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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (4 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—¿Y quién lo decidió? —Fabel trató de controlar su arranque de furia—. Yo no, desde luego. Fui expulsado de su vida. Si no recuerdo mal, tú te encargaste de ello.

—Yo había sido apartada de tu vida por ese trabajo tuyo de mierda.

—Directamente a la cama de Ludiger Behrens, según recuerdo —dijo Fabel, aunque se arrepintió de inmediato. Renate era una mujer mezquina. Solo en las últimas fases de su matrimonio había comprobado hasta qué punto podía serlo. Y siempre se las arreglaba para arrastrarlo a su mismo nivel—. Mira, esto no nos lleva a ninguna parte. Me parece que estás exagerando. Gabi solo ha empezado a hablar del asunto. Esperemos a que haya hecho el examen de acceso a la universidad y luego veremos. Como te he dicho, le queda mucho para pensárselo antes de tomar una decisión. Hablaré con ella y me encargaré de que sepa muy bien en dónde se estaría metiendo. Pero te digo una cosa, Renate: si está decidida a convertirse en agente de policía, le daré todo mi apoyo.

La expresión lúgubre en el rostro de Renate se ensombreció aún más.

—No está bien —dijo—. No es trabajo para una mujer…

Fabel la miró boquiabierto.

—No puedo creer que hayas dicho eso. Nada menos que tú, Renate. ¿Qué coño quiere decir que no es trabajo para una mujer? Esto demuestra que yo nunca te consideré como la típica mujer dedicada a los niños, la cocina y la iglesia. Lo cual, con los antecedentes de tu padre…

Fabel sabía que iba a ser abrasado por el fuego que se había encendido súbitamente en los ojos verdes de Renate, así que oyó sonar con alivio su teléfono móvil cuando ella ya estaba a punto de lanzarle una andanada.

—Hola,
Chef
, soy Anna. Usted era seguidor del pop británico de los años setenta y ochenta, ¿verdad?

—Me lo tomo como una pregunta retórica —dijo Fabel en tono de advertencia—. ¿Qué pasa?

—Jake Westland, el cantante y líder de aquel grupo de los setenta, ¿sabe? Resulta que está de gira por Alemania, y se supone que mañana tenía que ofrecer una entrevista en profundidad en la radio NDR.

Fabel soltó un suspiro.

—Al grano, Anna.

—Pues que no podrá asistir a la entrevista. Ha aparecido con las tripas fuera en la Reeperbahn. Y otra cosa,
Chef
: dice que ha sido una mujer la que lo ha rajado; que ella le ha encargado que nos dijera quién era. Que lo ha hecho el Ángel.

—Joder —masculló Fabel, echándole un vistazo a su ex mujer. El fuego se había extinguido en sus ojos; ahora tenía aquel aire de hosca resignación que había adoptado siempre cuando el trabajo lo apartaba de su lado—. Voy ahora mismo.

Habían trasladado a Westland al servicio de urgencias del hospital de St. Georg, pero no tenía sentido que Fabel fuese allí. Por lo que le dijeron, Westland no estaba en condiciones de ser interrogado. En vez de pasarse a verlo, tomó Ost-West Strasse y se dirigió a la Reeperbahn, la calle del pecado de Hamburgo. Allí donde los cordeleros —
reeper
— que daban nombre a la calle habían tejido cabos para los barcos de vela, ahora únicamente se veían neones de bares y cines, sex shops y clubes de striptease, destellando en la noche gélida. Cuando Fabel llegó a la comisaría Davidwache, ya estaba de mal humor. La charla con Renate había sido tan destemplada como era de prever y, encima, había perdido su reproductor de MP3. Siempre que estaba estresado lo conectaba al estéreo de su BMW. Sin música todavía se estresaba más.

La prensa ya se había agolpado en masa frente a Davidwache y tres agentes uniformados se ocupaban de mantenerlos a raya. Además del circo de los medios frente a la comisaría, había otro alboroto en Davidstrasse, la calle de al lado. Un escuadrón de agentes de la brigada antidisturbios forcejeaba con un grupo de mujeres, tratando de subirlas a los grandes furgones verdes de la policía. Algunos de los periodistas se habían acercado a la esquina para sacar fotos de aquella atracción secundaria, pero Fabel fue recibido igualmente con una descarga de flashes mientras se bajaba del coche y se dirigía a la doble puerta de Davidwache. Un equipo de la tele se había abierto paso a empujones hasta la primera fila; Fabel reconoció a la locutora, Sylvie Achtenhagen, que trabajaba para uno de los canales por satélite. «Fantástico», pensó; como si no bastara con toda esa publicidad, encima habría de aguantar a aquella zorra durante la investigación del caso.

—Kriminalhauptkommisar Fabel —Achtenhagen pronunció su cargo completo frente a la cámara—, ¿puede confirmar que la víctima del ataque ha sido Jake Westland, el cantante británico?

Fabel no le prestó atención y siguió adelante.

—¿Es cierto que ha sido obra del llamado Ángel de Sankt Pauli? ¿El asesino en serie que la Polizei de Hamburgo no consiguió atrapar en los años noventa? —Y añadió—: ¿Hemos de entender que su nombramiento como jefe de la llamada súper Mordkommission tiene un especial significado? ¿Han recurrido a usted para arreglar el estropicio que la policía de Hamburgo hizo en la investigación original?

Fabel disimuló su irritación con una expresión paciente y se volvió hacia la locutora.

—El departamento de prensa del Polizeipräsidium hará una declaración completa en su debido momento. Ya debería conocer cómo funcionan las cosas, Frau Achtenhagen.

Le dio la espalda, cruzó la doble puerta y subió las escaleras de la comisaría Davidwache. La angosta zona de recepción estaba atestada de gente. Oyó gritos al fondo a la izquierda, en el área de detención. Lo recibió un tipo fornido de unos cincuenta años, con el pelo casi al cero, y una morena atractiva que iba con tejanos y una chaqueta de cuero al menos una talla más grande de la que le correspondía. Fabel sonrió lúgubremente al Kriminaloberkommissar Werner Meyer y a la Kriminaloberkommissarin Anna Wolff.

—¿Cómo demonios se ha enterado Achtenhagen de la reivindicación del Ángel? —preguntó.

—El dinero lo puede todo —dijo Anna Wolff—. Esa bruja es capaz de sobornar a un camillero de la ambulancia o a una enfermera del hospital para conseguir una exclusiva.

—Sí, es muy probable. Solo nos faltaba tener que aguantarla. Esa mujer prácticamente construyó su carrera con el caso del Ángel. —Fabel hizo un gesto en dirección a la Davidstrasse—. ¿Y qué coño pasa ahí fuera?

—Una coincidencia perfecta —dijo Werner—. Un grupo feminista ha escogido precisamente esta noche para organizar una protesta. Han invadido la Herbertstrasse porque se oponen a que exista en Hamburgo una calle cerrada a las mujeres. Dicen que va contra los derechos humanos, o algo así.

—Tienen razón, la verdad —dijo Fabel, con un suspiro—. Bueno… ¿qué sabemos?

—La víctima es Jake Westland: cincuenta y tres años, nacionalidad británica —leyó Werner de su cuaderno—. Y sí, es «ese». Jake Westland. Por lo que sabemos, había decidido hacer una incursión improvisada por los alrededores de la Reeperbahn, aunque no para captar el espíritu de los Beatles, ya me entiende. Curioso, de todos modos… Yo pensaba que le interesaban más los bares gay. Quiero decir, siendo inglés…

Fabel reaccionó ante el chiste de Werner con una mueca de impaciencia.

—No sé por qué lo hacen —prosiguió Werner—. Los famosos, digo. En fin, Westland se ha librado de sus guardaespaldas y ha desaparecido en la Herbertstrasse. Acto seguido, una prostituta que iba de camino al Kiez lo ha encontrado con las tripas fuera. Él le ha explicado que su atacante, una mujer, le ha dicho que era el Ángel; y luego se ha desmayado.

—¿En qué estado se encuentra?

—Estaba vivo cuando lo han metido en la ambulancia. Al parecer la chica que lo ha encontrado tenía nociones de primeros auxilios. Pero yo diría que sus productores ya deben de estar preparando el CD póstumo de grandes éxitos.

—Hemos metido por la entrada trasera a la chica que lo ha hallado —dijo Anna Wolff. Intercambió una mirada con Werner y sus labios pintados de rojo se abrieron en una sonrisa—. Y a los guardaespaldas. He pensado que le gustaría interrogarlos personalmente.

—Vale, Anna —dijo Fabel, suspirando—, ¿qué sucede?

—Westland había contratado los servicios de seguridad y protección personal Schilmann.

—¿Martina Schilmann?

—Usted y ella eran muy amigos, tengo entendido.

—Martina Schilmann era una magnífica agente —dijo Fabel.

—Entonces habrá sido mejor policía que guardaespaldas —dijo Werner.

Un superintendente de uniforme se unió al grupo. Era un tipo más bajo que Fabel, con el pelo oscuro, tupido e indomable.

—Lo que yo quiero saber —dijo muy serio, mientras le daba la mano a Fabel— es si alguien le ha sacado un autógrafo.

—Hola, Carstens —dijo Fabel sin sonreír—. ¿Aún sigues con tus chistes malos?

—Son gajes del oficio.

Carstens Kaminski tenía bajo sus órdenes al equipo de Davidwache, la comisaría de la Polizei de Hamburgo número 15, que era la que controlaba toda la zona del Kiez, es decir, los 0,7 kilómetros cuadrados del barrio rojo de la ciudad, cuya arteria principal era la Reeperbahn. Durante los fines de semana, la población normal de diez mil personas se incrementaba con los más de doscientos mil visitantes que atravesaban el Kiez. Algunos de ellos entraban borrachos; otros salían sin cartera y sin objetos de valor. Y para unos pocos, aquel paseo por el lado salvaje de la vida acababa en un auténtico desastre.

Los agentes uniformados que salían a patrullar por allí debían poseer una habilidad peculiar: tenían que saber hablar. El Kiez era una zona poblada por chulos, putas, rateros de poca monta y ladrones menos modestos; frecuentada por hombres jóvenes procedentes de los suburbios que bebían más de la cuenta o demasiado deprisa, o ambas cosas a la vez. La mayoría de las situaciones que debían afrontar los agentes de la Davidwache exigían una buena dosis de simpatía y humor; así lograban convencer a más de un juerguista para que volviera tranquilamente a casa y se ahorrara una noche en el calabozo. Carstens Kaminski había nacido y se había criado en el barrio de Sankt Pauli, y no había nadie que sintonizara mejor con el ambiente y la dinámica del Kiez. De ahí que tuviera el sentido del humor campechano típico de la zona.

—¿De qué iba esa protesta? —preguntó Fabel.

—Un grupo llamado
Muliebritas
. O más exactamente, un acto organizado por una revista feminista que lleva ese nombre —explicó Kaminski—. Han entrado pegando alaridos en Herbertstrasse y se ha armado una auténtica batalla campal con las putas. La cosa ya habría sido grave en otras circunstancias, pero con el asunto Westland en marcha… Les hemos pedido que se dispersaran, explicándoles que estaban interfiriendo en el escenario de un crimen y en una investigación, pero la sola idea de llegar a un acuerdo parece ajena a esas mujeres. —Se oyó otra salva de gritos procedente de la zona de detención, como para subrayar lo que acababa de decir—. En fin, tú no has venido por ellas. Por cierto, ¿sabes que Martina está aquí?

Kaminski sonrió de oreja a oreja.

—Sí —dijo Fabel—. Me lo ha dicho Anna.

—¿Tú y ella no…?

—Sí, Carstens —dijo Fabel, suspirando—. Ya hemos pasado ese capítulo. ¿Tenemos una descripción de la mujer que ha atacado a Westland?

—Lo único que ha contado Westland es que ella le ha dicho que era el Ángel. Y eso lo sabemos solo a través de la puta que lo ha encontrado.

—¿Cómo sabemos que ella misma no es el Ángel?

—Según parece, la chica ha hecho todo lo posible para mantener a Westland con vida hasta que ha llegado la ambulancia. Y si esto fuera realmente cosa del Ángel, esa muchacha sería demasiado joven para haber cometido los crímenes originales. Además, aunque intentaba disimular haciéndose la dura, estaba a todas luces bajo los efectos de una gran conmoción. Le hemos sugerido al matasanos que le diera un sedante ligero, pero ella le ha dicho que se lo metiera en el culo.

—Quiero hablar con ella, de todos modos.

—¿Y con Martina? —Kaminski sonrió, lanzándoles una mirada a Werner y Anna Wolff.

—Y con Martina. ¿Qué pasa con el nuevo sistema de cámaras de vigilancia que instalamos en el Kiez? ¿No saldrá nada ahí?

—No —dijo Kaminski—. La atacante de Westland ha tenido mucha suerte o es muy lista. No hay cámaras en esa calle ni tampoco cerca de la plaza. Como bien sabes, el arreglo al que tuvimos que llegar para poder instalar cámaras en el Kiez fue que debían colocarse de un modo selectivo: ninguna en una posición que pudiera grabar a los honorables ciudadanos de esta digna ciudad deslizándose a hurtadillas en un peep-show o un sex shop. Lo cual significa en la práctica que tenemos un montón de agujeros negros. Aun así, he hecho una llamada a la sala de operaciones del Präsidium para que examinen las grabaciones desde una hora antes y hasta una hora después del asesinato. Quizá encontremos algo en las calles aledañas; a la atacante dirigiéndose o abandonando el escenario del crimen, por ejemplo. Entre tanto, voy a llenar las calles de agentes. —Kaminski señaló a todos los que se agolpaban en el vestíbulo—. Interrogaremos, uno por uno, a los proxenetas, las putas y los encargados de los clubs de la zona. Los negocios en el Kiez no van demasiado bien últimamente, y Westland no era precisamente una víctima anónima. Una cosa así no es buena para el negocio. Quizá tengamos suerte.

—Gracias, Carstens.

—Si no te importa, Jan, me voy a impartir instrucciones a esta pandilla —explicó Kaminski, señalando a los agentes que había reunido—. A menos que prefieras explicarles tú lo que deberíamos buscar…

—No, Carstens. Este es tu terreno —dijo Fabel, consciente de que nadie conocía mejor el barrio que Kaminski.

Mientras colgaba su gabardina en el guardarropa de la comisaría, se palpó los bolsillos.

—¿Ha perdido algo? —le preguntó Anna.

—El maldito reproductor de MP3…

Junto con Werner y Anna se dirigió a la parte trasera del edificio. Hasta no hacía mucho, Davidwache había sido exclusivamente una comisaría de agentes uniformados. En 2005, para mantenerse acorde con los tiempos, se había hecho una ampliación por detrás de la construcción original, que se hallaba protegida como monumento histórico. Era en esta parte nueva del edificio donde estaba instalada ahora la unidad de detectives. Kaminski había puesto la sala de conferencias a su disposición para interrogar a los testigos.

Fabel observó por la ventana la Davidstrasse y una parte de Friedrichstrasse. Vio los furgones verdes antidisturbios, que se habían congregado junto al semáforo para trasladar al Präsidium a las manifestantes que no cabían en el diminuto bloque de celdas de Davidwache.

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