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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (25 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—Podría serlo. Hemos establecido que seguramente lo siguieron desde el aeropuerto. Trató de hablar conmigo sin resultado. Mi deducción es que quien iba tras él quería taparle la boca antes de que se pusiera en contacto conmigo. Fuera lo que fuese lo que tuviera entre manos, en cuanto empezara a formularlo y a analizarlo con otros habría demasiada gente al corriente como para controlar la situación. Así pues, lo siguieron primero aquí y luego al sitio donde fue a comer. Ahí entraron en contacto con él. Quizás hicieron que alguien se ganase su confianza. Una mujer. Tal vez nuestra Valquiria.

—Pero si él está investigando a una asesina profesional…

—Jespersen no sabe que ellos están al tanto, recuérdelo. Una mujer atractiva tropieza con él, entablan conversación. No tiene por qué sospechar.

—Jens no era un tipo muy locuaz. —Vestergaard soltó una risa amarga—. Y menos lo habría sido en Alemania.

—Recuerde que hablamos de auténticos profesionales. Gente preparada, informada. Debieron de utilizar algo para que picase. Tal vez ella no tenía aspecto de alemana. Tal vez parecía danesa. No sé, algo para pillarlo desprevenido.

—Pero no sabemos a dónde fue a almorzar.

Fabel dio un respingo, como si le hubiera dado la corriente.

—¡El muñeco!

—¿Qué muñeco?

—Encontramos un muñeco, uno de esos ositos de recuerdo de Hamburgo. Estaba en la habitación del hotel con sus cosas. —Fabel sacudió impaciende—. Espere un momento.

Pulsó el botón del teléfono del coche y se comunicó de nuevo con la brigada. Preguntó por Anna Wolff.

—Anna, voy a pedirte que hagas una cosa y ya sé que te va a parecer trivial. Créeme, no lo es. ¿Te acuerdas del osito que encontramos en la habitación de Jespersen? Debería estar en el armario de pruebas.

—Debería —dijo Anna—, pero no está ahí. Lo tengo en mi escritorio. Lo he llamado Capitán Monada.

—Por el amor de Dios, Anna. Se trata de una prueba. No puedes… —Fabel inspiró hondo—. Olvídalo. Mira la etiqueta del fabricante y ponte en contacto con él. Quiero saber en qué tiendas lo distribuyen en Hamburgo. Compruébalo en un radio de tres kilómetros alrededor del hotel de Jespersen. Como te digo, es urgente. E importante.

—Me las arreglaré —dijo Anna con tono inexpresivo.

Fabel colgó y se volvió hacia Vestergaard.

—Si localizamos la tienda, quizá tengan cámara de seguridad. O tal vez esté en una galería con circuito cerrado. En ese caso podríamos echarle un vistazo a la asesina de Jespersen.

3

S
ylvie Achtenhagen decidió no ir en coche a Berlín. Tomó el metro desde Altona hasta la estación principal de Hamburgo y aprovechó el reluciente y novísimo tren de alta velocidad que conectaba las dos mayores ciudades de Alemania.

Se tardaba poco más de hora y media en llegar. El tiempo se había mantenido despejado y frío, y Sylvie contempló cómo se deslizaba junto a ella el paisaje llano del norte de Alemania, repasando de vez en cuando las notas que había tomado.

Igual que el tren en el que había viajado, la Estación Central de Berlín era toda una declaración de principios: una promesa de futuro. Con solo dos años de antigüedad, la estación venía a ser ahora el principal punto de referencia de Berlín: una estructura de metal y vidrio entrelazados a una escala monumental, proclamando a los cuatros vientos que aquello era, a fin de cuentas, el corazón de la nueva Europa. Sylvie se abrió paso hasta el vestíbulo principal y salió a la parada de taxis.

—¿Adónde, cielo? —dijo el taxista, con fuerte acento berlinés.

—A la Oficina Birthler.

—Para ver su expediente, ¿no, guapa?

Oficina Birthler, o BStU, era el apodo abreviado de la sede de una institución de nombre interminable: la Comisión Federal para Preservar los Archivos del ministerio de Seguridad del Estado de la República Democrática Alemana. La fórmula abreviada procedía de la comisionada federal en activo, Marianne Birthler.

Solo tardó quince minutos en llegar a la Oficina Birthler. Tras esperar otros diez, Sylvie fue recibida por un hombre demacrado de cincuenta y pocos años que se presentó como Max Wengert. Según explicó él mismo, trabajaba en el departamento encargado de atender las solicitudes de los medios para acceder a los archivos. Sylvie, siendo un rostro conocido de la tele, ya estaba acostumbrada a que la gente reaccionara hacia ella de un modo distinto a como lo habría hecho en circunstancias normales. Había algo en la amplia sonrisa de Wengert al saludarla que indicaba que sonreír no era para él una cosa de todos los días. Y solo por ese saludo, Sylvie reconoció a una persona a la que probablemente podría manipular para que revelase más información de lo que debía.

—Es muy amable de su parte tomarse la molestia de ayudarme, Herr Wengert. —Sylvie sonrió con dulzura mientras él la hacía pasar a una sala de entrevistas—. Personalmente, por así decirlo.

—Debo reconocer que soy una especie de fan suyo —dijo él, volviendo a sonreír y mostrando una dentadura manchada de tabaco.

Sylvie se lo imaginó solo en un minúsculo apartamento berlinés, mirándola por la tele. Adornó la imagen un poco más de la cuenta y sintió un escalofrío de repulsión. Pero se las arregló para disimularlo.

—¿Ha conseguido encontrar algo sobre el nombre que le di… Georg Drescher? —preguntó.

Wengert apartó una silla de la mesa y la invitó a tomar asiento. Su cara gris y alargada adoptó una expresión confidencial.

—De hecho, Frau Achtenhagen, se da una curiosa coincidencia: es usted la segunda persona que se interesa esta semana por ese nombre.

—¿De veras? ¿De quién procedía la otra solicitud? ¿Era otra cadena?, ¿o un periódico?

—Ninguna de las dos cosas. —Wengert pareció vacilar un instante—. Bueno, supongo que no hay ningún mal en decírselo. No, no era una solicitud de los medios. Venía de la policía. De la Polizei de Hamburgo.

—Ya veo… —dijo Sylvie—. ¿Dijeron por qué les interesaba Drescher?

—No. No pude ayudarles, de todos modos. Y me temo que tampoco puedo ayudarla a usted. Nos consta que existió por otros expedientes donde se cita su nombre, pero no hemos localizado ningún archivo personal del comandante Georg Drescher. Tampoco otros expedientes importantes que se refieran a él o a sus actividades. Todas las menciones de su nombre aparecen en documentos menores; a veces únicamente en notas a pie de página.

—¿No es eso, hum… un poco raro?

—Ni mucho menos, Frau Achtenhagen. La Stasi tenía montañas de expedientes, millones. Cada informe de un colaborador extraoficial era redactado, clasificado y archivado. Tome usted por ejemplo los expedientes personales sobre particulares: hay seis millones. De una población total de, ¿cuántos? ¿Dieciséis millones? Eso significa que hay muchísimo material intrascendente. En cuanto a los documentos relevantes, los grandes secretos, muchos fueron triturados o retirados del archivo. A finales de 1989 y principios de 1990 la Stasi se olió lo que se avecinaba. Tampoco hacía falta mucho olfato, si me permite el juego de palabras: había miles de activistas de los derechos civiles esperando fuera para arrasar el lugar entero y apoderarse de los expedientes, cosa que hicieron el 15 de enero. Me imaginó que en el cuartel general de la Stasi debió de desatarse el caos en los días y horas previas, antes de que los manifestantes irrumpieran allí. Cuando ellos lograron entrar, detuvieron la destrucción de archivos, pero muchos de los documentos más comprometedores ya habían sido triturados. Recuperamos unos diecisiete mil sacos que contenían casi cincuenta millones de páginas trituradas. Y aún estamos tratando de reconstruirlas. Pero hay más todavía. Entre todos aquellos activistas de los derechos civiles que irrumpieron en el primer momento había miembros de la CIA que se apoderaron de una parte de la información más delicada. Querían obtener las listas de los agentes que trabajaban en Occidente. Y yo me atrevo a suponer también que entre los manifestantes había no pocos agentes e informadores de la Stasi decididos a sustraer sus expedientes antes que se les adelantase nadie.

—¿Y usted cree que fue eso lo que ocurrió con los archivos de Drescher? —dijo Sylvie—. ¿Que consiguió borrar todo lo relativo a su persona?

—Tal vez, aunque no es seguro. Todavía estamos tratando de reconstruir los documentos triturados o rotos a mano. Hace solo un año que desarrollamos un software capaz de recomponer digitalmente las páginas y de acelerar sensiblemente el proceso. Aun así, tenemos trabajo hasta el 2013. Pero ya puede estar segura de que se producirán sorpresas desagradables entre tanto. Muchos antiguos agentes e informadores de la Stasi no deben de conciliar el sueño fácilmente, se lo digo yo. Quizá los expedientes de Drescher estén por ahí, en algún rincón, y solo falta que los reconstruyamos.

—Suponiendo que estén aquí. —Sylvie soltó un largo suspiro de decepción.

—Hay algo más… —Wengert se inclinó, bajando la voz—. ¿Sabía que la BStU va a ser absorbida por la Oficina de Archivos del Estado? Es una consecuencia de la investigación Hans Hugo Klein, que demostró hasta qué punto la BStU ha sido infiltrada por antiguos elementos de la Stasi: gente que podría estar trabajando aquí dentro para esconder o destruir los archivos que supuestamente debemos preservar y reconstruir.

—¿Así que Drescher igual tiene un cómplice aquí dentro?

Wengert se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Siento no poder ser de más ayuda.

—¿Qué me dice de los otros nombres que le di?

—Verá, ese tipo de información, a menos que esté relacionada con su expediente personal, si es que tiene usted uno aquí, o a menos que pueda probarse que es de interés público, no puedo facilitársela.

—Herr Wengert… —Sylvie le sonrió al funcionario y observó cómo se derretía. Los hombres eran tan fáciles de manipular—. ¿Acertaría si digo que usted fue uno de los activistas de los derechos civiles que tomaron la Bastilla de Lichtenberg?

Wengert sonrió con orgullo.

—Sí. En efecto.

—Entonces es usted un hombre decidido a defender lo que es justo. Un hombre al que le importa la verdad. Y acaba de decirlo usted mismo: este sitio está seguramente infestado de escoria de la Stasi. ¿Cómo vamos a llegar a la verdad si nosotros cumplimos las normas y ellos no? Le prometo que las personas de la lista que le envié no son las que quiero desenmascarar. Solo pretendo hablar con ellas, nada más. Pero puede que me sirvan para llegar a Drescher. Y él sí es un elemento de cuidado. No le estoy pidiendo que ponga en peligro sus principios, Herr Wengert. Le pido que los defienda una vez más.

Wengert miró a Sylvie. Tras sus ojos insulsos se desarrollaba a todas luces una lucha interna. Finalmente, se levantó con determinación.

—Espere aquí un momento, por favor —dijo, y salió de la sala.

4

F
abel había dejado a Vestergaard en el hotel para que se refrescara. Había prometido avisarla en cuanto averiguasen dónde había almorzado Jespersen, o si descubrían imágenes que probaran que lo habían seguido desde el aeropuerto. Tenía la impresión de que habían avanzado, pero la posibilidad de que se tratara de una búsqueda inútil no dejaba de atormentarlo.

Iba ya de vuelta hacia el despacho cuando Anna le telefoneó.

—He recibido una llamada —le dijo— de una comisaria avispada y súper ansiosa de la comisaría número doce, en Klingberg. Quiere hablar con usted cuanto antes. Le he dicho que la llamará más tarde, pero ya que anda por la zona…

—¿De qué se trata?

—Un suicidio. Todo muy simple al parecer; el tipo dejó una nota. Se lanzó al vacío y cayó de morros. Por lo que me ha explicado la comisaria, ha quedado guapo…

—Anna… —Fabel imprimió un tono de advertencia a su voz.

—En fin, nos ha llamado porque cree que hay algo raro en el asunto. Reconoce que puede ser una sensación infundada, pero quiere hablarlo con usted.

—¿Ha preguntado por mí en particular?

—Diría que quiere mi puesto. No puede ser más oportuna.

Fabel dejó pasar la pulla.

—¿Está de servicio ahora mismo?

—Sí. He pensado en avisarle por este asunto de la Valquiria. Ya sabe, cualquier muerte sobre la que puedan caber dudas.

—¿Cómo se llama ella?

—Iris Schmale. Deduzco que con toda su exuberancia de colegiala no será difícil reconocerla.

La comisaría de policía 12, en Klingberg, era menos conocida que la Davidwache, pero desde el punto de vista arquitectónico resultaba quizás más impresionante. Uno de los edificios históricos más famosos de Hamburgo era el Chilehaus, en el Kontorhaus Quarter. El Chilehaus, como explicaban todos los guías turísticos, había sido diseñado para evocar la forma afilada de la proa de un barco. La comisaría de Klingberg había sido construida en 1906 en el flanco del Chilehaus y era, por sí misma, una magnífica obra de ladrillo.

Fabel reprimió una sonrisa cuando la comisaria criminal Iris Schmale lo recibió en la oficina principal. Era exactamente como Anna se la había imaginado: joven, lozana y llena de entusiasmo. Tenía una rebelde mata de pelo rojo recogida en una larga cola de caballo y su tez blanca estaba salpicada de pecas, lo cual le daba un aire aniñado.

—Me han dicho que tiene un suicidio que huele a chamusquina —dijo Fabel.

—Así es, Herr Kriminalhauptkommisar. El hombre se llamaba Peter Claasens. Poseía y dirigía una agencia de transporte marítimo junto al Kontorhaus Quarter. Por lo que he averiguado, lo tenía todo: esposa, hijos, un próspero negocio.

—Todos los días se suicidan personas con familia y negocios florecientes —dijo Fabel—. Y tengo entendido que el difunto dejó una nota.

—¡Exacto! —dijo Schmale. Fabel no pudo contener una sonrisa ante su vehemencia—. Es eso. Hay algo en la nota de suicidio que resulta… —Frunció el ceño, buscando la palabra apropiada—. Ambiguo.

—¿La tiene aquí?

Ella le entregó una hoja.

—Es una fotocopia. La nota apareció a bastantes metros del cuerpo. Sin manchas de sangre. Las únicas huellas que aparecen son las del difunto.

Fabel empezó a leer la nota en voz alta.

—«Querida Marianne…». —Alzó una ceja, inquisitivamente.

—La esposa.

—«Querida Marianne, lamento tener que hacer esto, y sé que ahora mismo estarás furiosa conmigo, pero quiero que comprendas que no me queda otro camino. Me resulta muy duro dejarte a ti y a los niños, pero lo mejor es que me vaya. Me he asegurado de que contáis con todos los medios necesarios y no quiero que me guardes rencor por haber tomado la única decisión que puedo tomar. Es una decisión mía y quiero que sepas que nadie más ha influido en ella. Me apena pensar que no estaré ahí todos los días para ver crecer a los niños, pero tal como estaban las cosas, ya no podía seguir así por más tiempo. Sé que lo comprenderás. Adiós… Peter». —Fabel le devolvió la hoja a Schmale—. ¿Ha hablado con la esposa?

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