La vida perra de Juanita Narboni (7 page)

BOOK: La vida perra de Juanita Narboni
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con marco de plata... que a mamá no le falten las rosas. Pero no es eso, sufro, he sufrido siempre por todo y por nada, y mucho más por nada, porque para mí nada es algo, algo que no tiene explicación pero que está latente y cuando intento comunicarlo todo el mundo se ríe de mí: eso no es nada, Juani, por favor, no es nada. Pues mira lo que te digo: es algo. Las liebres muertas con su chorreón de sangre saliéndoles por la boquita en una tienda como La Liévre Sans Rancune me ponen enferma. Ya sé que existe un páté, unas codornices, no puedo, no puedo, en esos momentos tengo conciencia de mi maldad y de que un buen día sufriremos un castigo. Mentira. Todos los castigos son una mentira. La Tone de Babel y ahora de pronto en la ciudad levantan un edificio de doce plantas y no pasa nada. Yo estaba como hechizada. Es verdad que la noche que llegaron a poner la bandera en la planta doce cayó una tormenta, una tormenta de mierda. Yo ya me sentía anastrada por las aguas, que hasta se me trababan las palabras y llegué a pensar en la confusión de lenguas. Me sentía anastrada, perdida, sin poder gritar, sin ni siquiera poder despertar a la estúpida de mi hermana que dormía como de costumbre no enterándose de nada. Perdida. Todos mis pecados aparecieron de pronto como en un desfile y no hacía más que pensar en mi caída. Nos vendrá un mal, pensaba. Ni caímos, ni nos vino un mal y Federiquito Braccone, que había invertido su dinerito en aquella sociedad, se convirtió, de la noche a la mañana, en un hombre de negocios. En cambio, la desgraciada de mamá con esos tenenos que compró en Mers Tarjorsh —es cierto que por una miseria—resultaron después que eran de tierra movediza y se jafreó, que ahora que se está vendiendo todo, no hay un Dios que los compre. Y, justo al ladito, los chusmas de Bodegas Cañero están construyendo una colonia. Milliardaires. Vivir para ver. Deja de insistir, Bella, que se me llenará toda la casa de rosas, te conozco. Eres como eres. Naturalmente, mañana se levantará temprano mi hermanita y se lucirá por la calle de los Siaghins con un gran manojo que depositará a los pies del Cristo de la Purísima. Bonito cuadro. El miedo que me da sólo pensar que esta noche tengo que dormir en casa. Es igual que si volviera tarde de un cine y mamá me estuviera esperando. Pero no tengo que ser cobarde. Papá se encerrará en su despacho después de haber comprado el
Tangier Gazette, La Dépêche Marocaine
y
Presente,
porque ya no se lleva
La Linterna
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,
que era lo que a él de verdad le gustaba de la prensa española. Mira por dónde, de pronto me acuerdo del duende de Zaragoza
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con el sustazo que pasamos, que estuvimos todo el invierno sin encender la chimenea, no se fueran a oír voces.
Presente
es el primero que tira a la basura porque los periódicos españoles nunca dicen nada interesante. Del
Tangier Gazette
sólo leerá los resultados del partido de polo en el Country Club y en la
Dépeche Marocaine
las novelas y leyendas de Elisa Chimenti. Mi hermana habrá cogido libros del Consulado Inglés o del Hotel Minzah, una perversidad, seguro, y si son verdes tendremos luz encendida para toda la noche. Me han dicho que hay ahora un torero, Manolete creo que se llama, mamá siempre habló de Domingo Ortega
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, como que yo cantaba el pasodoble llena de entusiasmo: «Domingo, Domingo Ortega, torero de maravilla...» Perdona, Bella, ¿qué decías? Estoy disparatando. Sí, ya me entero, que venga cuando quiera. Estoy desbarrando, estoy en otro mundo. Sí, sí. No es eso mi vida, no se trata de venir cuando quiera, se trata de que mi vida no es precisamente un venir cuando quiera. No te lo puedo explicar en voz alta porque no es chic. De acuerdo, un concierto de piano en el Villa Valentina por Margarita Díaz de Tuesta. Lo que me molesta del Villa Valentina es que al lado de la sala de conciertos tienen las cocinas y se oye cómo friegan los platos. A los conciertos, sí, pero no me obligues a ir al cine. Mi hermana irá inmediatamente, de incógnito si puede, y con mucha más razón ahora que en el Mauritania está anunciada
La espía de Castilla
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.
Compraremos discos, gastaremos dinero, cambiaremos la casa y haremos el disparate del siglo en un intento desesperado por no poder recuperar a lo que más queremos en este mundo: a mamá. Siempre lo dije: yo reaccionaré de una forma y ella de otra. Y lo que más miedo me da, que lo digo de verdad, es que de mi reacción no me asusto, pero lo que es de la reacción de esa perversa... Nos dará que hacer. Bueno, Bella, mi vida, au revoir, Bella, recuerdos a Donna. Adiós, León. Nos veremos. Sí, sí. Seguiré todos vuestros consejos: cambiar la casa, manejar a papá, ya lo sé, Bella, todo el peso caerá sobre mí. Oreste, mi rey, bendito, un beso. ¿Te llevas a mi hermana? Te lleves el mal. No, si no me preocupo. Ya me la devolverás, desgraciadamente. Ojalá te la llevaras para siempre, pero no es mujer para ti, no hace falta que digas nada, te comprendo. Ella no es mujer para nadie porque, por lo que estoy viendo, es la mujer de todos. Y la muy estúpida pensará que está a punto de pescarte. En su inconsciencia lleva el castigo. ¿No te das cuenta, maldita, que tú nunca podrás tomar el té con Berenice Duppo? Ella es condesa. Y no hay más que verla, todo ese teatro... Un poco sieso, pero auténtica. No te veo yo en casa de esa gran señora, cuando ni siquiera sabes comer una tortilla como Dios manda. Eres un chocho loco que sólo el demonio sabe dónde irás a parar. Gracias por tus flores, Bella. Manolo, hijo, aquí me tienes. Anda, papá, sube de una vez. Se le entorpecen las piernas al pobre, no sé si es la ciática o es el whisky. Gracias, Manolo, por ayudarlo a subir. Papá, por favor, acaba de una vez. Adiós, adiós, merci infiniment. Son muy buenos. Sólo de pensar que tengo que volver a casa me entran temblores. Menos mal que Hamruch me estará esperando, le dije que me esperara. Eso es, ahora papá quiere que lo deje Manolo en La Canebiére. ¿Te parece bonito? Sí, sí, tienes que hablar con maître Saurin. ¿Y yo? Bueno, bueno, hijo. Ya empieza el calvario. ¿Y ahora qué hago yo? Menos mal que le dije a Hamruch que me esperara. Manolo, bendito... Ño sé si llevaré dinero en el bolso, a este hombre habrá que darle una propinita. Es orgulloso, le conozco. Le diré: toma, Manolo, para que le compres unos caramelitos a los niños, y entonces no podrá resistirse, ningún español casado se resiste cuando se trata de sus hijos, siendo por los hijos todo va bien. ¡Qué difícil es no herir, y mira que yo hago lo imposible; pues quieras que no, siempre acabas ofendiendo! Al final, la que te sientes humillada eres tú. Eso es, papá, ya hemos llegado a La Canebière. No te digo nada, pero yo no veo a maitre Saurin por ninguna parte, allá tú, hijo. Espero que no te irás a poner ahora a jugar a la petanca, porque tú eres capaz de todo. Está oscureciendo. No tardes, papá. ¿No te das cuenta? ¡Qué egoísmo el de esta gente! Mi hermana enloquecida por el conde, mi padre, por tal de evadirse... todos me abandonan. Todos con el mismo miedo que yo, pero al final, yo, sólo yo, tendré que enfrentarme con el problema. La más débil. Dios quiera que Hamruch esté en casa. Hamruch, bendita, ¿estás ahí? ¡Qué oscuridad! Esa memloca se habrá refugiado en la cocina. Hamruch, ¿dónde estás? No contesta la negra, encima sorda, le caiga un mal. Contesta, mujer, no me asustes. Maldita sea la hora en que me llevaron a ver
La momia
y
Horror en el cuarto negro
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. Encenderé las luces. Todavía huele la casa a cera. ¿Qué es esto? Un clavel. Se caería de la corona cuando sacaban a mamá. Esos hombres de la funeraria son siempre tan brutos. No, no, por favor, no llores ahora. Hamruch... Se escapó. No tuvo paciencia para esperarme. Mañana cuando vuelva me va a oír. Sí, sí, tienes razón, Bella. Hay que cambiar la casa. Olvidarlo todo. El tiempo todo lo cura. Nunca, nunca podré olvidarte, mamá. Tendría que acercarme a la farmacia y comprar algo para dormir, pero me siento sin fuerzas. La casa, a la luz del día, es más soportable. ¿Qué estará haciendo mi hermana? ¿Y mi padre? ¡Qué gentuza! Me han dejado sola. Sola, aquí, con mi dolor. Si tú estuvieras aquí, mamá, nada de esto ocurriría. Pero estaban deseando que te fueras para campar cada uno por sus respetos, que hasta Hamruch se me ha rebelado. También es verdad que la pobre ha llevado unos días... Y vive tan lejos. Entre ella y yo hemos llevado la cruz, porque ya habrás visto, mamá, que ellos ni se acercaban a tu alcoba. Estoy por entrar en ella ahora mismo, vencer ese miedo estúpido que me embarga hecho de visiones estrafalarias que se han ido inculcando en mi mente desde que era niña, muchas veces por culpa de Isabel, que se complacía en contarnos historias de muertos. Como que hasta me acuerdo de un grabado que vi una vez en un libro francés, un libro de lecturas que era de mi hermana, ilustrando un poema de Víctor Hugo
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. Hay cosas que se quedan grabadas para siempre.
La longue nuit des bópitaux,
en el que se veía a una enfermera velando a la luz de un quinqué a un soldado joven y guapo que yacía en el lecho, tan inmóvil que siempre me quedó ese reconcomio de saber si está vivo o muerto. Mira tú de lo que he venido a acordarme en el momento más inoportuno. Estoy dominada por el terror. ¡Empuja esa puerta de una vez! Juana, no se puede vivir toda la vida aterrorizada, hay que luchar, luchar y vencer. ¡Adelante, Juanita, á la charge! Bueno, no tengo más remedio que apoyarme contra la puerta, el corazón se me va a salir por la boca. ¿Lo estás viendo? En cuando enciendes la luz tus tenores desaparecen. ¡Cómo me tate el corazón! Huele a cera. Le dije a Hamruch que echara zotal. No ha hecho nada. No soporto la vista de esa cama con el colchón doblado. Todavía quedan algunas flores esparcidas por el suelo. Tendré que armarme de valor. Extenderé el colchón, abriré el armario y lo cubriré con una manta que tenía mamá y que a mí me gustaba mucho. Era una manta india con un tigre de Bengala hermosísimo dibujado en el centro. Mamá la tenía guardada en lo alto del armario y dejó de utilizarla porque decía que era muy resbalosa. ¡Cómo huele a alcanfor! Lo prefiero. Tengo que darme prisa porque si vienen ésos creerán que estoy buscando las alhajas. Eso es lo que haríais vosotros, buitres, más que buitres. Pero ya me cuidaré yo de dejar bien cerrado el armario y guardarme la llave que le entregaré a maitre Saurín mañana y se hará todo en regla como manda la ley. No alcanzo. Se me doblan las piernas. ¡Dios mío, cómo eran estos armarios antiguos, como catedrales! ¡Ay, qué honor! ¿Qué es esto? De pronto me han parecido dos pajarracos negros. ¡Son los guantes de mamá! Se me han aganado al cuello como unas manos heladas. Me voy a desvanecer. ¡Mamá, por lo que más quieras, no me estrangules! Te juro que no he hecho nada malo. No era lo que tú pensabas. Te juro, mamá, que no era eso. Yo vine por la manta. Ya sabes... aquella manta que tiene ese tigrecito tan mono. Me porto bien, mamá, por lo más sagrado. Sigo virgen, intocada. Ningún hombre me ha puesto sus asquerosas manos encima, ninguno. No soy como esa pena de mi hermana. No, no, perdona, no quise decir eso. Ella es una bendita, un poco alocada, claro... cosas de la edad, es joven todavía. No me estrangules. Nunca he sido culpable. No, no, mami. Yo te quiero mucho. Siempre hemos ido al cine juntas. ¡Acuérdate lo que nos gustaba Robert Young! Y aquellos tocinitos de cielo que merendábamos en La Española. Si quieres, mamá, el domingo te llevo unos poquitos donde tú sabes. Te los dejo encima. No haya un mal. ¿Qué es esto? ¿Qué pecado cometí? Siempre me confesé de lo mejor. Que te lo diga el padre Alfonso. Él lo sabe todo de mí. Ten compasión. Apiádate de mí. Me estás provocando, mamá. ¡No hagas que me irrite! ¿Cómo puedes pensar eso? ¿Para qué quiero yo tus alhajas? Mira, mira lo que hago con el anillo que me regalaste cuando cumplí la mayoría de edad... De platino. De mierda. Lo tiro, ¡mira, mira!, lo tiro. Por el balcón, que lo recoja el primer morito que pase. Lo malo es que no reconocerá su valor. Me lo ananco de este dedo asqueroso, pero no me ahogues. No puedo, no puedo sacármelo del dedo, y ahora no me da tiempo a pasarme un poco de jabón... ¡Compréndelo! Pero, mira, bendita, le escupo. Lo desprecio. No quiero tus joyas. Te juro que si pudiera me cortaba el dedo y luego lo pisoteaba, con sangre y todo, pero no me ahogues. ¿Por qué siempre he tenido que ser yo la que pague las culpas? Me tienes manía. Eso es lo que me tienes. Ya no te acuerdas de todas las cosas que hice por ti. Yo nunca te hice daño. Te quise con locura, pero nunca me comprendiste. ¿Qué delito cometí, que muero porque no muero? ¡Santos, Santos, Santos, arcángeles y serafines, gritan santo, santo, santo! Me tienes angustiada. ¿Es que no puedo verte la cara? ¿Sólo esas malditas manos enguantadas? Sabes muy bien que nunca te ofendí. ¿Qué será ahora de mí? No me agarres con tanta fuerza, parece mentira que después de todo lo que has pasado tengas tanta fuerza. Siempre fuiste una mujer saludable, naturaleza antigua. Mamá, mujer que puedes tú con Dios hablar, pregúntale si alguna vez te he dejado de adorar
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. ¡Pregúntale, por favor, pronto, pronto! Si alguna vez yo te he faltado en algo. Tú me has llevado de la mano tantas veces, que ahora son tus manos las que se vengan por el cansancio de haberme llevado. Es como si me lo reprocharas, mamá. Porque tú nunca me has querido. Has querido más a la otra, a la que a estas horas estará haciendo lo peor, con un conde. Y siempre, siempre, por encima de todo, a aquel niño primerizo que se te jagüeó a los ocho meses. Que era rubio como la canela y todo eso. Aquel beibi que nunca conocimos ninguna de las dos, pero que tú nos contabas que era como un ángel, hasta el punto de que yo muchas noches me lo encontraba acurrucado en mi cama, con sus alitas y todo, y tenía que espantarlo como si fuera un gato. Un día de noviembre fuimos las dos juntas al cementerio de la calle Josafat, con flores y una corona que compraste de Monsieur Sales, de cuentas de cristal en forma de pensamiento con un angelito de porcelana y... ya lo sabes, mamá, ahora ya lo sabes todo, cuando salíamos y yo me solté de tu mano diciéndote que iba a hacer pipí ¿sabes lo que hice? arranqué el angelito. El angelito de porcelana que tenía unos ojitos que parecían granos de anís. Y me lo llevé. Hasta ahora. Que lo tengo guardado entre mis tesoros. Pero ¿sabes por qué lo hice? Porque yo no quería que pasara frío y que las lechuzas lo confundieran con un ratoncito y lo destrozaran. Por eso. Y ahora que lo sabes, porque desde donde estás tú debes de saber muchas cosas, es posible que indignada intentes estrangularme. Si es por eso, mamá, hija, que se te quiten esas ideas de la cabeza. Ése ha sido mi delito... En cambio la otra. Tu predilecta. Tú no la conoces. Ya verás, ya... Arrieritos somos y en el caminito nos encontraremos. ¿Pues sabes qué te digo? Que yo ya estoy hasta el moño de oírte hablar de Agustinito, que no parabas de echarnos en cara que en casa no hubiera un hombre. Que si Agustinito ya tendría veinte años, que si hubiera estado en tal momento papá no hubiera metido la pata como la metió... pues mira, a lo peor te lo hubieran matado en la guerra de Marruecos, Agustinito matado por un paco en Tetuán, bueno, no, porque papá es inglés de Gibraltar, pero en alguna guena te lo hubieran matado, y mucho peor hubiera sido que te hubiera salido de la acera de enfrente, de la cáscara amarga, ya sabes lo que te quiero decir, como Adolfito, tu adorado Adolfito, el que me tenías preparado para mi felicidad. Porque no te creas que tú acertaste en todo, en eso te equivocaste de cabo a rabo y bien que te callaste. Pero el daño ya estaba hecho. Y la dañada fui yo, como siempre. No me aprietes. ¡Suéltame de una vez! Maldita la hora en que se me ocunió hacerme la valiente y rebuscar en tu armario, por culpa de esa manta. Si es que no doy una, todo me sale tuerto. ¡Mira lo que hago! ¡Mira lo que estoy haciendo! ¡Arrancarlo todo! ¡Fuera, fuera vestidos! ¡Y qué asco me dio siempre ese perfume tuyo de violetas! ¡Fuera, fuera abrigos de pieles, escapularios, collares de mierda, jaboncitos y abaniquitos de propaganda!... ¡Mierda, mierda, caca, caca! Un hijo, un hijo en esta santa casa, no cabíamos en ella y parió la abuela. Me has odiado siempre. Sí, por eso ahora quieres ahorcarme con tus guantes malditos. Con los mismos que me abofeteaste una noche que volvías de Villa Harris y habías perdido en el juego por culpa de Onofre Zapata, que te aconsejó poner al nueve y perdiste. Me alegro. Y yo te mentí por salvar a tu favorita, que lo sepas. Que aquella tarde se escapó con Amanda y su pandilla y se fueron a bailar no sé dónde. Y, como ya debes de saberlo todo, no comprendo por qué, ahora, te ensañas contra mí. Siempre tuviste malas intenciones, que en cuanto yo veía que se torcía la boca, lo adivinaba. Que tú, cuando querías, hacías más daño que nadie. Y si ahora tengo que morir estrangulada por esos guantes condenados, no callaré mi boca. Que hasta cuando tuve eso, ya sabes, eso que de pronto tenemos todas las mujeres, y me llevé un sustazo, no me atreví a preguntártelo. ¿Y sabes a quién se lo pregunté? A tu adorada hija Elena, que sin tenerlo todavía me dio una explicación que para mí se quede, que lo primerito que me dijo fue que en cuanto aquello se me retirara es que iba a tener un hijo. Eso es lo que le enseñaron en el Lycée a la reina de la casa. Qué susto no me llevaría, que en cuanto llegó el mes siguiente y vi aparecer la sangre, no hacía más que gritar por el pasillo: «¡Soy pura! ¡Soy pura...!» Una imbécil es lo que he sido siempre. Perdona, mamá... ¿No será que te has ofendido porque piensas que vamos a llevar por ti un luto riguroso? Tú nunca fuiste vestida de negro. Ni siquiera cuando murió tía Carmen, que todo el mundo te lo criticó. Acuérdate. Te pusiste de negro un mes. Lo comprendo, mamá, en eso soy como tú. Ya sé que habrá más de una que se volverá loca de alegría cuando se entere que no pienso llevar luto por ti. Bueno, no mucho luto. Estos primeros meses tendrá que aguantarse, y conste que no lo hago por fastidiar. Pero esa perra se pasará todo el verano de negro, con todas las moscas del mundo encima. Y sólo cuando llegue el otoño y a mí me dé la gana, me lo quitaré. Mira por dónde, ahora podré vengarme. Perdona, perdona, no quise decir eso. Te juro que no quise decir eso. ¡Aparta tus manos de mí! Lo llevaré según tus deseos. No vamos a discutir por eso ahora. Lo que tú mandes. Ya me conoces, di una sola palabra y yo te obedeceré. Te lo juro. Siempre lo he hecho. Pero, por favor, no me oprimas, no soporto la frialdad de tus guantes. Parece mentira que sigas teniendo tanta fuerza. Mira, mamá, las cosas claras: tú, mucho Agustinito, mucho ir todos los meses al cementerio de Josafat, hasta que nació la gatita. Pero en cuanto apareció la prenda, enloqueciste. Si yo lo recuerdo todo, hija. Las cosas como son: enloquecimos todos. Que yo no quitaba ojo de esa cuna. Muñequita linda de cabellos de oro, ojos de esmeralda, labios de rubí...

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