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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (32 page)

BOOK: La venganza de la valquiria
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—¿Todavía sigue creyéndolo?

—Nosotros aprendimos a manejar a Margarethe y, con la medicación y el trato adecuado, ella era capaz de convivir con el resto de los pacientes del sanatorio. Luego le explicaré mejor por qué la medicación y el trato eran tan importantes en su caso, aunque creo que usted ya lo ha experimentado de primera mano. Aun así, Margarethe se pasaba horas sentada junto a la ventana, sin hablar con nadie salvo con su propio reflejo.

—Su hermana —dijo Fabel, suspirando.

—Eso fue lo que averiguamos en la terapia, sí. Y aquí llego a lo más importante. El tumor que le extirparon era benigno, pero de tamaño considerable. Cuando algo así se extrae del cerebro se producen una serie de cambios. Hay alteraciones químicas y de la presión intracraneal, y las partes del cerebro que estaban oprimidas se ven liberadas y tienen más espacio para desarrollarse, sobre todo si el paciente es un niño. En el caso de Margarethe, su personalidad cambió. Ella había sido una niña normal y sensible, con las capacidades propias de su edad. Después de la operación se volvió distante, remota. Pero sus resultados escolares y deportivos mejoraron de modo radical. Lo cual me lleva a las afirmaciones que ella ha hecho después.

—¿En qué consisten?

—Ha de tener presente que nuestra experiencia de la posguerra, en el Este, fue muy distinta. Aquí pasaron cosas que ni siquiera puede imaginar. Que todavía tenemos problemas para aceptar. Lo que Margarethe nos contó era tan increíble, tan fantasioso, que lo atribuimos a una paranoia esquizoide. Pero luego, a medida que pasaba el tiempo, empecé a abrigar dudas. Quiero decir, algunos pacientes padecen paranoias elaboradas con gran detalle, pero aquello resultaba demasiado elaborado. Una parte de mi trabajo consiste en tratar de poner de manifiesto la falsedad de los delirios paranoicos para encontrar una grieta y abrirla mediante la lógica, de tal manera que los propios pacientes, con la ayuda de la medicación adecuada, puedan ver sus fantasías como lo que son.

—Pero no había fisuras en la historia de Margarethe.

—Ninguna. Yo mismo he investigado un poco en la Comisión Federal de los archivos de la Stasi. He descubierto que muchos de los nombres que ella me había dado eran realmente de antiguos miembros de la Stasi. Y esa información me la facilitó cuando los archivos todavía se estaban cotejado y reuniendo de nuevo.

—O sea que decía la verdad…

—Seguía siendo un hecho que sufría una grave perturbación. Y que había cometido varios asesinatos. Pero lo cierto, por otro lado, es que ardía en su interior una rabia y un deseo de venganza enormes. Y ese resentimiento se dirigía en gran parte a Georg Drescher. Verá, Herr Fabel, Margarethe afirma que ella fue una de las tres jóvenes seleccionadas por la Stasi y adiestradas por el comandante Georg Drescher.

—Adiestradas… ¿para qué?

—Como asesinas. Sostiene que ella y sus compañeras fueron adiestradas en toda una serie de métodos para acabar con una vida humana, así como en técnicas de espionaje y ocultación e incluso en modos de seducir a sus víctimas. Dice que les dieron un nombre en clave. Que las llamaron las Valquirias.

Al entrar en el centro de coordinación de la brigada de homicidios, Fabel se sintió como un actor improvisado que camina bajo los focos hacia el escenario. Siempre había momentos así durante una investigación: cuando, al producirse una novedad, un avance importante u otro asesinato, el ambiente se cargaba con una tensión eléctrica y todo el equipo lo miraba con expectación. Pero ahora mismo lo único cierto era que le dolía la cabeza, que se sentía cansado e indispuesto y que a duras penas lograba asimilar la enormidad de lo que acababa de revelarle el psiquiatra de Margarethe.

Anna le ofreció un café y un par de tabletas de codeína, y le dijo en voz baja:

—¿Se da cuenta del error que ha cometido?

—Estoy convencido de que me lo vas a explicar. —Fabel se metió las dos tabletas en la boca y las tragó con ayuda del café, que estaba demasiado caliente.

—Ha adoptado un criterio sexista —dijo Anna—. Y no vaya a sulfurarse. No digo que usted lo sea. Pero si ahí dentro ha pasado lo que ha pasado es porque la ha tratado de un modo distinto por ser mujer. Usted había visto lo que le ha hecho a ese tipo en el apartamento. Si el sospechoso hubiera sido un hombre lo habría tenido esposado a la mesa.

—Lo tendré presente en el futuro —respondió Fabel, volviéndose hacia el resto de los presentes—. Ya os habéis enterado todos de que ha habido un avance importante en el caso. Bueno, no sé hasta que punto es un avance. Ha aparecido muerto otro hombre, torturado salvajemente en un acto de venganza. Podría ser muy bien que Margarethe Paulus fuera la culpable de los crímenes de Sankt Pauli, así como del asesinato del detective danés Jens Jespersen. —Fabel dio otro sorbo de café y se sentó en la esquina de la mesa más cercana—. En el escenario del asesinato de Westland encontramos un único pelo rubio, que tenemos motivos para creer que pertenecía a la asesina. Antes de seguir adelante debo deciros que el ADN no coincide con el de la mujer detenida.

—Lo cual no quiere decir que no fuera ella —dijo Werner—. También podría significar que el pelo no era de la asesina.

—Tal vez —dijo Fabel. Lo distrajo la llegada en ese momento de Dirk Hechtner y Henk Hermann—. No esperaba veros de vuelta tan pronto —les dijo—. Os he ordenado que guardarais en bolsas de pruebas todos los objetos de la sospechosa.

—Ya lo hemos hecho —dijo Hechtner—. No había gran cosa. Tenía solo tres trajes: uno de vestir, otro de oficina y uno informal. Hemos entregado a los forenses lo que parecía un conjunto de instrumentos quirúrgicos. Al parecer, fue de allí de donde sacó los utensilios que se llevó a la cocina.

—¿Qué más habéis encontrado? —preguntó Fabel.

—Cuatrocientos euros… —dijo Henk Hermann—. Una pistola…

—¿Qué clase de pistola?

—Un modelo que nunca había visto —dijo Hermann—. Se parece un poco a una vieja PPK, pero no tan antigua, y tiene un rótulo de «Made in Croatia» grabado en un lado. Así que hemos buscado en el ordenador. Al parecer, es… —Henk consultó su cuaderno de notas—… una PHP MV-9. Fabricada por los croatas a principios de los años noventa, durante la guerra de independencia. Según parece, entre los fanáticos de las pistolas es casi una pieza de coleccionista. Una rareza. Había también un extraño guante-cuchillo… un objeto rarísimo, como una correa de cuero que se ajusta alrededor de la mano y la muñeca, con una placa oculta de metal que te cabe en la palma y una hoja curvada que sale de la base. Suponemos que era más bien un arma, y no un utensilio.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Fabel.

—Se la hemos dado a los forenses para que la analicen —dijo Dirk Hechtner—. Si la hoja ha sido usada como arma, me juego la paga de la semana a que encontramos sangre en la correa.

—Muy bien —dijo Fabel—. ¿Algo más?

—Un estuche de maquillaje —dijo Dirk—. Tenía tintes para el pelo de varios colores, distintos tipos de maquillaje… No cosméticos ordinarios, sino material que podría utilizarse para cambiar de apariencia. Otros accesorios también. Nos ha costado un rato deducir para qué servían algunos de ellos: prótesis de pómulos para cambiar la forma de la cara, ese tipo de cosas. También hemos encontrado una carpeta con documentos para respaldar su identidad como Ute Cranz.

—A ver un momento —dijo Anna—. Margarethe Paulus es una lunática fugada de un sanatorio mental, donde se ha pasado los últimos quince años. ¿De dónde demonios sacó todos esos recursos?

—Esa sí que es una buena observación —dijo Fabel—. Es bastante obvio que recibió ayuda del exterior. Una ayuda muy profesional. Repasemos lo que hemos descubierto: la víctima es un tal Robert Gerdes, aunque seguramente no era esa su identidad. Es muy probable que se trate de Georg Drescher, un antiguo comandante de la sección HVA de la Stasi. Lo que sabemos hasta ahora es que Drescher era el mando directo de tres agentes femeninas altamente preparadas y adiestradas en particular como asesinas. Parece que Drescher abrazó con entusiasmo la economía de libre mercado y montó su propia empresa de Asesinato y Cía., aquí mismo, en la Ciudad Libre y Hanseática de Hamburgo. Puede deducirse casi con seguridad que Margarethe Paulus, aunque tal vez hubiera sido su protegida en el pasado, no era una de sus asesinas a sueldo en activo. Básicamente porque, como señalaba Anna, había sido confinada en un sanatorio vigilado en Mecklemburgo. —Se detuvo e inspiró hondo—. Nosotros contábamos con indicios de que hay una asesina profesional, una de las más eficientes del mundo, que actúa desde Hamburgo. Y que se llama, supuestamente, la Valquiria. Ahora tenemos a un antiguo mando de la Stasi asesinado por una de las tres mujeres a las que habría adiestrado personalmente en su día, también conocidas como Valquirias. Puede que el propio Drescher fuese la ayuda exterior. Supongamos que tuviese trabajando a sus órdenes a una o incluso a las dos Valquirias restantes. E imaginemos que los negocios le iban tan bien que se vio obligado a rechazar encargos. Quizá quería ampliar el negocio e incluir a otra de sus antiguas protegidas en el equipo.

—¿No te parece improbable? —dijo Werner—. Piénsalo: hablamos de una empresa altamente cualificada y sometida a una rígida disciplina. No se te ocurriría incorporar a una chiflada.

—Quizá pensó que no era tan chiflada bajo su mando. Que él podría controlarla. Que él sabría proporcionarle el contexto adecuado para que funcionara.

—Sí, claro —dijo Anna con un bufido—, seguro. Toda mujer necesita a un hombre que la complete. —Y añadió, antes de que Fabel pudiera responder—: Creo que va totalmente descaminado,
Chef
. No es posible que él la juzgase tan erróneamente. Mire lo que Margarethe le ha hecho.

—Pero mira los recursos con los que ella contaba solo unas semanas después de haberse fugado. Si no fue Drescher, ¿quién le proporcionó todo lo que necesitaba? —dijo Fabel. Al ver que nadie respondía, prosiguió—. ¿Qué más tenemos?

—He hablado con Theo Wangler —dijo Anna— y tengo un fotograma del circuito cerrado de la Reeperbahn donde aparece el falso taxi. Me temo que no sirve de mucho. Han hecho todo lo posible para limpiar la imagen, pero inútilmente. El Mercedes llevaba matrícula falsa y la cara del conductor no se ve con la suficiente claridad como para identificarlo. Ni siquiera se puede afirmar realmente si era un hombre o una mujer quien estaba al volante. Ha habido más suerte con el Hanseviertel. Tenía usted razón, Jens Jespersen almorzó allí. No hay cámaras en el restaurante del sótano, pero hemos encontrado esto…

Anna le entregó una impresión de una imagen sacada del circuito cerrado de televisión. Jespersen estaba en el atrio central, junto a la puerta del ascensor transparente, muy cerca del restaurante. A su lado había una mujer con una desordenada melena rubia. Tenía la cara parcialmente girada hacia la cámara y en la ampliación quedaba muy borrosa. Pero se veía lo bastante para deducir que Jespersen y ella estaban conversando.

—¿Has encontrado algo más que esto? —le preguntó a Anna.

—No. Varias imágenes de espaldas, nada más. Cada uno salió por su lado. Él hacia Neuer Wall; ella por Poststrasse. Pero eso no significa que no hubieran quedado más tarde. A partir de las imágenes de las cámaras, pese a todo, hemos podido calcular la estatura de esa mujer: un metro setenta y tres o setenta y cuatro aproximadamente, dependiendo de los tacones.

—Que vaya alguien al restaurante…

—Ya está —lo interrumpió Anna—. Envié a un agente con la foto de Jespersen y una copia de esto —dijo, señalando la imagen del circuito cerrado—. Y para que hablase con todo el personal que trabajaba en ese turno. Por ahora, nada.

—De acuerdo —dijo Fabel—. Vamos a volver al apartamento de Drescher. Esta vez lo pondremos patas arriba. Si esas Valquirias son reales y sacamos a Margarethe Paulus de la ecuación, nos quedan todavía dos más. Y una de ellas, o tal vez ambas, trabajaba para Drescher. Ahora han quedado a la deriva. Por lo visto, durante años hemos tenido delante de nuestras propias narices a una o dos asesinas profesionales extraordinariamente preparadas. Ahora se mueven por ahí por su propia cuenta y tal vez estén desesperadas. No es una idea que me guste demasiado ¿Qué hay, Werner? —añadió, reparando en la expresión pensativa de su adjunto.

—¿Qué vamos a transmitirle a la prensa sobre este asesinato? —preguntó—. No había ningún reportero cuando yo he salido.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Fabel.

—Si Gerdes es el comandante Drescher, entonces era sobre todo un espía. Por formación y por propia inclinación.

—¿Y?

—Se me ocurre que si dirigía una empresa de asesinas a sueldo, debía relacionarse con ellas como en una célula de espionaje. O sea, con un estricto sistema de información restringida, donde cada uno sabe solo lo imprescindible. Tendrían un punto de encuentro, pero seguro que ninguna se acercaba jamás al apartamento privado de Drescher.

—Ya veo —dijo Anna, con repentina animación—. Lo cual quiere decir que un asesinato en esa calle o en ese bloque no significará nada para la Valquiria, a menos que salga a relucir el apellido Gerdes o Drescher.

—Exacto —dijo Werner—. Apuesto a que ella ni siquiera conoce el apellido Gerdes. —Se volvió hacia Fabel—. ¿Qué te parece si «borramos» esta historia o la disfrazamos un tiempo como otra cosa? Así la Valquiria no sabrá que está muerto. Luego, si logramos averiguar el mecanismo para contactarla (o contactarlas, suponiendo que sean dos) podríamos echarles el guante.

Fabel se rascó el mentón pensativamente. El tacto rasposo le recordó que no había tenido tiempo de afeitarse antes de salir corriendo a la escena del crimen de Drescher.

—Es una idea… —dijo—. Sylvie Achtenhagen no estaba frente al edificio, cosa que indica que nadie ha establecido aún la conexión. Hablaré con el departamento de prensa, a ver si pueden disimular el asunto durante un tiempo… Está bien, Werner: vamos a seguir tu idea. Lo primero que hay que hacer es descubrir cómo contactaba Drescher con la Valquiria. Vamos a poner patas arriba su apartamento.

5

N
unca la he visto en la tele —dijo la vieja, mientras dejaba en la mesa la bandeja con café y galletas hechas al horno.

—Es un canal por satélite. —Sylvie sonrió y tomó la taza que le ofrecía. El café tenía un regusto acaramelado: Rondo Melange—. Veo que no tiene satélite. Nuestro canal abarca la mayor parte del norte. Debería ponerlo. ¿Es que no mira mucho la televisión?

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