad, estoy tratando de que sigas en el equipo. Y creo que a él también le gustaría.

—Sí, ya —dijo Anna con tono sarcástico—. Me lo demostró claramente dándome la patada.

—¿Sabes, Anna?, un poco menos de hostilidad te sentaría de maravilla. Y no te han dado la patada. Todavía.

—Así que tú pensaste que trabajaríamos bien juntos —dijo Anna con una sonrisa.

—Eso fue antes de saber que te tirabas pedos.

—Mira… mira allí. —Anna le tocó a Werner el antebrazo y señaló la esquina con la barbilla. Una mujer alta y rubia con coleta, envuelta en un abrigo largo negro o azul oscuro, se deslizó rápidamente por la calle, procurando mantenerse siempre en las sombras. Pasó junto al bar de la esquina y siguió hacia Silbersacktwiete—. Esto promete.

Había seis coches de policía camuflados distribuidos por el Kiez, como cada noche de la última semana desde que se había producido el asesinato de Westland. Vigilaban las plazas mal iluminadas, aunque también, como hacían Werner y Anna, otras zonas más abiertas, pero llenas de sombras y árboles. La mujer aminoró la marcha, miró a ambos lados y desapareció en una desaliñada isleta triangular.

—Allá vamos —dijo Anna. Apagó el interruptor de la luz interior para que el coche no se iluminara cuando Werner saliera.

—Caminaré en dirección contraria y volveré atajando —dijo este, bajándose del Polo y cerrando la puerta con cuidado. En la oscuridad, Anna desenfundó su SIG-Sauer automática, reviso la recámara y echó atrás el seguro con el pulgar.

Werner pasó junto al coche estacionado en el otro extremo de la calle. Mantuvo el paso regular y la vista al frente, sin dar muestras de que había visto moverse a la mujer: una sombra entre las sombras algo más adelante, a la izquierda. Ahora estaba a solo treinta metros del sitio donde ella se había escondido. Supuso que Anna se había apeado también y que lo vigilaba desde el otro lado, avanzando agachada por detrás de los coches aparcados. Mantenía los hombros encorvados y las manos en los bolsillos de su grueso gabán de lana, como protegiéndose del frío de la noche, aunque la mano la tenía cerrada alrededor de la automática que se había metido en el bolsillo derecho. Sin delatar que sabía por dónde andaba, Werner se desvió ligeramente de la pared que enseguida daría paso a la zona de árboles y arbustos y entró en la calle adoquinada. No había nadie a la vista. Si se trataba de la mujer que buscaban, no tardaría en hacer su aparición.

Fingió sorprenderse cuando surgió y se plantó ante él.

—Hola —dijo. A Werner le pareció que había cierta tensión, casi nerviosismo en su voz—. ¿Buscas diversión?

Era una mujer alta y rubia, excesivamente maquillada. Al principio, Werner pensó que tendría poco más de treinta años, pero cuando ella dio un paso más, advirtió que llevaba tanto maquillaje para ocultar un cutis que había visto muchos veranos.

—Depende —respondió—. ¿Cuánto?

—No soy codiciosa —dijo ella—. Se supone que no puedo trabajar en esta calle. Te lo dejaré barato, pero hemos de hacerlo ahí mismo, detrás de un árbol.

Empezó a caminar hacia atrás, adentrándose en las sombras, mientras le sonreía con sus labios pintados de un rojo subido.

—Muy bien.

Werner la siguió sin echar una ojeada a la calle, mirándola a los ojos para que no los desviara y viese a Anna.

—¿Cuánto? —preguntó otra vez, haciendo ademán de buscar la cartera, mientras empezaba a sacar la automática del bolsillo.

—Ya hablaremos luego de eso —dijo ella, alargando la mano—. Vamos.

—Yo creía que vosotras siempre queríais el dinero por delante —dijo Werner. Ya no había duda.

Ella buscó en el interior de su abrigo.

Werner sacó la automática y le apuntó a la cara.

—¡Polizei de Hamburgo! ¡Las manos en la cabeza! ¡Rápido!

Advirtió que Anna se movía por detrás de la prostituta. No entendía cómo lo había hecho, pero se las había arreglado para dar toda la vuelta por detrás de la cochambrosa isleta triangular. La puta miró a Werner, totalmente desconcertada. Anna la agarró por el cuello del abrigo.

—De rodillas. ¡Rápido!

La mujer obedeció. Anna le puso una esposa en una muñeca, se la colocó a la espalda y le ajustó la otra. Werner pidió por radio un vehículo para llevarse a la detenida.

Un poco más abajo, en Silbersackstrasse, un grupo de jóvenes salía en ese momento de un bar. Iban hacia Hans-Albers-Platz, pero a uno de ellos le llamó la atención el alboroto y avisó a los demás. Subieron lentamente por la calle, estirando el cuello para ver qué sucedía.

—¿Pasa algo? —dijo uno, con suspicacia y lengua entorpecida, al acercarse—. ¿Qué coño le están haciendo a esa chica?

Anna mostró la placa oval de bronce de la brigada.

—Policía. Nada que deba preocuparle a usted.

—¿Qué coño pasa? —preguntó uno de sus amigos—. ¿Qué ha hecho la chica, joder?

—Nada —dijo la mujer, suplicante—. No he hecho nada. Solo soy una chica que hace la calle, y ahora van y me detienen.

—No es justo —dijo el primer borracho, sacudiendo la cabeza con aire sombrío—. No es justo, cojones.

—Sí, putos cerdos —añadió otro del grupo.

—Bueno… calma —dijo Werner. Movió a la mujer esposada para situarse entre ella y el grupo de jóvenes, aunque sin dejar de sujetarla. Se apresuró a contarlos. Eran cinco. Estaban borrachos y se les notaba al hablar, pero la ropa informal que llevaban parecía cara. Niños bien dándose una vuelta por los bajos fondos. Aun así, Werner se preguntó cuánto tardaría en llegar la unidad de agentes uniformados.

—Esto no es asunto vuestro.

—No es justo, joder —repitió otro. Se acercaron todos juntos.

—Haced el favor de no crear más problemas. —Anna se adelantó, cerrándoles el paso.

—¿O si no qué… joder? —El primero pegó su rostro desdeñoso contra el suyo.

—O si no, esto —dijo ella con calma.

El borracho se dobló bruscamente y se derrumbó sobre los adoquines, agarrándose los testículos. Después de propinarle el rodillazo, Anna sacó su automática y apuntó a los demás a la altura de la ingle con el brazo extendido.

—Al próximo que me dé problemas le vuelo la polla —dijo, sonriendo—. Y creedme, soy una experta tiradora, por muy diminuto que sea el puto blanco.

Ellos retrocedieron y dejaron a su compañero gimiendo y rodando por los sucios adoquines. En ese momento llegó una furgoneta plateada y azul de la Polizei de Hamburgo y bajaron de un salto tres agentes uniformados. Cogieron a la prostituta esposada y la metieron en la parte trasera.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el comisario de uniforme, señalando al joven que se incorporaba a duras penas, todavía agarrándose la entrepierna.

—Nada relevante —dijo Werner—. ¿Pueden llevarla directamente al Präsidium?

—De acuerdo. ¿Seguro que ese tipo se encuentra bien?

—Creo que está herido en su orgullo —dijo Anna, dirigiéndole una sonrisa encantadora a Werner—. Voy a buscar el coche.

2

S
ylvie Achtenhagen se tomó un descanso del caos de archivos y recortes de prensa que parecía haberse desatado en el suelo reluciente de su sala de estar. Se acercó a la puerta vidriera, la abrió y salió al balcón. Respiró con alivio el aire gélido de la noche. Llevaba una hora y media concentrada en sus archivos y tenía la mente confusa y entumecida. Su apartamento se encontraba en la tercera planta de un bloque de Edgar-Ross-Strasse, en el distrito de Eppendorf. Era elegante y espacioso, con un amplio balcón que daba a la fachada art decó del edificio, pintada de color pastel. Se había mudado a ese apartamento cuando su carrera —y sus ingresos— habían empezado a subir de verdad. Inicialmente, ella les había echado el ojo a las casas modernistas de Nissenstrasse, la calle de detrás. Pero habían resultado demasiado caras. Y lo seguirían siendo si no cumplía pronto con las expectativas de la cadena.

HanSat TV pertenecía conjuntamente al grupo NeuHansa y a Andreas Knabbe, que ejercía además la dirección. Este, un tipo de treinta años que parecía de doce, había pasado tanto tiempo en Estados Unidos que daba la impresión de ser más americano que alemán. Su estilo de gestión era sin duda mucho más americano que alemán. Knabbe solía llamar a todo el mundo por su nombre de pila y con frecuencia tuteaba a la gente, incluso a los miembros más respetados del equipo. Se suponía que todo había de ser informal, amigable y en mangas de camisa, ese tipo de sandeces. La verdad, sin embargo, era que si Knabbe creía que no valías lo que ganabas, o si sencillamente no encajabas en su modelo de negocio, eras historia. Y últimamente se había referido con frecuencia al éxito de Sylvie en el caso del Ángel en los años noventa: cada vez más hablaba de su carrera en pretérito.

Sylvie empezaba a sentirse a merced de los acontecimientos, como arrastrada por las fuerzas que la rodeaban: es decir, como todo el mundo. Ahí estaba el problema. Se había vuelto pasiva, perezosa. En sus inicios no aguardaba a que ocurrieran las cosas: ella hacía que ocurrieran.

Sylvie se abrazó a sí misma, arrebujándose en su gruesa rebeca de lana, y volvió a entrar en la sala, cerrando bien las vidrieras. Hacía demasiado frío. Se sirvió otra copa de vino tinto y se sentó en cuclillas en el suelo, dejando vagar la mirada por el material que tenía esparcido alrededor. En alguno de esos recortes estaba el punto de partida. En alguno había un detalle, un comentario olvidado, una foto o un dato que la pondría sobre la pista de este asesino. Los crímenes del Ángel de Sankt Pauli habían catapultado su carrera: ella había invertido mucho en el caso y había cosechado los resultados; pero si ahora no era la primera en dar una exclusiva sobre los nuevos crímenes estos podrían constituir el fin de su éxito.

Dio otro sorbo de vino. Una cosa era completamente segura: no conseguiría ninguna ayuda de aquel pomposo gilipollas de Fabel. En la Polizei de Hamburgo no contaba con grandes admiradores desde que se había emitido su sonado documental sobre el caso diez años atrás. Los polis tenían memoria. En todo caso, había algo en Fabel que le desagradaba profundamente, y sospechaba que el sentimiento era mutuo.

Sylvie sabía que solo le quedaba un camino: descubrir quién había asesinado a Jake Westland antes de que lo hiciera la policía. Ella no contaba con sus recursos, pero tampoco trabajaba bajo el mismo tipo de restricciones que ellos. Y era mucho más lista, eso lo tenía claro. Pero su principal ventaja radicaba en que la policía —no le cabía duda— estaba buscando en la dirección equivocada. Seguramente pretendían establecer vínculos entre aquel asesinato más reciente y los crímenes del Ángel perpetrados diez años atrás.

Y lo de ahora no era cosa del Ángel. El último asesinato era obra de un imitador. Sylvie estaba completamente segura.

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