A
rmin Lensch no sabía muy bien qué le dolía más, si sus testículos magullados o las risas y las pullas de sus amigos. Los había seguido dando tumbos hasta un pub cerca de Hans-Albers-Platz. Encontraron una mesa y Armin, apretujado en el rincón, había empezado a darle sorbos a su cerveza con la esperanza de que las náuseas se le acabaran pasando.
—Maltrato policial, sí señor… Un caso de maltrato policial —dijo muy serio. Los demás estallaron en carcajadas.
—No, qué va —dijo Karl inclinándose hacia él—. No ha sido maltrato policial: sencillamente te ha dado una paliza una chica. ¿Os habéis fijado en la estatura de la tipa, joder? Te ha dado una paliza una chica muy canija.
—Porque me ha pillado desprevenido —murmuró Armin.
—No, qué va. ¡Te ha pillado por los huevos! —Más risas.
—¡Vete a la mierda! —dijo Armin, abriéndose paso entre ellos a empujones y torciendo el gesto por la oleada de dolor que sintió en la ingle—. ¡Todos a la mierda!
Salió renqueante al aire frío de la noche. La náusea lo siguió también fuera del pub y chocó bruscamente con él. Armin vació las tripas en la acera. Un par de transeúntes le increparon.
—¡Todos a la mierda! —repitió, casi sin aliento. Se las pagarían los muy hijos de puta. ¿Quiénes se habían creído que eran?
Armin y sus amigos trabajaban en un banco de inversiones en el norte del barrio de Neustadt. Trabajaban juntos, pero él era la estrella, quien iba hacia las alturas. E iba a contar con toda la ayuda necesaria, ahora que había descubierto lo que había descubierto. Echó a andar de vuelta hacia la Spielbudenplatz y la Reeperbahn. Allí tomaría un taxi. Pensó en la agente que le había dado el rodillazo en la ingle. No iba a permitir que saliera impune. Aquí, ahora, él no dejaba de ser como cualquier otro tío pasado de copas. Pero fuera del Kiez, en su vida corriente, era alguien. Tenía contactos. Se lo haría pagar caro a la muy zorra. Solo de pensar en ella, sin embargo, le daban ganas de llorar. ¡Que una mujer de mierda le hubiera dado una paliza! Para Armin, las mujeres solo servían para una cosa. Las había visto actuar en el trabajo, sacar ascensos por encima de él; ya sabía cómo se lo montaban, las muy putas. Él había tenido un montón de novias, pero nada que hubiera durado demasiado. Siempre la misma historia: se pasaban de la raya, Armin les daba un sopapo y ellas se ponían histéricas. A la mierda. A la mierda todas ellas.
Siguió adelante. La rabia que le reconcomía y el dolor en la ingle no le dejaban ver por dónde andaba. Se detuvo en seco. ¿Dónde coño se había metido? Había creído que sabría orientarse de sobras por el Kiez, pero debía de haber girado por la travesía equivocada. Se tomó unos instantes para reorientarse y dobló a la derecha en la calle siguiente. Divisó la Reeperbahn al fondo, pero estaba mucho más arriba de la Spielbudenplatz. Aun así, no le costaría encontrar un taxi. Justo entonces vio un Mercedes beis y levantó la mano. Una reacción automática: en Alemania todos los taxis eran beis, y todos los coches beis, taxis. Se deslizó con un gemido en el asiento trasero.
—Eppendorf… —masculló entre dientes.
—¿Se encuentra bien? —dijo la taxista—. No tiene buen aspecto.
«Fantástico, joder —pensó Armin—. Una mujer».
—Usted lléveme a Eppendorf —dijo. Ella se encogió de hombros, arrancó y giró a la izquierda hacia la Reeperbahn.
Solo cuando la mujer tomó por la calle que no era, al final de la Reeperbahn, se dio cuenta Armin de que estaban junto al río, de que no había taxímetro en el salpicadero ni se veía por ninguna parte el certificado con el nombre del conductor, la fotografía y la licencia de la Ciudad de Hamburgo.
Pero para entonces ya era demasiado tarde.
F
abel se sentía exhausto. Había sido una experiencia mucho más agotadora de lo previsto. Susanne le había acompañado, cosa que él le había agradecido.
—Ha sido muy provechoso —dijo una mujer alta y delgada de unos cincuenta años acercándose a Fabel. Su chapa de identificación le informó de que era Hille Deicher, de la revista
Muliebritas
—. Confío en que pueda sacar algo útil de nuestro taller.
Fabel sonrió. No entendía por qué los ejecutivos, los gurús de autoayuda y demás ralea se empeñaban en llamar «talleres» a las conferencias. Nadie confeccionaba nada. Ninguno de los asistentes a esos actos trabajaba con las manos.
—Ha sido interesante —respondió—. Aunque espero haber dejado claro que la Polizei de Hamburgo no necesita que la animen a abordar el problema de la violencia doméstica, o los maltratos a la mujer en general. Somos muy… —buscó la palabra.
—Proactivos —apuntó Susanne.
—Exacto —dijo Fabel—. Llevamos muchos años aplicando un programa contra la violencia. Nosotros, se lo aseguro, tenemos una actitud de tolerancia cero cuando se trata del maltrato contra las mujeres o los niños. Y contamos con las mejores estadísticas de Europa en el tratamiento del problema. Pero debo añadir que nos dedicamos a proteger a todos los ciudadanos de Hamburgo sin distinción de género. O de origen étnico.
—Me temo que el crimen sí hace distinción de géneros —dijo Deicher—. Usted mismo ha explicado en su presentación que la gran mayoría de los asesinatos son de hombres contra mujeres, y que la mayoría de esos casos se producen en el entorno doméstico. Y todavía hay que añadir la infinidad de asaltos a mujeres en su propia casa.
—Todo eso es cierto. —Fabel le lanzó una mirada suplicante a Susanne—. Y nosotros, como digo, lo hemos convertido en una de nuestras prioridades.
—Tal vez por ello está cometiendo esa mujer esos asesinatos en Sankt Pauli. —Deicher sonrió fríamente—. Quizá su intención es restablecer el equilibrio en la violencia ejercida por el hombre sobre la mujer. No se me ocurre ningún lugar mejor para hacerlo, al fin y al cabo. Es absurdo que exista en Hamburgo una calle en la que las mujeres tengan prohibida la entrada.
—Escuche, Frau Deicher. —Fabel se sentía bruscamente irritado—. No es la policía ni el Estado quien…
—¿Qué significa exactamente
Muliebritas
? —dijo Susanne interrumpiéndolo y mirando a Deicher con una sonrisa.
—Es el término latino de «feminidad». Y es el nombre de la revista en la que trabajo y de la organización a la que apoyamos. —Miró a Fabel con toda intención—. Facilitamos alojamiento de emergencia a las víctimas de la violencia doméstica.
—Un nombre interesante —dijo Susanne, sin dejar de sonreír—. ¿Es de ahí de donde procede la palabra española
mujer
?
Susanne se las arregló para llevar la conversación por derroteros más tranquilos y, al cabo de un rato, Deicher se alejó para departir con otros delegados.
—Gracias —dijo Fabel cuando ya se había ido—. Esta mujer estaba empezando a sacarme de quicio. No sé por qué se han empeñado en enviarme a mí a esta historia.
—Porque eres el jefe de la Mordkommission de Hamburgo y, te guste o no, lo que decía Frau Deicher es cierto: todavía vivimos en una sociedad donde las mujeres son víctimas de la violencia. En todo caso, me ha parecido que lo has hecho muy bien. —Susanne sonrió y le ajustó la corbata, como si estuviera a punto de enviarlo al colegio—. Sobre todo teniendo en cuenta que las mujeres te ponen nervioso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fabel, indignado.
—Es la verdad. Está bien claro que tú crees que las mujeres procedemos de un planeta completamente distinto. Pero no te preocupes, a la mayoría de los hombres les pasa igual.
Fabel se disponía a responder cuando zumbó su móvil. Miró la pantalla. Era de la brigada.
—Perdona —dijo encogiéndose de hombros y llevándose el teléfono al oído—. Otro asesinato, seguramente.
—Si lo es —dijo Susanne—, incluso con todo este asunto del Ángel en marcha, apuesto a que la víctima es una mujer…
F
abel encontró a Anna y Werner en el pasillo, junto a la sala de interrogatorios. La expresión de ambos era cualquier cosa menos triunfal.
—Decidme que es nuestra asesina —dijo Fabel.
—Parecía buena candidata, Jan —dijo Werner—. Buena de verdad. Me ha arrastrado a un trecho bien oculto, con árboles y vegetación. No parecía saber como trabaja una puta y, cuando se ha metido la mano en el abrigo, la hemos trincado.
—¿Pero?
—Se llama Viola Dahlke —explicó Anna—. Tiene cuarenta y cinco y ninguna condena anterior. Es un ama de casa de Billstedt.
—Eso no significa que no sea nuestra asesina. ¿Le habéis encontrado un cuchillo?
—No —dijo Anna—. Cuando se ha puesto a buscar algo dentro del abrigo los dos hemos pensado que iba a sacar un cuchillo, pero ha resultado que era una caja de condones.
—¿Condones?
—Nada más —dijo Anna—. No me pregunte qué hacía un ama de casa de cuarenta y cinco años en el barrio rojo de la ciudad, ofreciéndose a darle un meneo a Werner.
—Está bien, no te lo pregunto —dijo Fabel—. Voy a preguntárselo a ella.
Un arresto te priva de la capacidad de elección. Te ves trasladado a un lugar que no has elegido y desposeído de la libertad para abandonarlo. Los delincuentes profesionales aceptan el arresto como un elemento natural de su vida, incluso los que forcejean y se resisten con uñas y dientes hasta que los meten en una celda. Para todos los demás, la experiencia es traumática. O como mínimo, surrealista.
Fabel advirtió a primera vista que Viola Dahlke nunca había sido detenida. Era muy probable incluso que jamás hubiera pisado una comisaría, y mucho menos el Präsidium de la Policía. Parecía sobresaltada y confusa. Asustada. Se la veía muy pálida bajo aquel maquillaje excesivo, y la cruda iluminación de la sala de interrogatorio parecía darle una pátina amarillenta a su palidez y ahondar las sombras bajo sus pómulos. Su pelo, recogido en una cola de caballo, era de ese tono rubio-masilla deslucido con el que tantas mujeres del norte de Alemania se teñían cuando empezaban a perder el color natural. Tanto el maquillaje como el peinado parecían algo forzados en ella, por lo demás, como un conjunto que no le cayera bien.
—Frau Dahlke, entiendo que estará informada de que, según el Artículo Uno-tres-seis del Código de Procedimiento Criminal, tiene derecho a permanecer en silencio. También tiene derecho a recurrir a un abogado. ¿Lo ha entendido?
Viola Dahlke asintió. Parecía como si llevara sobre los hombros todo el peso del mundo y ya estuviera resignada a esa carga.
—No quiero un abogado. Quiero irme a casa. Lo siento. Si he quebrantado la ley, pagaré la multa. No pretendía hacerle daño a nadie. Yo no soy… No soy realmente una de esas mujeres.
—Frau Dahlke, creo que no lo entiende. A nosotros no nos interesa si es una prostituta a tiempo completo, parcial o como sea. Soy el comisario Fabel, de la brigada de Homicidios. Los agentes que la han detenido son detectives de la misma.
—¿Homicidios? —Dahlke alzó sus parpados cubiertos de rímel. Consternación auténtica. Su pavor subió varios grados—. ¿Qué tengo yo que ver con ningún asesinato?
—¿Sabe lo que ocurrió la semana pasada? Vamos, Frau Dahlke, no se le puede haber pasado, salió en todos los periódicos y televisiones. Jake Westland, el cantante pop británico.
La expresión de Dahlke empezó a iluminarse. Lo había comprendido, horrorizada. Escrutó el rostro de Fabel buscando algo; unas palabras tranquilizadoras quizá. Él se las negó.
—Yo no tengo nada que ver con eso —dijo con voz trémula—. Le juro que no tengo nada que ver.
—Frau Dahlke, es usted un ama de casa de mediana edad que se hace pasar por prostituta y que intentó arrastrar a uno de mis agentes a un rincón oscuro. La semana pasada, a menos de doscientos metros de donde la han detenido, una mujer que simulaba ser prostituta se llevó a Jake Westland a un rincón oscuro y lo asesinó.
Dahlke miró a Fabel como si no encontrase las palabras. O como si no supiera qué decir.
—Supongo que se da cuenta de lo seria que es su situación.
—Yo no… Yo… No pretendía hacerle daño a nadie.
—¿Dónde estaba entre las once del sábado 26 la una de la madrugada del domingo 27?
—En casa. En la cama.
—¿Quién puede confirmarlo?
—Mi marido. —La expresión de Dahlke mostraba otra vez que su pavor se había incrementado un par de grados—. Ay, no, por favor… No hable con mi marido, por favor.
—Frau Dahlke, no parece comprender aún la gravedad de su situación. Si no podemos determinar su paradero a la hora del asesinato, la retendremos aquí para someterla a un interrogatorio más exhaustivo y llevaremos a cabo un registro forense completo de su domicilio. Si estaba en casa con su marido, hemos de hacer que él lo verifique.
—¡Pero yo no he hecho nada malo! —sollozó—. No he atacado a nadie. Lo juro.
—¿A qué se dedica usted, Frau Dahlke?
—Trabajo en la biblioteca local. Media jornada.
—¿Y su marido tiene trabajo?
—Sí. Es ingeniero.
—Entonces, ¿por qué ejerce como prostituta?
—No… Yo… —Volvió a mirar a Fabel buscando un poco de comprensión. Luego la desesperación desapareció. Bajó la cabeza y fijó la vista en la mesa—. Solo lo he hecho tres veces —dijo con voz plomiza y apagada—. No lo hago por dinero.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué demonios pone en peligro su salud y su propia integridad?
Ella levantó la vista. Tenía los ojos brillantes y las lágrimas le rodaban por las mejillas, dejando regueros de rímel.
—Soy una mujer vulgar. Siempre lo he sido. Vulgar. Con una vida vulgar, un marido vulgar y unos hijos vulgares. Nunca estuve con otro hombre antes de casarme. Fui una noche al Kiez solo para mirar. No sé por qué. Quería ver qué pasaba, el tipo de gente que va por allí. No sé por qué lo hice, pero entré en un bar y ese hombre… Lo hice con él.
—¿Dónde?
—En su coche. —Los sollozos se habían convertido en silenciosos espasmos que la sacudían entre frase y frase.
—Sigo sin entenderlo —dijo Fabel—. ¿Por qué querría hacer una cosa así?
—Usted no puede comprenderlo. Ningún hombre sería capaz. Lo hacía por la pura excitación. Para sentirme deseada.
—¿Lo habéis oído todo? —preguntó Fabel cuando se reunió en el pasillo con Anna y Werner. Habían presenciado el interrogatorio a través del circuito cerrado de televisión de la habitación contigua.
—Sí —dijo Werner—. Muy raro. ¿Tú la crees?
—¿No hay ninguna posibilidad de que haya arrojado el cuchillo antes de que la detuvierais? —preguntó Fabel.